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«MAMÁ, AHORA SÍ, YA ESTOY PREPARADO: QUIERO SER VEGETARIANO».

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Todavía lo estoy viendo mientras viene hacia mí como si fuera a alertarme de un peligro inminente y me dice: «Ya no quiero comer más carne». Procesé aquel anuncio sin procesarlo realmente. En el fondo, no me lo creía. No entendía nada de nada. Me vinieron a la cabeza cientos de imágenes: mi hijo cuando era bebé, todos los menús Happy Meal devorados en el McDonald’s, las patatas fritas, las minisalchichas en los desayunos de los hoteles con las que tanto disfrutaban nuestros hijos…

Nunca me habría imaginado que nuestro hijo, un adicto absoluto a la charcutería, digno nieto de una familia normanda que educa en los placeres de la buena mesa y de un abuelo cazador de jabalíes, tendría un día suficiente voluntad para privarse de sus manjares tradicionales. No entendía cómo podía haberse producido un cambio tan radical sin que yo lo hubiese visto venir. Casi sospechaba que todo debía ser cosa de algún ligue que tenía por ahí… Decirme a mí misma que alguien le influía me resultaba más sencillo que admitir que fuera una decisión perfectamente meditada. Por fuerza debía tratarse de un capricho, de algo pasajero. Pero una vocecita interior me decía que era necesario indagar un poco más.

Nuestros hijos adolescentes suelen ser personas hipersensibles que construyen su propia visión del mundo, de nuestra sociedad. A menudo, experimentan un fuerte sentimiento de impotencia ante las injusticias que descubren, y eso les causa gran angustia. Se muestran atentos a todo y se interesan por las noticias sobre el futuro de nuestro mundo como nunca lo hizo nuestra generación, la de sus padres.

Mi hijo adolescente es vegetariano

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