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Capítulo IV

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Liam

Emma tenía una pequeña gran joyita: su departamento. La ubicación era fantástica. Tuve suerte de recordar que vivía por esa zona, huir de Saville no fue fácil, pero es que ¡mierda!, la mujer sabía correr. Llevaba algunos meses saliendo con ella de forma extraoficial. Nunca fue formal, no soy de esos. Nuestra relación se basaba en coincidir en el bar y, luego de unos cuantos tragos, terminar en el departamento. Tampoco era de meter mujeres en mi espacio personal, pero ella se las arreglaba bastante bien para interferir con mi privacidad. Además, no lo iba a negar, estaba buenísima. De esas que te tiras porque te atrae, y que, aunque nada le prometas, se presta para el juego. Y, si bien mantuve aquel código de no concretar nada, parece que a ella no le quedó claro.

Según mis propias reglas, historia que no tiene principio historia que no hay que terminar. Pero, hace algunas noches, me descubrió besándome con una de las clientas del bar en el evento de La noche de las cervezas. Y digo besos para no decir que estábamos casi desnudos en el interior del baño. Saville hizo tal escándalo que Robert, mi jefe, tuvo que sacarla con ayuda de los guardias de seguridad. Me prometió venganza, que iba a sufrir, que me iba a arrepentir, y un sinfín de maldiciones que recayeron hasta en mi abuelita, que llevaba muerta varios años. Maldiciones que, por supuesto, no me importaron en lo más mínimo. Claro que jamás creí que cumpliría con sus amenazas. Todas mis conquistas me arrojaban los mil infiernos, pero luego jamás las volvía a ver. Pero Saville… esa era peligrosa. Y no había advertido lo lunática que era hasta que apareció aquella madrugada en mi departamento, sobre mi cama, intentando no sé qué cosa, porque salí corriendo antes de poder averiguarlo. Y la psicópata me siguió. Al parecer había abierto la puerta con alguna herramienta porque cuando hui, vi que el borde de la cerradura tenía hendiduras. Pero estaba tan aterrado que no me detuve a ver el daño. Solo corrí, y ella me siguió.

Como era domingo temprano, no era fácil escapar pues no había multitud para pasar desapercibido, la ciudad recién despertaba. Sin embargo, el transporte público funcionaba con normalidad. Arriesgando mi vida, decidí arrojarme delante de un autobús. El pitido de la bocina, el sonido del freno y el par de autos que se detuvieron de golpe, fueron suficiente distracción para que ella no cruzara la calle. Así que me escabullí por un callejón estrecho hasta llegar a Charing Cross, y de ahí sorteé sin mirar atrás hasta encontrarme, como si de una bendición se tratara, con el edificio de Emma, cerca de Soho Square Gardens. Atravesar el parque ayudó a que perdiera a Saville, o eso creía. Me acerqué hasta la reja del edificio casi sin aire y entré aprovechando que una anciana iba saliendo.

Solo que no esperaba encontrar a Emma en medio de un apocalipsis emocional. Miré el reloj, eran las cinco de la tarde y acababa de terminar de arrojar la última camisa de Caden a la basura. Creí que a Emma le gustaría ver su departamento aseado cuando llegase, sin rastros de ese sujeto. Limpié cada rincón, ordené la vajilla que sobrevivió al ataque, que no fue mucha, y di vuelta el colchón para que pudiera dormir sin sentir el aroma de la traición todas las noches.

Acababa de arrojarme sobre el sofá cuando la puerta se abrió. Me incliné hacia adelante. Emma entró con rapidez, tenía las mejillas sonrosadas, respiraba agitada y lucía muy desprolija.

Se detuvo y me miró un segundo.

—¿Qué haces aquí? —inquirió confundida. Alcé una ceja.

—Soy tu inquilino —bromeé—. ¿Recuerdas?

Parpadeó antes de apretar los ojos y asentir. No sonrió.

—Oh, cierto. —Estaba despeinada, desastrosa. Sus ojos estaban hinchados y rojos.

Había estado llorando.

—¿Qué... qué ocurrió? —preguntó mirando alrededor, como si acabara de darse cuenta del orden.

—Eso debería preguntarte yo a ti, ¿no? Llegaste antes de lo que supuse. Y estás hecha un desastre.

Quería apaciguar aquella aura deprimente que se había apoderado de ella, o por lo menos sonsacarle una sonrisa. Pero solo se quedó un rato en silencio mirándome sin siquiera pestañear. Se pasó una mano por el pelo y trató de acomodarse un mechón tras la oreja con torpeza.

—Fue un día difícil —dijo con un leve temblor. Sus ojos recorrieron la sala—. ¿Dónde están las cosas, qué...?

—Ordené —expliqué de una vez.

Mis palabras causaron algún efecto adverso en sus expresiones ya que, más que alegrarla, la confundieron.

—¿Ordenaste...? —preguntó volviendo a vigilar cada rincón del departamento. Sus ojos estaban a medio cerrar y sus hombros caídos. Algo no andaba bien y no solo por lo de Caden, llevaba tiempo conociéndola como para darme cuenta de aquellos detalles.

—Sí, estaba todo hecho un desastre, quise darte una mano por dejar que me quedara —expliqué, y levanté los hombros para restarle importancia al asunto, luego agregué—: Si voy a quedarme aquí necesito comodidades, no puedo dormir en un chiquero —volví a bromear. Esperé la respuesta sarcástica tan típica de ella, pero no hizo más que asentir, como si no me hubiera escuchado.

—Gracias... —dijo despacio—. Yo... voy... voy a mi habi­tación...

Sus pasos se perdieron por el pasillo, mis ojos siguieron sus movimientos hasta que ya no la vi. Escuché la puerta cerrarse, luego, silencio.

—¿Qué demo...? —Seguí sus pasos, debía admitir que estaba bastante intrigado por su comportamiento. ¿Había ocurrido algo más? Golpeé la puerta, pero no tuve respuesta—. ¿Emma?

—Vete, Liam.

—No puedo —dije medio en broma, pues me estaba preocupando cada vez más—. Si vuelvo al departamento, lo más probable es que Saville esté esperándome con un cuchillo de carne. Amo demasiado mi vida como para arriesgarme. ¿Puedo quedarme aquí esta noche?

De nuevo no hubo respuesta. No era que me importara demasiado, pero era mi amiga y me había dado la oportunidad de refugiarme en su hogar después de todo el drama del rompimiento. Si pretendía quedarme ahí un tiempo, por lo menos quería ayudar a que la convivencia fuera pacífica. Algo había sucedido en ese almuerzo. Lo presentía.

Por suerte tenía otros modos de averiguar. Volví a la sala y cogí el celular que había dejado cargando sobre la mesada de la cocina. Marqué el último número con el que había hablado.

—¡Amigo! —Me contestó del otro lado con efusividad—. Ya dejé a Emma en su casa.

—Sí, lo sé, estaba aquí cuando llegó —le dije a Pat, él resopló por el audífono.

—¿Qué haces ahí? —curioseó sin una pizca de burla.

—No te importa —respondí cortante. Él no insistió—. ¿Y bien? ¿Sabes algo?

Suspiró. Se demoró un poco en contestar, escuché que le daba órdenes a alguien, tal vez a Isaac. Supe que estaba en el bar por la música de fondo. Cuando volvió al auricular su voz se escuchaba más cercana y limpia.

—Pobre chica —dijo entonces, puse atención. Sabía que me contaría sin necesidad de insistir demasiado. Cuando las cosas estaban mal, sin importar quién fuera la víctima, Patrick siempre se preocupaba. Lo que respondía mis dudas, algo le había sucedido a Emma—. Me llamó muy temprano, estuvo solo un par de horas. No quiso responder cuando le pregunté qué le había pasado.

Su voz disminuyó un tono, como si se hubiese arrepentido de decir demasiado. Carraspeé.

—¿No le insististe?

Suspiró.

—No quise molestarla. Se notaba que no quería hablar —explicó—. Qué escondida te la tenías, ¿eh? No parece de las de tu tipo.

Fruncí el ceño, haciendo caso omiso a sus últimas palabras.

—Eso no explica los ojos hinchados —mascullé jugando con el cable del cargador.

Luego de unos segundos, agregó:

—Salió bastante mal de la casa de sus padres, Liam… —Se detuvo, apreté el celular contra mi mejilla.

—Pat... —le advertí—. ¿Qué más sucedió? ¿Qué viste? Cuando llegó, parecía haber sido arrollada por un camión.

Mi amigo suspiró una vez más.

—No quiero entrometerme...

—Es mi amiga, Pat, quiero ayudarla. —Y si iba a vivir con ella por lo menos debía encontrar una solución al drama.

—Cuando se sentó en el asiento del copiloto comenzó a llorar, intentó que no la notara, pero luego lo hizo con fuerza —dijo contrariado—. Tuve que detenerme en la banquina para tranquilizarla.

Miré preocupado hacia el final del pasillo, observando la puerta cerrada. ¿Qué había sucedido en ese maldito almuerzo?

—¿Y se calmó?

—Después de un rato, sí. —Hizo otra pausa, como si analizara la situación—. Lloraba con mucha angustia. Tuve que agarrarle las manos para que no se arrancara el pelo de la cabeza. No sabía cómo calmarla, Liam, le pedí que respirara e inhalara, insistí en que si necesitaba ayuda podía decírmelo. Pero no me dijo nada. Así que la dejé llorar y se calmó después de un rato. Se disculpó y… se durmió el resto del camino.

—Eso explica lo despeinada —murmuré más para mí mismo. La preocupación se acrecentó—. Gracias por la información, Pat.

—No te la vas a tirar, ¿cierto? El código de honor de un caballero prohíbe ese tipo de cosas en momentos así—dijo muy en serio, yo sonreí a medias.

—Nos vemos en la noche. Gracias, Pat.

Apenas colgué, escuché el sonido de la ducha. Me invadió cierta ternura, no porque ella me la causara, sino porque la situación era bastante lamentable.

Cuando la conocí, hacía ya cuatro años, supe que esa relación que llevaba con Caden en algún momento iba a acabar mal. Fue el día que a Astrid le pareció una excelente idea llevar a Emma al Brannigan’s, el bar de Pat donde yo trabajaba, a beber después de una discusión con él. El lugar era fascinante y de elite, los Walters habían recibido una herencia con la que remodelaron aquel antiguo salón de cervezas hasta convertirlo en algo exclusivo, catalogado como uno de los mejores de Londres.

Creía recordar no haber visto nada más patético en mi vida que a una chiquilla universitaria llorando por el estúpido novio. Pero como tengo alma de buen samaritano, fui hacia ellas, les ofrecí una cerveza y, ya que Emma no quería hablar con nadie, Astrid fue la que soltó la lengua contando todo el altercado. Caden había olvidado el aniversario.

Aunque no es algo que yo ponga en práctica, tengo que decir que si sales con una chica lo mínimo que puedes hacer para compensar los errores durante la relación es recordar las fechas, así al menos le demuestras que en algo te importa lo que tienen. Que te importa ella.

Como no tengo corazón de piedra y tampoco me burlo, en la cara al menos, de las desgracias ajenas, les ofrecí un plato de papas fritas bañadas en queso como cortesía de la casa. Astrid se las comió todas, Emma apenas las probó.

Entonces llegué con una jarra de cerveza. Recuerdo que ambas exclamaron diciendo que habían pedido solo algunos tragos preparados, pero, otra vez como buen servidor que soy, me senté con ellas a compartirla. Así pasó el tiempo hasta las tres de la madrugada.

Eran dos extrañas y repentinamente ¡BAM! Me había hecho amigo de ambas, y lo genial era que no era una amistad banal, era una buena amistad. Emma era como esa amiga a la que te imaginas con bigote, y a la cual no ves con ojos de posible conquista, pero te gusta pasar el rato con ella. Puedo embriagarme, contarle mis desventuras, reírme en su cara, esconderme en su casa por culpa de mujeres psicópatas, y nunca seré juzgado. Sé que ella también agradecía eso de mí, ya que después de enterarme de los problemas que tenía con su madre no la juzgué, y vaya que tenía historia.

La ducha se oyó por un largo rato, en algún momento creí que trataría de ahogarse. Entonces mis ojos se desviaron hacia la puerta del refrigerador. Un imán con las palabras delivery y pizzas me cautivó. Fui hasta mi celular y marqué el número.

Podré ser muchas cosas, pero siempre sé cómo alegrar a mis amigos, aunque eso signifique molestarlos de vez en cuando.

Cuando Emma por fin se decidió a salir de su habitación, al cabo de una hora, no pude evitar sentir cierto remordimiento. Se había colocado un amplio suéter que le llegaba hasta las rodillas y unas pantuflas esponjosas con forma de bota y orejas de conejito. El cabello se lo había amarrado en una trenza y lo llevaba húmedo. La imagen era demasiado triste: su expresión, su mirada vacía, la forma como se deslizaba sobre el suelo en lugar de caminar. Era como si el mundo se le hubiera venido encima.

—Pedí pizzas —le dije sonriente desde el sofá. Señalé las cajas humeantes que aguardaban sobre la mesita en el centro de la sala—. Estaba a punto de irte a buscar, están enfriándose.

Me miró y sonrió de costado. Pude ver el esfuerzo en aquella mueca. Todo en ella parecía pesar una tonelada.

—Gracias, pero no tengo hambre —contestó casi sin voz y carente de emoción. Su estómago la delató con un potente gruñido.

—Avísale a tus entrañas. —Reí solo para animarla un poco.

«Vamos, ríete», pensé.

Volvió a sonreír con aquel gesto de tristeza en sus ojos. Sin humor.

Abrí las cajas y alcé las cejas en su dirección tentándola con el aroma que emanó de ahí. Encendí la radio que había a un costado para animar aquel silencio abrumador, estaba sintonizada en una emisora que tocaba algún último single de un grupo adolescente.

—No me digas que escuchas esta porquería —dije sorprendido.

—Pasan buena música —respondió mecánicamente inclinándose sobre las pizzas.

—Sí, para niñas con hormonas sulfuradas —sentencié frunciendo el ceño. Bajé un poco el volumen, y ella se sentó a mi lado—. No te preocupes, recordé que eres vegetariana, hay una pizza completa solo para ti.

Se giró hacia mí con sorpresa. Yo ya había extraído un triángulo de mi pizza carnívora con extra tocino y carne.

—Gracias —murmuró. Su voz esta vez dejó escapar un suspiro de alivio. Se acercó a la mesa y extrajo un triángulo de pizza repleta de cosas verdes. Sus ojos brillaron y no de felicidad.

—Ya, suéltalo —le pedí comenzando a exasperarme por aquel silencio pesado. Me miró de costado y dejó la pizza a medio camino de su boca.

—Eres de los pocos que se acuerda que soy vegetariana —manifestó con un dejo de tristeza.

No sabía qué sucedió conmigo ante ese comentario. De verdad era un detalle simple, nada significativo (como una fecha de aniversario, por ejemplo), pero noté, por el brillo de sus ojos, que agradecía en demasía que hubiera recordado algo que para ella era importante.

—¿Cómo lo olvidaría? —inquirí—. Es de las pocas cosas raras que haces que es difícil de olvidar —piqué en broma. Creí que se molestaría, pero la hice sonreír de verdad, o al menos aumentó el brillo en sus ojos. Sin embargo, se apagó con rapidez.

—Mi madre siempre lo olvida, Caden nunca lo aprobó, mis hermanos no lo entienden... —murmuró dándole un mordisco a la pizza. Enrolló sus piernas y se hundió en el sofá, cerró los ojos y se tragó el pedazo de pizza con un quejido, casi que con placer.

—No has comido nada desde el desayuno —adiviné. Ella asintió.

—Sirvieron carne, no había nada que pudiera comer... Mi madre siempre olvida todo lo que tiene que ver conmigo, nunca le ha interesado —farfulló. Noté que trataba de sonar como si no le diera importancia, pero ese tono de amargura seguía impregnado en su voz.

—Pero no es eso lo que te tiene así —deduje. Emma giró su cabeza y me observó. Estaba lo suficientemente cerca como para contar las pecas de su nariz.

—No —dijo, y bajó la mirada. Me vi tentado a subirle el mentón, pero no quería obligarla a hacer contacto visual, muchas veces ese simple gesto ponía incómodas a las personas.

—¿Entonces? —la animé. Se incorporó y sacó otro trozo de pizza.

—Victoria se va a casar con mi hermano —declaró.

Mi cerebro procesó la información con la rapidez suficiente como para comprender lo que aquello significaba: mejor amiga se casa con hermano mayor. Mejor amiga es abogada; es orgullo de una madre que no es suya. Mejor amiga es hermosa y elegante. Mejor amiga es todo lo que Emma aspiraría a ser para ser querida por esa madre. Mejor amiga ocupará el lugar de hija que Emma jamás tuvo ni tendrá.

—Oh... —fue mi elocuente respuesta. Pero ¿qué mierda podía responder a aquello?—. ¿Lo lamento? —dudé. Emma se pasó ambas manos por la cara, estrujándose las mejillas.

—No lo hagas, estoy feliz por ellos, llevan diez años juntos —acotó. Mi estómago se retorció. ¿Cómo podías pasar tantos años con la misma persona?, ¿acaso esos hombres no se aburrían de ver siempre las mismas tetas? Preferí no responderme—. Es solo que me siento ajena a la noticia, como si fuera una espectadora. No lo sé, no puedo sentirme... plena.

—Claro que no puedes, temes que tu madre te reemplace por Victoria.

Mi lengua venenosa y sincera atacó. Conocí a Victoria cuando Emma y Caden organizaron una cena entre amigos en el departamento. Y mi opinión sobre ella se había formado esa misma noche. Victoria era de esas mujeres que te hacían voltear y desear tener un puto anillo en la billetera por si acaso. Sí, era una mujer hermosa en todos los aspectos. Tenía la piel del olor del caramelo derretido, era alta, esbelta, tenía pechos firmes, el culo redondo, las caderas curvilíneas y además era elegante. En una palabra: perfecta. Pero lo que más me impactó fue verla de la mano del hermano de Emma que, a mi parecer, desencajaba por completo. Pero como Peter era jugador de Rugby profesional, podía taclearme solo por respirar cerca de su novia. Así que me mantuve toda la noche alejado de él y de las piernas y escote de esa mujer. En mi humilde y modesta opinión, Peter era un idiota con suerte. Con mucha suerte. En fin, ahí descubrí el increíble currículum de la futura cuñada de Emma, sus gustos, su estilo, y todas esas cosas que volvían a una mujer un buen partido.

—Eres bastante desatinado, ¿eh? —se quejó golpeándome el hombro con su puño, luego respiró hondo soltando el aire—. No sé qué pensar, qué sentir...

—Solo repito lo que siempre dices.

Se volvió a desplomar en el sofá con los ojos abiertos mirando el techo.

—Hoy estaba Kendra —dijo entonces, apoyé el codo en el respaldo y sujeté mi cabeza con la mano mientras engullía un nuevo pedazo de pizza con la otra. Esperé a que continuara—. Temo que destruya la relación que Victoria tiene con mi hermano.

Tragué un bocado y me limpié la boca con la manga de mi suéter. Emma y Astrid siempre hablaban de Kendra, una prima de Victoria con la que se había criado. No la conocía y nunca la había visto, pero por todo lo que siempre escuchaba de ella ya tenía claro qué tipo de mujer era.

—Déjala que cometa sus errores, Emma, tú misma dijiste que es de conocimiento público lo perra que es esa mujer. Si es así, deja que Victoria se dé contra la pared. Al menos tú ya le advertiste.

Suspiró. Se incorporó con rapidez y en menos de diez segundos engulló otro pedazo de pizza.

—Tienes razón —asintió con la boca llena—, mañana me preocuparé por las consecuencias que tendrá en mi vida este matrimonio. —Hizo una pausa, tragó y luego agitó la cabeza—. ¿Cómo es posible que me lamente por ello? —rio con amargura—. Es mi mejor amiga casándose con mi hermano. ¿Por qué me cuesta tanto aceptarlo?

La respuesta era obvia. Nunca había conocido a nadie que se opacara tanto al compararse con otras personas. Era lógico que quisiera, no a propósito, por supuesto, que Victoria tuviera una derrota en su vida para que ella pudiera sentirse realizada en la suya, pero preferí guardar esos pensamientos.

—Porque te has comparado con ella en todo lo que ha hecho y hace, Emma —expresé con algo de aburrimiento. No me gustaba hablar mucho rato del mismo tema—. Tu mejor amiga se va a casar y tiene una carrera deslumbrante. Quieres eso también, quieres ser igual de exitosa que ella. En realidad, quieres todo lo que tiene ella, ser ella si es posible —vacilé un poco al ver su mueca de protesta, pero continué—. Seguro que esperabas que Caden te propusiera matrimonio antes que tu hermano a ella y, además, te habría encantado poder restregarle a tu madre en la cara un gran contrato con alguna marca de alta costura solo para sentirte a la altura de lo que ella cree que es perfecto.

Noté que su nariz se arrugaba. Se volvió a la pizza y engulló su quinto trozo en dos mordidas. Había tocado una fibra, lo sabía, pero era tan tozuda que no lo iba a admitir. Y yo por mi parte quería dar por zanjado un tema que no me in­cumbía.

Nos mantuvimos un rato en silencio mientras de fondo sonaba otra canción de uno de esos grupitos adolescentes de nuevo. Emma no volvió a emitir palabra sobre todo ese asunto de Victoria y su madre, pero, por el ceño arrugado y los ojos fijos en la caja de pizza, supe que estaba comiendo por inercia y que continuaba pensando en lo que le había dicho.

—Gracias —dijo entonces. Fruncí el ceño sin entender, sus ojos al fin sonrieron. Supuse que era por las pizzas.

—No lo agradezcas, no tienes por qué. Imaginé que tendrías hambre.

—Sí, eso también. —Estiró un poco la comisura de sus labios hacia la derecha—. Gracias por escucharme.

Parpadeé.

—Cualquiera podría escucharte, Emma.

Negó con la cabeza.

—No, no cualquiera. —Me puso una mano en el hombro—. Un amigo sí.

Apreté los labios en una sonrisa que no sabía cómo dibujar. Las mujeres no solían agradecerme nada, por el contrario, solían condenarme y desearme todas las penas del infierno.

—Siendo así, te tendré que pedir que me devuelvas el favor —dije sonriente para zafar del momento incómodo. Ella me miró con curiosidad—. No puedo volver a mi departamento hasta que Saville deje de perseguirme. Prefiero estar en un lugar seguro.

Ella rodó los ojos, pero una sonrisa genuina asomó en sus labios.

—¿Quieres quedarte? ¿Es eso?

Incliné la cabeza.

—Por unos días, al menos hasta que sepa que esa loca está bastante lejos de mi casa —aclaré, ella torció sus labios en una mueca graciosa—. ¿Me puedo quedar aquí? Soy bueno cocinando, lo sabes —le recordé.

—Claro, puedes quedarte —aceptó—. Pero, además de cocinar, deberás hacer otras cosas.

La miré alzando una ceja.

—Te escucho.

—Vas a ocupar la habitación de huéspedes a cambio de cocinar, y limpiar todo lo que uses y corresponda, y también deberás pagar las cuentas de agua, luz y gas si vas a usarlos —sentenció mirándome. Agarró el último pedazo de pizza y lo comió en unos segundos. Asentí, era justo—. Y tienes prohibida la entrada a mi habitación.

Acepté con la cabeza. No me interesaba entrar a su habitación, lo único que deseaba era una cama donde dormir y un baño para asearme.

—No hay problema, seré un buen inquilino —sonreí haciendo un gesto de promesa de boy scout. Ella alzó una ceja.

—Y… una cosa más. —Levanté los hombros mientras cogía mi último pedazo de pizza de la caja—. No puedes traer chicas al departamento. Revuélcate y lleva a tus conquistas donde quieras, pero a mi casa, no.

Quedé con la boca a medio abrir mientras la pizza colgaba de mis labios.

Achiqué los ojos. Era un pedido justo. La que había pisado mi departamento con mayor frecuencia había sido Saville y fue un error garrafal, la dejé entrar solo porque me había seguido hasta ahí, cuando la conocí. Así que, desde ahora dejaría a mis conquistas, como bien llamaba ella, para el bar y mis clásicos y fieles hoteles.

Estiré una mano con los dedos brillantes por el queso. Ella los miró, pero al final me la estrechó con una mueca entre divertida y asqueada.

—Trato hecho —dije.

—Gracias por la cena y por escuchar. —Bostezó—. Creo que me iré a la cama temprano.

Asentí, debía sentir un agotamiento monumental.

—Qué descanses.

Balanceó la cabeza como si no supiera qué responder a lo último. Tal vez no descansaría plácidamente después de lo vivido en las últimas horas.

—Eso espero —dijo entonces recogiendo las cajas vacías. Las dejó en el basurero, bajo el lavaplatos, y luego se detuvo frente a mí—. Gracias de nuevo. Por la ayuda y por la comida.

Sonreí. No alcancé a responderle cuando se esfumó por el pasillo.

—¡No hay de qué! —grité porque ya había cerrado la puerta. Y cambié la emisora para escuchar música de verdad.

Todo lo que soy

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