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ОглавлениеPasé la mañana siguiente separando carne de cuatro personas diferentes. El caso número 432 procedía de un segmento quemado del fuselaje que se encontraba en un valle al norte del lugar principal del accidente. Dentro de la bolsa encontré un cadáver relativamente intacto al que le faltaba la parte superior del cráneo y los antebrazos. La bolsa también contenía una cabeza incompleta y un brazo derecho completo con una porción de mandíbula incrustada en el tríceps. Todo estaba solidificado en una masa achicharrada.
Determiné que el cadáver pertenecía a una mujer negra de aproximadamente veinte años que medía un metro setenta en el momento de su muerte. Los rayos X mostraban fracturas soldadas en el húmero y el omóplato derechos. Clasifiqué el número 432 como restos humanos fragmentados, grabé mis observaciones y envié el cuerpo a odontología.
La cabeza incompleta, un hombre blanco de unos veinte años, se convirtió en el número 432A y también fue remitido para su análisis dental. El fragmento de mandíbula pertenecía a alguien mayor que el número 432A, probablemente una mujer, y fue enviado a los odontólogos con el número 432C. El estado de desarrollo óseo sugería que el brazo derecho completo procedía de un adulto mayor de veinte años. Calculé los límites superiores e inferiores para determinar la estatura, pero no fui capaz de determinar su género, ya que todas las medidas de manos y brazos encajaban en una categoría superpuesta de hombres y mujeres. Envié el brazo a la sección de huellas dactilares como caso número 432D.
Eran las doce y cuarto cuando miré el reloj. Tenía que darme prisa.
Vi a Ryan a través de una ventanilla en la puerta trasera del depósito. Estaba sentado en los escalones, una pierna extendida, la otra levantada y apoyando el codo mientras hablaba por el móvil. Al abrir la puerta pude oír que hablaba en inglés con un tono agitado y sospeché que no se trataba de un asunto oficial.
—Bien, pues así será. —Giró un hombro al verme y sus respuestas se volvieron más secas—. Puedes hacer lo que te plazca, Danielle.
Esperé hasta que hubo terminado de hablar y luego me reuní con él en el porche.
—Lamento llegar tarde.
—«No problemo».
Cerró el teléfono y lo deslizó en el bolsillo con movimientos bruscos.
—¿Problemas en el frente doméstico?
—¿Qué quieres para almorzar? ¿Pescado o pollo?
—Buena estrategia —dije con una sonrisa—. Y tan sutil como un cañonazo.
—El frente doméstico no es asunto tuyo. ¿Crees que es lo bastante sutil?
Aunque abrí la boca, no salió ningún sonido.
—Es solo un desacuerdo personal.
—En lo que a mí respecta puedes tener una bronca con el arzobispo de Canterbury, pero no me invites a la función.
Tenía las mejillas encendidas.
—¿Desde cuándo sientes curiosidad por mi vida amorosa?
—Tu vida amorosa me importa un pimiento —dije.
—Por eso la inquisición.
—¿Qué?
—Olvidémoslo. —Ryan extendió la mano pero yo retrocedí.
—Tú me pediste que nos encontrásemos aquí —dije.
—Mira, esta investigación nos tiene a los dos bastante alterados.
—Pero yo no me dedico a dar golpes bajos.
—Lo que no necesito son más recriminaciones —dijo Ryan, poniéndose las gafas de sol que sostenía sobre la frente.
—¿Recriminaciones? —estallé.
Ryan repitió la pregunta.
—¿Pescado o pollo?
—Puedes meterte el pescado y el pollo donde te quepan.
Di media vuelta y busqué el tirador de la puerta con el rostro ardiendo de ira. ¿O era humillación? ¿O dolor?
Una vez dentro, cerré la puerta con violencia y me apoyé en ella. Desde el aparcamiento me llegó el ruido de un motor, luego el sonido de los frenos del camión que traía otros veinte casos. Volví la cabeza y alcancé a ver a Ryan que se levantaba y se dirigía hacia su coche de alquiler.
¿Por qué me había hecho enfurecer de ese modo? Durante los meses que estuvo en la clandestinidad había pensado mucho en él. Pero distanciarme de Ryan se había convertido en algo tan rutinario que jamás había considerado la posibilidad de que alguien más pudiese entrar en su vida. ¿Era eso lo que estaba pasando? Aunque quería saberlo, que me matasen si iba a preguntarlo.
Al volverme me encontré con Larke Tyrell, que me miraba fijamente.
—Necesitas descansar un poco.
—Esta tarde me tomaré un par de horas.
Había solicitado ese descanso para que Ryan y yo pudiésemos explorar la zona donde había encontrado el pie. Ahora tendría que hacerlo sola.
—¿Un bocadillo?
Larke señaló con la barbilla el salón del personal.
—De acuerdo.
Minutos más tarde estábamos sentados a una de aquellas mesas plegables.
—Hay algunas patatas fritas pulverizadas y migas de sucedáneos —dijo.
—Es lo que como habitualmente.
—¿Cómo se encuentra LaManche?
Larke eligió lo que parecía ser atún sobre pan de trigo.
—Ha vuelto a ser el cascarrabias de siempre.
Como director de la unidad médico legal, Pierre LaManche era el homólogo de Larke Tyrell en el laboratorio de Montreal. Mis dos jefes se conocían desde hacía muchos años como miembros de la Asociación Nacional de Médicos Forenses y la Academia Americana de Ciencias Forenses. La primavera pasada LaManche había sufrido un infarto, pero ya estaba recuperado y se había reincorporado al trabajo.
—Me alegra mucho oírlo.
Mientras quitábamos el celofán de los bocadillos y destapábamos los refrescos recordé la aparición del forense en el lugar del accidente.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro.
Me miró fijamente con sus ojos almendrados bajo la luz del sol que entraba por una ventana elevada.
—Por Dios, Larke, estoy bien, así que olvídate de tus diagnósticos de estrés. El teniente detective Ryan ya me molesta bastante con eso.
—Lo he notado. ¿Duermes bien?
—Como un bebé.
—¿Cuál es la pregunta?
—Cuando el vicegobernador y tú llegasteis la semana pasada, ¿dónde aterrizó el helicóptero?
Sacudí la bolsa de patatas fritas y recogí los últimos fragmentos en la palma de la mano.
—Hay una casa a tiro de piedra del lugar del accidente. Al piloto le gustó el aspecto de la tierra y decidió aterrizar allí.
—¿Hay una pista de aterrizaje?
—No, claro que no, es solo un claro del bosque. Pensé que Davenport iba a ensuciar sus Calvin Klein, estaba aterrado. —Larke sonrió—. Parecía una escena sacada de «MASH». Triggs seguía insistiendo en que regresáramos y el piloto le decía, «Sí, señor, sí señor», y luego dejó aquel pájaro exactamente allí donde quería.
Me llevé los restos de patatas fritas a la boca.
—Luego nos abrimos paso hasta el lugar del accidente. Yo diría que caminamos medio kilómetro.
—¿Es una casa?
—Una cabaña vieja o algo así. La verdad es que no presté mucha atención.
—¿Pudiste ver algún camino?
Sacudió la cabeza.
—¿Por qué tantas preguntas?
Le hablé del pie.
—No vi ningún cementerio, pero no hay nada malo en ir a echar un vistazo por la zona. ¿Estás segura de que eran coyotes?
—No.
—Ten cuidado; llévate una radio y un spray de defensa personal.
—¿Crees que los coyotes cazan de día?
—Los coyotes cazan siempre que les apetece.
Fantástico.
El árbol oficial de Carolina del Norte es el pino palustre, la flor oficial es la del sanguino. También gozan de honor la pesca del sábalo, las percas de agua salada y las tortugas. Los ponis salvajes de Shakleford Banks y el puente colgante de la Grandfather Mountain, el más alto del país, son el orgullo del estado.
La frontera de Carolina del Norte limita, por el oeste, con la zona sur de los Apalaches y atraviesa colinas, tierras pantanosas y playas hasta llegar al archipiélago de la costa este. Baja desde el Mount Mitchell, en los Apalaches, hasta el océano. Desde Blowing Rock hasta Cabo del Miedo. Desde el desfiladero Linville hasta la isla de Bald Head.
La variada geografía de Carolina del Norte hace que sus habitantes sean muy distintos entre sí. Los de las tierras altas hacen excursiones por las montañas en bicicleta, vuelan en ala delta, bajan rápidos, hacen escalada, y cuando llega el invierno practican el esquí y el snowboard. Los menos temerarios juegan al golf, van a las ferias de anticuarios, escuchan bluegrass o simplemente disfrutan del paisaje.
Los que viven cerca de la costa prefieren respirar el aire salado y disfrutar de la cálida arena, las grandes olas del Atlántico o pescar. La temperatura es siempre agradable, por eso los que viven ahí no llevan nunca guantes ni necesitan cadenas para la nieve. Exceptuando algún tiburón despistado o algún caimán traicionero, la fauna es inofensiva. Por supuesto, también se juega al golf en esta zona.
Mientras que la fuerza de las corrientes de los ríos, las cascadas y los enormes árboles me atemorizan, el mar me devuelve la calma. Prefiero los sitios en los que puedes llevar simplemente unos pantalones cortos y una camiseta. Un catálogo de bañadores me hace feliz. Teniendo todo esto en cuenta es lógico que prefiera la playa.
Iba pensando en esto mientras rodeaba los campos llenos de escombros. El día era claro y corría una ligera brisa que hacía que el hedor del desastre fuera menos intenso. A pesar de que se habían recuperado muchos cuerpos y que eran pocos los que todavía seguían esparcidos por el suelo, el escenario no había cambiado demasiado. Las figuras con uniforme seguían deambulando, gateando entre los restos, aunque, ahora, algunos llevaban las siglas del FBI.
Encontré a Larke rebuscando por el bosque. Aunque el sol ya estaba alto y calentaba bastante, noté que la temperatura a la sombra bajaba considerablemente. Cogí el camino que había seguido la semana anterior, de vez en cuando me paraba y escuchaba. Las ramas chocaban entre sí y los cuerpos esparcidos por el suelo emitían ligeros ruidos. Un pájaro carpintero repetía incansablemente una melodía machacona.
Llevaba una chaqueta de un amarillo chillón con la que era imposible pasar inadvertida, aunque esperaba que precisamente ese color pudiese paralizar a los coyotes. Si eso no funcionaba, borraría del mapa a esas bestias peludas. Apreté con fuerza el spray de defensa que llevaba en el bolsillo.
Al llegar al tronco caído donde había estado sentada, apoyé una rodilla en tierra y examiné el suelo del bosque. Luego me levanté y miré a mi alrededor. Aparte de la rama que había utilizado como improvisado bate de béisbol, no había ningún rastro de mi aventura con los canes.
Eché a andar a través del sutil pasillo vegetal. El terreno era ligeramente cóncavo y tenía que caminar con cuidado para no torcerme un tobillo al pisar una piedra oculta bajo las hojas. Aunque más baja que los matorrales de los márgenes, por momentos la vegetación me llegaba casi a las rodillas.
Mis ojos no dejaban de mirar hacia todos lados, buscando cruces o señales de entierros. La casa que había mencionado Larke significaba un asentamiento humano y yo sabía que las viejas casas de campo incluían a menudo cementerios familiares. Un verano había dirigido una excavación en la cima de Chimney Rock. Aunque nuestra intención era cavar solamente en la cabaña, descubrimos un pequeño cementerio que no figuraba en ningún documento. Recordé de pronto que también había serpientes venenosas y culebras.
Continué avanzando a través de las sombras frías, mientras mi ropa se enganchaba en las espinas y las ramas y los insectos se lanzaban sobre mi rostro. Las ráfagas de viento hacían bailar las sombras y alteraban las formas que me rodeaban. Entonces, sin previo aviso, los árboles dieron paso a un pequeño claro. Cuando salí nuevamente a la luz del sol, un ciervo de cola blanca levantó la cabeza, me miró fijamente y luego desapareció.
Un poco más adelante había una casa, la parte trasera apoyada contra un risco de piedra que se alzaba varios cientos de metros. La estructura presentaba paredes gruesas, una línea de buhardillas y un techo inclinado con amplios salientes. Un porche cubierto ocultaba el frente de la casa y una curiosa pared de piedra asomaba desde detrás del flanco izquierdo.
Agité los brazos. Esperé. Llamé. Volví a agitar los brazos.
Ninguna voz, ningún ladrido como respuesta. Ni tan solo algún sonido a modo de bienvenida.
Volví a gritar, esperando que un campesino de Defensa,4 no me tuviese en su punto de mira.
Silencio.
Con los banjos batiéndose en duelo en mi cabeza5 comencé a atravesar el prado que me separaba de la casa. Aunque fuera del círculo de árboles la luz era cegadora, dejé las gafas de sol en el bolsillo. Además de campesinos rústicos y primitivos, estas montañas albergaban a partidarios de la supremacía blanca y grupos paramilitares. Los extraños no eran bienvenidos.
Pude comprobar que la naturaleza había recuperado los alrededores de la casa. Lo que en otro tiempo había sido un prado o un jardín estaba ahora cubierto con altos alisos blancos, alerces, abedules de Carolina y numerosos matorrales que no supe reconocer. Más allá de los matorrales, álamos, magnolios, robles, hayas y pinos blancos se mezclaban con árboles desconocidos para mí. El kudzu lo cubría todo con enmarañadas telarañas verdes.
Mientras me dirigía hacia los escalones del frente, se me puso la piel de gallina y una sensación de inquietud me envolvió como un manto frío y húmedo. Sobre el lugar parecía pender una amenaza. ¿Nacía de la madera oscura y gastada, de las ventanas cruzadas con tablones, o de la jungla de vegetación que mantenía la casa bajo una penumbra permanente?
—¿Hola?
Sentí que se me aceleraba el pulso.
No había ni perros ni montañeros.
Una mirada me bastó para saber que la casa no se había construido de cualquier manera. O recientemente. Era tan sólida como la prisión londinense de Newgate. Aunque dudaba que George Dance se hubiera encargado de dibujar los planos, estaba claro que compartía con el arquitecto de la prisión su desinterés por las vistas exteriores. No había paredes de cristal que privilegiaran el paisaje. No había claraboyas. Tampoco galerías. Construido en piedra y gruesos tablones inmaculados, el lugar había sido emplazado claramente para cumplir una función específica. No podía afirmar si había sido visitado por última vez a finales del verano o por la Gran Depresión.
O si en este momento había alguien en su interior, observando mis movimientos a través de una grieta o un agujero en las paredes.
—¿Hay alguien en casa?
Nada.
Subí al porche y llamé a la puerta.
—¿Hola?
Ningún movimiento dentro de la casa.
Me acerqué hacia una de las ventanas y traté de mirar a través de los postigos. Un material oscuro y pesado ocultaba el interior. Giré la cabeza buscando otro ángulo para mirar mejor hasta que el cuerpo peludo de una araña me hizo saltar hacia atrás.
Bajé los escalones, rodeé la casa por un sendero de piedras invadido por las hierbas y pasé por debajo de un arco hasta llegar a un oscuro y pequeño patio. El cercado estaba rodeado por muros de piedra de dos metros de alto coronados por arbustos de lilas, cuyas hojas oscuras contrastaban con los verdes y amarillos del bosque que se extendía unos metros más allá. Excepto por la presencia de musgo, nada crecía en el suelo compacto y húmedo. El pequeño y frío patio interior parecía absolutamente incapaz de sustentar forma alguna de vida.
Volví la mirada nuevamente hacia la casa. Un cuervo describió un pequeño círculo y se posó en una rama cercana, una pequeña silueta negra contra el brillante azul del cielo. El pájaro negro graznó un par de veces, hizo un chasquido con el pico y luego bajó la cabeza en mi dirección.
—Dile a la señora de la casa que he pasado por aquí —dije, con más seguridad de la que realmente sentía.
El cuervo me observó durante un momento y luego alzó el vuelo.
Al volverme, creí ver un destello de luz reflejado en un trozo de cristal roto. Me quedé inmóvil. ¿Había visto movimiento en una de las ventanas de la planta superior? Esperé unos minutos. Nada se movió.
El patio solo tenía una entrada, de modo que volví sobre mis pasos y examiné la parte más alejada de la propiedad. Los matorrales también cubrían el espacio que separaba la casa del bosque, terminando en una jungla de malvarrosas muertas que inundaban los cimientos. Recorrí el lugar, pero no vi ninguna evidencia de cementerios, intactos o excavados. Mi único descubrimiento fue una barra de metal rota.
Frustrada, regresé al porche delantero, inserté la barra entre los postigos y empujé suavemente. La ventana no cedió. Aumenté la presión, por curiosidad, pero sin querer causar daño. La madera era sólida y no se movió.
Miré mi reloj. Las dos cuarenta y cinco. Todo esto era inútil. Y estúpido, si la propiedad no estaba abandonada. Si los propietarios existían, estaban fuera o querían que así lo pareciera. Yo estaba cansada, sudada y sentía el escozor de miles de diminutos rasguños.
Y, debía admitirlo, el lugar me ponía los pelos de punta. Aunque sabía que mi reacción era irracional, tenía la sensación de que el mal rondaba la casa. Decidí preguntar en el pueblo, lancé la barra de metal y regresé al lugar del accidente.
Mientras me dirigía hacia el depósito, pensé en aquella misteriosa casa. ¿Quién la había construido? ¿Por qué? ¿Y qué era lo que me había resultado tan inquietante?