Читать книгу Todo lo que soy - Kathleen Cobac - Страница 8

Capítulo III

Оглавление

Emma

Patrick era un muchacho de cabello claro y acento escocés que vivía en Londres hacía varios años. Conoció a Liam en la universidad, un nuevo dato que no sabía de mi mejor amigo, desde entonces se concedían favores por diversas razones, sobre todo se cubrían en el trabajo, el bar Brannighan’s, que pertenecía al padre de Patrick y donde yo había conocido a Liam.

Era por lo menos unos siete años menor que mi amigo, lo cual me llamó la atención. ¿A qué edad había entrado a estudiar Liam que tenía tanta diferencia de edad con sus amigos? De todos modos, tenía sentido: Liam tenía veintiocho, pero mentalmente no parecía.

Conversamos de cosas banales camino a Salisbury y nos reímos de uno y otro chiste. Aproveché para dormir cuando íbamos a mitad del viaje, hasta que una canción de AC-DC me despertó.

Luego de unos segundos, en que mis ojos se acostumbraron al sol de primavera, descubrí que ya estábamos llegando al centro. Mi corazón se agitó. Pronto vería mi casa, a mi familia... y a mi madre. Comencé a morderme una uña.

—Es al otro lado de esa curva —le avisé cuando ingresamos a una zona apartada cargada de vegetación.

Patrick me hizo un gesto, aceptando la indicación. Las ma­nos me sudaban. Cuando dobló la curva divisé de lejos la chimenea de mi casa. No me había dado cuenta de que tenía la boca seca.

—¿Quieres que entre contigo? —me preguntó con amabilidad. Dudé. Intenté tragar saliva para humedecer mi lengua.

—No, prefiero que me dejes en la entrada, no quiero generar confusión —susurré bajito, Patrick alzó una ceja y sacó la vista del camino para observarme por unos segundos. Luego asintió alzando los hombros.

—¿A qué hora te paso a buscar?

Parpadeé confundida.

—¿Cómo dices? —pregunté sin entender, él rio.

—Liam me pidió que te trajera y te llevara de regreso a Londres. Iré a visitar a unos parientes que viven cerca de aquí, puedo pasar por ti cuando quieras.

De repente el nudo en el pecho se aflojó un poco y sentí algo tibio bajar por mi espalda, me demoré en comprender que era alivio.

—No quiero causarte molestias. —Era cierto, no me gustaba ser la piedra en el zapato de nadie. Mucho menos por un favor.

—Descuida, no es molestia —dijo con una sonrisa muy sincera. No pude sino devolvérsela.

—Gracias, Patrick. Te avisaré apenas quiera largarme de aquí —dije con la voz demasiado aguda. Volvió a mirarme con curiosidad mientras se acercaba a la verja de madera.

—Pat —me corrigió risueño. Le sonreí nerviosa.

—Gracias, Pat. Te llamaré apenas esté libre.

—No hay problema —dijo aún sonriendo.

Intenté agradecerle nuevamente con un gesto que ni siquiera yo sabía cómo se interpretó, el estómago se me retorcía de los nervios. Me bajé del auto y miré desde mi posición la casa que se alzaba a pocos pasos de la entrada.

Cuando era niña mis padres no tenían mucho dinero y el terreno no era tan grande como en este momento. A medida que iban teniendo hijos se vieron obligados a repartir el espacio de la mejor forma posible. Con el tiempo agregaron habitaciones extras a la casa, ya que, llegada la adolescencia, mis hermanos no tenían tolerancia para compartir la misma habitación, éramos seis hijos y yo era la única mujer. Así que, desde la calle la casa parecía una construcción de piezas de Lego. Tenía forma de casa en la base, pero, hacia arriba y los costados, las formas eran desiguales y algo descuadradas. Aun así, era bastante bonita, mamá se había encargado de que la fachada y el jardín lucieran espectaculares. Mis ojos se enfocaron en la zona más alta y que pertenecía al casco antiguo de la construcción. El sol me encandilaba, mas logré distinguir aquella figura triangular que alguna vez fue mi habitación: el ático.

Como era la única mujer y la última de la camada, no tenían más espacio. Pasé toda mi infancia compartiendo habitación con Pete o los mellizos James y Milo ya que tenía miedo de estar sola en la última planta, aunque en la adolescencia aquel cuarto se transformó en mi refugio personal, en especial porque el ático tenía una ventana en el techo por el que podía mirar las estrellas.

Sonreí al recordar el día en que me marché, hacía unos cinco años. Mis hermanos eran demasiado sobreprotectores, incluso querían impedir que me fuera sola a Londres cuando quise estudiar, sin embargo, logré convencerlos de que podía protegerme a mí misma cuando, de una sola patada, dejé sin herencia biológica a un asaltante que quiso robar mi mochila en el metro subterráneo.

Suspiré y me hice de fuerzas para el reencuentro. No veía a mi familia hacía algunas semanas, aunque hablaba con ellos bastante seguido. En lo posible, trataba de aplazar esos encuentros. Siempre salía trasquilada cuando me encontraba con mi madre. Caminé sobre el vivo verde del jardín, sintiendo el aroma de las flores que rodeaban un camino de grava. Mi mirada se detuvo un segundo a un costado, donde había muchos vehículos estacionados. ¿Había más gente? ¿Era alguna ocasión especial? Intenté recordar algún cumpleaños, no podía haber olvidado el de ninguno de mis hermanos. Avancé hasta que me encontré en presencia de aquella enorme casa que se alzaba entre robles y un nogal añoso, en cuya base siempre nacían hermosas flores silvestres. Sonreí al recordar lo mucho que me gustaba jugar en ese rincón en mi niñez. El nogal tenía un pequeño hueco en uno de sus lados donde las raíces habían empezado a romper el suelo. A medida que pasaron los años el espacio entre las raíces y la tierra se hizo más grande, dejando un pequeño puente que la misma raíz formaba al arquearse, quizás intentando escapar de la tierra que la aprisionaba. Cuando era niña adoraba imaginar que bajo aquel agujero había otro mundo, como el de Alicia en el País de las Maravillas. Pero mi madre siempre se enojaba cuando me acercaba demasiado a ese espacio, insistía en que era peligroso. Muchas veces terminé castigada.

Seguí caminando, tratando de omitir el malestar nervioso en mi estómago. Desde el otro lado de la casa, desde el jardín interior, se escuchaban murmullos y risas. Fruncí el ceño. No entendía qué estaba ocurriendo.

Admiré la edificación una vez más antes de entrar. Siempre me maravillaba lo mucho que había cambiado en todos esos años. Si bien en mi infancia mis padres no tenían dinero, papá logró alzar su empresa de artículos tecnológicos con ayuda de mis hermanos mayores. Su estatus socioeconómico se elevó visiblemente desde que yo cumplí los quince años hasta ese momento. Se notaba cuánto había mejorado en el último tiempo por los detalles: la madera estaba revestida, las ventanas ahora eran de termopanel, el jardín brillaba en su verdor, y... ¿eso era el borde de una carpa blanca?

—¿Qué está...?

En lugar de entrar por la puerta del frente me metí por el costado para ingresar por la cocina y ver mejor el jardín interior. En efecto había una carpa blanca enorme que cubría todo. Me sudaron las manos. ¿Qué estaba ocurriendo?

Casi choco con un chico vestido de garzón que llevaba una bandeja repleta de copas, lo esquivé de pura suerte. Me giré para pedirle disculpas y cuando volví la vista al frente me topé con una chica vestida como él que llevaba dos bandejas con platos.

—¿Qué...?

—¡Emma! —me llamaron.

Me giré y me topé con los enormes ojos de Astrid. Fruncí el ceño. ¿Qué hacía ella en casa de mis padres un domingo?

Apenas se acercó pude notar algo diferente: estaba vestida para una ocasión especial. Su pelo rubio estaba suelto y le llegaba hasta la cintura en ondas asimétricas. Llevaba puesto un llamativo vestido floreado en tonos amarillos y de su cuello colgaba un collar con el pendiente de un colorido pavo real; sobre la oreja derecha tenía una flor roja que contrastaba furiosamente con su cabellera platinada.

—Astrid, ¿qué está...?

—¿Por qué estás vestida así? —me miró sorprendida.

Sentí como si una canica me subiera y bajara desde el esternón hacia mi vejiga. No me gustó cómo sonaba eso.

—¿Así cómo? —pregunté intentando escucharme casual, pero los nervios me traicionaron cuando me temblaron los hombros.

—¿No me digas que no hablaste con Victoria?

—¿Hablar sobre qué? —volví a preguntar con la voz aguda.

—¡Emma!

Mi espalda se irguió como una tabla de planchar y una corrien­te eléctrica me bajó por la columna. Los brazos se colocaron en una posición rígida a ambos costados de mi cuerpo como si un general del ejército se dirigiera hacia mí. Me giré muy despacio, pero mis hombros me traicionaron cuando se elevaron hasta hundir mi cuello, como una gallina asustada. Aun así, intenté componer mi mejor sonrisa, la que se desencajó casi de inmediato.

Mi madre, hermosa como siempre, se acercaba a pasos am­plios. Su pelo, del tono del caramelo derretido, bailaba sobre sus mejillas y cuello en un corte ondulado y elegante. Sus ojos verdes estaban delineados a la perfección y sus labios llevaban una capa de brillo perlado que la hacía parecer una modelo madura.

No era muy alta, pero su presencia era imponente. Tenía que serlo para haber criado a un batallón de hombres prácticamente sola. No era delgada, pero tampoco robusta. Tenía las curvas precisas, un busto bien levantado, una cintura bien marcada y una belleza arrebatadora. Sí, tenía algunas arrugas, mamá ya estaba en sus cincuenta y cinco años y también tenía canas, como muchas mujeres de su edad. Pero aun así la genética le había otorgado la suerte de tener una piel libre de molestas imperfecciones. Tenía una nariz respingada, ojos almendrados, pómulos marcados, y cuello largo. Siempre me pregunté por qué yo no había sacado algo más de ella, aunque mi abuela Ninna, su madre, siempre decía que me parecía a mamá de joven, y papá remataba diciendo que yo era aún más bella porque tenía algo de él que mamá no: sus ojos azules. Porque mamá los tenía de un verde resplandeciente que solo mis hermanos habían heredado. Solo yo tenía los ojos de papá.

Aguanté la respiración después de escanear a mi madre de pies a cabeza. Vestía una linda combinación de pantalón recto de color crema con una blusa blanca vaporosa. De su cuello caía un pesado collar con una piedra de la que desconocía su nombre. Los tacones hicieron un ruido hueco contra el suelo de madera.

—¡Mamá! —sonreí sintiendo la lengua seca. Ella se detuvo frente a mí y me miró de pies a cabeza.

—¿Por qué estás vestida así? —preguntó sorprendida, sentí mis mejillas arder. Ni un “hola”, “qué tal”, nada.

—Di... —carraspeé—. Dijiste que era un almuerzo.

—¡Por Dios, Emma, en qué mundo vives! —exclamó alzando sus brazos y mirando alrededor.

—¡En el real! —respondí ofendida. Que no me hubiera puesto un lindo vestido no significaba que lo hubiera hecho a propósito. Aunque la verdad era que los vestidos no eran mi prenda favorita.

—¡Los Rocca no pueden verte así! ¡Qué van a pensar! —se quejó, todavía fulminándome con la mirada.

¿Los Rocca? ¿La familia de Victoria estaba aquí también?

—¿Por qué están...? —comencé a preguntar, pero Astrid saltó delante de mí.

—Yo... yo me encargo, Wilma —dijo mi amiga con aquel tono que se salía de los parámetros naturales de su forma de ser. Mi madre la miró de reojo y agitó la mano en el aire.

—Haz lo que sea, mientras arregles esto —pronunció, apuntándome con la mano de pies a cabeza. Mi espalda se erizó ante el insulto—. Almorzaremos en unos minutos —agregó. Luego se giró hacia los chicos que trabajaban en la cocina y desapareció de mi vista dándoles órdenes.

Miré a Astrid con vehemencia, esperando que comenzara a darme las explicaciones que necesitaba. Ella hizo gala de su rapidez mental que solo funcionaba en momentos como aquellos.

—¿Me puedes decir qué diablos está ocurriendo? —espeté en un tono que pudo haber sonado un poco desesperado.

—Quédate quieta un segundo —dijo nerviosa poniéndose manos a la obra.

Cuando salí del departamento con suerte había alcanzado a maquillarme y a arreglar mi pelo sin lavar. Así que en el camino me apliqué brillo labial y me amarré una cola alta que quedó inclinada hacia la izquierda.

Pero Astrid deshizo el trabajo. Soltó mi pelo, lo manipuló hasta dejarlo caer lacio sobre mi espalda y de un pequeño bolsito con cuentas que traía colgado de su codo extrajo un labial rosa que me aplicó a la fuerza, el aroma era horroroso. Cuando terminó me pellizcó las mejillas para darme color, se quitó el collar con el pendiente de pavo real y lo colocó en mi cuello. Debía admitir que el collar le daba un toque a mi aburrida camiseta de algodón, pero aún no entendía qué mierda estaba sucediendo. Y nadie me lo aclaraba.

—Listo —dijo sonriente y viéndome con orgullo. Yo me sentía igual que todos los días, incluso peor, pero por la expresión de Astrid parecía que hubiera hecho un milagro.

Le agarré las muñecas, un poco impaciente.

—Astrid, dime ahora mismo qué diabl...

—¡Enana!

Desde el jardín la voz de Peter me hizo voltear. Peter, o Pete, como le decíamos, era solo un año mayor que yo. Su cabello era de un tono rubio trigueño con leves ondas que le llegaba hasta el cuello, herencia de papá, quien en su juventud había tenido el cabello ondulado y claro como el sol. Mi madre, no obstante, lo tenía caoba y absolutamente liso, yo heredé el color de ella y las ondas casuales de mi padre, y mis hermanos una combinación de ambos. Peter era el que más se parecía a papá: era alto y tenía brazos y piernas fuertes debido a su entrenamiento en Rugby. Su nariz era como la de mamá, puntiaguda, pero más grande y con un hueso sobresaliente en su tabique debido a una fractura en medio de un campeonato; y sus ojos, como los de ella, eran de un hermoso verde césped. Al igual que todos, estaba muy bien vestido, cosa rara en él, que siempre vestía ropa deportiva. La camisa clara, la chaqueta azul oscuro, los pantalones caqui, el pelo bien peinado... ¿Pete, peinado?

—Hola, Pete —saludé incómoda, intentando escucharme animada. No me sorprendió que me mirara de pies a cabeza.

—Con tanto talento ¿cómo es posible que no hayas diseñado un vestido para hoy?

Apreté mis dientes y dibujé una sonrisa tirante.

—No... lo... sé —mascullé.

Mis sentidos se pusieron en alerta buscando un pozo en algún lugar para lanzarme por él. Mi hermano frunció el ceño.

—¿Estás bien?, ¿y Caden? ¿No vino contigo?

Tragué saliva en seco. Mi garganta estaba como el Sahara. ¿Era prudente decir la verdad? El dolor se agudizó en mi pecho. Hasta el momento el peor día de mi vida parecía que recién estaba comenzando. ¿Dónde estaba el pozo?

—Eh...

—No pudo venir —interrumpió Astrid, yo asentí sosteniendo la sonrisa más apretada de mi vida, Pete alzó una ceja.

—Qué lástima, se va a perder la celebración.

Fue mi turno de alzar la ceja. Miré a mi amiga.

—¿Celeb...?

—¡El almuerzo está servido! —gritó la aguda voz de alguien.

Peter dio un respingo, sonrió nervioso, se pasó una mano por el pelo, me dio unas palmaditas en el hombro y se alejó hacia la carpa del jardín. Lucía demasiado radiante y eso me preocupaba. Astrid levantó los hombros en un gesto cuidadoso y me jaló hacia donde estaban todos. Cuando nos asomamos por la entrada de la carpa, me encontré con una larga mesa que abarcaba gran parte del espacio. Lamparitas de colores colgaban del techo, coloridas flores decoraban la mesa, había un juego completo de servicios para comer, como si fuera un restaurante de lujo, y también muchas copas de diferentes formas y tamaños.

—Solo finge que sabes lo que está ocurriendo, ¿sí? —me susurró nerviosa antes de alejarse e ir hacia Leroy, su novio, que estaba cerca de los mellizos. Parpadeé un millón de veces. ¿También estaba él?

—Astrid, ¿qué diablos? ¡Astrid! —mascullé en un chillido.

Pero ella ya se había alejado. Apreté la boca cuando todos me vieron. Muchas miradas me recorrieron de pies a cabeza, sentí mis mejillas arder. Saludé a todos con la mano con una incomodidad que casi no cabía en mi cuerpo, ¿dónde mierda estaba el pozo cuando lo necesitaba? Nadie, absolutamente nadie, vestía como para un almuerzo de domingo. Todos llevaban un atuendo ligero, pero formal.

—¡Calabacita! —Me volteé para ver a papá.

Sonreí con alivio un segundo. Me acerqué hasta él y lo abracé. Olía al perfume que había usado toda la vida, lo que me recordaba sus abrazos. Tenía el cabello ya canoso y las ondas que solían decorar su cabeza de joven, ahora estaban peinadas hacia atrás con elegancia. Adoraba su barba gris bien perfilada y su mirada azul y bonachona. Papá era un hombre atractivo, alto y de espalda ancha. Aunque tenía una barriga pequeña y varias arrugas más que mamá.

—Hola —solo dije mientras me daba un beso en la coronilla.

Cuando nos separamos me miró con una ceja en alto.

—Veo que nadie te avisó...

Suspiré.

—Es lo que estoy esperando que me digan desde que...

—¡Daniel! —lo llamó mi madre desde un sector de la mesa en donde estaban los padres de Victoria. Papá suspiró.

—Ve a sentarte, ya nos pondremos al corriente. —Me volvió a dar un beso en la cabeza y se alejó.

Las dudas resurgieron con mayor ímpetu de lo que hubiera querido. Papá también estaba nervioso y ansioso. Miré alrededor de la mesa. Había gente que no conocía, parientes de Victoria que solo por conclusión supuse que eran familiares debido al tono de piel. También había primos lejanos por parte de mi familia que no veía hacía mucho tiempo. Por desgracia, ninguno de mis abuelos estaba vivo para cobijarme con ellos, algo que hacía con mi abuela Ninna quien siempre me defendió de su propia hija, mi madre.

Noté de inmediato a una de mis cuñadas, porque Charlotte Laurent no pasaba desapercibida. Su pelo anaranjado le caía lacio y volátil sobre los hombros. Siendo sincera, era la mujer más hermosa que había conocido, de eso estaba segura. Su piel blanca y sus ojos azules te hipnotizaban, su cuerpo era esbelto, no delgado en demasía y con las curvas precisas a pesar de haber tenido tres embarazos. Y además era francesa, la clase y la alcurnia en persona. Mi madre la adoraba. Ese día usaba un precioso vestido hasta las rodillas en tono borgoña que se ajustaba a su estilizada figura. Sus ojos estaban perfilados con tinta negra y sus pies vestían unos tacones bastante sutiles para lo que solía llevar. Era modelo de profesión.

Cuando me vio me saludó con la mano desde lejos y sonrió con alegría. Aunque, por supuesto, al igual que los demás me miró de pies a cabeza, pero debía agradecerle, ya que a pesar de ser una mujer que llevaba la clase y el estilo en los genes, era la única que nunca me había criticado.

Todos comenzaron a sentarse en sus lugares. Los mayores, Paul, el esposo de Charlotte, y Martan, ayudaban a los chicos del servicio a ubicar los platos con comida. Los mellizos James y Milo se ocupaban de sentar a los niños en una mesa dispuesta para ellos. Sí, tenía varios sobrinos alocados y dos hermanos nacidos el mismo día que no se parecían en nada salvo en la fecha de nacimiento. Uno tenía el pelo rubio y el otro castaño y, al igual que el resto de mis hermanos, compartían los ojos verdes de mi madre. Mi atención se detuvo en Peter, quien en ese momento le daba un beso a Victoria mientras le movía la silla para ofrecerle asiento. No me había siquiera acercado a saludarla, aunque en realidad no pensaba hablar con ella después de haber discutido por mi rompimiento con Caden y “sus consecuencias”.

Nuestros ojos se encontraron y me sonrió con timidez, casi que avergonzada. Le devolví una sonrisa igual de incómoda. Noté lo hermosa que se veía enfundada en aquel vestido colorido y veraniego. A simple vista podría parecer sencillo, pero lo llevaba con gracia y elegancia. Su piel brillaba en contraste con los colores anaranjados. Ella jamás pasaba desapercibida algo que, por el contrario, siempre ocurría conmigo.

Mis nervios colapsaron en el momento en que comprendí que estaba sucediendo algo grande de lo que no tenía conocimiento. Astrid volvió a mi lado, junto con su novio Leroy, y me dio un leve apretón en el hombro. Vi a mis padres conversando con los de Victoria y mis manos empezaron a sudar. Estaban los cuatro sentados en la esquina de la mesa junto a mi hermano y mi amiga. Papá me miró un segundo y me sonrió con ternura, guiñándome un ojo. Los padres de Vic solo me saludaron con la mano y una sonrisa amigable. No parecía importarles mucho mi atuendo informal. Mamá, no obstante... no hizo otra cosa que ignorarme.

Decidí tomar asiento a un lado de Astrid, que ya se había instalado, me lanzaba miradas impacientes, como si quisiera decirme algo. Me acerqué a la silla y no había alcanzado a sentarme cuando las desgracias para hacer de este día aún más nefasto sumaron puntos con la llegada de una chica de largo pelo negro y piel morena que vestía un escotado vestido. Se acercó hasta Victoria, esta se puso de pie de un brinco y se dieron un fuerte abrazo. Ambas gritaron como colegialas descerebradas.

—¿Qué hace Kendra aquí? —quise saber. Astrid no me miró.

—Es la prima de Victoria —dijo con obviedad, como si fuera lógico que se presentara en casa de mis padres, aunque tampoco parecía gustarle la idea de que la perra insoportable estuviera entre nosotros. Noté que sus ojos verdes vagaban por los adornos de la mesa, como si quisiera evitar mirarme. Eso solo me hizo sentir más fuera de lugar de lo que ya me sentía.

—Astrid —insistí, ciñendo su hombro para que me mirara—. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué...?

—¡Emma! —exclamó la recién llegada. Me volteé, sin expresión alguna, y la tuve enfrente. Kendra era... era una perra de esas que arruinaban todo lo bueno. Solo le faltaba el cartel de “se vende” colgado de su cuello para hacerlo aún más notorio—. Tan simplona como siempre. Ni siquiera por Vic hiciste el esfuerzo. —Me miró como si le diera asco. El vestido que llevaba era corto y apretado. Sus pechos estaban peligrosamente aprisionados—. Creí que eras talentosa pero esos pantalones son dignos de un vagabundo, querida.

Sonreí con cinismo haciendo a un lado un mechón de pelo que había caído sobre mis ojos.

—Lo mismo digo, querida —la imité con acidez—. Creo que no deberías usar durante el día los vestidos con los que trabajas de noche. —Sonreí con malicia mirándola de pies a cabeza.

Kendra achicó sus ojos, ya de por sí pequeños y oscuros, transformando su expresión idiota en una mueca amenazadora. No dijo nada, solo se alejó agitando su pelo. Astrid, a mi lado, sonrió.

—Bien dicho. —Suspiré y caí de golpe en la silla a su lado.

Los mellizos tomaron lugar justo frente a nosotras. Al menos mantenerme cerca de James y Milo podía mejorar un poco mi ánimo. La familia y los amigos comenzaron a ocupar sus lugares respectivos. Había demasiada solemnidad. Sin duda, algo estaba sucediendo, alguna novedad de la que no estaba enterada. Repasé las fechas de cumpleaños una vez más, pero no, no había nadie que cumpliera ese día. Cerré los ojos, mas el sonido de un tenedor golpeando una copa me hizo abrirlos. Mamá, papá, Peter, Victoria y sus padres estaban de pie. Lo único que interrumpía el silencio eran los niños riendo en la mesa de al lado. Pero a nadie le molestaba.

—Amigos, familia, qué lindo es tenerlos a todos ustedes reunidos aquí el día de hoy —dijo mamá sonriente. Me pasé una mano por el cuello para quitar la tensión—. Sabemos lo especial que es este día para todos nosotros, ¿no? —Hubo risas, pero sus ojos se detuvieron en mí, como si fuera el error que había que encontrar entre tanta gente bien vestida—. En verdad es un día maravilloso para nuestra familia, como tantas otras oportunidades que hemos tenido la dicha de compartir un momento como este.

Mi garganta había adquirido la textura de la arena hirviendo. Agarré una de las copas que habían llenado con agua y comencé a beberla de sorbos para concentrarme en otra cosa que no fueran los ojos acusadores de mi madre.

—Gracias por tus palabras, ma —dijo mi hermano. Mi atención se desvió hacia él que tomaba una de las manos de Victoria con demasiada ilusión. El borde de la copa estaba pegado a mi boca que poco a poco se estaba llenando de agua—. Nada nos hace más felices que poder celebrar con ustedes nuestro compromiso.

¡PFFFF!

—¡¿QUÉ?!

El agua salió de mi boca disparada hacia delante, empapando a Milo. El silencio cayó sobre la mesa y todos los ojos se fijaron en mí.

—¡Ay Dios, disculpa, Miles! —exclamé nerviosa.

—Descuida —dijo con un ojo abierto y otro cerrado—. No me había duchado aún—bromeó. A su lado James estalló en una carcajada sin filtro.

Miré de reojo y vi la risa burlona de Kendra, a Victoria mirando a la mesa avergonzada, la cara de sorpresa de mi hermano, junto con la de mi padre y mis cuñadas, a los primos y amigos de ambas familias impactados, y a mi madre... bueno, enojada.

Me sentí aún más pequeña de lo que podía. Encogí mis hombros y me acurruqué en la silla, intentando pasar desapercibida. Por suerte, mi hermano, Victoria y el resto volvieron a tomar asiento. Mientras en la mesa todos volvían a sus pequeñas conversaciones, mi cabeza intentaba procesar la información con rapidez.

—¿Por qué nadie me lo dijo? —susurré angustiada—. ¿Y por qué tú sabías? ¿Cómo es que supiste antes que yo? Si Victoria con suerte te llama.

—No me contó, dijo que quería llamarte, pero no te ubicaba, estaba nerviosa. Ella siempre se pone nerviosa cuando esconde algo. Así que solo adiviné, podían ser dos opciones, o se casaba o estaba embarazada. Opté por la primera opción.

—¿Y no podrías habérmelo dicho antes de quedar en ridículo? —gruñí exasperada intentando no subir la voz.

—Disculpa, amiga —susurró la rubia angustiada—, pero no encontré el momento. Pasó todo muy rápido, no creí que vendrías, por lo de ayer.

Agité la cabeza sintiendo el cuello rígido. Me sentía una completa idiota.

—¿Venir? ¡Pero si me enteré recién esta mañana que había un almuerzo! —exclamé mosqueada. Me miré los muslos y me sentí peor. Esos pantalones los tenía desde los quince años, los había zurcido mil veces para usarlos en ocasiones poco diplomáticas. Sin embargo, ahí estaba, haciendo el ridículo, mostrando ningún interés, no a propósito, por supuesto, en el compromiso de mi hermano con mi supuesta mejor amiga.

La congoja subió por mi pecho. Milo me hizo un gesto y me guiñó un ojo, una señal para levantarme el ánimo. Pero lo que me tenía así no era solo el olvido por parte de mi amiga de no haberme contado semejante noticia, era más por la mirada adusta de mi madre, inquisidora y juiciosa desde el otro extremo de la mesa. ¿Es que no podía hacer nada bien? Por suerte actuó como si mi numerito no hubiera ocurrido, solo le hizo una señal a los garzones para que sirvieran la comida haciendo olvidar mi metida de pata.

En verdad se había esmerado con cada detalle, adorno y sabor. La observaba reír y conversar entusiasta con sus futuros consuegros, y más de una vez abrazó a su nuera. No pude evitar sentir una pizca de celos, ¿cuándo fue la última vez que me había abrazado así?... con orgullo y cariño. Un frío desconocido se apoderó de mi estómago. Conocía la respuesta: nunca.

Intenté encontrarle sentido a que demostrara tanto cariño por Victoria, ese que nunca me demostró a mí. Apelé al lado racional, porque si caía en razones emocionales me rompería aún más. Mi amiga era abogada, por lo que mi madre había ganado al fin una hija con un título importante. No es que sus demás nueras no lo fueran, de hecho, Charlotte era la directora de una agencia de modelos internacionales y Josephine, la mujer de Martan, era maestra de escuela. Pero, aun así, conmigo no actuaba ni hablaba como con ellas. Mi lado racional no pudo ganarle al emocional, y la verdad, que siempre estaba ahí para abofetearme, lo hizo una vez más: el cariño que tenía por ellas no era solo por la profesión.

Suspiré mientras removía sin pensar la comida que estaba esparcida sobre mi plato y que no pensaba probar, aunque muriera de hambre. Otro detalle que me dolió: era vegetariana y ante mí tenía un jugoso bistec.

Desde los once años mi amor por los animales y una visita a un matadero acabó con el poco sentido que le encontraba a la carne. Mi padre se dedicó a conseguir comida rica en una variada cantidad de proteínas, vitaminas y minerales que no hubiera atentado contra ninguna vida, pero mi madre, bueno... hasta el día de hoy seguía creyendo que tenía las piernas demasiado flacas y los brazos muy huesudos.

Así que ahí estaba, jugando con una suerte de pedazo de carne que no me iba a comer. Astrid se encontraba en el mismo predicamento. Ambas vegetarianas, llevábamos años sin comer carne animal. Con más recurrencia de la que nos gustaría, nos veíamos envueltas en situaciones como esta que eran difíciles de zafar.

—¿Todavía viviendo de lechuga, Emma? —preguntó la ácida voz de Kendra que estaba sentada al lado de Diana, la madre de Victoria—. ¿Caden todavía lo acepta?

El nombre de mi exnovio causó tal estrago en mi interior, que, de no haber controlado mis emociones como estaba acostumbrada, podría haber armado un escándalo que habría acabado con la poca dignidad que me quedaba. Como siempre, sonreí, ocultando las ganas de estrangularla tras una mueca de simpatía que fingía muy bien.

—No es algo que tenga que molestarle a nadie, querida —mascullé la última palabra tal como ella lo hacía, no quería tocar el tema de Caden, mucho menos en aquella mesa y rodeada de gente.

Pude notar cómo Victoria miraba a su prima con suspicacia, como si hubiera notado su insidia hacía mí.

—La gente puede vivir de muchas cosas, Kenny —interrumpió Victoria—. Emma lleva años siendo vegetariana y mírala, está perfectamente sana.

Vi cómo con sus ojos me pedía disculpas por todo el malentendido que había provocado al no decirme nada. No sabía qué decir, no quería mirarla a la cara. En esos instantes no quería ser empática.

Kendra dibujó una sonrisa amplia y apretada, no contenta con la interrupción de su prima.

—Lo sé, querida, solo quería saber —contestó haciéndose la inocente—. Me llama la atención que Caden no haya venido, ¿está bien? Quiero decir, si viven de lechuga, tal vez al pobre le hace falta algo de carne...

Crispé mis manos. Astrid intentó sujetármelas, pero no dio resultado. Mis hermanos sintieron el peso de aquella indirecta. Todos sabían lo perra que podía ser “Kenny”, al menos no era la única que no la soportaba.

—¡Kendra! —exclamó Victoria.

—No es necesario que discutamos por nimiedades ahora, estamos almorzando y celebrando un acontecimiento especial —advirtió Paul con una mueca, Charlotte la miró molesta.

—Hay niños presentes —indicó a la mesa del costado, enfren­tando a Kendra.

La aludida no hizo más que sonreír y agitar la mano en el aire, como si espantara una mosca, restándole importancia. Noté por el rabillo del ojo izquierdo cómo los padres de Victoria se removían incómodos en el asiento y papá intercambiaba un movimiento de cejas con mamá, como si con ese simple gesto le estuviera diciendo “te lo dije”.

—Cierto, hija —carraspeó él al cabo de un segundo intentando distender el ambiente, aunque lo que causó con su pregunta fue todo lo contrario—: ¿Por qué Caden no vino?

Atrapada.

—No... no pudo venir —dije con lentitud, tratando de controlar mis emociones. Astrid suspiró a mi lado buscando mi mano por debajo de la mesa para tranquilizarme. No lo consiguió.

—¿Algún problema? —quiso saber. Moví la cabeza. ¿Por qué insistía?

—Tuvo un problema en la oficina —mascullé. Imaginé que en esos momentos se estaba revolcando con Emily en su escritorio. Sí, debía estar pasándolo de maravilla el muy hijo de puta.

—¿Un domingo? —interrumpió Martan con algo en la boca—. ¿Tan grave como para no venir?

La mesa se llenó de preguntas hacia mí: «¿Qué había ocurrido?», «¿por qué no mandaba a la mierda a su jefe por una vez para disfrutar un fin de semana con su novia?» Con esa última pregunta recordé la de veces que Caden me había dicho que su jefe lo necesitaba en la oficina un domingo. Jamás dudé de si era cierto porque, como buena idiota, confiaba. Confiaba en que estaba trabajando mientras, tal vez, ya se revolcaba con Emily, o con alguna otra.

«Siempre te hace lo mismo». «¿Por qué no lo llamas?». «Tal vez quiera venir más tarde». «Tenemos esa cerveza que tanto le gusta».

Suspiré, sentía cada una de las voces de mis hermanos agitarse en mi cabeza como un zumbido insoportable. ¿Qué podía hacer? La cruda verdad amenazaba con salir a la luz. Era domingo, realmente no podía estar trabajando. Sabía que Paul lo sospechaba porque me miraba con el ceño fruncido. Caden trabajaba en la competencia de su compañía y la constructora cerraba los fines de semana. Las emergencias se solucionaban los días hábiles y Caden estaba en el área de finanzas, un sector que no necesitaba visitas a terreno. Incluso yo misma había caído ante aquella mentira por muchos años. ¡Por Dios! ¡Caden trabajaba en finanzas! El área más aburrida de toda la compañía. ¿Cómo pude creerle por tanto tiempo que estaba trabajando cuando “lo llamaba su jefe”?

No. Mi mentira no estaba surtiendo efecto y solo bastaba que Paul abriera la boca para que la pregunta final me dejara en evidencia. Tal vez era mejor decir la verdad, aunque odiaba arruinar aquel almuerzo de compromiso con algo tan personal que no iba al caso y que no pensaba develar aún.

Sentí el dolor en el pecho. Se iban a enterar después de todo. En ese momento, o después.

Inhalé profundamente y cerré los ojos.

—Terminamos —zanjé con rapidez. El silencio barrió la mesa como si hubiese caído una bomba. Esperé, y entonces...

—¿Cómo?

—Pero ¿por qué?

—¿Qué ocurrió, hermanita?

—¿Estás bien?

—¿Cómo que terminaron? —La pregunta de mi madre arrin­conó todas las demás. Por primera vez su atención estaba puesta en mí. Su voz se elevó por encima de las de mis hermanos, y un escalofrío recorrió mi columna.

—Terminamos —respondí sonriendo incomoda, aún dolía y sabía que sería así por un largo periodo. Sentía que cada parte de mí tiraba hacia abajo, pesando, agudizándose a cada movimiento. Quería llorar solo de recordar la traición, lo que había perdido, las promesas, los besos, sus abrazos. Jamás volvería a estar con él. Tendría que vivir soportando la imagen de él sobre Emily en mi cama, demostrándose el amor que creí que era solo para mí—. No tiene importancia —grazné sintiendo el nudo en la garganta—. ¿Podemos enfocarnos en el compromiso de Vic y Pete, por favor?

—¿Qué fue lo que ocurrió? Se veían tan felices —quiso saber papá con tono preocupado sin considerar mi petición desesperada.

Diablos.

Aguanta, Emma, aguanta... no te rompas.

—Simplemente pasó, ¿sí? —dije con la voz demasiado alta. Las ganas de llorar se acumularon y el peso en mi garganta comenzó a desgarrarse.

—¿Cómo dejaste que algo así sucediera, Emma? —inquirió entonces mi progenitora con espanto. Por debajo de la mesa pude sentir el zapato de Milo dándome golpes en la pantorrilla a modo de consuelo. La mano de Astrid por fin encontró la mía, queriendo contenerme.

—Respira, Emm —me susurró—. No le des el gusto, no te quiebres —agregó. Ni siquiera sé si lo que escuché fue lo que dijo.

Miré a mamá con los ojos muy abiertos. Por supuesto que esperaba una reacción así de ella, pero no en público. Al menos creí que se guardaría sus opiniones para cuando estuviéramos solas.

—Por favor disculpen este escándalo —suplicó ella dirigiéndose a los familiares de Victoria, parpadeé intentando enfocar. ¿Escándalo?—. Este es un asunto que nos ha tomado por sorpresa como familia —agregó después con solemnidad, como si mi rompimiento con Caden fuera una vergüenza nacional. Miré a mí alrededor. Tanto Charlotte, como Victoria, Astrid y Josephine me miraron con tristeza.

¡Ja! ¿Qué probabilidades había de que supieran por lo que estaba pasando? Estaba segura de que ninguna de ellas era la decepción de sus madres.

—Wilma —interrumpió Diana—, no creo que sea necesario que...

—Claro que sí —dijo mi madre colocando las manos en su cintura al ponerse de pie. La señora Rocca de inmediato guardó silencio—. Mi hija tiene experiencia en llenar una larga lista de decepciones y quiero saber por qué hizo lo que hizo.

Mi corazón se contrajo. ¿Decepciones? ¿Eso era para ella?

Sentí que la rabia, el dolor, la angustia y la humillación se apoderaban de mí.

—¡Porque me engañó! —grité levantándome de la silla—. ¡Sí, madre!, ¡Caden, lo único bueno que yo tenía según tú, se metió con mi asistente! ¡Pisoteó mi dignidad! ¡Mi corazón! ¡Mis ilusiones!

Todos se quedaron en silencio, menos Kendra, que intentaba contener una mueca burlona bajo la mano. Mamá infló el pecho, Victoria agitó la cabeza, tal vez presintiendo un ataque inminente.

—Esas cosas suceden cuando no se alimenta bien una relación, Emma, te advertí que no era suficiente vivir juntos. Hace falta un compromiso más fuerte y nunca le diste a Caden esa opción. Tú y esa vida de libertinaje sin sentido, trabajando en ese taller de porquería. ¡Caden necesitaba una mujer madura, no una niña! Tuvo suerte de haberse dado cuenta a tiempo de que no estabas preparada para alguien como él.

Sentí las lágrimas emerger, pero no iba a darle en el gusto.

—¡Ya basta! —exclamó Martan mirándome acongojado desde el otro extremo de la mesa—. ¿Cómo puedes decir algo así? —le espetó.

—Me engañó... —susurré con la voz agarrotada, no quería llorar, pero no aguantaba la presión en el pecho y la garganta—. Lamento si esperabas algo más de mí. Creí que te importaría más que a tu hija la hubieran tratado como basura.

—Si ella se deja tratar así, no tengo nada que lamentar —dijo sentándose y evadiéndome con la mirada. Sentí la de los demás encima de mí, mi padre tenía la boca abierta. Esperé a que me dijera algo que me levantara la moral, pero no lo hizo.

Nadie lo hizo. Las palabras que había lanzado mi madre habían dejado a todos sin habla.

De verdad que aguanté, y mucho. Pero la humillación de parte de una madre destruye emocionalmente a un nivel sin precedentes. Hice a un lado la silla con rudeza, por poco causé que uno de los garzones botase una bandeja repleta de platos sucios.

—¿A dónde crees que vas? —espetó.

Con el poco orgullo y fuerza que me quedaba, elevé el mentón.

—Disculpen el inconveniente —dije con suavidad, como si todo lo que había vivido el día anterior no fuera más que un detalle ínfimo, como una lluvia inesperada en medio de un picnic soleado—. Lamento destruir un día tan especial para todos, suelo echar a perder ocasiones como estas —ironicé. Mis ojos fueron directos hacia Peter y Victoria quienes me veían con el semblante cargado de tristeza. Mi hermano hizo una seña, como si quisiera levantarse de la mesa, pero yo negué con rapidez antes de que el almuerzo de su propio compromiso se convirtiera en un mal recuerdo—. Felicidades, chicos, serán muy felices.

Y me fui. Salí del jardín, crucé por entre las flores, frente al nogal, los vehículos estacionados y salté la reja de madera con la torpeza suficiente como para que se rasmillaran las palmas de mis manos.

Cuando llegué a la curva saqué mi celular del bolso.

—Pat —dije apenas contestó—, ¿puedes venir por mí?

Todo lo que soy

Подняться наверх