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Primer día Charlotte

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Miro fijamente por la ventanilla del taxi mientras me dirijo a la sede de la campaña presidencial de Matt Hamilton.

Es un día despejado de febrero. La fuerza sosegada de Washington D. C. parece un recordatorio permanente de que este es el hogar de la poderosa sede ejecutiva del país. Monumentos, alfombras verdes y políticos que llenan las cafeterías y las calles pasan rápidamente; Washington se alza con orgullo y fuerza como la ciudad más elegante de la nación.

No viviría en otro lugar. Cualquier cosa fuera de aquí no es más que una aventura pasajera.

Mi pulso está en Washington D. C.

El pulso de la nación está en Washington D. C.

Si Nueva York es el cerebro y Los Ángeles, la belleza, Washington D. C. es el corazón. Sus monumentos tienen alma; todos ellos son testimonio de la fuerza y la belleza de la vida estadounidense.

El taxi recorre el centro de la ciudad. Pasamos por el laberinto del Pentágono, a lo largo del río Potomac, junto al Monumento a Lincoln, las paredes blancas e inmaculadas de la Casa Blanca y la cúpula del Capitolio.

No sé por qué estoy aquí.

¿Qué me ha llevado a dejar mi trabajo en Mujeres del Mundo?

En la televisión han puesto su comunicado una y otra vez, y yo he reproducido la fiesta de inauguración en mi cabeza también una y otra vez.

No… Sé muy bien por qué estoy aquí. Porque me lo pidió, quizá. Y porque quiero hacer historia, por pequeña que sea mi aportación.

***

Salgo del taxi y rebusco en mi bolso con el edificio de dos plantas, sede de la campaña de Matt Hamilton, frente a nosotros.

Pago al conductor y, en cuanto empiezo a recorrer la acera, la esperanza y la expectación me invaden de nuevo.

Una mujer de mediana edad con una voz elegante y unos andares aún más elegantes me guía por el interior.

—Está listo para recibirla. —Señala hacia el área principal del segundo piso, donde un grupo de personas se agolpa ansiosamente alrededor de Matt: más de un metro ochenta de cuerpo atlético, inteligente e imposiblemente atractivo, vestido con unos pantalones grises y una camisa negra, y toda la gente mira hacia el extremo de una larga mesa.

Matt tiene los brazos cruzados y frunce el ceño con algunos de los eslóganes que le enseñan.

—Este no me convence. —Su voz es profunda y vibra con ese aire pensativo que lo rodea mientras da golpecitos con el dedo a algo que no le gusta—. Huele a embustes, y no nos identificamos con eso.

Nos, es decir, él y su equipo.

Parece un tío con los pies en la tierra, no es pretencioso, incluso cuando es sin lugar a dudas el más famoso de todos.

—Charlotte.

Levanta la cabeza y me ve. Sus ojos se llenan de esa risa que recuerdo tan bien, y no veo qué le parece tan gracioso de mí. Pero sonrío de todas formas; su sonrisa es contagiosa.

Al acercarse a mí apresuradamente, irradia ese encanto que hace que todo el mundo quiera ser su amigo; o su madre; o, mejor aún, su mujer. Es cierto que desprende ese aire al que un reportero hizo referencia en una ocasión: «Hay algo en él que da la sensación de que necesita un poco de amor». Una sombra triste en sus ojos que lo hace todavía más atractivo.

Es el hombre que su padre instruyó y también el hombre que una nación entera esperaba.

Los Hamilton inspiran más lealtad que cualquier otra familia que haya estado en el poder ejecutivo.

Su mano aprieta la mía.

—Señor Hamilton.

—Matt —corrige.

Su mano es cálida, grande; lo cubre todo. La siento deslizarse sobre la mía, la estrecho y trato de sostenerle la mirada, pero, mientras aprieta su agarre, es como si me apretujara todo el cuerpo. Estoy de los nervios y me parece que la culpa es del brillo de sus ojos y de esa cara atractiva que sugiere «ámame, llévame a casa y cuídame, o fóllame».

Deja caer la mano a un costado y la introduce en un bolsillo, y yo lo miro un segundo y me pregunto si él también ha sentido esa descarga eléctrica cuando me ha tocado.

Luego baja la mirada hasta mis manos, como si, al igual que yo, hubiera caído en la cuenta de lo pequeñas que son mis manos en comparación con las suyas.

—¿Te estás adaptando bien?

—Sí, señor. Estoy absolutamente encantada de estar aquí.

—Matt… —lo llama alguien.

Inclina la cabeza hacia un hombre que le entrega un teléfono; entonces extiende su mano libre y la posa ligeramente en mi hombro mientras inclina la cabeza ante mí.

—Nos pondremos al día, Charlotte.

Me aprieta el hombro ligeramente con la mano y su toque me abrasa. No me lo esperaba. Aunque el contacto tan solo dura un segundo, envía una ola de calor por todo mi cuerpo. Los dedos de los pies se me encogen dentro de los zapatos.

No puedo evitar observarlo mientras eleva el teléfono hasta su oreja y se retira a su despacho para atender la llamada.

Dios, estoy metida en un buen lío.

«¡Céntrate, Charlotte!».

«No. En su culo, no».

Aparto la mirada y me obligo a sonreír mientras me indican dónde se encuentra mi cubículo.

***

Mi primer día consiste en un resumen básico de mis tareas como asistente política.

—¿Por qué se ha presentado como candidato? Lleva años intentando proteger su privacidad a toda costa.

Dos muchachas hablan junto a la mesa, una de cabello oscuro y la otra de cabello rubio y corto con un peinado bob.

—Es verdad. Habrá cambiado de idea —le dice la rubia a la morena.

Echan un vistazo en su dirección; resisto el impulso de hacer lo mismo.

Matt se ha convertido en el centro de atención después de pasar años luchando con reporteros obsesionados por tener privacidad. De algún modo, los ingeniosos periodistas consiguieron infiltrarse en Harvard cuando empezó la universidad y, siempre que participaba en algún evento, en lugar de la causa que tan generosamente trataba de impulsar con su presencia en esos actos, era él quien acababa en los titulares.

Eso le molestaba.

—Cuando me ofreció el trabajo, le pregunté: «¿Por qué yo?». Y él me contestó: «¿Y por qué no?» —añade la rubia—. Porque estás tan bueno que ninguna mujer puede trabajar cerca de ti y pensar con claridad —se responde a sí misma entre risas.

Sonrío y me concentro en organizar mi escritorio.

Mi despacho es perfecto, con vistas a la ciudad. Fuera de este edificio, todo parece sereno; el país funciona como siempre, pero algo bulle en este recinto, en mis compañeros de trabajo, en mi interior.

Después de situarme, me dirijo a la pequeña cocina para prepararme un café. Con la taza llena, me doy la vuelta al oír pasos detrás de mí, pero calculo mal lo cerca que está la persona que acaba de llegar. Me sobresalto cuando choco contra ella y derramo un poco de café en sus zapatos.

Me siento avergonzada. «¡Venga ya, Charlotte!». Separo de la taza mis dedos manchados de café y la dejo a un lado para coger servilletas.

—No me lo puedo creer; tus zapatos. —Empiezo a agacharme, pero la rubia del peinado bob también se agacha y llega antes que yo.

—No pasa nada. Un poco de emoción nunca ha hecho daño a nadie. —Sonríe—. Soy Alison.

Extiende la mano y yo se la estrecho.

—Soy la fotógrafa oficial de la campaña.

—Yo soy Charlotte.

—Charlotte, sé cómo puedes compensármelo.

Me pide que la siga y nos dirigimos al despacho de Matt; ella lleva su cámara colgada del cuello. Cuando comprendo que estoy a punto de verlo, me paso los dedos por el pelo nerviosamente. Diviso sus hombros anchos y su atractiva silueta en la silla detrás de la mesa; está guapísimo y ocupado, leyendo unos papeles.

Mientras lee, mi dedo se engancha en un pequeño nudo de mi cabello y, rápidamente, trato de deshacerlo. Cuando finalmente lo consigo, reúno el valor para mirarlo; Matt me observa con el ceño fruncido.

—¿Quieres salir en la foto conmigo? —Su voz es baja e increíblemente profunda.

Me quedo mirándolo, confusa.

—Uy, qué va. Para nada.

—¿Todo ese esfuerzo y no dejas que el mundo lo disfrute? —pregunta. Su expresión es indescifrable mientras alza una ceja, señalando mi pelo.

«Oh, Dios».

Me ruborizo. Dicen que Matt disfruta de la vida, disfruta tanto de ella que quiere cambiarla. Sonrío, demasiado nerviosa, y me limito a quedarme a un lado mientras Alison prepara la cámara.

—¿Aquí, Matt? —pregunta.

—¿Por qué no hacemos algo más natural? —Su mirada oscura se detiene sobre mí mientras dobla un dedo para indicarme que me acerque—. Charlotte, ¿podrías pasarme uno de los impresos que están detrás de ti? —pregunta con la voz un poco ronca.

Con un nudo de nervios en la garganta, tomo uno y me acerco a él, consciente de que observa cada paso que doy; oigo los clics del obturador.

—Fantástico —dice Alison.

Matt toma la carpeta con una elegancia perezosa. Su mirada sigue clavada en la mía y su voz todavía es increíblemente profunda e inquietante.

—¿Ves? Sabía que había un motivo por el que te había traído. Haces que tenga buen aspecto —comenta en señal de aprobación. Sus labios se curvan ligeramente.

Alzo las cejas; él arquea las suyas también, como retándome. El calor me repta por el cuello y las mejillas. En realidad, no hay nada que pueda hacerle quedar mejor de lo que está.

Cuando regreso a casa, me siento más que avergonzada. «Adelante, queda como una tonta enamoradiza, Charlotte», me riño mientras me dirijo a mi piso.

***

Al llegar a casa, tengo en mente el conjunto más serio que poseo. No importa si soy bajita y tengo cara de niña; quiero que la gente me tome en serio. Los pies me están matando, el cuello también, pero no me pongo el pijama hasta sacar del armario un traje de color negro hollín de ejecutiva: unos pantalones y una chaqueta corta negra para mañana. Extiendo el conjunto en la silla situada junto a mi ventana y lo miro con ojo crítico. Es formal y está impoluto; ese es exactamente el aspecto que quiero tener mañana.

Matt Hamilton va a tomarme en serio como que me llamo Charlotte.

Mis padres están orgullosos.

Kayla me ha mandado un aluvión de mensajes, quiere detalles.

Dedico un rato a responderle, sola en mi piso.

No me había dado cuenta de lo sola que me sentiría durmiendo en mi piso sin nadie más. «Querías ser independiente, Charlotte. Pues ya está».

La luz de mi contestador parpadea y aprieto el botón de reproducción de mensajes.

«Charlotte, no me gusta nada que estés ahí, en ese pisito, sobre todo con lo que haces ahora. A tu padre y a mí nos gustaría que regresaras a casa si realmente quieres trabajar en la campaña durante un año. Llámame».

Gruño. «Ay, no, mamá».

Durante años, hablamos sobre la posibilidad de independizarme y labrar mi propio camino cuando cumpliera los veinte. Mi madre no estaba conforme al acercarse la fecha y yo todavía estaba en la universidad y podía hacer alguna tontería, así que lo pospuso hasta los veintidós. Ahora, un mes después de mi cumpleaños, me lo he ganado, me he mantenido en mis trece y me he negado a que posponga la fecha otra vez.

Ella insistía en que el edificio era relativamente inseguro, con solo un portero. Si alguno de los vecinos lo llamaba para que subiera a su casa, la puerta y el vestíbulo quedarían desatendidos. Era pequeño, incómodo e inseguro.

Yo pensaba que era perfecto. Bien situado y con el tamaño apropiado para mantenerlo limpio y ordenado, aunque todavía no he conocido a casi nadie excepto a dos de mis vecinos: una familia joven y un veterano del ejército. Y sí que me da la sensación de que, por la noche, hay cosas que crujen, y me mantienen despierta. Pero este es el primer paso para labrar mi propio camino.

Me tumbo en la cama y pongo el despertador para mañana. Estoy físicamente exhausta, pero, en mi cabeza, revivo el día de hoy una y otra vez.

Pienso en la campaña, en Matt y en el asesinato del presidente Hamilton. Pienso en nuestro presidente actual y en mis esperanzas con respecto a nuestro futuro presidente.

Toda la gente que conozco, todo el que es consciente de sí mismo y su potencial… Todos queremos influir, contribuir, trabajar en algo que nos importe. Ahora sigo un nuevo camino que yo he establecido. Soy joven y algo insegura, pero estoy contribuyendo a cambiar las cosas, aunque sea solo un poco.

Presidente

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