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Te llamas Matthew Charlotte

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Estamos en una suite del hotel The Jefferson. Benton Carlisle, el director de campaña, se fuma su segundo paquete de cigarrillos Camel junto a la ventana abierta. A poco más de un kilómetro de aquí se encuentra la Casa Blanca, completamente iluminada para la noche.

Todas las televisiones de la suite están encendidas y muestran distintos canales de noticias, donde los presentadores continúan informando de los progresos en el escrutinio de votos para las elecciones presidenciales de este año. Los nombres de los candidatos circulan por todas partes especulativamente; tres nombres, para ser exactos. El candidato republicano, el candidato demócrata y el primer candidato independiente con auténtico impacto en la historia de los Estados Unidos de América, el hijo de un expresidente que apenas cuenta con treinta y cinco años de edad, el candidato más joven de la historia.

Los pies me están matando. Llevo con la misma ropa desde que salí de mi piso esta mañana para ir al colegio electoral y votar. Todo el equipo que ha participado en la campaña durante el último año se ha reunido aquí por la tarde, en esta suite.

Llevamos aquí más de doce horas.

La tensión en la atmósfera es palpable, sobre todo cuando él entra en la sala después de tomarse un descanso en uno de los dormitorios, donde ha estado hablando con su abuelo, que lo ha llamado desde Nueva York.

Su figura alta y de hombros anchos aparece en la puerta.

Los hombres de la sala se ponen en pie, las mujeres se enderezan.

Hay algo en él que llama la atención: su altura, su mirada intensa pero de una calidez desconcertante, la refinada robustez que únicamente lo hace parecer más masculino con su traje de negocios, y su sonrisa contagiosa, tan auténtica y encantadora que no puedes evitar corresponderla.

Sus ojos se detienen en mí y miden visualmente la distancia que nos separa. He salido a hacer un recado y acabo de regresar; por supuesto, él se ha percatado.

Trato de mantener la compostura.

—Te he traído algo para la espera. —Hablo con suavidad y me dirijo a uno de los dormitorios con una bolsa marrón bien cerrada que parece de comida. Él me sigue.

Me doy cuenta de que no cierra la puerta, sino que la empuja, de modo que deja una apertura de solo un par de centímetros, lo que nos ofrece toda la privacidad posible en este momento.

Saco de la bolsa una chaqueta negra de hombre y se la doy.

—Te dejaste la chaqueta —comento.

Echa una ojeada a la prenda y, acto seguido, unos preciosos ojos oscuros como el café se alzan hasta los míos.

Una mirada. Un roce de dedos. Un segundo de comprensión.

Su voz es baja, casi íntima.

—Esto habría sido difícil de explicar.

Nos miramos a los ojos.

Casi no soy capaz de soltar la chaqueta y él casi no quiere cogerla.

Extiende el brazo y la agarra; su sonrisa es dulce y triste, su mirada, perceptiva. Sé exactamente por qué muestra una sonrisa triste, que desprende ternura; porque me cuesta mantener la compostura esta noche y estoy segura de que este hombre —este hombre que lo sabe todo— se ha dado cuenta.

Matthew Hamilton.

Posible futuro presidente de Estados Unidos.

Tras dejar la chaqueta a un lado, no hace amago de salir de la habitación, y yo miro al exterior por la ventana para no estar pendiente de todos sus movimientos.

Una brisa que trae el aroma de lluvia reciente y de los cigarrillos de Carlisle se cuela en la habitación por la ventana. La ciudad de Washington D. C. parece más silenciosa hoy de lo normal; está tan inmóvil que da la impresión de estar conteniendo la respiración con el resto del país, y conmigo.

En silencio, nos dirigimos a la sala de estar para unirnos a los demás. Tomo la precaución de situarme en un lugar de la habitación casi opuesto al suyo; instinto de conservación, supongo.

—Dicen que ya tienes Ohio —informa Carlisle.

—¿Sí? —pregunta Matt, arqueando una ceja. Después mira a su alrededor y silba para que Jack, su perro, una mezcla de pastor alemán y labrador de pelo negro brillante, se acerque. El perro corre por la sala y salta al sofá para situarse en el regazo de Matt, quien le acaricia la cabeza.

«Es cierto, Roger, la campaña de Matt Hamilton de este año ha supuesto una hazaña impresionante hasta, bueno, ese incidente…», conversan los presentadores.

Matt coge el mando y apaga la televisión. Me echa un vistazo rápido.

Una nueva conexión, una nueva mirada silenciosa.

La habitación se sume en el silencio.

Según mi experiencia, a los tíos les encanta hablar de sí mismos y de sus éxitos. Matt, por el contrario, lo evita. Como si estuviera harto de contar la tragedia de la historia de su vida. La historia que ha sido el centro de atención de los medios desde que empezó su campaña.

Es posible notar distintos grados de respeto en la voz de una persona cuando habla de un presidente de Estados Unidos en particular. Para algunos presidentes, este grado es inexistente, el tono es más similar al desprecio. Para otros, el nombre se convierte en algo mágico e inspirador, y te llena de las mismas sensaciones que se supone que provoca la bandera roja, blanca y azul, la bandera estadounidense: orgullo y esperanza. Este es el caso con la presidencia de Lawrence Hamilton, la administración del padre de Matt, que tuvo lugar hace varios mandatos.

Mi propio padre, quien hasta entonces había apoyado al otro partido, pronto se convirtió en un partidario demócrata, influenciado por el carisma del presidente Hamilton. La increíble conexión del hombre con la gente se extendió no solo por la nación, sino también en el extranjero, lo que mejoró nuestras relaciones internacionales. Con once años, yo misma estuve expuesta al legendario hechizo de Hamilton.

Matt Hamilton, en plena adolescencia cuando su padre comenzó su primera legislatura, lo tenía todo, un futuro brillante. Yo, por el contrario, aún era una niña, y no tenía ni idea de quién era o hacia dónde se dirigía mi vida.

Más de una década después, todavía lucho contra la sensación de fracaso por no haber logrado algo importante. Lo que yo quería era un trabajo importante y un hombre al que querer. Mis padres querían más de mí, querían que me dedicara a la política. En su lugar, me decanté por el trabajo social. Pero no importa a cuánta gente he ayudado, o cuántas veces me he dicho que ser adulta solo significa estar en mi mejor momento para marcar la diferencia; no puedo evitar sentir que no he cumplido con las expectativas de mis padres. Ni con mis propias expectativas.

Porque, en este mismo instante, mientras esperamos a que se anuncie el próximo presidente de Estados Unidos, los dos sueños que tengo flotan en el aire… y temo que, cuando los resultados salgan a la luz, todas mis esperanzas se desvanezcan por completo.

Espero en silencio mientras los hombres conversan. Capto la voz de Matt de vez en cuando.

Ignorarlo se me antoja imposible, pero es lo único que soy capaz de hacer hoy.

La suite es grande, decorada para satisfacer los gustos de aquellos que pueden permitirse habitaciones que cuestan mil dólares la noche. Es la clase de hotel que deja caramelos de menta sobre las almohadas, y han sido más hospitalarios de lo normal con nosotros porque Matt es una celebridad. Han llegado incluso a subirle bollos de yogur después de que la prensa se asegurara de que todo el mundo supiera que le encantan.

Incluso han puesto una botella de champán a enfriar, pero Matt ha pedido a uno de los asistentes de campaña que se la llevara de la habitación. Todos se han sorprendido: han pensado que eso significaba que Matt creía que habían perdido las elecciones.

Pero yo sé, de manera instintiva, que ese no es el caso. Sencillamente sé que, si los resultados no son los esperados, no querrá ver ese champán frío aquí dentro como un recordatorio de su derrota.

Tras dejar a Jack sobre el sofá, cruza la sala, inquieto, y toma asiento junto a su director de campaña al lado de la ventana, luego enciende un cigarrillo. Los recuerdos me vienen a la mente, recuerdos de mis labios rodeando el mismo cigarrillo que estaba en los suyos.

Observo a Jack, que menea la cola y tiene unos ojos cálidos de cachorrillo, para evitar mirarlo a él. El perro levanta la cabeza, alerta, cuando Mark irrumpe en la habitación, sin aliento, con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creerse lo que fuera que acabara de ocurrir… o estuviera ocurriendo. Informa a la sala de que el escrutinio ha llegado a su fin. Y, al anunciar el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos de América, la mirada de Matt conecta con la mía.

Una mirada.

Un segundo.

Un nombre.

Cierro los ojos y bajo la cabeza al oír la noticia, abrumada por la sensación de pérdida.

Presidente

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