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Capítulo VII

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Liam

20 de marzo, 2014

Lo bueno del bar de Patrick era que la bebida y la comida eran de primera calidad, y eso se veía reflejado en los precios. Y los precios se reflejaban en la gente, sobre todo en las mujeres, todas eran de un nivel de belleza bastante extraordinario, y hasta exclusivo. Brannigan’s tenía varios ambientes diferentes dentro de un solo nivel y estaba construido en su totalidad de madera.

Como buen escocés, el padre de Pat, Robert, remodeló el lugar con toques tradicionales de las Highlands. Las sillas estaban forradas en cuero y las mesas eran de madera, todas con diferentes tamaños y formas porque la madera seguía el patrón del tronco del que había sido cortada. Las paredes estaban repletas de tapices con diseños escoceses, y del techo colgaban lámparas de aceite.

Por supuesto, en base a su exclusividad, muchas chicas lindas invadían el bar todos los días, lo que era un lujo que no me podía perder, menos cuando llegaba el bendito mensaje de Pat al celular avisando que era noche de “mujeres entran gratis”.

Esa noche con los muchachos compartíamos una jarra de cerveza que medía lo mismo que mi brazo, y la música, compuesta por una mezcla de rock, pop y melodías instrumentales, terminaba por darle la onda que merecía un local como este.

Estábamos sentados en torno a una gran mesa redonda, Pat, Leroy, quien era algo así como mi amigo más cercano, hijo de unos amigos de mis padres y el novio de Astrid, Ryan, Nick y yo. Patrick era el más joven, lo conocí cuando entré a estudiar Administración, por exigencia de mis padres, a los veintitrés años. Una época que mi cabeza no quería recordar, años que no quería revivir. Él sabía que me había hecho su amigo porque el pelotudo era dueño del lugar, y como para ese entonces era un crío, me aprovechaba de su buena voluntad. Pero con el tiempo, y casi sin darme cuenta, nos hicimos muy cercanos. Leroy no logró zafarse del legado de sus padres y se dedicó a la empresa de forestación y conservación que tenían, sin embargo, nunca se quejó de cumplir con el trabajo. Podía pasar días metido en medio de un bosque y llegaba más feliz y radiante que cuando pasaba una noche intensa con la loca de su novia.

Los otros dos, Ryan y Nick, eran dos idiotas con suerte cuyos padres les habían heredado una buena cantidad de libras en vida. No hacían nada. En serio. Nada. Se dedicaban a gastar el dinero y a comprar acciones. Pero, como el destino es un bromista cabrón, los tipos no perdían ni un puto peso, al contrario, todas las semanas duplicaban el monto invertido.

¿Cómo nos conocimos? Era un misterio. Creo que fue en ese mismo bar en mi época de universitario frustrado, en una de las tantas fiestas privadas. Llegaron, pagaron el alcohol de todos los invitados y se tomaron hasta el agua del retrete. No sé cómo, pero amanecimos los cinco en mi departamento, algunos a medio vestir y otros desnudos, despatarrados en el suelo de mi sala. No pregunté, para ser sincero no quería saber qué mierda pasó esa noche y prefería no averiguarlo. Todos acordamos no volver a tocar el tema nunca más.

Me serví un vaso de whisky y lo bebí de un solo trago. La jarra de cerveza estaba casi vacía y la cabeza comenzaba a rendirme cuentas. Aún no veía doble, pero faltaba poco. Pedí un sándwich gigante con extra carne y extra queso para poder equilibrar la balanza de alcohol que estaba ahogando mi cerebro. Los demás me imitaron y pidieron cosas similares.

En un gran reloj cucú que había detrás de la barra vi que ya eran las tres de la mañana, así y todo, el bar seguía a tope.

Un grupo de mujeres pasó por nuestro lado y los ojos de Ryan se fueron directo al trasero de una que llevaba unos pantalones de infarto. Este estiró la mano hacia Nick y dibujó una sonrisa ebria.

—Te apuesto cien libras a que me follo ese culo hoy —dijo arrastrando las palabras. La sonrisa se transformó en una mueca desviada que debo admitir me pareció repugnantemente libidinosa. Nick le estrechó la mano con la misma mueca.

—Doscientos a que te quiebra la nariz o te deja infértil de una patada —rio el otro mostrando los dientes llenos de queso.

Hice una mueca de asco y seguí a la chiquilla con la mirada, se había sentado con algunas amigas en la barra. Achiqué los ojos y sentí un escalofrío.

Ryan se levantó de nuestra mesa y cayeron algunos vasos por culpa de su poca estabilidad para mantenerse en pie. Se acomodó la camisa y amplió su sonrisa.

El imbécil era bien parecido, era honesto, los hombres pensamos así de otros, pero no lo expresábamos en voz alta, es más, jamás lo admitiríamos. Tenía esa barba de pocos días algo desordenada que le encantaba a las mujeres y el pelo rubio deslavado peinado hacia atrás, como si una vaca hubiera pasado su lengua. Era más alto que yo, pero no era algo que me importase, a fin de cuentas, yo también tenía mi encanto. Sí, los hombres tenemos vanidad, pero no lo decimos en voz alta.

Cuando llegó hasta la barra, la chica en cuestión comenzó a mostrarse insegura, tal vez porque el otro apestaba a sudor y alcohol; Ryan tendría que pagarle a Nick. ¿Cuánto tardaría la chiquilla en alejarse o en golpearle las pelotas si comenzaba a ponerse pesado? Sonreí de solo imaginar la cara de dolor y rechazo, y el orgullo hecho mierda por culpa de una jovencita con más cojones que él.

Estaba riéndome mentalmente de la humillación pública de mi amigo, cuando, de repente, mis ojos se detuvieron en las largas piernas de una de las amigas de la muchacha. Se encontraba de espaldas, la llevaba desnuda y su piel nívea resaltaba con su pelo rojizo. Me descubrí observándola con la boca abierta. Hizo un gesto con la mano hacia atrás y se volteó. Me encontré con sus ojos un solo segundo, entonces sonrió. Yo también le sonreí. Pero no haría nada. No todavía. Conocía el juego, primero venían las miradas y gestos coquetos y furtivos, si con ello caía, entonces venían un guiño, después el acercamiento, los nombres, las risas, los roces leves, la demostración de interés, la invitación a beber algo y, por último, el baile, que, de tener suerte, nos llevaría a terminar la madrugada en alguno de mis hoteles favoritos.

Qué irónico, parecía que la noche iba a terminar conmigo y una chiquilla universitaria follando en algún lugar. Me preparé para jugar, pero mi amigo me interrumpió.

—Liam —llamó Pat—, Roy no se ve bien —dijo señalando al otro, cuya cara se estaba empezando a poner morada.

Hijo de puta.

—¿Qué? ¿Pero qué mierda le pasa? —espeté preocupado. Patrick parpadeó intimidado, Leroy se llevó una mano a la garganta como si no pudiera respirar. Mierda.

—No lo sé, bebió menos que todos y solo comió el especial del bar.

Me asusté. Abrí demasiado los ojos, el alcohol no me dejaba pensar con claridad. Miré a mi colega un segundo mientras procesaba la información. Leroy era intolerante al maní y el especial consistía en una suerte de picadillo que contenía pequeños trozos de esa cosa.

—¡Joder, Leroy! —grité saltando de mi silla y colocándome detrás de él para ayudarle a levantarse—. ¡Patrick, llama a una ambulancia!

—¿Qué...?

—¡Este imbécil se puede morir! ¡Hazlo ahora!

Aturdido, asintió y tomó su celular, por suerte marcó con rapidez. Yo, mientras tanto, me ocupaba de Leroy, le aflojé la camisa que llevaba puesta para que pudiese respirar, pero no hizo efecto. Estaba cada vez más morado y se le estaban hinchando los labios y los párpados.

—¡Cómo pudiste ser tan idiota! —grité mientras trataba de encontrar una postura que lo ayudara a respirar—. ¿No te fijaste en lo que estabas comiendo? ¡Siempre eres precavido, joder!

Nick, que estaba a su lado y bastante ebrio, intentó ayudar, pero sus manos se desviaron como si estuviera cazando moscas.

—La ambulancia ya viene —anunció Patrick, quien miró a Roy con miedo. Lo hice a un lado mientras acarreaba al enfermo hasta la salida.

—Ayúdame con él —gruñí mientras cargaba a mi amigo que ya se había desmayado. Podía escuchar su respiración errática, como un perro agonizando. El otro se quedó estático, sin saber qué hacer—. ¿Qué estás esperando? ¡Muévete!

Agitó la cabeza, cogió el brazo caído de Leroy y se lo pasó por los hombros. Me giré un segundo, Nick se había quedado dormido sobre la mesa con la cabeza metida en su plato de comida. Cuando volví la vista al frente, noté con algo de decepción que la chica de las botas ya no estaba en la barra y tampoco sus amigas. Tal vez Ryan se había ganado la confianza de la mujer después de todo. Maldito cabrón con suerte.

Arrastramos a Roy hasta la salida. La gente fue haciéndose a un lado para dejarnos pasar. Un hombre corrió hasta la puerta y nos miró con espanto. Reconocí a Robert por su barba frondosa y su cabello bien peinado.

—¡Por Dios! ¿Qué le ocurrió?

—Comió maní —respondió su hijo con la voz entrecortada por el esfuerzo de cargar el peso de nuestro amigo.

—¡Mierda, pásamelo! Les ayudo —se ofreció Robert. Se acercó para tomar el lugar de Patrick, que estaba sin aliento. Leroy era alto y ¡mierda que pesaba!—. ¿Llamaron a la ambulancia?

—Viene en camino —musitó Pat.

Abrió la puerta del local para que saliéramos. El viento fresco de primavera me golpeó en la cara y me despejó un segundo. Luego de estar en la tibieza del bar y de haber adoptado el calor del alcohol, la intemperie era el mejor lugar para pensar con claridad.

—Más les vale que su estupidez no traiga problemas al Brannigan’s —dijo Robert, yo fruncí el ceño.

—¿Eso es lo que te preocupa? ¡Este imbécil se puede morir! —espeté. La cabeza me estaba comenzando a cobrar factura, preveía un dolor inminente. El dueño del bar sacudió la suya con pesar.

—No, por supuesto que no —balbuceó avergonzado—, pero sacar a un cliente medio muerto no es la mejor publicidad para el negocio. Van a creer que se intoxicó con mi comida.

—Pero sí se intoxicó, viejo —agregó Patrick, que estaba de brazos cruzados.

—¡Pero fue culpa suya! Leroy sabe que no puede comer cosas que contengan maní. ¿Acaso no leyó los ingredientes?

—Está con un tratamiento experimental hace varios meses —expliqué, alerta, esperando la ambulancia. Sin embargo, el alcohol seguía muy vivo en mis venas, lo suficiente como para que me costara mantener la concentración—. Pero nunca creí que el imbécil comería picadillo para comprobar si la mierda funcionaba.

Levanté a mi amigo del brazo, y sostuve mejor su peso ya que se había comenzado a resbalar. Robert hizo lo mismo. La cabeza le caía inerte sobre el pecho. Comencé a asustarme. No reaccionaba. No lo escuchaba respirar. Me invadió el pánico.

«Vamos, amigo, no te mueras. Resiste».

Fue cuando escuché la sirena de la ambulancia que mi corazón se calmó. Dio un rápido giro en la esquina y se estacionó a nuestros pies. Todo pasó como en cámara lenta, pero a la velocidad de la luz. En menos de un minuto los paramédicos recogieron a Leroy e hicieron todas las maniobras de rigor posibles. Cuando lo subieron al vehículo nos miraron.

—¿Alguno de ustedes es familiar o amigo? Alguien que pueda venir con él.

—Sí, lo somos —dije y nos señalé a Patrick y a mí. Pero de inmediato supe, por la cara del otro, que no tenía intenciones de subirse a la ambulancia—. Yo iré con él.

Robert me colocó una mano en el hombro.

—Yo iría, pero no puedo dejar el bar sin atender y Pat no está en condiciones —dijo señalando a su hijo que temblaba de los nervios.

Asentí y seguí al paramédico. Cuando las puertas de la ambulancia se cerraron detrás de mí comprendí que mi noche no terminaría con una chica universitaria en ningún hotel. Suspiré y me pasé las manos por la cabeza mientras Leroy era reanimado con todos los artefactos que había en la ambulancia.

—No se preocupe, su amigo estará bien —me explicó el sujeto que hacía las reanimaciones. Sonreí sin querer sonreír en realidad, tenía unas profundas ganas de lanzarme, y de paso lanzar a Roy también, a las profundidades de un pozo profundo. Me volví a cubrir la cara con las manos y emití un quejido. El paramédico me miró con lástima, tal vez creyendo que estaba así por el sujeto que tenía en la camilla frente a mí, lo cual en parte era así, su estado de salud me tenía al borde de los nervios, pero también era porque mi noche de juerga se había ido a la mierda.

Cuando llegamos al hospital mi amigo fue ingresado con rapidez hacia la sala de urgencias. Los médicos no me dejaron entrar, así que tuve que aguardar en la sala de espera. Me sujeté la cabeza, apoyando los codos en las rodillas. Eran las cuatro de la madrugada, tenía una resaca del demonio, el sueño había empezado a hacer mella y la preocupación me estaba aumentando los nervios. Jamás creí que acabaría metido en un hospital temiendo por la vida de mi mejor amigo.

Al cabo de un rato apareció por una esquina un médico, y alcé la vista cuando escuché que decía el nombre de mi amigo. Me acerqué preocupado, el hombre no parecía contento.

—Soy amigo de Leroy, ¿cómo está?

—Me temo que tendrá que internarse, su alergia es severa, tuvo suerte de haber llegado con vida al hospital.

En ese instante sentí cómo mis piernas se volvían de gelatina. La cabeza ya no soportaba su peso y mis hombros se habían comenzado a desmoronar. Intenté mantener la compostura.

—¿Se recuperará?

—Lo trajo a tiempo, así que esperamos los mejores resultados, pero se mantendrá en observación por algunos días —aseveró.

Fue ahí que comprendí la inmensidad de la situación. Roy había estado a punto de morir. Realmente. Joder.

—Le avisaré a su familia —atiné a decir, aliviado de que estuviera fuera de peligro. El hombre me miró, lucía un gran mostacho que le cubría casi toda la boca. Podría haber ingeniado un chiste sobre aquello, pero no tenía la energía suficiente para hacerlo.

—Procure hacerlo pronto, si bien su estado no es de peligro su amigo está grave —pidió con amabilidad, a lo cual asentí.

El hombre se retiró y de inmediato cogí mi celular. La madre de Leroy por poco me dejó sin tímpano, si hubiese gritado un poco más fuerte tal vez habría perdido el oído. Intenté calmarla, pero por celular las cosas no funcionaban así de simples.

Cuando confirmaron que venían en camino busqué en mi lista el número de Astrid y marqué, pero la hippie no me contestaba.

—Mierda, Astrid, contesta.

Después de tres intentos y de que no atendiera, me di por vencido.

Apoyé la espalda en la pared y me quedé mirando la agenda del celular, pensativo. Cuando vi aquel número, no lo pensé, solo marqué.

Los dos primeros intentos no funcionaron, al tercero, me recibió un grito.

—¿Qué mierda quieres, Liam? ¡Son las cuatro de la madrugada! —escuché su voz ronca producto del sueño, no pude evitar reír. Pero de inmediato recordé por qué la había llamado.

—Lo siento, escucha, hay un problema.

Pude escuchar su respiración furiosa al otro lado y fue inevitable no reír.

—¡Dios… eres mi karma, Collingwood!

Algún sonido apabullado me llegó desde el otro lado de la línea y la imaginé dándole patadas a las frazadas. Tenía ganas de fastidiarla, era lo más divertido de ella, pero debía enfocarme en lo importante.

—Después me la cobras, es urgente —dije con rapidez antes de que me interrumpiera—. Leroy está en el hospital. —Silencio—. ¿Emma?

—¡Mierda, por qué no lo dijiste antes! —El grito me pilló desprevenido, casi se me cayó el aparato de las manos. Unas enfermeras gruñonas me llamaron la atención.

—¡No grites así, tonta!

—¿Tonta? ¡El idiota eres tú si crees que...! ¡Oh, por Dios! ¿Qué le ocurrió? ¿Le avisaste a Astrid?

Suspiré y me pasé la mano por la cara.

—Intoxicación por maní, y sí, traté de llamarla, pero no me contesta.

—¡Maní! ¡Ay no! —Un estruendo se escuchó, alejé el celular de la oreja—. Es imposible despertar a Astrid si la llamas al celular, siempre se le pierde. No te preocupes, yo le aviso.

—Estamos en el Central —dije cerrando un ojo cuando escuché más alboroto. Seguro se estaba llevando por delante todo lo que tenía a su paso, para vestirse con la luz apagada.

—Gracias. Nos vemos.

Cortó. Miré el celular en mi mano y no pude no sonreír. A pesar del momento fatídico y de mi suerte echada a algún cocodrilo, aquella llamada había hecho más llevadera la noche.

Todo lo que soy

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