Читать книгу La única - Katherine Applegate - Страница 12
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En marcha
Muy temprano a la mañana siguiente, nos encaminamos a través de las extensas llanuras de Nedarra, en una formación de cuatro al frente y cinco mil en total, una columna erizada de altas lanzas. La mañana era diáfana y fresca, brillaba el sol. Por momentos un casco o una pechera reflejaban un rayo de sol, y el resplandor prácticamente me cegaba.
Tal vez una décima parte de nosotros iba a caballo. Los demás, en su mayoría humanos, marchaban sobre pies adoloridos. Llevábamos muchas semanas de camino, pero nuestra moral aún estaba alta.
Muchos de los jinetes de la columna iban vestidos con el azul de los Donati o el anaranjado de los Corpli. Pero Kharu había pedido a un grupo de costureras que diseñaran un nuevo uniforme con colores que representaran a una Nedarra unida y ella vestía ya la primera de esas túnicas. Era azul claro, decorada con una representación del tejo de Urmán en verde vivo, el árbol bajo el cual se hizo el pacto entre las especies muchísimos años atrás.
Sin embargo, no era el uniforme de Kharu lo que hacía que nuestros soldados murmuraran y se dedicaran gestos entre sí. Era la espada que pendía a su costado. La famosa arma, envuelta en encantamientos teúrgicos, se veía común y corriente, incluso desastrada, hasta que se desenvainaba con furia. Cuando eso sucedía, su poder era impresionante. Con un solo vistazo a esa espada desenfundada bastaba para saber por qué la llamaban la Luz de Nedarra.
Luego de una hora de cabalgata, azucé a Caos para que alcanzara a Kharu al trote. Su general primero, Varis, hizo a un lado su enorme corcel con gran cortesía para permitir que me acercara. El general Varis, ascendido recientemente, era miembro de la familia Corpli, enemigos de tiempo atrás de los Donati, pero ahora aliados en el Ejército de la Paz.
Del otro lado de Kharu, cabalgaba Bodick la Azul, una mujer de mediana edad que había perdido un ojo y una oreja en una batalla hacía mucho tiempo, y tres dedos de la mano izquierda en otra. La llamaban “Azul” porque había cubierto una fea cicatriz en su mejilla con un tatuaje azul índigo de una serpiente enrollada.
Yo había aprendido a apreciar a Bodick. No era quizás el tipo de persona que uno invitaría a tomar el té. Pero definitivamente era el tipo de guerrera que uno querría tener cerca en caso de una batalla.
—¿Cómo te sientes, Byx? —preguntó Kharu.
—Algo preocupada, a decir verdad —contesté.
—No hay necesidad de que te preocupes. Tengo total fe en ti.
Decidí cambiar de tema.
—¿Qué tan lejos viajaremos hoy?
—Vamos a pedir permiso para levantar nuestro campamento justo al lado de una villa fortificada junto al río. Deberíamos estar allá antes del mediodía.
—Muy seguramente no se negarán a la petición de un ejército —dijo el general Varis. Sonó como una amenaza pero lo cierto es que cualquier cosa que dijera ese humano gigantesco y pelirrojo parecía amenazante. Una vez, cuando el general Varis le pidió a Tobble un sorbo de agua de su odre, el pequeño wobbyk por poco se desmaya.
—Es verdad, general —asintió Kharu—. Pero debemos ajustarnos a la decisión que ellos tomen. Éste es el Ejército de la Paz, y paz es lo que vamos a imponer.
—A menos que nos ataquen, por supuesto —replicó el general Varis, y en su voz se sentía una vaga esperanza.
Kharu asintió.
—Así es.
—¿Está usted esperando un ataque, general? —pregunté.
—No puedo mentir en presencia de una dairne —dijo, con la sombra de lo que pudiera haber sido una sonrisa—. A algunos de los nuestros les encantaría un pequeño combate.
Bodick dio unas palmaditas sobre su espada.
—Ya saben, para romper con la rutina —dijo.
—Pues esperemos que todos ellos tengan que aguantarse —contestó Kharu—. Pero si llegaran a atacarnos, pueden estar seguros de que nos defenderemos con tal furia que nadie volverá a retarnos de nuevo.
A veces, incluso para mis veteranos oídos, Kharu sonaba tan temible como sus generales. ¿Había cambiado ella tanto como yo? ¿O simplemente se había congraciado con ese otro lado de su ser, más grandioso, la líder en la cual estaba destinada a convertirse?
¿Y en que me había convertido yo? Ciertamente no en la embajadora Byx, a pesar de la fe que me tenía Kharu.
Gambler nos alcanzó al trote, con Tobble montado en su lomo. Cabalgar en Gambler había resultado ser más cómodo para mi amigo wobbyk que montar conmigo, sentado a mis espaldas, en Caos. Y a pesar de sus quejas, el felivet parecía disfrutar de la compañía.
—¿Cuándo haremos un alto para comer? —me preguntó Tobble—. Mi desayuno fue demasiado ligero. Las orugas nunca me alcanzan a saciar. Demasiada pelusa.
—No creo que vayamos a detenernos —respondí—. ¿Ves esa villa amurallada junto al río Telarno, en la distancia? El plan es montar nuestro campamento junto a las murallas.
—No temas, Tobble —dijo Kharu sonriendo—. Por mucho faltará una legua y media.
—Mil perdones —se disculpó Tobble—, pero mi estómago no es tan bien educado como mi mente. No deja de gruñir.
No pude evitar reír. El estómago de los dairnes lloriquea cuando tenemos hambre. En comparación, el gruñido siempre me ha parecido… me ha parecido demasiado obvio.
—Incluso después de todo ese eshwin que comí ayer, no me molestaría un bocadillo —dijo Gambler, mirando a Tobble por encima de su hombro—. Y sucede que tengo el canapé perfecto montado en mi lomo.
—¿En tu lomo? —Tobble se volteó para buscar detrás de él y luego comprendió—. Ah, ya veo. Pero claro que estás bromeando —dijo, palmeando el costado de Gambler.
—¿Eso crees? —preguntó Gambler, con una chispa maliciosa en sus ojos azul pálido.
—Gambler —le advirtió Kharu—, no nos comemos a nuestros camaradas.
—De acuerdo —respondió él—, a menos que nos hagan perder la paciencia.
Le hice un guiño a Gambler. Me contestó con una sonrisa, aunque es difícil distinguir una sonrisa de felivet del gesto agresivo de mostrar los dientes, y tanto una como otro ponen los nervios de punta.
—Yo tendría cuidado de ser tú, Tobble —le dije—, Gambler parece un poco hambriento.
—No tiene gracia, Byx —dijo Tobble—. Ni un poco. Deja de decir tonterías.
—¿Sabes una cosa, Tobble? Podrá ser que haya quienes piensen que soy una tonta, pero estoy segura de que nadie ha dicho eso de Gambler, jamás.
—Decirme tonto —repitió Gambler con una mueca—. Podría comerte sólo por eso.
Detrás de nosotros, un sargento entonó una cancioncita para que sus soldados marcharan al mismo paso, y su áspera voz de barítono marcó el ritmo.
Izquierda, izquierda; izquierda, derecha, izquierda.
Cargamos largas lanzas, ya lo ves.
El Ejército de la Paz poderoso es.
Oye bien nuestro pregón:
este ejército siempre sale vencedor.
Había llegado a conocer bien esos cánticos, y a veces me unía a las voces. Los soldados los llamaban marchas. La letra a menudo era divertida, al igual que belicosa.
Me escuché tarareando toda esa marcha, pero en realidad no podía mantener el paso que marcaba porque a mi caballo poco le importaba lo que gritaba el sargento. Caos decidía su propio paso, nada qué hacer. Era uno de los cuatro caballos que nos había donado la familia de Kharu, y era lo suficientemente pequeño para que un dairne de mi tamaño lo pudiera controlar. Aunque no siempre lo lograra.
Unos minutos después, llegamos cerca de un estanque pequeño con la superficie tan quieta como si fuera de hielo. Había un árbol muy grande inclinado en la orilla, y un grupo de ardillas azules parlanchinas estaban posadas en una gruesa rama negra sobre el agua.
De inmediato me recordó mi lugar favorito cuando era pequeña, la orilla arenosa de un ojo de agua muy profundo llamado Lago Fantasma, alejado de cualquier camino o población. A los dairnes nos gusta nadar, otro rasgo que compartimos con muchos perros. Este lago en particular estaba rodeado de crílleres, unos árboles que con el tiempo producen unas lianas gruesas, colgantes, cubiertas de hojas brillosas de color amarillo pálido. Mis hermanos y amigos se trepaban a los árboles, y se columpiaban hacia el agua agarrados de las lianas.
Los más aventureros extendían sus aeromembranas, unos pliegues en nuestro pelaje que nos permiten planear como ardillas voladoras. Esos intentos invariablemente llevaban a caídas al agua entre grandes chorros y vendavales de carcajadas.
Siempre me había parecido que debía ser muy divertido, aunque nunca lo intenté. El lago era frío y oscuro, y su nombre no ayudaba. Me daba miedo.
—¡Vamos, Byx! ¡Te portas como una cachorrita asustadiza! —solían decirme mis hermanos mayores.
—Voy a atreverme, pero no será hoy —había contestado siempre, aunque nunca encontré los ánimos para unirme al juego.
Podrá parecer raro que entre mis recuerdos preciosos atesore un momento de vergüenza y timidez. Pero hasta la última remembranza de esos días me resultaba casi sagrada. Eran lo único que me quedaba de mis seres queridos, a quienes tanto quise y que me quisieron. A veces, en medio de la noche, esos recuerdos se me antojaban más reales que mi extraña existencia actual.
Pero pensar en mí, pequeña, temblando al pie de ese ojo de agua, me trajo una sonrisa compungida. Le había temido a un cuerpo de agua que nada tenía de alarmante, nada más que unos cuantos peces brillantes.
Si en ese entonces me hubieran dicho que llegaría el día en que extendería mis aeromembranas para saltar desde un edificio alto para ir a atravesarme en el camino de la malvada augur del Murdano, yo habría puesto los ojos en blanco sin poder dar crédito. Si me hubieran dicho que iba a plantarme ante el propio Murdano o a atraer a un temible Caballero de Fuego a una trampa, o que encontraría una manera de atacar una flotilla de naves de Marsonia, me hubiera reído descaradamente.
Volteé sobre mi silla para ver una vez más el pequeño lago. Tras de mí, el polvo flotaba sobre el ejército que venía marchando. Uno de los soldados arrojó una piedra a las plácidas aguas. La piedra se perdió en la oscuridad casi sin alterar la superficie.