Читать книгу Todo lo que soy - Kathleen Cobac - Страница 10

Capítulo V

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Emma

Victoria se iba a casar.

Victoria se iba a casar... Con mi hermano.

Aquellas palabras se me quedaron en la cabeza durante horas mientras intentaba dormir. Mi estómago estaba satisfecho, ya no rugía como el león hambriento de la tarde. Suspiré y me giré sobre la cama, una, dos, tres veces. Mis ojos se perdieron en los edificios que se vislumbraban al otro lado de la ventana, no había ruido ni música.

Aun así, no podía conciliar el sueño y ya eran las tres de la mañana.

Me volví a girar dando una vuelta violenta rebotando sobre el colchón. Me sentía incómoda, enojada. Una ácida angustia corría por mi pecho acumulándose en el estómago.

Me pasé las manos por la cara. No podía ser tan maldita y no estar feliz por mi hermano, por Victoria. ¿Qué mierda pasaba?

Cerré los ojos con fuerza.

No, no estaba feliz, estaba frustrada. ¿Por qué ella y no yo? Era lo que mi cabeza gritaba, pero no quería... no podía decir en voz alta.

Era inevitable. Siempre creí que con Caden tendría un futuro armónico y bonito, pero era hora de que fuera honesta conmigo, el desgraciado me había engañado, y con mi asistente, una muchacha linda con cara de muñeca. La había conocido por casualidad cuando yo estaba terminando la carrera y ella recién comenzaba. Tenía cinco años menos que yo, pero la niñita prometía. La contraté para que me ayudara porque era creativa y proactiva, sin embargo...

Me volví a girar.

El engaño me dolió, y sí, me sentí humillada y traicionada. No obstante, era momento de reflexionar sobre los sucesos acontecidos y los últimos años de mi vida.

Había planeado un futuro con él, me había proyectado con él. Pero… ¿era algo de los dos o solo yo idealizaba una vida juntos? Tampoco sabía si realmente le habría dicho «sí» si me hubiese propuesto matrimonio. Pero ¿por qué? Lo amaba, ¿no?

Mi corazón se aceleró. La respuesta era tan obvia que no pude más que sentirme estúpida y egoísta por admitirlo. Caden era mi carta segura para presentarme ante mi madre, era lo que ella quería para mí. Cuando lo conocí vi la oportunidad perfecta para, por una vez en la vida, al fin ser aceptada. Lo único que hice fue autoconvencerme de mi amor por él, hasta que le tomé cariño.

El engaño fue una sorpresa que me destruyó, pero no mató mi corazón, mató mi orgullo. Me sentía una tonta por no haber notado las señales. ¿Si lo extrañaba? Por supuesto. Cinco años de cariño y compañía no se olvidan de la noche a la mañana. Tal vez no lo amara profundamente, pero en algún momento estuve enamorada de él y sabía que me costaría olvidar su compañía, sus gestos, su voz, su risa y la forma en la que me trataba. Pero, por otro lado, era como sacarme un peso de encima. Ya no tenía que pretender que era feliz. O tal vez, en realidad, nunca lo había sido y solo había sido una ilusión creada por mi subconsciente para hacerme creer que podía existir alguien que me quisiera por encima de todas las falencias que me encontraba mi madre.

Me giré una vez más, poniéndome boca abajo, y hundí la cabeza en la almohada cubriéndome con los brazos. Necesitaba dormir, tenía que levantarme a las siete. Tenía que dormir y olvidarme de mamá, de Victoria. De Caden.

Dios, extrañaba su aroma impregnado en mi almohada. Odiaba esa sensación de angustia permanente en mi pecho.

«Tengo que dormir…».

Odié el despertador como nunca odié a nada en la vida. Casi arrojé el celular contra la pared, pero luego recordé que era mi teléfono y no un reloj. Con el cansancio pesándome en cada extremidad, me levanté sintiendo los ojos hinchados y la cabeza pesada.

No supe qué hice los siguientes cuarenta minutos. Me duché cual autómata y me vestí con un pantalón negro y un suéter peludo de color gris que me hacía parecer una nube a punto de largarse a llover. Miré por la ventana y resoplé. ¡Maldito clima inglés! Nunca había conocido una primavera o un verano normales. La lluvia podía caer en cualquier momento y jamás hacía calor, siempre debía andar con un paraguas en el bolso. Al menos mi ánimo estaba acorde al clima de esa mañana.

Me maquillé un poco las ojeras y pestañas para no parecer muerta viviente y de abrigo elegí mi adorada chaqueta de mezclilla repleta de parches. La vida continuaba y tenía que trabajar. A las clientas no les importaban mis problemas personales, solo el resultado de mi trabajo.

Cuando llegué a la sala me detuve en seco cuando descubrí a Liam en la cocina. Mi cerebro tardó más de lo que debía en hacer las conexiones. Estaba vestido con la misma ropa del día anterior.

Oh, cierto, se había quedado a dormir en mi casa. Mejor dicho, iba a vivir en mi casa.

—¿Ya te levantaste? —pregunté, tratando de pretender que no había olvidado que era mi inquilino.

—Tengo cosas que hacer —respondió mientras servía un plato con huevos revueltos. El aroma me revolvió un poco el estómago—. Cumpliendo con mi parte del trato —dijo sonriente—. ¿Desayunas?

Moví la cabeza para quitarme los pájaros que revoloteaban en mi mente.

—No, gracias, no alcanzo. Tengo que ir temprano al taller, llegará una clienta a las nueve. —Asintió y levantó los hombros sin darle mucha importancia y le dio un trago a su café, había utilizado la taza con cerditos—. Esto... ¿Liam? ¿Por cuánto tiempo piensas quedarte aquí?

No es que no lo quisiera en mi casa, pero ¡vamos! No pretendía quedarse para siempre, ¿o sí?

Dejó de beber y me miró pensativo.

—Iré a recoger algunas cosas esta tarde —comentó como si nada. Abrí la boca para enfatizar mi pregunta, pero se me adelantó—. ¿No te molesta si me quedo aquí por más tiempo? Al menos hasta que me asegure de que la loca de Saville se olvidó de mí.

La cabeza me hizo crack en algún lado cortándome los circuitos. Debía ser broma. En ese momento miré a mí alrededor, todo estaba ordenado y limpio, como si el torbellino del fin de semana no hubiera existido. Suspiré, ¿por qué no? Tal vez me haría bien tener una compañía prolongada, especialmente si iba a asear, a hacer el desayuno y a comprar pizzas de vez en cuando.

—Claro, no hay problema —contesté y miré el reloj en mi mano—. Mientras ayudes con los gastos como te dije, está bien. —Me encogí de hombros—. Me tengo que ir, hay una copia de la llave en la caja de galletas sobre el refrigerador. Deja cerrado cuando salgas por favor.

—Claro, mamá —saludó a modo de burla.

Yo solo respondí con una risa nasal y salí rumbo al trabajo.

El taller no estaba lejos, por lo que solía tomarme poco tiempo llegar. El problema era cuando me quedaba dormida.

El lugar era arrendado y se encontraba sobre una galería de tiendas en el centro. Por los precios, no pude encontrar otro espacio que se adaptara a lo que necesitaba, así que compartía el piso con una constructora, una oficina de contadores y una escuela de ballet. Mi taller era pequeño, de apenas treinta metros cuadrados, pero era suficiente para colocar un espejo de pie, un biombo, un escritorio, cestas con telas, maniquíes y las dos máquinas de coser. Ser diseñadora de moda siempre había sido mi sueño.

Mi madre nunca consideró que la carrera fuera apropiada, solía decir que los diseñadores y artistas morían de hambre. Claro, después de tener a seis hijos dedicados a prestigiosas y pudientes carreras era difícil no compararme con ellos.

En fin, hacía tres años me había graduado y, tristemente, los únicos que asistieron a la ceremonia fueron Astrid, Victoria, Pete, papá y Martan. Mi madre no mostró interés en ir, dijo que tenía cosas más importantes que hacer que ver a su hija hundirse en la miseria.

Charlotte se ofreció para ayudarme con sus contactos en revistas de moda, tiendas y agencias, pero mamá se esmeró en meterle en la cabeza que no valía la pena, que si había elegido una carrera de mala muerte debía buscar mi propio trabajo. Por supuesto, lo hizo solo para indicar que aquello que había elegido como fuente de ingresos me mataría de hambre tarde o temprano. Así que me esforcé para demostrarle lo contrario, que con talento y perseverancia se podía sobrevivir e incluso tener éxito. No por nada había logrado sustentarme estos años, además de haber arrendado mi propio lugar de trabajo. Por lo menos, aquello sirvió de ejemplo para demostrarle a mamá que podía valerme por mí misma con mi “carrera de mala muerte”.

Quité esa idea de la cabeza para no comenzar el día sintiéndome pequeña y destapé uno de los bustos que tenía cubierto con una sábana. Estaba diseñando el vestido de Georgina Harrison, una mujer exuberante cuyo marido le pagaba desde las operaciones plásticas hasta las extensiones de cabello. Era una persona encantadora a pesar de su excentricidad. Había llegado hasta mí gracias a Carter, uno de los contadores de la oficina de al lado, ya que el marido era cliente de ellos, y me trajo telas cuyo valor equivalía a un Mercedes último modelo. El vestido, largo y negro, con incrustaciones de cristales Swarosvki, proporcionados también por ella, era corte sirena. Me alejé un poco para poder observarlo mejor, sonreí orgullosa mientras lo rodeaba, absorbiendo cada detalle. Me gustaba sobre todo cómo habían quedado los escotes: el de la espalda, triangular y vertiginoso, finalizaba justo en la cadera; y el de adelante, un hermoso escote corazón, lo había reforzado en organza negra con encaje, la tela se extendía hasta subir al cuello, donde se amarraba. La pieza se ajustaba por completo a la silueta hasta la altura de las rodillas, donde comenzaba una suerte de armazón en exceso vaporosa, tenía tantos vuelos de organza que parecía que los pies se le perderían entre tanta tela.

Me sudaban las manos. Esperaba que a ella le gustara, era mi primera clienta perteneciente al mundo de la elite inglesa, o al menos eso me había dado a entender Carter.

Ordené un poco el taller, limpié y guardé retazos de telas usadas. Miré mi reloj de pulsera, eran las ocho y media de la mañana y Georgina llegaría a las nueve. Tenía tiempo de tomarme un café de la máquina que tenían los contadores y sacar algo de la expendedora que estaba en el pasillo.

Sin tocar la puerta ingresé al amplio vestíbulo de la oficina que ocupaba casi todo el nivel. Saludé a Brianna, la secretaria, y me dirigí al sector donde estaban los cubículos como si fuera una empleada más. Saludé a varios de los que allí trabajaban, me conocían hace tanto tiempo que era como si perteneciera a ese selecto grupo de inversionistas. Ya quisiera mi madre.

Acababa de servirme un capuchino cuando alguien se colocó detrás de mí y extrajo un vaso de papel de la torre que estaba posicionada al lado del aparato.

—¿Robándonos café una vez más?

Reí mientras soplaba la superficie de mi espumosa bebida.

—Ustedes son los que tienen café gratis, dejen algo para los necesitados —bromeé y Carter sonrió.

—¿Tienes cita con Georgina? —me preguntó. Bebí un sorbo de espuma.

—¿Te lo dijo su marido?

—No es necesario. Vino casi todos los días la semana pasada —comentó apoyándose contra la pared después de sacar un café negro y cargado—. Me la encontré un par de veces sacando dulces de la máquina de afuera.

Volví a reír.

—Vendrá a retirarlo. Su vestido está listo —expliqué. Él me miró fijamente, de repente mi café era muy interesante.

—Por si te interesa saber, Richard me comentó que su mujer está muy satisfecha con tu trabajo —dijo cruzando los pies, escondí la sonrisa nerviosa detrás de mi vaso y bebí lo que quedaba de espuma.

—Eso lo sabré hoy —dije luego de darle un gran sorbo a mi desayuno. El alzó una ceja.

—Eres demasiado modesta, sabes que eres muy buena —comentó en un tono que intentaba sonar casual, pero que dejaba filtrar un aire seductor.

Fue un cumplido tan simple en un par de palabras, que me sonrojé. Mi conciencia recordó que podía volver a ser cortejada y aquello me puso nerviosa y ansiosa a la vez.

—Y tú demasiado amable, Carter —respondí mirando hacia otro lado.

Carter Conolly era un hombre cercano a los treinta. Su piel era del tono del chocolate amargo y sus ojos eran grandes y de iris oscuro. ¿Qué podía decir? Era guapo. No, era más que guapo, era hermoso. Sí, esa era la palabra, aunque a los hombres no les gustara que los tildaran bajo ese calificativo. Su nariz tenía un tabique suave y la punta recta, sus labios eran gruesos y llevaba la cabeza prácticamente rapada. Tenía los brazos, la espalda y el torso anchos, y medía casi dos metros, era demasiado alto comparado con mi pobre metro sesenta y cinco.

Ese día llevaba una camisa a rayas, una corbata color limón y, sobre ambos, un Gilet gris. Los pantalones iban a juego con el chaleco y terminaba el look con unos zapatos de charol negro, muy lustrosos.

Si algún día diseñaba para hombres, me inspiraría en su estilo.

—¿Qué es lo que miras? —preguntó risueño. Sus dientes blancos contrastaban con la piel oscura de sus labios.

Me atoré con el café. Creo que enrojecí hasta la punta de los pies. Ahogada con la tos, sentí sus manos golpear mi espalda. Dejé el vaso a medio beber sobre una mesa y evité mirarlo. Mis ojos lloraban por el ahogo, con suerte podía hablar. ¡Qué vergüenza!

—¿Estás bien? —quiso saber al cabo de unos segundos, asentí cohibida. Sentía mis ojos llorosos y la garganta arder.

—No... te... preocupes —pronuncié ahogada—. Yo... yo —carras­peé para encontrar mi voz, pero no pude—. Nos vemos después —me despedí.

En el camino tropecé con todo a mi paso mientras seguía tosiendo. Ni siquiera pude salir de ahí dignamente. ¡Qué horror! Me despedí de Brianna que me miró incrédula y salí hacia el pasillo. Cuando me alejé de las oficinas y por fin pude tomar aire, mi garganta se calmó. Extrañaba mi café a medio tomar, pero al menos podía compensar el bochorno comiendo algo.

Saqué un par de monedas del bolsillo y me dirigí a la máquina expendedora que estaba a un lado. Compré un paquete de papas fritas y una barra de Bounty. Sé que no es desayuno de campeones, pero cuando las emociones están desestabilizadas la sal y el azúcar son los mejores aliados. Llegué a mi pequeño taller con el estómago revuelto y la cara todavía ardiendo. Había sido una estupidez, debo decir. Carter era lindo, pero yo era una niña a su lado. Quedarme viéndolo como quinceañera no aumentaba mis posibilidades de que me viera como mujer.

Mierda, ¿por qué pensaba esas cosas?

Sacudí la cabeza. Lo conocía poco y nada, era solo una cara bonita en un cuerpo perfecto y lo más probable fuera que causara la misma reacción en todas las mujeres que lo veían pasar.

«¡Olvídate, Emma!» me grité. Además, ya debía tener novia o algún tipo de compromiso. Y, por otro lado, yo seguía dolida por lo de Caden, así que tenía que aprender a conciliar el luto de la pérdida amorosa obviando los estragos hormonales que me causaban las figuras varoniles al saberme soltera de nuevo.

Para distraerme, pasé los últimos minutos ordenando sobre lo ordenado y sin hacer nada en particular. Me comí el chocolate y las papas, encendí una radio vieja, de esas que venían con el porta CD integrado, y coloqué la radio que Liam odiaba. Reí ante el pensamiento.

A las nueve en punto Georgina llegó. Su cabellera rubia y platinada con exceso de brushing estaba acomodada bajo un tremendo sombrero que le cubría los ojos. Vestía despampanante. Llevaba un traje de dos piezas en tonos mantequilla que se ajustaba a su cintura liposuccionada, un bolso Louis Vuitton colgado del codo derecho y unos tacones rojo furioso que, estaba segura, podían ser condenados si mataban a esa mujer de una caída.

—¡Emma, preciosa! —me saludó con su forma habitual, dándome un apretado abrazo y un beso en cada mejilla. Dejó el sombrero sobre una de las máquinas de coser y pude volver a notar los labios abultados y la nariz demasiado puntiaguda que deformaban lo que alguna vez pudo ser una hermosa mujer. Pero, ¿quién era yo para juzgarla?

—Georgina, qué bueno verte —dije con amabilidad. Ella sonrió.

—¿Cómo está mi hermoso hijo? ¡Ya quiero verlo!

Parpadeé un rato sin entender a qué se refería hasta que comprendí que hablaba del vestido.

—Oh, sí... —farfullé. Las manos comenzaron a sudarme en exceso. Estaba aterrada. Este trabajo podía definir muchas cosas. Si no le gustaba, mi sueño de ser diseñadora se iba al carajo, porque era obvio que deshonraría mi nombre con todas sus amigas y diseñadores que conociera. Y ahí sí que haría justicia a las palabras de mi madre.

Aguanté la respiración y quité la sábana del busto que llevaba puesto el vestido. Los ojos de la mujer, de un verde intenso, lo escanearon sin omitir detalle. Estaba quieta, solo observaba. No sabía si estaba furiosa o encantada. No podía adivinarlo y aquello me causó una terrible molestia estomacal.

«Vamos... di algo de una vez».

—Emma... —susurró con un tono que no supe definir. Entonces una de sus manos, cargada de brazaletes y con las uñas acrílicas teñidas de un rojo intenso, tocó la tela del vestido con delicadeza sublime—. Es mucho mejor de lo que había imaginado.

La mano retrocedió hasta juntarse con la otra cubriendo su boca. Solté la respiración sin haber notado que había estado aguantándola. ¿Le había gustado? ¡Le había gustado!

Sonreí como idiota.

—Me alegro —dije intentando mantener las emociones contenidas para no hiperventilar.

—¡Quiero ponérmelo, quiero ponérmelo!

Asentí aturdida. Quité el vestido del busto y con mucho cuidado se lo entregué para que se lo probara tras el biombo.

Tardó cinco minutos en calzárselo. Cuando apareció con él frente a mí, me quedé con la boca abierta. ¿En verdad yo había confeccionado eso?

—¡Está maravilloso, querida! —exclamó la mujer dando giros de bailarina frente al espejo de la pared—. ¡Richard lo va a adorar!

—¿No hay nada que quieras arreglar, agregar o quitar?

Detuvo los giros y se contempló con atención en el espejo. Se alisó la zona del abdomen, aplanando algo que no existía, colocó sus manos en las caderas, llevó los hombros hacia atrás para subir el busto y luego se giró para seguir la curva de su espalda que terminaba con un trasero bien levantado. Cuando volvió la vista a su reflejo suspiró con un dejo de deleite. Entonces caminó hacia mí y me tomó las manos.

—Es perfecto, mi niña —dijo sonriente. Solo ahí me di cuenta de que la mujer tenía arrugas en ciertas zonas de la cara que podían revelar su edad, tal vez sesenta o sesenta y cinco—. Y cuando las cosas son perfectas, no necesitan nada más —agregó, interrumpiendo mis pensamientos.

El comentario llenó mi pecho. Le sonreí en respuesta. Había hecho algo bien, me lo habían reconocido. Y no había nadie para que lo escuchara.

—Me alegra mucho oír eso —le agradecí con emoción contenida.

Georgina se fue feliz con su vestido luego de haber discutido, amigablemente, por el precio de este. No porque quisiera pagarme menos, al contrario. Le había cobrado trescientas libras y ella insistió en darme un cheque de seiscientas. Decía que un vestido así ni la mismísima Erika Pascale, quien era mi diseñadora favorita, lo podía igualar.

Al final acepté el cheque sin creerme merecedora de él. Pero al menos me servía para ahorrar. Me descubrí riendo sola cuando pensé que, si Georgina me recomendaba a sus amigas, podría cambiarme a un lugar mejor para vivir; una casa más grande tal vez, en donde pudiera tener una mascota.

Cuando dieron las doce del mediodía recogí mis cosas para ir a almorzar, podría invitar a Brianna. Casi siempre almorzábamos juntas. Aunque podía tener la edad de mi madre era mucho más amable y cariñosa que ella. Algo que lamentaba en mi vida era que todo lo que me rodeaba siempre conducía mis pensamientos hacia ella.

Justo cuando me disponía a salir tocaron la puerta del taller.

—¿Acaso la gente no lee los horarios de atención? —mascullé para mí misma pensando que podían ser clientas que no habían visto el cartel colgado en la puerta.

Pero cuando la abrí me encontré con dos visitas inesperadas.

—¡Sorpresa! —exclamaron Astrid y Victoria. Esbocé una sonrisa falsa que esperaba delatara las pocas ganas que tenía de verlas.

—Chicas —mascullé. Lo cierto era que después de lo ocurrido el día anterior no sabía si quería estar con ellas, con Astrid tal vez, pero no sabía bien cómo controlar mis emociones frente a Victoria.

—¿Podemos pasar? —preguntó esta, un poco retraída. Fruncí el ceño, ¿desde cuándo Victoria actuaba así?

—Claro —respondí con indiferencia. Me hice a un lado dejándolas pasar. La mirada elocuente de Astrid me lanzó una advertencia que no supe interpretar.

Ambas recorrieron con los ojos el taller, las manos de la rubia rozaron el busto donde hacía unas horas había estado el vestido de Georgina.

—Oh, ¿ya entregaste el vestido negro?

Sonreí orgullosa y asentí, contenta por un momento. Ambas me miraron.

—¿El de cristales? —preguntó Victoria, asentí una vez más.

—Debe haber pagado una fortuna —acotó Astrid—. Ese vestido era carísimo, me dolían los bolsillos de solo mirarlo.

Con Victoria reímos. Aunque mi sonrisa se acalló con rapidez, no quería compartir un momento de complicidad con ella.

—¿A cuánto lo cobraste? —quiso saber Victoria utilizando un tono apacible y algo cohibido mientras miraba las telas.

Volví a fruncir el ceño, actuaba raro. Pensé un segundo si quería contestarle. Opté por la cortesía.

—Quería cobrarle trescientas, pero me pagó seiscientas.

—¿QUÉ? —exclamaron ambas. Ahí estaba el orgullo de nuevo dándome golpecitos en la espalda.

—Me pagó seiscientas libras —expliqué—. Discutimos un poco porque no quería que me pagara el doble, pero no pude convencerla y, al final, eso fue lo que puso en el cheque —sonreí con cierta suficiencia—. Dijo que se parecía a los vestidos de Erika Pascale.

Astrid sonrió emocionada.

—Increíble —murmuró—. Debe significar mucho para ti ¿no?

Asentí sin poder dejar de sonreír a pesar de la contradicción de emociones en ese momento.

Entonces, Victoria levantó una tela y la acarició, la miré cu­riosa.

—Lamento cómo terminó todo ayer —dijo de repente. El silencio cayó sobre nosotras mientras yo fingía que no me importaba. En realidad, no quería saber qué había sucedido después de mi retirada.

—Descuida, sabes que estoy acostumbrada a los encuentros con mi madre. —Evité mirarla mientras acomodaba una tela que no lo necesitaba—. Por cierto, ¡felicidades! Qué escondido te lo tenías, ¿eh?

—Intenté avisarte, pero pasó lo de Caden y...

Agité la cabeza. Sentí el ácido burbujear desde mi interior, pero no quería que se notara “tanto” lo molesta que estaba con su presencia.

—No quiero hablar de él. Pero me alegro por ustedes.

Algo dentro de mí dolió como la mierda al decir esas palabras, tuve que mantener una sonrisa apretada para no complicar más las cosas.

—¿Lo dices en serio?

Asentí suavizando la sonrisa.

—Pues ¡claro! Eres mi mejor amiga y te casarás con mi hermano, por supuesto que me alegra. —Hice una pausa—. Aunque podrías haber impedido el ridículo si me hubieras enviado un mensaje de texto al menos. Ambas podrían haberme advertido antes, de hecho.

Astrid se mordió la boca hundiendo los labios hacia dentro, Victoria se sonrojó y miró al suelo, un gesto extraño, muy impropio de ella.

—Lo lamento tanto, Emma, creí que alguien más te había avisado —enfatizó mirando a Astrid.

—¡Eh! No me metas a mí en esto, tú misma dijiste que querías contárselo personalmente.

—¡Pero si no lo supo hasta el mismo día! ¡Podrías habérselo dicho!

Las miré de una a otra. Por el gesto de Astrid parecía que habían discutido el tema con anterioridad. Suspiré y elevé la voz por encima de ellas.

—¡Está bien! —dije sin poder evitar el tono cansado—. La buena noticia es que te casas con Peter, es lo único que ahora importa.

Una fuerte punzada apareció en mi interior.

«Sigue mintiendo, sigue, cada vez caes más bajo, Emma».

Victoria sonrió con los ojos cristalinos, saltó sobre mí y me abrazó fuerte. De repente me vi sofocada bajo su mata de cabello rizado.

—¡Ay, Emma! No sabes lo feliz que me hace saber que estás de acuerdo con el compromiso, creí que te molestaba.

—Victoria, la estás asfixiando —dijo Astrid.

Cuando Victoria me soltó, mis ojos fueron a parar al rostro de la otra que me miraba con una expresión de análisis que odiaba. Sabría que estaba siendo hipócrita. Al menos con ella no tenía que esconder que la noticia del matrimonio me caía como patada en el hígado.

Debía estar feliz. ¿Por qué no estaba feliz?

—-Lo siento, ¡me hace muy feliz que estés de acuerdo con el matrimonio! ¡Es muy importante para mí que estés ahí! —exclamó Victoria mirándome con emoción contenida.

—Por supuesto que estoy de acuerdo, eres mi amiga y él mi hermano. Es... perfecto. Hacen una hermosa pareja, van a ser muy felices —musité. Mi cabeza no daba abasto, las mentiras se estaban comiendo mi cerebro. Me volteé aún sonriendo y cogí el bolso que había dejado en una percha, no quería que me viera haciendo la mueca de que no estaba para nada contenta con su felicidad. Hipocresía barata—. Chicas, siento que este encuentro sea rápido, pero iba camino a almorzar —me disculpé, aunque la verdad era que quería zafar de ellas, en especial de Victoria.

—¡Genial! Justo te veníamos a buscar para el almuerzo —saltó Astrid. Apreté los dientes. ¿Cómo zafarme?

Victoria respiró fuerte, subiendo sus hombros.

—¿Pasa algo? —quise saber elevando un poco la voz, delatando mi molestia ante aquella victimización de mi cuñada. Astrid alzó ambas cejas. Achiqué los ojos—. No vinieron solo para invitarme a almorzar, ¿cierto? —adiviné notando la mirada de Victoria perdida por ciertos rincones del taller. Astrid se mordió el labio—. Victoria, desde que entraste aquí actúas raro, ya pediste disculpas. ¿Qué sucede? —insistí cansada con su presencia.

Finalmente, soltó aire como un globo inflado y, con aquella actitud de ratón asustado tan extraña en ella, se acercó a mí.

—Disculpa, es que... —se calló, sus ojos iban del suelo a mí— no sabía cómo pedírtelo, y después de lo de ayer... Si estás enojada conmigo, no sé...

Miré a Astrid, pero esta enfocó su interés en el techo como si intentara contener su paciencia.

—Sí, actuaste terrible, todos en realidad. Ni hablar de Kendra y su lengua bífida, pero no quiero hablar de ello. Dime qué quieres antes de que recuerde por qué no te he echado a patadas de aquí —dije con rapidez para evitar que abriera la boca para defender a su prima. Ya estaba. Sabía que yo estaba molesta, no podía escondérselo más.

Mi supuesta mejor amiga agachó la cabeza y sus ojos fueron directos al cajón de las telas en el suelo. Astrid bufó.

—¿Quieres apresurarte? Dile de una maldita vez, ¡muero de hambre! —exclamó la otra. Mi cuñada se mordió el labio y me miró de reojo. Entonces me tomó las manos, yo alcé una ceja.

—Por favor, somos amigas, seremos cuñadas, comencemos esto bien, ¿sí? Sé que estás pasando por un momento terrible y ayer fue demasiado para ti, juro que jamás creí que se complicarían tanto las cosas. —Sí cómo no. Con mi madre siempre se complicaban las cosas. Si el clima cambiaba, la culpa también era mía.

—Da igual —dije agotada—. Dejemos que las cosas se solucionen en el camino. No quiero hablar de lo que pasó ayer ni anteayer. Caden todavía duele, ¿sabes?

Astrid nos miró y entonces se interpuso entre nosotras. Una mirada de advertencia brilló en sus ojos azules.

—Eso mismo. Dejemos que las cosas pasen —acotó mirando con elocuencia a Victoria—. Dile a lo que vinimos y vamos a almorzar. Arreglen sus diferencias después.

Alcé las cejas, Victoria asintió y me miró suplicante. Seguía actuando muy raro. No estaba acostumbrada a que mi cuñada se minimizara al nivel de un cachorro desamparado. No ella que era una prestigiosa y fiera abogada que no se amainaba ante nadie.

—Emma —carraspeó—. Quisiera saber si... —Se pasó la lengua por los labios y volvió a dilatar el momento.

—¡Habla de una vez! ¡Dios, qué exasperante! —exclamé soltando una risa, debía admitirlo, había algo de divertido en la situación. Ella rio junto con Astrid, sus mejillas estaban sonrojadas sobre su tez morena.

—Está bien, está bien. —Respiró hondo—. Emma, amiga —apretó la boca, levantó los hombros y entonces lo soltó—: ¿Quieres hacer mi vestido de novia?

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