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—Bonito movimiento. Parecías el bateador Sammy Sosa.

—¡Ese maldito animal estaba a punto de saltarme al cuello! —Fue casi un chillido.

—Los lobos no atacan a las personas vivas. Solo intentaban alejarte de su cena.

—¿Acaso alguno de ellos te lo explicó personalmente?

Andrew Ryan me quitó una hoja del pelo.

Pero ¡Ryan se hallaba infiltrado en alguna parte de Quebec!

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —pude preguntar, ligeramente más calmada.

—¿Eso es un «gracias», Blancanieves? Aunque Caperucita Roja sería más apropiado dadas las circunstancias...

—Gracias —musité, apartando un mechón de pelo de la frente. Aunque estaba agradecida por su intervención, prefería no considerarla como un rescate.

—Ha sido un placer.

Extendió nuevamente la mano hacia mi pelo y esquivé el movimiento. Como sucedía siempre que nuestros caminos se cruzaban, yo no lucía mi mejor aspecto.

—¿Estoy juntando trozos de cerebro mientras una manada de lobos me evalúa como candidata para unirme a los desmembrados, y tú pones reparos a mi peinado?

—¿Hay alguna razón para que estés sola en este lugar?

Su actitud paternalista me irritaba.

—¿Hay alguna razón para que tú estés aquí?

Las arrugas del rostro se le tensaron. Sus hermosas arrugas, cada una colocada exactamente donde debía estar.

—Bertrand viajaba en el avión.

—¿Jean?

La lista de pasajeros. Bertrand. Era un apellido común, de modo que jamás se me ocurrió asociarlo con el compañero de Ryan.

—Escoltaba a un prisionero. —Ryan expulsó el aire por la nariz—. Tenía que conectar en el aeropuerto de Dulles con un vuelo de Air Canadá.

—Oh, Dios. Oh, Dios mío. Lo lamento tanto.

Los dos nos quedamos mudos, sin saber muy bien qué decir, hasta que un sonido extraño, trémulo, seguido de una serie de aullidos agudos, atravesó el silencio. ¿Acaso nuestros amigos nos desafiaban a disputar otro encuentro?

—Será mejor que regresemos —dijo Ryan.

—Nada que objetar.

Ryan se bajó la cremallera del mono, sacó una linterna del cinturón, la encendió y la sostuvo a la altura del hombro.

—Después de ti.

—Espera. Déjame la linterna.

Ryan me pasó la linterna y me dirigí al lugar donde había visto al lobo por primera vez.

Ryan me siguió.

—Si buscas setas, no es el mejor momento.

Se paró en seco cuando vio lo que había en el suelo.

El pie era una presencia macabra bajo la tenue luz amarillenta, su carne acababa en una masa aplastada por encima del tobillo. Las sombras bailaban entre los surcos y los orificios que habían dejado los dientes carnívoros.

Saqué un par de guantes nuevos del bolsillo, me puse uno y recogí el pie. Luego marqué el lugar con el otro guante y lo aseguré con una piedra.

—¿No deberías situar el hallazgo en el terreno?

—No podemos saber dónde encontró el pie la manada. Además, si lo dejamos aquí durará menos que un caramelo a la puerta de un colegio.

—Tú eres la jefa.

Eché a andar detrás de Ryan hasta que salimos del bosque, sosteniendo el pie cercenado lo más lejos que podía de mi cuerpo.

Cuando llegamos al centro de mando, Ryan se metió en el remolque del NTSB y yo me dirigí al depósito provisional. Después de haber escuchado mi explicación acerca del pie, de su procedencia y de por qué había decidido recogerlo, el equipo de recolección le asignó un número, lo metió en una bolsa de plástico y lo envió a uno de los camiones frigoríficos. Me incorporé nuevamente a la operación de recuperación.

Dos horas más tarde Earl me encontró y me entregó una nota: «Preséntate en el depósito. 7 h. LT».

Me dio una dirección y añadió que mi trabajo había terminado por ese día. Ningún argumento por mi parte haría que cambiase de opinión.

Fui al remolque de descontaminación, me duché bajo un chorro de agua hirviendo todo el tiempo que pude resistirlo y luego me puse ropa limpia. Abandoné el remolque con la piel tersa y rosada. Al menos el olor había desaparecido.

Cuando bajaba el tramo de escalones, exhausta como nunca lo había estado en mi vida, vi a Ryan apoyado contra un coche patrulla aparcado a un par de metros en la carretera de acceso, hablando con Lucy Crowe.

—Parece cansada —dijo Crowe cuando me acerqué a ellos.

—Estoy bien —dije—. Earl me dijo que ya estaba bien por hoy.

—¿Cómo están las cosas ahí fuera?

—Están.

Me sentía como una enana hablando con ellos. Tanto Ryan como Crowe superaban el metro ochenta, aunque ella era más ancha de hombros que Andrew. Él parecía un defensa fuerte y fibroso, ella un poderoso delantero.

No me sentía con ánimos de hablar, de modo que le pregunté a Crowe algunas direcciones y me alejé.

—Espera, Brennan.

Permití que Ryan me alcanzara, luego le lancé una mirada «no saques el tema». No quería hablar de los lobos.

Mientras caminábamos pensé en Jean Bertrand, con sus chaquetas de diseño, las corbatas a juego y el rostro serio. Bertrand siempre daba la impresión de que lo intentaba todo con todas sus fuerzas, de que escuchaba atentamente, temiendo perderse un matiz o una pista importante. Podía oírle, pasando del francés al inglés en su propia versión de «franglés», riéndose de sus propios chistes, sin darse cuenta de que los demás no se reían.

Recordé la primera vez que vi a Bertrand. Poco después de haber llegado a Montreal asistí a una fiesta de Navidad que ofrecía la unidad de homicidios de la Sureté de Quebec. Bertrand estaba allí, ligeramente bebido, y acababan de asignarlo como compañero de Andrew Ryan. El detective de primera ya era una especie de leyenda en el cuerpo y Bertrand no podía disimular la veneración que le profesaba. Cuando la velada estaba tocando a su fin, la adoración del héroe se había vuelto incómoda para todos los presentes. En especial para Ryan.

—¿Qué edad tenía? —Hice la pregunta sin pensar.

—Treinta y siete.

Ryan estaba justo allí, en el centro de mis pensamientos.

—Dios mío.

Llegamos a la carretera comarcal y continuamos colina arriba.

—¿A quién estaba custodiando?

—A un tío llamado Rémi Petricelli, conocido entre sus amigos como Pepper.

Conocía ese nombre. Petricelli era un pez gordo de los Ángeles del Infierno de Quebec, conocido por sus conexiones con el crimen organizado. Los gobiernos canadiense y estadounidense habían estado investigando sus actividades durante años.

—¿Qué hacía Pepper en Georgia?

—Hace aproximadamente dos meses un camello de poca monta llamado Jacques Fontana acabó carbonizado en el interior de un Subaru. Como todas las pistas conducían a su puerta, Pepper decidió probar la hospitalidad de sus hermanos en Dixie.3 Para resumir la historia, lo vieron en un bar de Atlanta, la policía local le arrestó y la semana pasada Georgia accedió a extraditarle. Bertrand le custodiaba el culo mientras volvía a Quebec.

Habíamos llegado a mi coche. Al otro lado de la zona del mirador había un hombre parado bajo los focos con un micrófono en la mano mientras un asistente le empolvaba la cara.

—Esto amplía el cerco —continuó Ryan con voz grave y pesada.

—¿Es decir?

—Pepper tenía información importante. Si decidía hacer un trato muchos de sus amigos se hubiesen visto con la mierda hasta el cuello.

—No te sigo.

—Es probable que algunas personas poderosas quisieran ver muerto a Pepper.

—¿Incluyendo a otras ochenta y siete personas?

—Sin siquiera pestañear.

—Pero el avión estaba lleno de chicos.

—Esos tíos no son jesuitas precisamente.

Estaba demasiado conmocionada para contestarle.

Al ver la expresión de mi rostro, Ryan decidió cambiar de tema.

—¿Tienes hambre?

—Necesito dormir.

—Necesitas comer algo.

—Pararé para tomar una hamburguesa —mentí.

Ryan retrocedió. Abrí la puerta de mi coche, lo puse en marcha y me alejé, demasiado cansada y triste para desearle buenas noches.

Puesto que todas las habitaciones de la zona estaban ocupadas por la prensa y el NTSB, me habían conseguido alojamiento en una pequeña posada en las afueras de Bryson City. Antes de dar con el lugar me equivoqué de dirección varias veces y tuve que preguntar otras tantas.

Haciendo honor a su nombre, High Ridge House se encontraba en la cima de una colina al final de un camino largo y estrecho. Era una granja blanca de dos plantas con un recargado trabajo de carpintería en las puertas, ventanas y vigas; tampoco se libraban las barandillas y verjas de un amplio porche que recorría el frente y los lados de la casa. La luz del porche iluminaba unas mecedoras de madera, tiestos de mimbre y helechos. Muy victoriano.

Dejé mi pequeño Mazda junto a otra media docena de coches a la izquierda de la casa, en un prado digno de una postal, y enfilé un sendero enlosado y flanqueado por sillas de jardín metálicas. Cuando abrí la puerta principal sonaron unas campanillas. En el interior, la casa olía a madera barnizada, ambientador de pino y cordero hervido.

El guiso irlandés es quizá mi plato preferido. Como siempre, me recordó a mi abuela. ¿Dos veces en dos días? Tal vez la anciana dama me estaba observando desde el cielo.

Un momento después apareció una mujer de mediana edad, un metro sesenta aproximadamente, sin maquillar y con el pelo canoso y abundante recogido en una especie de extraña salchicha en la coronilla. Llevaba una falda larga tejana y una camiseta roja con la inscripción «Alabad al Señor» sobre el pecho.

Antes de que pudiese abrir la boca, la mujer me abrazó. Sorprendida, permanecí ligeramente inclinada con las manos extendidas, tratando de no darle con la mochila o el ordenador portátil.

Después de lo que me pareció una eternidad, la mujer dio un paso atrás y me miró con la intensidad de un tenista que espera el servicio de su rival en Wimbledon.

—Doctora Brennan.

—Tempe.

—Lo que está haciendo por esos pobres chicos muertos es la obra del Señor.

Asentí.

—Preciosa a los ojos del Señor es la muerte de sus santos. Él nos lo dice en el Libro de los Salmos.

Oh, no.

—Soy Ruby McCready y me siento honrada de tenerla como huésped en High Ridge House. Mi intención es cuidar de todos y cada uno de ustedes.

Me pregunté quién más se habría alojado allí, pero no dije nada. Muy pronto lo averiguaría.

—Gracias, Ruby.

—Permítame. —Cogió mi mochila—. Le indicaré cuál es su habitación.

Mi anfitriona me condujo a través de un salón y un comedor, subimos una escalera de madera tallada y recorrimos un pasillo con puertas cerradas a ambos lados, cada una con una pequeña placa pintada a mano. En el extremo del corredor hicimos un giro de noventa grados y nos detuvimos ante una puerta. La placa decía «Magnolia».

—Puesto que es la única mujer, la he puesto en la habitación Magnolia. —Aunque estábamos solas, la voz de Ruby se había convertido en un susurro, su tono tenía algo de conspirador—. Es la única que tiene su propio excusado. Sé que apreciará la privacidad.

¿Excusado? ¿En qué lugar del mundo se seguían refiriendo a los baños como excusados?

Ruby me siguió, dejó mi mochila sobre la cama y comenzó a ahuecar las almohadas y a bajar las persianas como si fuese un botones del Ritz.

Las telas y el empapelado explicaban el apelativo floral. Pesadas cortinas cubrían la ventana, las mesas llevaban manteles y unos lazos adornaban cada rincón de la habitación. La mecedora y la cama de madera de arce estaban cubiertas de cojines y un millón de pequeñas figuras llenaban una vitrina. Encima del mueble había reproducciones en cerámica de Annie la Huerfanita y su perro, Sandy, Shirley Temple vestida como Heidi y un collie que supuse que sería Lassie.

Mi gusto por el mobiliario y los adornos domésticos tiende a la simplicidad. Aunque nunca me ha molestado la austeridad del estilo moderno, prefiero un estilo menos duro, algo como un Shaker o un Hepplewhite. Si me rodean de chismes empiezo a ponerme nerviosa.

—Es una habitación encantadora —dije.

—Ahora la dejaré sola. La cena se sirve a las seis, de modo que se la ha perdido, pero he dejado algo de cordero en el fuego. ¿Le gustaría probarlo?

—No, gracias. Voy a acostarme.

—¿Ha cenado?

—No tengo mucha ham...

—Mírese, está en los huesos. No puede irse a la cama con el estómago vacío.

¿Por qué todo el mundo parecía tan preocupado por mi dieta?

—Le subiré una bandeja.

—Gracias, Ruby.

—No tiene nada que agradecerme. Una última cosa. En High Ridge House no cerramos las puertas con llave, de modo que puede entrar y salir cuando le apetezca.

Aunque me había duchado hacía unas horas en el remolque de descontaminación, saqué mis pocas pertenencias de la mochila y tomé un largo baño caliente. Al igual que sucede con las víctimas de una violación; a menudo las personas, después de una catástrofe, se lavan de un modo obsesivo, impulsadas por una necesidad de purificar el cuerpo y el espíritu. Cuando salí del cuarto de baño me encontré con una fuente llena de guiso de cordero, pan de cereales y una jarra de leche. Mi móvil empezó a sonar cuando estaba a punto de pinchar un nabo con el tenedor. Temí que el buzón de voz se activara antes de que pudiese contestar, me lancé hacia el bolso, volqué el contenido en la cama y busqué entre el bote de laca, la billetera, el pasaporte, la agenda electrónica, las gafas de sol, las llaves y el maquillaje. Finalmente encontré el teléfono y pulsé el botón de activación de llamada, rogando que fuese Katy.

Era ella. La voz de mi hija me emocionó de tal manera que tuve que hacer un enorme esfuerzo para mantener la voz tranquila.

Aunque Katy se mostró evasiva en cuanto a su paradero, parecía feliz y saludable. Le di el número de High Ridge House. Me dijo que estaba con alguien y que regresaría a Charlottesville el domingo por la noche. Yo no pregunté y ella tampoco me facilitó ningún dato concreto sobre el género de su acompañante.

El agua y el jabón, combinados con la larga espera de la llamada de mi hija, consiguieron el milagro. Casi mareada de alivio me sentí súbitamente hambrienta. Devoré el guiso de Ruby, puse el despertador y me desplomé en la cama.

Tal vez la «casa de los lazos» no estuviese tan mal.

A la mañana siguiente me levanté a las seis, me puse ropa limpia, me cepillé los dientes, me maquillé un poco y oculté el pelo bajo una gorra de los Charlotte Hornets. Bastante bien. Bajé la escalera con la intención de arreglar con Ruby la cuestión de la colada.

Andrew Ryan estaba sentado en un banco junto a una larga mesa de madera de pino en el comedor. Me senté en una silla frente a él, le devolví a Ruby su alegre «Buenos días» y esperé mientras servía una taza de café. Cuando la puerta de la cocina se cerró tras ella, hablé.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Es lo único que piensas preguntarme cada vez que me veas?

No dije nada.

—La sheriff Crowe me recomendó el lugar.

—Por encima de todos los demás.

—Es agradable —dijo, haciendo un gesto que abarcaba toda la habitación—. Encantador. —Levantó la taza señalando un mensaje que había encima de nuestras cabezas: «Jesús es amor», grabado en una nudosa tabla de pino barnizado para la posteridad.

—¿Cómo sabías que estaba aquí?

—El cinismo causa arrugas.

—No es verdad. ¿Quién te lo dijo?

—Crowe.

—¿Qué tiene de malo el Comfort Inn?

—Está completo.

—¿Quién más se aloja aquí?

—En el piso de arriba hay un par de chicos del NTSB y un agente especial del FBI. ¿Qué es lo que les hace especiales?

Ignoré la pregunta.

—Estoy buscando un encuentro entre chicos en el baño. Hay otros dos en la planta baja y he oído que hay algunos periodistas apretados como sardinas en una habitación adicional en el sótano.

—¿Cómo conseguiste una habitación aquí?

Sus ojos azules reflejaban la inocencia de un niño pequeño.

—Quizá fue un golpe de suerte. O quizá Crowe tiene influencia.

—Ni se te ocurra usar mi cuarto de baño.

—Cinismo.

En ese momento llegó Ruby con jamón, huevos, patatas fritas y tostadas. Aunque suelo desayunar cereales y café, lo engullí todo como si fuese un recluta en un campo de entrenamiento.

Ryan y yo comimos en silencio mientras me dedicaba a una especie de clasificación mental. Su presencia me molestaba, pero ¿por qué? ¿Era acaso su insultante confianza en sí mismo? ¿Su actitud paternalista? ¿Que invadiera mi terreno? ¿El hecho de que hacía menos de un año había dado prioridad a su trabajo antes que a mí y había desaparecido de mi vida? ¿O el hecho de que hubiese reaparecido exactamente cuando necesitaba ayuda?

Mientras untaba una tostada con mantequilla me di cuenta de que no había dicho una sola palabra sobre su temporada como agente en la clandestinidad. ¿Por qué iba a hacerlo? Dejaría que él sacara el tema.

—La mermelada, por favor.

Me la alcanzó.

Ryan me había sacado de una situación peligrosa.

Extendí una capa de zarzamora más espesa que la lava.

Los lobos no eran culpa de Ryan. Ni el accidente del avión.

Ruby volvió a llenar las tazas de café.

Y el hombre acababa de perder a su compañero, por el amor de Dios. La compasión se impuso a la irritación.

—Gracias por tu ayuda con los lobos.

—No eran lobos.

—¿Qué?

La irritación regresó a toda velocidad.

—No eran lobos.

—Supongo que se trataba de una manada de cocker spaniels.

—En Carolina del Norte no hay lobos.

—Uno de los ayudantes de Crowe habló de lobos.

—Ese tío no distinguiría a un wombat de un caribú.

—Han repoblado con lobos Carolina del Norte.

Estaba segura de que lo había leído en alguna parte.

—Se trata de lobos rojos y están en una reserva hacia el este, no en las montañas.

—Supongo que eres un experto en la vida salvaje de Carolina del Norte.

—¿Cómo tenían las colas?

—¿Qué?

—¿Los animales, tenían la cola levantada o no?

Tuve que pensarlo un momento.

—No.

—Un lobo siempre mantiene la cola erguida. Un coyote mantiene la cola baja y solo la alza hasta ponerla horizontal cuando se siente amenazado.

Me imaginé al animal olfateando, luego alzando la cola y clavando sus ojos oscuros en mí.

—¿Me estás diciendo que era una manada de coyotes?

—O de perros salvajes.

—¿Hay coyotes en los Apalaches?

—Hay coyotes por toda América del Norte.

—¿Y qué? —Me prometí comprobar la información.

—Nada. Solo pensé que tal vez querrías saberlo.

—Aun así era aterrador.

—Tienes razón. Pero no es lo peor que has pasado en tu vida.

Ryan tenía razón. Aunque aterrador, el incidente con los coyotes no había sido mi peor experiencia. Pero los días siguientes fueron muy duros. Me pasé horas entre carne destrozada, separando restos mezclados y recomponiendo cuerpos. Como parte de un equipo de patólogos, dentistas y otros antropólogos determinaba la edad, el sexo, la raza y la altura de los cadáveres, analizaba placas de rayos X, comparaba esqueletos e interpretaba las heridas. Era una tarea horrible, con el agravante de la juventud de la mayoría de los sujetos analizados.

Para muchos, el estrés resultaba insoportable. Algunos resistían, se mantenían al límite hasta que los temblores, las lágrimas o las insoportables pesadillas finalmente los derrotaban. Eran los que iban a necesitar un apoyo psicológico intensivo. Otros simplemente liaban sus petates y se largaron a casa.

Pero para la mayoría, la mente consiguió adaptarse y lo impensable se convirtió en algo común. Nos aislamos mentalmente e hicimos lo que debíamos hacer. Cada noche, mientras yacía en la cama, sola y agotada, me reconfortaba pensar en el progreso del día. Pensaba en las familias y me repetía a mí misma que el sistema funcionaba. Les garantizaríamos una especie de final.

Entonces llegó a mi estación la muestra 387.

Informe Brennan

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