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Y llevo años pensando en ti como Matthew Charlotte
ОглавлениеDiez meses antes…
Desde que empecé a trabajar a jornada completa, los días parecen haberse vuelto más largos y las noches más cortas. A medida que me he ido haciendo mayor, quedar con grupos grandes de gente ha perdido gran parte de su antiguo atractivo; en cambio, soltarme la melena en pequeños grupos de amigos es algo que ahora disfruto mucho. Hoy celebro mi fiesta de cumpleaños y en la mesa me acompañan mi mejor amiga Kayla, su novio Sam y Alan, una especie de amigo/pretendiente que es quien insistió en que saliéramos a celebrarlo aunque fuera un ratito esta noche.
—Hoy cumples veintidós años, cielo —dice Kayla mientras alza su copa en mi dirección—. Espero que por fin saques el culo de casa para votar en las elecciones presidenciales del año que viene.
Suelto un quejido; por ahora, las opciones no son como para emocionarse. ¿El actual presidente, antipático y mediocre en su trabajo, candidato para una segunda legislatura? ¿O los candidatos de la oposición, a los que a veces es difícil tomarse en serio dada la ideología radical que abrazan? A veces da la impresión de que sueltan la locura más grande que se les ocurre solo para obtener la atención de los medios.
—Sería emocionante que Matt Hamilton se presentara —añade Sam.
La bebida se me derrama en el jersey cuando oigo su nombre.
—Tiene mi voto asegurado —continúa Sam.
—¿En serio? —Kayla arquea una ceja traviesa y sigue sirviendo tequila—. Charlotte conoce a Hammy.
Suelto un bufido y enseguida me limpio la mancha húmeda del jersey.
—Qué va, no es verdad —aseguro, y frunzo el ceño en dirección a Kayla—. No sé de dónde has sacado eso.
—Lo he sacado de ti.
—Bueno… hemos… —Sacudo la cabeza y le lanzo una mirada envenenada—. Lo he visto alguna vez, pero eso no implica que lo conozca. No sé nada de él. Sé tanto de él como vosotros, y la prensa no es fiable.
¡Dios! No sé por qué le conté a Kayla lo de Matthew Hamilton… Ocurrió a una edad en la que era muy joven e impresionable, evidentemente. Cometí el error de confesarle a mi mejor amiga que quería casarme con el chico. Pero, incluso entonces, por lo menos tuve la perspicacia de obligarle a prometer que jamás se lo diría a nadie. Las promesas de chiquillas tienden a parecer muy infantiles cuando somos adultos, supongo, y ahora no le importa hablar de ello.
—Venga ya, sí que lo conoces: estuviste años coladita por él —dice Kayla entre risas.
Veo que su novio me mira para disculparse.
—Me parece que Kay está lista para ir a casa.
—No estoy ni de cerca lo bastante borracha —protesta mientras él tira de ella para ponerla en pie.
Kayla se queja, pero permite que la levante y después se gira hacia Alan.
—¿Cómo te sientes al tener que competir con el tío más bueno de la historia?
—¿Perdona? —pregunta Alan.
—Ya sabes, el Hombre Vivo más sexy según la revista People… —señala Kayla—. ¿Cómo te sientes al tener que competir con él?
Alan le lanza a Sam una mirada que definitivamente dice: «Sí, está lista para irse a casa, tío».
—Está superborracha —me disculpo con Alan por ella—. Ven aquí, Kay —digo mientras le rodeo la cintura con un brazo y Sam deja que se incline sobre su hombro. Juntos, la ayudamos a salir del local y la metemos en un taxi que Alan ha llamado; Sam y ella se van juntos.
Alan y yo nos subimos al siguiente taxi. Él le dice al conductor mi dirección y se gira hacia mí.
—¿A qué se refería Kayla?
—A nada. —Miro por la ventanilla mientras se me hunden las entrañas. Intento reírme de ello, pero el estómago se me revuelve solo de pensar en que la gente se entere de lo colada que estaba por Matt Hamilton—. Tengo veintidós años y eso pasó hace diez u once. Un enamoramiento infantil.
—Un enamoramiento del pasado, ¿no?
Sonrío.
—Claro —le aseguro. Después me giro para contemplar las luces brillantes de la ciudad mientras cruzamos las calles en dirección a mi casa.
Un enamoramiento del pasado, claro. No te puedes enamorar de verdad de alguien que has visto solo… ¿qué? ¿Dos veces? La segunda vez fue tan fugaz y en un momento tan abrumador… y la primera… bueno.
Fue hace once años y, de alguna forma, lo recuerdo todo. Todavía es el día más emocionante que recuerdo, a pesar de que no me guste el efecto que tuvo en mis años adolescentes haber conocido al hijo del presidente Hamilton.
Tenía once años. Mi padre, mi madre, un gato atigrado llamado Percy y yo vivíamos en una casa de dos plantas al este de Capitol Hill en Washington D. C. Cada uno de nosotros tenía una rutina diaria; yo iba a la escuela, mi madre acudía a las oficinas de Mujeres del Mundo, mi padre iba al Senado y Percy nos castigaba con la ley del silencio cuando todos llegábamos a casa.
No nos desviábamos mucho de esa rutina, tal y como a mis padres les gustaba, pero ese día sucedió algo emocionante.
Percy tenía que quedarse en mi habitación, lo que significaba que mi madre no quería que hiciera travesuras. Se echó a los pies de mi cama y se puso a lamerse las patas, sin ningún interés en los ruidos del piso de abajo. Solo se detenía de vez en cuando para observarme fijamente al tiempo que yo miraba a través de una pequeña ranura en la puerta de mi cuarto. Me había pasado ahí sentada los últimos diez minutos, viendo al Servicio Secreto entrar y salir de mi casa.
Hablaban en susurros por sus auriculares.
—¿Robert? Una última vez. ¿Este? ¿O… este? —la voz de mi madre se filtró en mi habitación desde el otro lado del pasillo.
—Este. —Mi padre sonaba distraído. Probablemente se estaba vistiendo.
Hubo una pausa incómoda y casi pude sentir la decepción de mi madre.
—Creo que me voy a poner este —anunció.
Mi madre siempre pedía consejo a mi padre sobre qué llevar en ocasiones especiales, pero si alguna vez no señalaba el vestido que ella quería, se ponía el que había confiado en que él eligiera.
Me imaginaba a mi madre guardando el vestido negro y colocando el rojo con cuidado sobre la cama.
A mi padre no le gustaba que mi madre atrajera demasiada atención, pero a ella le encantaba. ¿Y por qué no? Tiene unos ojos verdes impresionantes y una melena rubia y espesa. Aunque mi padre es veinte años mayor, y además lo aparenta, mi madre parece más joven a medida que pasa el tiempo. Yo soñaba con ser tan guapa y elegante como ella de mayor.
Me preguntaba qué hora era. El estómago me gruñía con el aroma de las especias, que se filtraba en mis fosas nasales. ¿Romero? ¿Albahaca? Las confundía sin importar las veces que Jessa, nuestra ama de llaves, me explicara cuál era cuál.
En el piso de abajo, el chef de algún restaurante de lujo se encargaba de la cena en nuestra cocina.
El Servicio Secreto llevaba horas preparando la casa. Me enteré de que alguien probaría la comida del presidente antes de que se le sirviera.
La comida tenía un aspecto tan delicioso que habría probado cada bocado encantada, pero mi padre le pidió a Jessa que me llevara al piso de arriba. No quería que estuviera presente porque era «demasiado joven».
«¿Y qué?», pensé. La gente antes se casaba a mi edad. Era lo bastante mayor como para quedarme en casa sola. Querían que me comportara con madurez, como una señorita, pero ¿qué sentido tenía si nunca se me brindaba la oportunidad de desempeñar el papel para el que me estaban educando?
—Es una cena de negocios, no una fiesta, y Dios sabe que necesitamos que las cosas vayan bien —refunfuñó mi padre cuando intenté defender mi participación.
—Papá —me quejé—, sé cómo comportarme.
—¿Crees que Charlotte sabrá comportarse? —Miró a mi madre y ella sonrió en mi dirección—. No cumplirás los once hasta la semana que viene, eres demasiado pequeña para estos eventos y solo hablaremos de política. Mejor quédate en tu cuarto.
—Pero es el presidente —insistí con tanta convicción que me tembló la voz.
Mi madre salió de su dormitorio con ese glorioso vestido rojo que le abrazaba la figura con elegancia y me vio mirar ansiosamente hacia el ajetreo de abajo.
—Charlotte —profirió con un suspiro.
Dejé de estar en cuclillas y me enderecé.
Ella suspiró de nuevo y luego se dirigió hacia su dormitorio, cogió el teléfono de su mesilla de noche, marcó un número y dijo:
—Jessa, ¿puedes ayudar a Charlotte a vestirse?
Abrí mucho los ojos y, milagrosamente, Jessa entró en un santiamén en mi habitación, sonriendo alegremente y sacudiendo la cabeza.
—¡Chica, persuadirías a un rey para que abdicara!
—Juro que no he hecho nada. Es que mi madre me ha visto espiando y ha debido de darse cuenta de que esta es una oportunidad única en la vida.
—De acuerdo entonces, te voy a hacer una bonita y larga trenza —anunció la mujer mientras abría los cajones de mi tocador—. ¿Qué vestido vas a ponerte?
—Solo tengo una opción. —Le enseñé el único vestido que todavía me iba bien y ella me ayudó a ponérmelo con cuidado.
—Estás creciendo demasiado rápido —señaló con cariño mientras me acompañaba al espejo. Luego se colocó detrás de mí y me peinó el cabello.
Contemplé mi reflejo y admiré el vestido; me encantaba el azul del satén. Me imaginaba de pie junto a mi madre con su vestido rojo y a mi padre con su traje a medida. Entrar en el misterioso y prohibido mundo de mis padres era emocionante, pero nada era tan emocionante como conocer al presidente.
Cuando el presidente llegó, un grupo de hombres lo seguía, todos con esmóquines. Eran altos y atractivos, pero yo estaba demasiado ocupada mirando al joven situado al lado del presidente como para advertir mucho más.
Era guapísimo. Su cabello era marrón oscuro y aunque estaba peinado hacia atrás, era rebelde en las puntas y rizado en el cuello.
El chico era un par de centímetros más alto que el presidente. Su traje parecía más pulcro, hecho a medida con más cuidado. Me miraba y, aunque sus labios no se movían y su expresión no revelaba nada, juraría que sus ojos se reían de mí.
El presidente Hamilton estrechó la mano de mi madre antes de saludar a mi padre. Aparté los ojos del muchacho situado a su lado y vi que los labios del presidente se curvaban un poco al mirarme. Cuando llegó mi turno, le di la mano.
—Mi hija, Charlotte…
—Charlie —corregí.
Mi madre sonrió.
—No ha querido perderse la diversión.
—Chica lista. —El presidente me sonreía mientras señalaba a su lado con evidente orgullo, y luego le dio un empujoncito al joven—. Este es mi hijo Matthew, algún día será presidente —añadió en un tono conspirador.
El muchacho que yo no podía dejar de mirar se rio en voz baja. Era una risa grave y profunda que me hizo sonrojar. De pronto, no quería estrecharle la mano, pero ¿cómo iba a evitarlo?
Tomó mi mano con la suya, que era cálida, seca y fuerte. La mía era suave y temblaba.
—Qué va —negó, luego me guiñó un ojo.
Yo le sonreí con timidez y reparé en que mis padres nos miraban con atención.
—Usted no tiene pinta de presidente —declaré en dirección al presidente Hamilton.
—¿Qué pinta tiene un presidente?
—Pues de viejo.
El presidente Hamilton rio.
—Dame tiempo. —Se señaló el pelo canoso y brillante. Luego le dio una palmada a Matthew en la espalda y dejó que mis padres lo guiaran hasta el comedor.
Los adultos se centraron en hablar de política y economía, mientras yo me centraba en la deliciosa comida. Cuando mi plato quedó limpio, llamé al camarero y le pedí en voz baja que me trajera otro plato.
—Charlotte —me advirtió mi padre.
El camarero miró a mi padre con los ojos muy abiertos y después a mí con la misma expresión, e intenté repetir la pregunta en voz muy baja.
El presidente me miró con interés.
Preocupada, me pregunté si era de mala educación pedir más antes de que todos hubieran acabado.
El rostro de Matthew reflejaba una expresión seria, pero sus ojos parecían volver a reírse de mí. No apartó la mirada de mí cuando le dijo al camarero:
—Yo también repetiré.
Le dirigí una mirada de agradecimiento y luego empecé a sentirme nerviosa de nuevo. Su sonrisa era muy poderosa, sentía que me perforaba el corazón.
Bajé la vista a mis manos, apoyadas en el regazo, y admiré mi vestido. Confiaba en que Matthew pensara que era guapa. La mayoría de los niños del colegio lo pensaban; al menos, eso era lo que me decían.
Mientras mis padres hablaban con el presidente y con Matthew, me puse a juguetear con mi trenza; me la colocaba sobre un hombro y, después, detrás. La atención de Matthew volvió a mí y, cuando sus ojos brillaron con otra carcajada silenciosa, sentí otra vez que tenía un agujero en el estómago.
El camarero nos trajo a ambos sendos platos con codorniz rellena y quinoa. Mis padres todavía me miraban como si hubiera tenido mucho descaro al repetir plato delante del presidente.
Matthew se inclinó sobre la mesa y me dijo:
—Nunca dejes que te digan que eres demasiado joven para pedir lo que quieres.
—Ah, no te preocupes, a veces ni siquiera pregunto.
Con esto me gané una agradable risa de Matthew. El presidente frunció el ceño en su dirección y luego me guiñó un ojo. Al volver a centrar su atención en el grupo una vez más, reparé en que los ojos de Matthew parecían tener un tono más claro del negro, como el del chocolate.
Permanecí allí sentada, tratando de absorberlo todo, consciente de que ese momento, de que esa noche, constituiría la experiencia más emocionante de mi vida.
Pero, como todo en la vida… no duraría para siempre.
Decepcionada, vi al presidente levantarse de su silla mientras les daba las gracias a mis padres por la cena.
Yo también me puse en pie, con los ojos fijos en Matthew, observando cómo se mantenía erguido, cómo caminaba, su aspecto; también empecé a preguntarme cómo olía. Seguí al grupo hasta el vestíbulo en silencio. El presidente se giró y se dio unos toquecitos en su mejilla presidencial.
—¿Me das un beso, jovencita?
Sonreí, me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Cuando apoyé de nuevo los talones en el suelo, mi mirada captó la de Matthew. En un acto reflejo, volví a ponerme de puntillas. Parecía normal que también le diera un beso de despedida. Mis labios rozaron su dura mandíbula y su barba incipiente me hizo cosquillas; era como besar a una estrella de cine. Él giró la cabeza y también me besó en la mejilla; estuve a punto de soltar un grito de sorpresa al sentir sus labios contra mi piel.
Antes de recuperar la compostura, él y el presidente salieron por la puerta y todo el ajetreo del día se convirtió en puro silencio.
Subí las escaleras apresuradamente y los vi marcharse desde la ventana de mi dormitorio. Al presidente lo escoltaron hasta la parte de atrás de su limusina negra y brillante.
Antes de subirse, el presidente le dio una palmada en la espalda a Matthew y le apretó la nuca en un gesto cariñoso.
El agujero de mi estómago se convirtió en una bola mientras accedían al interior del vehículo.
La limusina arrancó y avanzó por la calle silenciosa de nuestro vecindario. Pequeñas banderas estadounidenses ondeaban en la entrada de las casas. Una fila de coches los seguía, uno tras otro.
Cerré la ventana, corrí las cortinas y después me quité el vestido y lo colgué con delicadeza. Luego me puse mi pijama de franela. Me estaba metiendo en la cama cuando mi madre entró.
—Ha sido una velada muy agradable —declaró—. ¿Te lo has pasado bien?
Sonreía como si se estuviera riendo de algo por dentro. Yo asentí con sinceridad.
—Me ha gustado escuchar las conversaciones. Todos me han caído bien.
Ella seguía sonriendo.
—Matthew es guapo. Pero, por supuesto, tú ya te has dado cuenta de eso. También es muy inteligente.
Asentí en silencio.
—Tu padre y yo vamos a escribir una carta al presidente para darle las gracias por pasar este rato con nosotros. ¿Quieres escribirle tú también?
—No, gracias —respondí con timidez.
Ella alzó las cejas y se echó a reír.
—Vale. ¿Estás segura? Si cambias de opinión, déjala en el vestíbulo mañana.
Mi madre salió de mi dormitorio y yo me quedé tumbada en la cama, mientras pensaba en la visita, en lo que el presidente había dicho de Matthew.
Decidí escribir una carta a Matthew, solo porque seguía completamente asombrada y fascinada por la visita. ¿Y si al final resultaba que no había conocido solo a un presidente esa noche, sino a dos? Ese debía de ser el colmo de las reuniones.
Cogí la primera hoja de los papeles y sobres que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños y, con mi mejor letra, escribí: «Quisiera daros las gracias a ti y al presidente por venir. Si decides presentarte a presidente, tienes mi voto. Incluso estaría dispuesta a unirme a tu campaña».
Lamí el sobre y lo cerré con firmeza, para luego depositar la carta en mi mesilla de noche. Después apreté el interruptor de la luz para apagarla y me metí bajo las sábanas.
Permanecí tumbada en la penumbra. Él estaba por todas partes; en el techo, en las sombras, sobre el edredón. Me pregunté si alguna vez volvería a verlo y, de pronto, la idea de que él no me viera nunca de mayor me produjo una especie de dolor en el pecho.
He estado tan perdida en mis pensamientos que no me había dado cuenta de que Alan escudriñaba mi perfil.
—Un enamoramiento infantil, ¿no? —pregunta de nuevo.
Me giro hacia él, sorprendida al darme cuenta de que ya nos hemos parado delante de mi edificio. Me río y salgo del taxi, luego miro al interior.
—Desde luego. —Asiento con más firmeza esta vez—. Ahora estoy centrada en mi carrera.
Cierro la puerta al salir y me despido de él con la mano.