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Capítulo II

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Emma

La noche más amarga de mi vida apenas comenzaba. El caos predominaba en la habitación, los objetos abollados en el piso, los cojines descosidos. Eran las dos de la madrugada y no podía conciliar el sueño. Me paseé descalza por todo el departamento. Vestía mi camisón y llevaba una humeante taza de chocolate caliente en las manos, que había preparado con la idea de mitigar tanto revuelo de emociones, mientras sentía la tibieza del parquet en mis pies. La vivienda era linda, antigua pero acogedora, una joyita en pleno centro de Londres. Contaba con dos habitaciones y dos baños; la cocina era estilo americano y estaba justo frente a la sala. Pobre de ella, había perdido casi toda su vajilla cuando se la arrojé a Caden antes de que huyera.

Apreté los dientes con frustración.

Tal vez no era un gran departamento, pero era mío. Lo justo y necesario. Lo había heredado de mi abuela Ninna, cuando yo tenía veinte años. Al ser la única nieta mujer, me dejó su propiedad con la intención de que saliera de la casa de mis padres lo antes posible. Sabía que me estaba haciendo un gran favor y, por lo mismo, ninguno de mis hermanos protestó por ello. Al contrario, celebraron mi independencia. Tal vez no había sido una adquisición ni un logro personal propiamente dicho, pero, aun así, ¿cómo nadie se iba a enorgullecer de un honor como ese? Comprar un departamento en Londres era casi imposible, ¡y el mío estaba en pleno centro! Claro que tuve que hacerle algunos arreglos: el baño de una de las habitaciones tenía un problema de filtración en la ducha, las paredes estaban manchadas y el parquet gastado, sin embargo, era mío. Mi cueva. Mi lugar. Mi refugio.

La ventana principal, la única que tenía en la sala, estaba justo encima de una intersección de bares y transeúntes. El sector destilaba vida y movimiento. Cerré los ojos y respiré hondo. Tenía todo lo que una persona de mi edad podía desear: independencia económica, trabajo estable, comida, y un bonito lugar donde vivir. El edificio por fuera era tan bello como por dentro: antiguo, con escaleras de caracol y suelo de cerámica pulida; no tenía elevador, eran solo tres plantas.

Volví al sillón, lo único que adornaba la sala y que se encontraba repleto de ropa desordenada. Algunas camisas de Caden habían sobrevivido al apocalipsis. Recogí una de ellas y cerré los ojos. Por primera vez en horas dejé que las lágrimas corrieran sin pudor por mis mejillas. Aún olía a él, a ese aroma varonil, ácido y picante, como la pimienta. Todavía podía recordar sus últimas palabras antes de semejante traición: me había prometido el viaje de mi vida. Estábamos planificando juntos ir a Bali, casi podía jurar haber sentido la ilusión de una promesa de luna de miel. Apreté mis labios, evitando llorar con más fuerza, pero ¡mierda que dolía!

No podía mentirme a mí misma. Varias veces soñé en cómo sería su petición de matrimonio, petición que nunca fue y que jamás ocurriría, porque no pensaba perdonarlo, aunque seguro que él tampoco pensara en volver.

No me di cuenta cuándo me arropé entre los cojines. El tazón de chocolate terminó en algún lugar del suelo, y entonces me quedé dormida.

Recuerdo haber soñado con cojines voladores y con Emily saltando por la ventana, se quebraba los pies por estúpida y yo me reía. Entonces Victoria me reprochaba mi crueldad como un acto poco sensato para alguien de mi edad. Creo que en algún momento apareció Astrid con algún discurso que derivaba entre celulares y antenas espaciales que leían la mente. Lo último con lo que soñé fue con la voz de mi madre gritándome. Desperté sobresaltada cuando descubrí que la puerta casi se venía abajo a golpes.

Tardé unos segundos en comprender que estaba en mi sofá. Con los ojos a medio cerrar noté la resolana mañanera que se asomaba detrás de los edificios.

—¿Qué diablos...?

La puerta volvió a rugir por segunda vez en una mezcla de golpes desesperados y timbre afónico que sonaba como un pato resfriado. Mi corazón, ya sobresaltado por el miedo de tan repentina invasión, latió aún más deprisa cuando imaginé quién podría estar del otro lado. Tropecé con algunas cosas que no había recogido del suelo y, mientras me dirigía a la puerta, preparaba mentalmente una salida digna a ese dilema. ¿Pensaba abrirle la puerta? Pues no. Aunque no iba a dejar que los vecinos llamaran a la policía por aquel escándalo en plena madrugada. Tenía que solucionar el problema y ni siquiera había alcanzado el pomo.

Me puse de puntillas para observar por la mirilla y todas mis ilusiones —y palpitaciones desesperadas— se desvanecieron. Apoyé la frente en el marco de la puerta y suspiré.

—No puede ser... —me quejé.

Abrí un poco dejando la cadena de seguridad atascada. Al otro lado, mi visitante me miraba con desesperación.

—¡Emma! ¡Déjame pasar, por favor!

—¡Son las seis de la mañana! ¡Es domingo!

—¡Por favor! —suplicó mirando hacia atrás, como si alguien lo viniera persiguiendo. Cerré la puerta en su nariz, volví a apoyar la cabeza en ella y conté hasta cinco antes de que mi cerebro intentara desconectarse para volver a dormir.

—Debo ser la persona más desafortunada del mundo... —re­zongué cansada.

Abrí la puerta y, como un huracán, entró por ella la persona que menos habría esperado ver en ese momento.

Corrió hacia la ventana y se ocultó detrás de la cortina mientras miraba hacia abajo.

—Liam, ¿qué...? —Mi cerebro no alcanzó a hilar las palabras, la situación era tan inverosímil que me sentí tentada a darme golpes contra la pared para asegurarme que no estaba dormida.

—Shhh... —me chistó sin dejar de mirar hacia abajo.

Fruncí la nariz cuando el primer rayo de sol me dio de lleno en la cara.

—¿Qué está...? —volví a protestar adormilada, aunque en realidad no tenía ganas de comprender lo que estaba sucediendo. Me quedé parada en medio de la silenciosa sala, esperando que un relámpago cayera del cielo y me volviera cenizas.

Al cabo de un rato, Liam, el huésped de piedra, se giró y me sonrió.

—Gracias, me salvaste de una —sonrió. Sus ojos se clavaron sobre mí, como esperando a que dijera algo.

—¿Qué haces aquí? —pregunté a regañadientes. La cabeza estaba que se me partía.

—Oh... cierto —carraspeó—. Disculpa por despertarte, tenía que escapar de Saville.

—¿Saville? —Aún no despertaba del todo y tener a Liam invadiendo la sala no era algo que ayudara a mi contusión mental. A nadie le haría bien que te despertasen de improviso y con tremendo escándalo después de la peor noche de tu vida.

Se sentó en el sillón arrojando las camisas de Caden al suelo como si fueran trapos sucios, mi corazón se contrajo. Debí haberme dormido abrazada a ellas... ¡qué espanto!

—Tuviste una buena noche, ¿eh? ¿Y Caden? ¿No despertó? ¿Tan agotado lo dejas? —bromeó y tomó otra camisa con la punta de los dedos. Sentí un pellizco en el pecho, las lágrimas pincharon mis ojos, pero no dejé que cayeran.

—Terminamos —solté sin aguantar más, caminé hacia el sofá, me senté a su lado y apoyé la cabeza en el respaldo. Ya había amanecido, los rayos de sol entraban felices por la ventana ajenos a mis ganas de estrangular a mi visitante.

Sus ojos, del color del chocolate, me miraron tan espantados que pude ver la vergüenza en ellos.

—¿Qué? —Ahora era su turno de comportarse como idiota—. ¿Cómo? ¿Por qué?

Cerré los ojos. Podía imaginar a mi corazón como en una caricatura dándose puñaladas con un cuchillo carnicero.

—Lo descubrí con Emily en mi cama... ayer —le conté en un suspiro. El aroma a pan recién horneado que venía de la calle invadió el ambiente—. Lo eché de aquí y lancé su ropa por la ventana. —Pateé, no sin dolor, sus camisas en el suelo—. Todo acabó.

Liam apretó los labios y también recostó su cabeza en el respaldo.

—Lo lamento —susurró con honestidad. Me encogí de hombros.

—Da igual, no quiero hablar de eso. —Me pasé las manos por la cara para evitar que las lágrimas ganaran la batalla que tanto me estaba costando mantener bajo control. Agité la cabeza y lo miré, cambiando de tema drásticamente—. ¿Quién es Saville?

Recordé que mi despertar había sido una de esas cosas raras que pasan de vez en cuando en la vida.

Liam se rascó los ojos.

—Saville Mckennan —explicó y frunció el ceño—. ¿Recuerdas que te dije que estaba saliendo con alguien?

Mi cabeza apenas procesó la información, Liam siempre estaba saliendo con alguien.

—Sí, sí, claro —mentí. No era algo que me importara.

—Pues, me aburrí... —dijo con un tono que le restaba importancia—. Dejé de llamarla hace una semana, aunque en realidad nunca tuvimos nada concreto. Solita se hizo la idea de que teníamos algo, así que tuve que ser algo odioso para que dejara de creer que éramos novios o alguna estupidez. Desde entonces, me persigue por todos lados. Anoche llegó a mi departamento mientras dormía, no sé cómo mierda entró, pero sí sé que no quiero volver a ver a esa psicópata nunca más en mi vida.

—Tienes que elegir mejor a tus conquistas de fin de semana. —Bostecé entre aburrida y somnolienta. Liam jamás concretaba nada con nadie, odiaba los compromisos y odiaba que las mujeres con las que pasaba la noche creyeran que por haber tenido sexo ya existía algo más formal. Después sucedían cosas como esta—. ¿Qué tiene que ver ella con haberte aparecido en mi casa a las seis de la mañana? —quise saber. Liam me miró con un ojo cerrado producto de la luz brillante que inundaba la sala.

—Tuve que huir, pero como estaba todo cerrado no tuve más opción que venir al departamento que me quedaba más cerca —dijo con una sonrisa infantil—. Disculpa por despertarte así, pero temía que me hubiera visto entrar al edificio.

—Tendrás que ponerles una orden de alejamiento a todas las mujeres a las que les rompes el corazón —dije en broma estirando los brazos y las piernas para desperezarme. Me volví a pasar las manos por la cara—. Así al menos me aseguro de que no te aparezcas de sorpresa por mi casa —agregué y luego suspiré—. ¿Desayunaste?

¿Y qué? Al final no podía hacer nada mejor por él, ni él por mí, que no fuera ofrecerle una buena y cargada taza de café, si es que alguna se había salvado de mi pequeña hazaña de destrucción.

—No. —Sonrió—. Pero deja, yo lo preparo.

Parpadeé varias veces antes de darme cuenta de que Liam estaba metido en la cocina preparando el desayuno. El aroma a pan tostado, mantequilla y leche tibia invadió el lugar al cabo de unos minutos. Mi mente se relajó por un momento.

Lo miré y sonreí derrotada, cansada. Pero agradecida.

Liam Collingwood era algo así como mi mejor amigo. Lo conocí en un bar hace algunos años cuando tuve mi primera crisis con Caden. Fue una salida que Astrid organizó para que pudiera quitarme los demonios de la cabeza; ya ni siquiera recordaba por qué estaba tan enojada. Esa vez fue Liam quien nos atendió y, sin saber cómo, de alguna manera terminamos los tres compartiendo más de una jarra de cerveza hasta entrada la madrugada.

No era guapo como Caden, pero tenía un atractivo especial: era alto, de complexión más bien delgada, ni musculoso, ni atlético ni de espalda ancha. Su pelo era de un color cercano al castaño oscuro, no lo llevaba corto, pero tampoco largo, y tenía esa barba de pocos días que le sentaba bastante bien. Sin embargo, creo que lo más llamativo eran sus ojos. Los tenía oscuros, ni siquiera sabía si era un café muy oscuro o si sus pupilas estaban muy dilatadas, pero había una chispa en ellos que lo hacía parecer como si supiera algo de ti que tú no.

Liam... sí, era una buena persona y un buen amigo. Tenía un humor irreverente, carácter fuerte, trabajador, cocinero innato, y además... era un cabrón rompecorazones, y hablo en el sentido literal de la palabra, no metafóricamente. Él de verdad hacía mierda el amor que solían sentir las mujeres por él.

Lo peor era que lo hacía a propósito y parecía disfrutarlo. Siempre salía con alguien, pero nunca se quedaba con la chica.

Respiré profundo y el aroma de la comida me invadió. Liam había dejado las cosas servidas sobre el mesón que separaba la cocina de la sala. Me levanté y tomé asiento en la silla que quedaba de espalda al pequeño living mientras él se quedaba del otro lado.

—Gracias —dije con una media sonrisa.

Él elevó su taza de café que tenía un piquete en el borde.

—A tu salud. —Sonrió—. Porque nuestras vidas no sean tan miserables.

Reí sin saber si era para impedir que el llanto emanara o porque de verdad me estaba volviendo el humor.

—Eres un idiota —contesté. Elevé mi taza y la choqué con la suya—. Por tu café.

No conocía mucho de su vida ya que era bastante hermético. Sospechaba que había algo que opacaba su humor, ya que cuando le preguntaba por sus padres o sus estudios, siempre evadía el tema de forma magistral, como si no fuera importante. Muchas veces con Astrid intentamos hacer que hablara, pero jamás dio su brazo a torcer. En ese punto me sentía un poco traicionada, él sabía sobre la relación que tenía con mi familia, en especial con mi madre. Aunque yo era abierta con él, él nunca lo era conmigo. Y sí, debía admitir que me causaba un poco de apatía, porque después de todo, si éramos amigos ¿dónde quedaba la confianza?

—Tierra llamando a Emma —bromeó. Agité la cabeza, volviendo a la realidad—. Siento lo tuyo con Caden, y siento haberme aparecido en un momento tan complicado.

Me vi obligada a sonreír.

—No te preocupes, me hará bien pasar un rato con un amigo —dije sorbiendo mi café con los ojos fijos en el desastre de la cocina—. Debería ordenar.

—Déjalo, te ayudo. Me quedaré a arreglar el desorden —se ofreció. Alcé una ceja intrigada.

—¿Quién eres tú y dónde dejaste al Liam que odia los quehaceres del hogar?

Él solo rio.

—No los odio, me da pereza como a cualquier persona normal. Si vieras lo lustroso que está siempre mi departamento —comentó y me dio un golpe amistoso en el hombro—. Eres mi amiga, no creas que te dejaré sola si con suerte puedes soportar tu propia cabeza.

De inmediato me erguí al notar que tenía todo el peso de la cabeza sobre mi muñeca.

Reí desganada agitando la mano.

—Lo sabría si de vez en cuando nos invitaras a tu departamento —repliqué sintiendo cómo los dedos hormigueaban al desentumecerse la mano. Sin responder mordió la tostada que estaba comiendo con una sonrisa de suficiencia.

—Mientras Saville ande rondando por ahí, ni lo sueñes. —Sa­bía que aquello lo estaba usando de excusa. No iba a insistir. Quise agarrar mi taza de café de nuevo, pero estaba tan mal posicionada sobre la mesa que casi pierdo otra más de la colección al soltarla con torpeza.

—Admite que necesitas ayuda, ni siquiera eres consciente de tus propios movimientos —observó entre preocupado y divertido.

—Está bien, si vas a asear y a cocinar entonces puedes quedarte —acepté derrotada.

Después de todo no me sentaba mal saber que podía pasar el día con alguien que no me juzgaría por mis acciones, como mis amigas. Además, iba a asear y a hacer la comida. No era un mal trato.

Liam agrandó su sonrisa y yo lo imité. El idiota solo quería evitar un encuentro con la chica que había dejado. Era más seguro esconder su humanidad en mi departamento que arriesgarse a salir a la calle.

Fue en ese momento en que comprendí que el destino a veces era cruel y le gustaba jugar con la desventura de las personas. No habían pasado dos segundos desde que acepté su propuesta cuando, en algún lugar del departamento, mi celular comenzó a sonar con aquella melodía tan característica que le había colocado a mi madre: la de Darth Vader.

—¡Mierda! —exclamé. Seguro que era para exigir respuestas de lo que había sucedido con Caden. No dudaba que el rumor del escándalo ya hubiera llegado a sus oídos. El punto era cómo abordarlo sin que me hiciera sentir culpable.

Corrí a buscar el aparato que sonaba desde algún rincón. Lo encontré entre la ropa tirada en el suelo y algunos platos rotos. Le hice un gesto a Liam cubriéndome los labios con los dedos para que no abriera la boca. Él solo asintió. Tomé aire, apreté la boca y solté lo que había respirado de golpe. Contesté.

—Hola, mamá... —saludé cerrando los ojos esperando por un grito que, curiosamente, nunca llegó.

—Emma —dijo del otro lado, demasiado calmada para mi gusto—. Llamaba para saber si vienes en camino.

Su tono tranquilo me sorprendió, pero mis piernas se congelaron. ¿En camino a dónde...? ¿A Salisbury? ¿Era broma?

—¿Qu...?... eh, sí, ¡sí...! —Tragué saliva, Liam alzó una ceja, curioso—. Estoy saliendo —mascullé con la nariz fruncida. ¡Me iba a matar!

Miré el reloj con forma de gato que colgaba de la pared, eran las ocho de la mañana. El trayecto en tren desde Londres a Salisbury podía ser de hasta dos horas y de ahí debía tomar un taxi hacia el interior. Eso, sin contar los tramos en el metro subterráneo para llegar a la estación. ¡Mierda!

—¡Emma! ¡La invitación es a mediodía!

—Lo sé mamá, no te preocupes, llegaré puntual —le aseguré mientras corría hacia mi habitación donde aún quedaban reminiscencias del encuentro entre Caden con Emily. El corazón se me contrajo de dolor. Debía fingir. Al parecer mi madre aún no se enteraba de nada.

—Más te vale —zanjó. Detrás de ella se escuchaban risas y ruidos variados.

—Claro que sí, ya llegaré.

—Bien... te esperamos —dijo, y cortó la llamada.

Me quedé observando por un instante la pantalla del celular. Mi madre había sonado más dulce de lo normal. ¿Tenía que ir a casa de mis padres? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué nadie me dijo nada?

Muchas veces creía que hacía esas cosas a propósito solo para tener otra razón para molestar.

—¿Qué quería tu madre? —preguntó Liam entrando a la habitación. Cuando vio el desastre emitió un chiflido impresionado— ¡Wow! ¿Qué ocurrió aquí?

—Infidelidad en progreso —expliqué mientras buscaba dentro de mi armario algo que ponerme. Me decidí por un pantalón de mezclilla con un agujero en la rodilla derecha y una camiseta blanca. No necesitaba demasiada producción frente a mi familia.

—Qué desastre —observó pateando un cojín en el suelo. Me miró correr—. ¿Qué ocurrió? ¿Estamos en código rojo? —preguntó sin quitar los ojos del suelo donde la sábana decoraba el parquet. Entonces se fijó en mí justo cuando saltaba hacia el baño con la muda de ropa que me iba a poner entre los brazos. Cerré la puerta de golpe.

—¡Púrpura, azul, amarillo, naranja, lo que quieras! ¡Tengo que correr a Salisbury en menos de dos horas! —grité desde el baño.

—¿Qué? —inquirió—. ¡Tu madre se volvió loca! ¿Te acaba de avisar?

—¡Nadie me lo dijo! —exclamé desde el interior del baño—. Al parecer había algo programado —me quejé. La ducha hizo eco en las paredes de azulejo cuando la encendí. Pude escuchar a Liam apoyarse en la puerta.

—¿Necesitas ayuda?

—Si tienes para alquilar un helicóptero te lo agradecería —su­pliqué agobiada.

Debía reconocer que tenía sentido del humor incluso en momentos de crisis como esos. No obstante, aunque mi cabeza intentaba subirme el ánimo con chistes idiotas, mi corazón estaba estrujado al sentir el aroma de Caden impregnado en la habitación, el baño y las paredes. La ducha duró un minuto, no alcancé a lavarme el pelo así que rocié todo el perfume que tenía sobre la cabeza. Me vestí con rapidez y salí del baño chocando con Liam que aún permanecía apoyado contra la puerta.

—¿Qué haces? ¡Quítate!

Cayó de bruces sobre la cama con su celular en la mano. Masculló algo de forma ininteligible con la boca contra el colchón.

—¿Qué?

—Ayudándote, bruta —dijo al incorporarse. Del celular salía una voz—. Sí, disculpa, viejo, se me cayó el teléfono —contestó cuando se colocó el aparato en el oído mirándome con una ceja alzada—. ¿Me harías ese favor? —Esperó—. Sí, sí, por supuesto. Tenemos un trato. Gracias Pat, un abrazo. —Cuando cortó, abrió los brazos—. Puedes llamarme San Liam.

—¿De qué estás hablando? —cuestioné mientras corría de aquí para allá en busca de dinero, mi bolso y algunas pertenencias para el viaje.

—Te conseguí un auto —dijo sonriente. Me detuve a medio camino y lo miré sorprendida.

—¿Cómo? —inquirí incrédula—. ¿Un auto?

—Sí, un auto. —Amplió aún más su sonrisa. Me atraganté un poco al notar lo guapo que se veía tan confiado—. Patrick, del bar, el bajito, ¿lo recuerdas? Te pasará a buscar en diez minutos. El viaje no durará más de hora y media. Te dejará en la puerta de la casa de tus padres.

—¡Liam! —exclamé emocionada—. ¿Hiciste eso por mí?

Frunció el ceño sin dejar de sonreír.

—Por supuesto que sí, no quiero que tengas problemas con tu madre por llegar tarde a algo que no te avisó —dijo resuelto. Le sonreí con ganas de llorar y lo abracé por el cuello. Las puntas de mis pies apenas rozaban el suelo.

—¡Gracias, gracias, gracias!

—No hay de qué —respondió, dándome palmaditas torpes en la coronilla—. Anda, vete ya, Pat llegará pronto.

—Gracias, de verdad, me salvaste —volví a agradecer cuando me solté. Se lo dije en serio. Jamás esperé un gesto así de él. Acomodé el bolso que se había deslizado por mi brazo—. ¡Te debo una!

—¡Ya, vete! —Me empujó por los hombros hasta la sala—. Yo me hago cargo del departamento.

Apenas conseguí decir algo más cuando me vi saltando las escaleras de dos en dos. Mientras bajaba pensaba que las cosas no podían suceder por coincidencia. Si Liam no hubiera terminado con esa chica nunca hubiese aparecido en mi departamento, no me habría levantado temprano y le habría atendido a mi madre dormida o no le hubiese atendido, lo cual hubiese sido una catástrofe, y las probabilidades de ir o llegar a tiempo hubieran sido casi inexistentes. Mi mejor amigo me había salvado del mal rato que podría haberse sumado a mis desgracias de este fin de semana.

Iba a tener que compensarlo de algún modo, en algún momento.

Todo lo que soy

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