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ОглавлениеHabía olvidado el pie hasta que un rastreador de cuerpos me lo trajo.
Ryan y yo apenas nos habíamos cruzado desde nuestro primer desayuno. Todos los días me levantaba y salía antes de las siete, regresaba a High Ridge House mucho después de que hubiese anochecido para ducharme y caer exhausta sobre la cama. Solo habíamos intercambiado unos «Buenos días» o «Que pases un buen día» y todavía no habíamos hablado de su misión en la clandestinidad o de su papel en la investigación del accidente aéreo. Como en el avión viajaba un oficial de policía de Quebec, el gobierno canadiense había solicitado que Ryan participase en la investigación. Yo solo sabía que la solicitud había sido aceptada.
Después de bloquear cualquier pensamiento relacionado con Ryan y los coyotes, vacié la bolsa de plástico sobre mi mesa de trabajo. En los últimos días había procesado docenas de miembros y apéndices cortados y el pie ya no parecía macabro. De hecho, la cantidad de traumatismos de la parte inferior de la pierna y el tobillo era tan elevada que se había comentado en la reunión de primera hora de la mañana. Patólogos y antropólogos habían coincidido en que el modelo de herida era inquietante.
Es muy poco lo que se puede decir de un pie. Este tenía las uñas gruesas y amarillas, un juanete prominente y un desplazamiento lateral del dedo gordo que indicaban que se trataba de una persona mayor. El tamaño sugería que era de sexo femenino. Aunque la piel tenía un color tostado, yo sabía que eso no significaba nada, ya que incluso una breve exposición puede oscurecer o blanquear la piel.
Coloqué las radiografías delante de la pantalla luminosa. A diferencia de muchas de las imágenes que había visto, estas no revelaron ningún objeto extraño incrustado en el pie. Apunté el dato en un formulario incluido en el PVD.
El hueso cortical era fino y advertí alteraciones en muchas de las uniones de las falanges.
De acuerdo. La mujer era mayor. La artritis y la pérdida ósea coincidían con el juanete.
Entonces me llevé la primera sorpresa. Los rayos X mostraban diminutas nubes blancas que flotaban entre los huesos del dedo gordo y lesiones variadas en los márgenes de la primera y segunda articulaciones del metatarso. Reconocí los síntomas de inmediato.
La gota es consecuencia de un metabolismo inadecuado del ácido úrico, lo que lleva a la formación de depósitos de cristales de urato, especialmente en manos y pies. Los nódulos se forman junto a las articulaciones y, en los casos crónicos, resulta erosionado el hueso que hay debajo. La afección no representa un riesgo para la vida, pero los que la padecen experimentan períodos intermitentes de dolor e inflamación de las articulaciones. La gota es una enfermedad bastante común, con una incidencia del 90 por ciento en hombres.
¿Por qué me encontraba entonces ante un caso de gota en una mujer?
Regresé a mi mesa de trabajo, busqué un escalpelo y tuve la segunda sorpresa.
Aunque la refrigeración puede provocar la sequedad y el encogimiento de los tejidos, el pie presentaba un aspecto diferente al de los restos que había estado examinando hasta ese momento. Incluso en los cuerpos y los miembros calcinados que había revisado, las capas profundas de tejido permanecían firmes y rojas. Pero la carne del interior del pie estaba esponjosa y descolorida, como si algo hubiese contribuido a acelerar la velocidad de descomposición. Tomé nota y decidí buscar otras opiniones.
Con ayuda del escalpelo separé músculos y tendones hasta que pude colocar los alicates directamente contra el hueso mayor, el calcáneo. Medí la longitud y el ancho, luego el largo del metatarso y apunté las cifras en un formulario, en el PVD. Repetí la anotación en un cuaderno de espiral.
Me quité los guantes, me lavé y fui hasta el ordenador portátil, que estaba en la sala de personal. Abrí un programa llamado Fordisc 2.0, introduje los datos y pedí un análisis de función discriminada utilizando las dos mediciones que había hecho del calcáneo.
El pie correspondía a un hombre negro, si bien las características específicas y las probabilidades indicaban que los resultados eran dudosos.
Intenté una comparación hombre-mujer que no tomase en cuenta la raza y el programa nuevamente incluyó el pie dentro de la clasificación masculina.
Muy bien. Los jockeys encajan con la gota. Tal vez el tío fuese pequeño. El tamaño atípico podría explicar la debilidad de la clasificación racial.
Cuando regresé a buscar el paquete con los restos atravesé la sección de identificación, donde había una docena de ordenadores funcionando en varias mesas y los cables se amontonaban como serpientes en el suelo. En cada terminal trabajaba un especialista que introducía los datos obtenidos del centro de asistencia familiar y la información suministrada por los especialistas forenses, incluidos rayos X, huellas dactilares, antropología, patología y detalles dentales.
Divisé una figura que me resultaba familiar, las gafas sostenidas en la punta de la nariz, los dientes superiores mordisqueando el labio inferior. Primrose Hobbs había sido enfermera de urgencias durante más de treinta años cuando decidió cambiar los desfibriladores por las bases de datos y se trasladó al departamento de historias clínicas del Hospital Presbiteriano de Charlottesville. Pero no había cortado totalmente con el mundo de las heridas traumáticas. Cuando me uní al DMORT, Primrose ya era miembro experimentado del equipo de la Región Cuatro. Con más de sesenta años, era una mujer paciente, eficiente y que no se dejaba impresionar por nada.
—¿Podemos buscar un dato? —le pregunté, acercando una silla plegable junto a la suya.
—Espera un momento, cariño.
Primrose continuó tecleando, el rostro iluminado por la luz que despedía la pantalla. Luego cerró un archivo y me miró.
—¿Qué es lo que tienes?
—Un pie izquierdo. Definitivamente viejo. Probablemente masculino. Posiblemente negro.
—Veamos quién necesita un pie.
El DMORT confía en un paquete informático llamado VIP que localiza el progreso de los restos, almacena todos los datos y facilita la comparación de la información anterior y posterior a la muerte. El programa aborda más de 750 identificadores originales para cada víctima y almacena registros digitales tales como fotografías y radiografías. Para cada posible identificación, el VIP crea un documento que contiene todos los parámetros utilizados.
Primrose pulsó varias teclas y apareció una cuadrícula post mortem. La primera columna mostraba una lista de casos numerados. Movió el cursor hacia un lado a través de la cuadrícula hasta alcanzar una columna con el encabezamiento «Partes del cuerpo no recuperadas» y la repasó en sentido descendente. Hasta la fecha se habían encontrado cuatro cuerpos que carecían de pie izquierdo. Primrose se desplazó por la cuadrícula activando cada uno de los casos.
El número 19 era un hombre de raza blanca con una edad aproximada de treinta años. El número 38 era una mujer también blanca que rondaba los veinte años. El número 41 era una mujer afroamericana de unos veinticinco años. El número 52 era un torso inferior masculino, afroamericano, perteneciente a un hombre cuya edad se había estimado en cuarenta y cinco años.
—Podría tratarse del cincuenta y dos —dije.
Primrose pasó a las columnas correspondientes a peso y altura. El hombre que llevaba la etiqueta con el número 52 medía aproximadamente un metro noventa y pesaba ochenta y cinco kilos.
—Imposible —me corregí a mí misma—. No se trata de un luchador de sumo.
Primrose se recostó en la silla y se quitó las gafas. Unos mechones de pelo gris rizado partían en forma de espirales de la frente y las sienes, huyendo del tirabuzón que llevaba en la coronilla.
—Este caso está más relacionado con las pruebas dentales que con el ADN, pero he introducido unas cuantas partes del cuerpo aisladas. —Dejó que las gafas colgasen de una delgada cadena que llevaba alrededor del cuello—. Hasta ahora hemos encontrado muy pocas coincidencias. Pero esa proporción aumentará a medida que vayan llegando más cuerpos, aunque tal vez debas esperar a la prueba del ADN.
—Lo sé. Pensé que tal vez tendríamos suerte.
—¿Estás segura de que se trata de un pie masculino?
Le expliqué el análisis de función discriminada.
—De modo que ese programa coge a tu desconocido y lo compara con aquellos grupos cuyas medidas han sido registradas e incorporadas al sistema.
—Exacto.
—Y este pie coincide con la categoría de los chicos.
—Sí.
—Tal vez el ordenador no recibió los datos correctos.
—Eso es muy posible, ya que no estoy segura acerca de la raza.
—¿Eso importa?
—Seguro. Algunas poblaciones son más pequeñas que otras. Considera el caso de los Mbuti.
Primrose alzó sus cejas canosas.
—Los pigmeos del bosque tropical de Ituri —le expliqué.
—En esta zona no tenemos pigmeos, cariño.
—No. Pero quizás había asiáticos a bordo del avión. Algunas poblaciones asiáticas son más pequeñas que las occidentales, de modo que tienden a tener pies más pequeños.
—No como mis delicados cuarenta y uno. —Levantó un pie calzado con una bota y se echó a reír.
—De lo que estoy segura es de la edad. Esta persona tenía más de cincuenta años. Bastante más, creo.
—Comprobemos la lista de pasajeros.
Volvió a colocarse las gafas, pulsó unas teclas y en la pantalla apareció una cuadrícula. Esta hoja de cálculo era similar a la cuadrícula post mortem excepto que la mayoría de las celdas contenían información. Había columnas correspondientes al nombre, apellido, fecha de nacimiento, tipo de sangre, sexo, raza, peso, altura y gran número de otras variables. Primrose activó la columna correspondiente a la edad y ordenó al programa que hiciera una selección guiándose por ese criterio.
El vuelo 228 de TransSouth Air llevaba solo seis pasajeros mayores de cincuenta años.
—Demasiado jóvenes para que el buen Señor los haya llamado a su lado.
—Sí —dije, con los ojos fijos en la pantalla.
Las dos permanecimos en silencio durante un momento, luego Primrose movió el cursor y ambas nos inclinamos hacia la pantalla.
Cuatro hombres. Dos mujeres. Todos blancos.
—Ahora ordenemos los casos por raza.
La cuadrícula mostró sesenta y ocho blancos, diez afroamericanos, dos hispanos y dos asiáticos entre los pasajeros. Ambos pilotos y toda la tripulación de cabina eran blancos. Ninguno de los pasajeros de raza negra superaba los cuarenta años. Ambos asiáticos pasaban apenas de la veintena, probablemente fuesen estudiantes. Masako Takaguchi había sido afortunada. Había muerto en una sola pieza y ya la habían identificado.
—Creo que será mejor que intente otro enfoque. Por ahora nos basaremos en una edad calculada en más de cincuenta años. Y la víctima tenía gota.
—Mi ex tiene gota. Lo único humano que tiene ese hombre. —Otra risotada, directamente desde el estómago.
—Mmmmmm. ¿Puedo pedirte otro favor?
—Por supuesto, cielo.
—Comprueba a Jean Bertrand.
Encontró la fila y movió el cursor a la columna correspondiente a situación.
Hasta el momento el cuerpo de Jean Bertrand no había sido identificado.
—Regresaré cuando tenga más información sobre este caso —dije, recogiendo el paquete del número 387.
Una vez en mi mesa de trabajo, extraje un trozo de hueso del pie y le coloqué una pequeña etiqueta. Si podía encontrar una muestra de referencia, como un cálculo biliar, un pelo o un resto de caspa en un peine o un cepillo, el análisis de ADN podría ser muy útil para establecer la identidad. Si no, la prueba al menos podría determinar el género o vincular el pie con otras partes del cuerpo, y un tatuaje o una corona dental podrían enviar a la víctima a casa.
Mientras cerraba herméticamente la bolsa con el espécimen y apuntaba unos datos en el archivo, había algo que no dejaba de inquietarme. ¿Se había equivocado el ordenador? ¿Podría haber sido correcta mi impresión inicial de que el pie pertenecía a una mujer? Era muy posible. Solía ocurrir. Pero ¿qué pasaba con la edad? Yo estaba segura de que los huesos pertenecían a una persona mayor, aunque nadie en el avión encajaba con ese perfil. ¿Era posible que otra patología aparte de la gota afectara a mi evaluación?
¿Y qué pasaba con el estado avanzado de putrefacción?
Corté un segundo trozo de hueso del punto intacto más elevado de la tibia, añadí una etiqueta y lo guardé en la bolsa. Si el pie permanecía sin identificar, intentaría un cálculo más preciso de la edad recurriendo a rasgos histológicos. Pero el análisis microscópico tendría que esperar. En las instalaciones del forense de Charlottesville se estaban haciendo diapositivas y la acumulación de trabajo era monumental.
Volví a meter el pie en la bolsa, se lo devolví al rastreador de cuerpos encargado del caso y continué con un trabajo idéntico al que había estado realizando los cuatro días anteriores. Hora tras hora clasifiqué cuerpos y partes de cuerpos, explorando sus detalles más íntimos. No advertí la llegada y la partida de mis colegas y tampoco me di cuenta de que la luz natural se iba apagando tras las ventanas por encima de nuestras cabezas.
Había perdido toda noción del tiempo cuando alcé la vista y descubrí a Ryan junto a una pila de ataúdes de madera de pino en el extremo más alejado del cuartel de bomberos. Se acercó a mi mesa, nunca había visto tanta tensión en su rostro.
—¿Cómo están las cosas? —pregunté, bajando la mascarilla.
—Pasará una jodida eternidad antes de que todo esto quede aclarado.
Tenía los ojos oscuros y apagados, la cara tan pálida como la carne que había entre nosotros. El cambio me impresionó. Entonces lo comprendí. Mientras yo sentía pena por unos extraños, el dolor de Ryan era personal. Bertrand y él habían sido compañeros durante casi diez años.
Quería decirle algo que pudiera confortarle, pero lo único que se me ocurrió fue «lo siento mucho por Jean».
Asintió.
—¿Estás bien? —pregunté suavemente.
Los músculos de las mandíbulas se le tensaron un momento y luego se relajó.
Extendí el brazo por encima de la mesa tratando de cogerle la mano y ambos miramos mi guante ensangrentado.
—Vaya, Quincy, nada de compasión, ¿eh?
El comentario rompió la tensión.
—Tenía miedo de que me robaras el escalpelo —dije, cogiendo el instrumento cortante.
—Tyrell dice que ya has acabado por hoy.
—Pero...
—Son las ocho. Has trabajado trece horas.
Miré el reloj.
—Reúnete conmigo en el templo del amor y te pondré al tanto de la investigación.
Me dolía la espalda y el cuello y sentía los párpados como si estuviesen revestidos de arena por dentro. Apoyé ambas manos en las caderas y arqueé el cuerpo hacia atrás.
—O podría ayudarte...
Cuando recuperé la vertical, los ojos de Ryan estaban fijos en los míos y sus cejas subieron y bajaron rápidamente.
—... a que te relajes.
—Me quedaré dormida antes de que mi cabeza se apoye en la almohada.
—Tienes que comer.
—Jesús, Ryan, ¿a qué viene esa preocupación por mi nutrición? Eres peor que mi madre.
En ese momento vi que Larke Tyrell me hacía señas. Señaló su reloj y luego efectuó un movimiento de corte a la altura de la garganta. Asentí y levanté el pulgar.
Después de decirle a Ryan que solo asistiría a la reunión informativa, cerré la cremallera de la bolsa con los restos, apunté algunas notas en el PVD y le devolví todo el material al rastreador de cuerpos. Me quité el mono de trabajo, me lavé y abandoné el lugar.
Cuarenta minutos más tarde Ryan y yo estábamos sentados en la cocina de High Ridge House ante unos bocadillos de pastel de carne que había preparado Ruby. Andrew acababa de quejarse por tercera vez de la falta de cerveza para acompañar los bocadillos.
—Los borrachos y los glotones alcanzarán la pobreza —contesté mientras sacudía una botella de ketchup.
—¿Quién lo dice?
—El Libro de los Proverbios, según Ruby.
—Y convertiré en un delito no beber cerveza.
El tiempo había empeorado y Ryan llevaba un suéter de esquiador azul que hacía juego con el color de sus ojos.
—¿Ruby dijo eso?
—Shakespeare. Enrique VI.
—¿O sea?
—Al igual que el rey, Ruby está siendo autocrática.
—Háblame de la investigación. —Di un pequeño mordisco a mi bocadillo.
—¿Qué quieres saber?
—¿Han podido recuperar las cajas negras?
—Son anaranjadas. Tienes un poco de ketchup en la barbilla.
—¿Se han encontrado las grabaciones de vuelo? —Pasé la mano por la barbilla al tiempo que me preguntaba cómo un hombre podía ser tan atractivo y a la vez tan irritante.
—Las han enviado al laboratorio del NTSB en Washington, pero he podido escuchar una copia de la grabación de las voces en la cabina de los pilotos. Los peores veintidós minutos que he pasado en mi vida.
Esperé.
—La FAA tiene normas para la esterilización de la cabina por debajo de los tres mil metros, de modo que durante los primeros ocho minutos aproximadamente, los pilotos tienen mucho trabajo. Una vez superada esa altitud se muestran más relajados, responden a los controladores del tráfico aéreo, hablan de sus hijos, del almuerzo, de sus partidas de golf. De pronto se produce un ruido seco y todo cambia. Hablan con la respiración agitada y se gritan entre ellos.
Tragó con dificultad.
—Como ruido de fondo se oyen pitidos, luego chirridos, luego alaridos. Un miembro del grupo de grabaciones identificaba cada sonido mientras escuchábamos la cinta. Piloto automático desconectado. Exceso de velocidad. Alerta de altitud. Aparentemente eso significaba que los pilotos se las arreglaron para nivelar el aparato durante unos minutos. Estás allí, escuchando la grabación, y te imaginas a esos tíos luchando para salvar su avión. Mierda.
Volvió a tragar.
—Luego se oye ese ruido que te pone los pelos de punta. El aviso de proximidad de tierra. Luego una especie de crujido estridente. Luego nada.
En algún lugar de la casa alguien cerró una puerta con fuerza, luego se oyó el agua corriendo por las cañerías.
—¿Sabes cuando estás viendo alguna de esas películas sobre la naturaleza? No tienes la más mínima duda de que el león acabará comiéndose a la gacela, pero aun así no apartas la vista de la pantalla, luego te sientes horriblemente mal cuando eso sucede. Es igual que eso. Escuchas a toda esa gente que pasa de la normalidad al centro de una pesadilla, sabiendo que van a morir y no hay absolutamente nada que puedas hacer para impedirlo.
—¿Qué hay de las grabadoras de datos de vuelo?
—Eso llevará semanas, quizá meses. El hecho de que la grabadora de voces funcionara tanto tiempo como lo hizo indica algo acerca de la secuencia de ruptura, ya que la energía eléctrica de las grabadoras se agota cuando los motores y el generador se apagan. Pero los expertos dicen que el suministro de energía se cortó abruptamente durante un vuelo aparentemente normal. Eso podría indicar un desastre en el aire.
—¿Una explosión?
—Posiblemente.
—¿Una bomba o un fallo mecánico?
—Sí.
Lo fulminé con la mirada.
—Los partes de reparaciones indican que en los dos últimos años el avión tuvo algunos problemas menores. Se repusieron algunas piezas normales y se reemplazó una especie de interruptor al menos en dos ocasiones. Pero el grupo de mantenimiento dice que todo parece responder a una práctica rutinaria.
—¿Algún progreso con respecto al comunicante anónimo?
—Las llamadas se hicieron desde una cabina de Atlanta. Tanto la CNN como el FBI tienen cintas y están analizando la voz.
Ryan bebió un trago de limonada, hizo una mueca y dejó el vaso en la mesa.
—¿Qué me dices de los equipos de recuperación de cuerpos?
—Esto que quede estrictamente entre nosotros, Ryan. Cualquier información oficial debe venir de Tyrell.
Movió los dedos en un gesto de «continúa».
—Estamos encontrando perforaciones y una cantidad importante de fracturas en pantorrillas y tobillos. No es típico de un impacto contra el suelo.
Mi mente volvió al pie afectado de gota y me sentí nuevamente confundida. Ryan debió de leerme la expresión del rostro.
—¿Y ahora qué pasa?
—¿Puedo confiarte algo?
—Dispara.
—Esto te resultará muy extraño.
—A diferencia de tus concepciones normalmente convencionales.
Añadí intensidad a mi mirada fulminante.
—¿Recuerdas el pie que rescatamos de los coyotes?
Asintió.
—No coincide con ninguno de los pasajeros.
—¿Qué es lo que no coincide?
—Principalmente la edad, y me fío bastante de mis cálculos. En el avión no viajaba nadie de esa edad. ¿Es posible que alguien haya subido a bordo sin estar en la lista?
—Puedo averiguarlo. Cuando estábamos en el ejército solíamos hacer autostop incluso para volar, pero sospecho que eso sería bastante complicado en los vuelos comerciales. A veces los empleados de las compañías aéreas viajan gratis. Lo llaman viaje sin cargo. Pero su nombre debe constar en el registro.
—¿Estuviste en el Ejército?
—En la guerra de Crimea.
Ignoré su comentario.
—¿Es posible que alguien haya regalado su billete? ¿O que lo haya vendido?
—Tienes que presentar alguna identificación con fotografía.
—¿Y si uno de los pasajeros se presentó en el mostrador de facturación, mostró su documento de identidad y luego le dio el billete a otra persona?
—Lo preguntaré.
Me acabé el pepinillo.
—¿O sería posible que alguien estuviese transportando una muestra biológica? Este pie está mucho más sucio y deteriorado que el material que he estado procesando.
Me miró con escepticismo.
—¿Deteriorado?
—La descomposición de los tejidos parece más avanzada.
—¿El medio ambiente no afecta a la velocidad de descomposición?
—Sí, naturalmente.
Añadí un poco más de ketchup al resto del bocadillo y me lo metí en la boca.
—Creo que los especímenes biológicos tienen que ser informados y registrados —dijo Ryan.
Recordé las veces que había volado llevando huesos conmigo, subiéndolos a bordo del avión en el equipaje de mano. Al menos en una ocasión había utilizado un Tupperware para poder estudiar las marcas de sierra que había dejado un asesino en serie. No me convencía ese argumento.
—Tal vez los coyotes lo encontraron en otra parte —sugerí.
—¿Por ejemplo?
—Un antiguo cementerio.
—¿El vuelo 228 de TransSouth Air se estrelló en un cementerio?
—No directamente en un cementerio. —Recordé mi encuentro con Simon Midkiff y su preocupación por el lugar donde estaba excavando y comprendí cuán absurda debía sonar mi hipótesis. Sin embargo, el escepticismo de Ryan me sacaba de quicio—. Tú eres el experto en canes. Estoy segura de que sabes que se dedican a arrastrar cosas por todas partes.
—Tal vez el pie sufrió algún percance en vida que hace que parezca más viejo de lo que realmente es.
Tuve que reconocer que era posible.
—Y en peor estado de descomposición.
—Tal vez.
Recogí las cosas de la mesa y llevé los platos al fregadero.
—Escucha, ¿qué me dices si mañana nos damos una vuelta por Coyote Canyon y vemos si alguien está criando malvas?
Me volví para mirarle.
—¿De verdad?
—Cualquier cosa que sirva para tranquilizar tu mente atormentada, cariño.
Las cosas no ocurrieron así.