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Ese perro necesita una correa Charlotte

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A la mañana siguiente, mi despertador suena a las cinco en punto. Antes de unirme a la campaña de Matt Hamilton, hacía ejercicio a las siete y llegaba al trabajo a las nueve. Ahora tengo que estar en el trabajo a las siete y media y, dado que quiero un buen comienzo del día, me levanto temprano, me lavo la cara, me pongo los pantalones de correr y una camiseta de manga larga, cojo el teléfono, los auriculares y un jersey; luego salgo.

El sol asoma a través de unas nubes negras mientras corro por mi ruta de deporte preferida y que pasa junto a los monumentos de Washington. El día es demasiado sombrío para admirar el paisaje y pienso que debería haberme quedado en la cama.

Veo movimiento por el rabillo del ojo y desde una esquina en la distancia aparece un perro, que trota en mi dirección alegremente. Me ladra, después se sienta delante de mí, atento y emocionado. Siempre he tenido gatos, así que mi relación con los perros ha sido inexistente, por eso no sé qué hacer con la criatura excepto intentar que se quede tranquila. Al recoger el extremo de su correa, algo oscuro capta mi atención y levanto la cabeza.

Me quedo quieta en medio del camino y pestañeo, luchando contra la sorpresa de ver a Matt Hamilton caminar hacia mí con una camiseta roja y unos pantalones cortos de correr azul marino.

Frunce el ceño y sonríe al mismo tiempo. Parece sorprendido y es como si le hiciera gracia verme; yo estoy estupefacta.

Su camiseta moldea la piel de debajo y revela lo increíblemente definido que tiene el pecho. Es tan robusto y, al mismo tiempo, tan elegante que me cuesta mantener la cabeza fría.

Mi corazón bombea a mil por segundo.

—Me alegro de verte aquí —dice.

—Y yo. —Sonrío, la garganta se me seca cuando se detiene frente a mí.

Y entonces nos ponemos a caminar juntos mientras él ojea mi perfil con el rostro bañado por el sol.

Su perro lo sigue felizmente. Me resulta gracioso ver con qué devoción lo mira. Matt se gira hacia mí.

—Veo que has conocido a Jack.

—Jack —repito, y sonrío al perro.

—Tiene la mala costumbre de saludar a todo el que vemos por el parque.

—Seguro que la gente se emociona muchísimo cuando descubre quién es el dueño del perro.

Alza las cejas. No puedo creer que haya dicho eso en voz alta. Empiezo a reírme y añado rápidamente:

—Yo tengo un gato. Doodles. Ella no es como Jack; odia a los desconocidos. Espero que no me considere como tal algún día: ahora está con mi madre porque yo apenas estoy en casa.

Seguimos caminando en un silencio cómodo; bueno, no tan cómodo, supongo. Soy demasiado consciente de su presencia, de lo alto que es comparado conmigo.

—¿Entonces qué te empujó a estudiar en Georgetown y a convertirte en defensora de las mujeres? —pregunta.

Me sorprende lo genuinamente interesado que suena y la atención con la que me mira mientras espera.

—Quiero asegurarme de que se conozcan los derechos de las mujeres. —Me encojo de hombros—. ¿Y qué hay de ti? Sé que hiciste la carrera de Derecho para dirigir tu imperio.

—¿En serio? ¿De dónde has sacado eso?

—De los medios de comunicación.

Muestra una sonrisa de suficiencia, luego suelta una risita y sacude la cabeza con aire de reprimenda.

—Creo que eres demasiado lista como para hacer caso de lo que dicen. —Su sonrisa se desvanece, se pone serio y añade—: No, de verdad. Te admiro por dedicarte al servicio público. ¿Qué te inspiró a cambiar el mundo?

—No lo sé —empiezo, pensativa—. Todos los veranos durante la universidad hacía viajes de misionera. Me encantaba conocer a todas esas personas y ayudarlas. Sobre todo a las mujeres: cuando se vive en un país del primer mundo es difícil imaginarse las cosas a las que siguen sometidas mujeres de otros países. Me empujó a querer hacer algo por los demás. ¿Y tú, señor Hamilton? ¿Qué te inspira? —pregunto.

—Caminar a tu lado y oírte hablar.

Se me corta el aliento y él se echa a reír, y comprendo que está coqueteando conmigo; siento una bola de fuegos artificiales por dentro.

—Háblame de la «C» —pide.

Estoy confusa.

—¿Cultura? —pregunto.

—Charlotte. Vamos.

Me río mientras él sonríe casi imperceptiblemente y noto que las mejillas me arden.

—Bueno, fui a Georgetown, pero eso ya lo sabes. —Le lanzo una mirada penetrante—. A mis padres les encantaba que fuera a Georgetown. Desde el momento en que me gradué, dijeron: «Ahora debes meterte en política». Pero ellos sabían que mi meta era trabajar para el servicio público, así que eso hice… —Pienso en qué más puedo contarle.

Aún me hace gracia que haya puesto mi nombre en la letra «C»…

—Todo el mundo piensa que soy una buena chica. Nunca he hecho nada malo… Nunca he querido avergonzar a mis padres.

Le dedico una mirada tímida que dice: «Te toca».

—Estudié Derecho, como ya sabes. —Me mira con picardía—. Soy el chico malo, pero en realidad no soy tan malo. Todo se exagera siempre cuando los medios intervienen. En realidad, cuando era más joven había muy pocas personas en mi vida de las que estuviera seguro que no irían corriendo a los medios al día siguiente con una historia.

Eso me sorprende; me quedo sin palabras al plantearme lo difícil que debe de ser vivir siempre bajo el escrutinio de la gente. No sé si yo podría hacerlo.

—Estaba muy nerviosa cuando nos conocimos. Durante años, tuve una foto tuya en la pared de mi cuarto.

—Ah, ¿sí? —canturrea, y suelta una risita baja y retumbante.

Me río.

—Mi madre dejaba que me la quedara solo porque probablemente ayudaría a que me mantuviera lejos de los chicos y, bueno, soy hija única. Siempre he intentado ser buena, la verdad.

—Mi padre fue senador antes de convertirse en presidente. Yo me crie siendo hijo único, así que sé exactamente cómo te sientes al ser el ojito derecho de tus padres.

Sonrío.

—Excepto que ahora también eres el hijo de un expresidente, lo que debe de ser difícil por partida doble, porque también eres el ojo derecho del público.

—En realidad, no. —Frunce el ceño mientras piensa en ello.

—Me divierten las cartas de tus fans. Incluso me gustan las que son descabelladas. ¿Sabías que te han hecho varias propuestas de matrimonio en las últimas cuarenta y ocho horas?

Finge estar sorprendido y se cruza de brazos como si estuviera muy interesado.

—Espero haber declinado.

—Por supuesto. Durante la campaña y la presidencia, estarás soltero en todo momento. Carlisle nos ha informado de eso a todos.

Él se limita a mostrar una sonrisa fugaz y sexy, y luego mira adelante, pensativo.

—No sería el primer presidente soltero, ¿sabes? —dice, y vuelve a mirarme mientras eleva un hombro de manera informal—. James Buchanan ya ha ocupado ese puesto. —Frunce el ceño—. No fue un presidente muy bueno, pero estuvo soltero hasta el final. —Sus labios forman una mueca.

Presidente

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