Читать книгу La única - Katherine Applegate - Страница 15
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Bajo las aguas del río
Al inspeccionar la barcabrena, vi que efectivamente estaba hecha de cuerno. Dos cuernos, de hecho, tal como había dicho el natite, conectados por su base y ahuecados para formar el compartimento hermético en el interior. Me estremecí sólo de pensar en el tamaño colosal que debía tener un narvalik para poder maniobrar con semejante apéndice. Y aún más increíble me resultó ver que la barcabrena tenía enganchados un montón de peces idénticos: lubinas con manchas anaranjadas, tan largas como yo, todas con arneses de malla tejida con algas.
A diferencia de un barco típico, la barcabrena no tenía mástiles ni cubiertas. En lugar de eso, había dos escotillas redondas, una en la parte de arriba y otra en la parte de abajo. Delgaroth abrió la inferior, y le hizo señas a Renzo. Lo miré agacharse bajo la embarcación, y luego enderezarse, su parte superior desapareció en el interior. Desde ahí, levantó las piernas y dejamos de verlo.
—¡Aquí dentro está seco! —nos gritó.
No sé si era sencillamente una ley de la naturaleza o teúrgia de los natites, pero lo cierto es que el agua no se metía por el agujero de la escotilla.
—¿Vamos? —pregunté a Tobble, que seguía aferrado a su pesado ladrillo.
—Levántame, por favor.
Ayudé a Tobble a entrar por la escotilla, y luego trepé tras él. El interior de la barcabrena estaba seco, sin duda, y mucho más adornado de lo que me hubiera podido imaginar. Dispuestos a intervalos regulares en las paredes y el techo había gemas verdes ovaladas y cristales redondos de azur.
Miré a Renzo.
—¿Qué? —me preguntó, apretando sus dedos contra su pecho—. No estaba pensando eso que tú piensas que pensaba.
—Te das cuenta de que soy una dairne, ¿cierto?
—Tal vez lo pensé. Nada más lo pensé. Y luego me acordé de que, si llegaran a atraparme, nuestro amigo Delaroth me ahogaría.
Como si hubiera oído su nombre, Delgaroth asomó por la escotilla y subió con mucha más gracia de lo que lo habíamos hecho nosotros. Entró por completo, se retiró del agujero y lo cerró.
—Aquí estarán perfectamente secos y seguros —la palabra “secos” la pronunció como si tuviera un regusto ácido—. Cada tanto haré venir un delfín, que soplará aire fresco hacia adentro, para que no se sientan adormilados.
—O muertos —murmuró Renzo.
La habitación no era grande, pero ocupaba la mitad de la embarcación, con una sección en la parte trasera con literas para dormir, y otra más amplia al frente, cerrada por mamparas. Tenía sillas y una mesa en el centro, que daba la sensación de una taberna acogedora.
—¿Están cómodos aquí? —preguntó Delgaroth muy cortés.
Renzo asintió.
—Tan cómodo como podría encontrarme en un ataúd subacuático.
—Hay bebidas en aquellas botellas —dijo, señalando con su mano palmeada la mesa—. Creo que les caerán bien. Si tienen frío o calor, griten. Si lo hacen, alcanzaré a oírlos y enviaré a las criaturas que requieran. Las anguilas lavacoras pueden calentar la nave, y el agua, claro está, la enfría. Yo estaré en el compartimento delantero, o nadando afuera, pues me cuesta estar en el aire durante un periodo largo. ¡Es tan inhóspito!
Delgaroth se disculpó y salió hacia el otro compartimento por una puerta plateada. Oí un gorgoteo de agua y luego su suspiro de alivio.
La embarcación empezó a moverse con una sacudida, pues los peces enganchados habían permanecido inmóviles. Al poco tiempo, el recorrido se volvió bastante suave, interrumpido únicamente por algo de bamboleo. Tobble, que venía de un largo linaje de marineros, caminaba sin problemas, acostumbrado al movimiento del agua. Renzo, por su parte, se tambaleaba cual borracho, y se daba golpes contra las partes más bajas del techo. En cuanto a mí, me apoyaba en la mesa para estabilizarme, tratando de ajustarme al movimiento errático.
Delgaroth nos había mostrado la escotilla en la parte superior de la nave, desde la cual, según dijo, podíamos asomarnos con toda seguridad para ver los lugares que atravesábamos. Con algo de reticencia, decidí probar. Me trepé en un taburete y abrí la escotilla, y en ese momento una burbuja de aire se formó envolviendo mi cabeza. Asomada desde arriba de la barcabrena, podía sentir en verdad la velocidad a medida que las lubinas enganchadas surcaban el agua formando burbujas centelleantes. Era emocionante. El pulso se me aceleró, y no podía dejar de sonreír. Veía un mundo que siempre había estado allí, un mundo que jamás pensé que llegaría a conocer. Que la antigua Byx nunca se hubiera atrevido a visitar.
El lecho del río tenía su propia geografía fascinante. Arena azul y amarilla que formaba intrincados dibujos, como encaje. De repente aparecían formaciones de piedra negra con contornos puntiagudos, que hacían que la corriente se llenara de espuma. Los peces enganchados sorteaban estos obstáculos sin problema, aunque a veces pasaban tan cerca que yo llegaba a temer que fueran a hacer que la nave rozara las piedras y acabáramos ahogándonos todos.
A medida que el río se fue haciendo más ancho y profundo, las orillas se perdieron de vista. Seguimos en el punto medio del curso del río, entre el fondo y la superficie, avanzando más rápido que el corcel más veloz. Luego de un rato, sentí que Tobble me tironeaba una pata. Sin muchas ganas, volví al compartimento seco. Como por obra de magia, la burbuja que me protegía se evaporó.
—¡Tienes que ver esto, Tobble! ¡Y tú también, Renzo! ¡Es increíble!
—Seguro —dijo Tobble—, pero también es increíble el hambre que siento.
—No me molestaría algo de comer —Renzo estaba de acuerdo.
Al instante, un sirviente entró desde el compartimento delantero para atendernos. Por primera vez entendimos que Delgaroth no era el único natite a bordo. El sirviente era macizo y de color amarillo pálido, con cuatro tentáculos en espiral, dos que le brotaban de cada hombro.
—¿Querrán probar un poco de esto? —preguntó, presentándonos una bandeja de pescado en tajadas finas y cangrejos diminutos cocidos en una salsa fragante, junto con tazones de algo que parecía ser estofado de algas.
Nos sentamos a la mesa, y Tobble metió una cuchara de oro en el estofado. Probó, y sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¡Es una delicia! ¿Cómo se llama esto?
—Es raakal —contestó el sirviente—. ¿Le place?
Tobble estaba demasiado atareado comiéndose el estofado, así que di una probada.
—¡Me place! —exclamé.
Cuando estaba por llevarme una botella a los labios, el sirviente intervino con amabilidad, para ofrecerme un tubo delgado muy extraño:
—La cerveza natite se bebe siempre a través de uno de éstos.
Renzo asintió con gesto de aprobación:
—Muy ingenioso. De esa manera, los natites pueden mantener el líquido de la botella separado del agua que la rodea.
—Se llaman cañas para beber —explicó el sirviente.
—¿E imagino que no tienen fuego para cocinar? —pregunté.
—No tenemos fuego, pero sí calor. Ya lo verán cuando lleguen a Jaureggia.
—Perdón pero… —empecé, frunciendo el ceño—: ¿Qué fue esa última palabra que dijo?
—Jaureggia. Es la gran ciudad y sede del palacio de Pavionne, nuestra reina.
El sirviente salió y yo me recosté en mi silla, satisfecha pero inquieta.
—La reina Pavionne —repetí, y miré a mis amigos—. Esperemos que deje sus intenciones tan claras como el cristal. El hecho de que yo sea una dairne no significa que vaya a ser capaz de entrever sus genuinos deseos.
—Nadie más que el mar sabe lo que pretenden los natites —apuntó Renzo, sombrío. Era un dicho que se oía a menudo.
—Tal vez se debe a que nunca nadie les pregunta —cavilé.