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Capítulo 7

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Granada, naranja sanguina y sorbete de Campari

¿CÓMO podía haberle revelado a Oliver más sobre sí misma en unos minutos que a Blake en todos sus años de matrimonio? Su marido vivía para el momento o planeaba para el futuro, pero no mostraba interés en el pasado. Hablaban mucho, compartían ideas y planes, se emocionaban sobre algunos y decepcionaban sobre otros, pero nunca era nada realmente íntimo, personal.

Desde luego, nunca le había contado esos horribles días en el instituto. Blake no lo hubiera entendido.

Pero, si había un hombre que no debería haberlo entendido, ese era Oliver. Oliver Harmer, con su cómoda viva, su colegio privado y su popularidad era uno de esos chicos del instituto que salían siempre con las más guapas, con aquellas que la habían arrinconado en el servicio.

No debería entenderla y, sin embargo, así era.

–Granada, naranja sanguina y sorbete de Campari –anunció el maître. En perfecta sincronía, los dos camareros sirvieron el sorbete en un abanico de cucharillas antiguas. Parecían bolitas de nieve.

–Gracias –Audrey sonrió al ver que se alejaban haciendo una reverencia–. Son muy respetuosos contigo.

–La calidad del servicio es una de las razones por las que Qingting es tan famoso.

–Sí, ya, pero esas reverencias…

–Me gasto una fortuna cada vez que vengo.

Pensar que podría ir allí con otra gente, tal vez con otras mujeres, la irritó. Aquel era su sitio. No existía cuando ellos no estaban allí, ¿no?

–¿Has sabido algo de Tiffany?

Oliver hizo una mueca.

–Se casó el Día de San Valentín.

–¿Tan rápido? Qué horror.

–Él la adora y no le interesa mantener una conversación inteligente. Y ahora Tiffany tiene más dinero del que puede gastar y un futuro asegurado. Hacen buena pareja.

–¿Mejor que contigo?

–Infinitamente mejor.

–¿Por qué estabas con ella si no te parecía inteligente?

–Tiffany tenía otros atractivos. Además, si quiero conversación inteligente puedo encontrarla en otra parte.

–¿Salías con ella y te daba igual no poder mantener una conversación interesante?

Oliver apretó los labios.

–El intelecto no lo es todo.

–Estamos hablando de ti, Oliver. Si alguien no te estimula mentalmente te mueres de aburrimiento.

–¿Y si no pudiera encontrar nunca a mi alma gemela?

Audrey soltó un bufido.

–Por favor. ¿Crees que ninguna mujer puede estar a tu altura?

–A la mía no, a la tuya.

La cucharilla cayó con estruendo sobre el plato.

–¿Por qué querrías buscar a alguien como yo?

Oliver se echó hacia delante, clavando en ella sus ojos pardos.

–Porque tú eres la mujer con la que comparo a las demás.

–¿Yo?

Él asintió con la cabeza.

–Y aún no he encontrado a nadie como tú. ¿Eso te hace sentir incómoda?

–¡Sí!

–¿Porque no estás de acuerdo conmigo o porque no quieres que mida a las demás por ti?

A Audrey le latía el corazón con tal fuerza que no podía tragar.

–Porque los pedestales son oscilantes.

–Creo que, intelectualmente, estamos hechos el uno para el otro. ¿Eso te pone nerviosa?

Si volvía a decir «intelectualmente» se pondría a gritar porque eso solo servía para recordarle que en otros sentidos no tenían nada que ver.

–Me halaga que digas eso… –entonces vio un brillo travieso en sus ojos–. Ah, me estás tomando el pelo.

–No, en absoluto.

–Pero debes de conocer a gente interesante todos los días.

–Nadie con quien quiera pasar todo un día charlando, te lo aseguro.

–Ah, muy bien, ninguna presión entonces –bromeó Audrey.

Dos clientes giraron la cabeza al oír la carcajada de Oliver.

–Lo próximo que digas debería impresionarme.

–Euouae.

–¿Qué?

–Es una regla nemotécnica que hace referencia a la secuencia de tonos en el pasaje musical Seculorum Amén.

–¿Lo ves? ¿Quién podría saber eso más que tú?

Audrey suspiró.

–También es la palabra más larga en nuestro idioma formada solo por vocales.

–Ahora estás presumiendo. Venga, tómate el sorbete.

–Gracias por el cumplido.

–De nada. No sabes las cenas que he tenido que soportar esperando algo como eweyouu…

–Euouae.

–Alguien que dijese eso.

–Me imagino que ninguna de esas cenas sería tan larga como esta.

Oliver dejó de sonreír.

–Hablo en serio, Audrey. Por tu culpa no puedo mirar a otra mujer.

Ella volvió a quedarse sin palabras.

Intelectualmente, se recordó a sí misma. Solo en ese sentido. Porque las mujeres con las que Oliver Harmer salía eran bellísimas, elegantes, deseables.

–Entonces, ¿has bajado el listón?

–He decidido que para conversación estimulante ya tengo la del veinte de diciembre.

–Suponiendo que tu mujer aceptase que siguiéramos viéndonos. No sé si yo lo haría si fueras…

Audrey no terminó la frase y Oliver se encogió de hombros.

–Eso no sería negociable.

–Famosas últimas palabras. ¿Qué pasaría si estuvieras loco por esa mujer y ella te mirase con sus ojos de color violeta llenos de lágrimas, suplicándote que no vinieras?

–¿Violeta?

–Seguro que sería excepcional.

–Le daría un pañuelo y le diría: «Luego nos vemos».

–¿Y si dejase caer seductoramente su vestido de seda?

A Oliver se le oscurecieron los ojos.

–Entonces vendría en helicóptero para compensar el tiempo perdido.

–¿Y si te amenazase con el divorcio?

–Entonces llamaría a mi abogado –Oliver puso los ojos en blanco–. ¿Crees que soy tan fácil de manipular?

No. Estaba segura de que no caería en ese tipo de trampas.

–¿Y si esa mujer te explicase cuánto le duele que pases el día con otra porque siente que esa extraña puede darte algo que ella no tiene?

Oliver suspiró.

–Dios, Audrey…

¿No había pensado nunca lo que sentiría esa mujer, si algún día existiera? Claro que la alternativa sería no decir nada y sufrir cada veinte de diciembre. Y Audrey no quería eso para nadie porque no lo querría para ella.

–¿Me entiendes ahora?

–De modo que me estás condenando a ser soltero para siempre. Porque he estado buscando y tú no estás por ahí.

–Solo digo que no puedes tener a la novia de Frankenstein.

–¿Qué?

–Tú no quieres una mujer normal con defectos y virtudes. Quieres la inteligencia de una, el coraje de otra, la serenidad de una tercera, la belleza de una cuarta…

–No tiene por qué ser particularmente bella.

Pfff.

–Sí tiene que serlo, Oliver. Tú solo sales con mujeres guapísimas.

Internet estaba lleno de fotografías de él con sus conquistas, siempre espectaculares.

–¿Me crees tan superficial?

–¿Cuándo fue la última vez que saliste con una mujer normal? –lo retó Audrey.

–Como con ella una vez al año.

Audrey se irguió en el sofá y abrió la boca para decir algo ingenioso, pero no se le ocurrió nada.

–Lo siento, no quería decir eso. En realidad, quería hacerte un cumplido.

¿Porque una vez al año se dignaba a comer en público con una mujer que no era bella?

–Tus halagos podrían refinarse, amigo mío.

–Tú eres mucho más que unas cuantas facciones armónicas. Y cuando te miro veo todo lo que eres, no lo que no eres.

Un poco torpe, pero al menos no se mostraba condescendiente hablándole de la belleza interior.

–Por favor, Audrey. Tú eres la última persona de este planeta a la que querría hacer daño o a la que puedo juzgar. Mi círculo social está lleno de mujeres guapas, es verdad, pero no salgo con ellas por el placer de mirarlas, sino para ver si tienen algo además de belleza física.

No era del todo inconcebible. Podía imaginarse lo fácil que sería para una mujer bella entrar en el círculo social de Oliver Harmer. Y era comprensible que se sintieran atraídas por un hombre como él.

–Es muy importante para mí que no me creas ese tipo de hombre –insistió Oliver, tomando su mano.

Audrey apartó la suya para limpiarse los labios con la servilleta. Pero no iba a ponerse en plan princesa, ella era una mujer adulta.

–Me miro todos los días al espejo y sé dónde están mis virtudes y mis defectos.

–Yo daría todo lo que tengo… –Oliver apartó la mirada.

–¿Darías todo lo que tienes…?

–Para que reconocieses tus virtudes.

¿Hasta el personal de la cocina se había detenido para escuchar la conversación? Porque esa era la impresión que tenía. Todo lo que no fuera la voz de Oliver había desaparecido, pero no podía dejarse llevar.

–No tienes que hacer esto, Oliver. Me da igual lo que pienses sobre mi aspecto.

–No es verdad. Eres humana y yo acabo de reforzar a esos imbéciles del instituto con mis palabras. Soy un idiota –Oliver se levantó y tiró de su mano–. A mí sí me importa lo que pienses sobre mi aspecto.

Era un concepto tan absurdo que Audrey tuvo que reírse.

–No es verdad.

–Me he cambiado tres veces antes de elegir este traje.

Ella lo miró de arriba abajo.

–¿Y no has encontrado nada mejor? –preguntó, irónica.

–¡Es un traje nuevo!

–¿Has ido de compras y todo? Impresionante.

–Y no me he afeitado esta mañana porque una vez dijiste que te gustaba con sombra de barba.

–¿Cuándo dije eso?

–Hace cuatro años.

Audrey se rio, sorprendida.

Daba igual que solo estuviera bromeando, se sentía agradecida.

–Sé lo que estás haciendo.

–¿Qué estoy haciendo?

–Mentir para que me sienta mejor.

–¿Y está funcionando?

–Sí, la verdad es que sí.

–Estupendo, entonces.

–Además, tú siempre estás guapo. No tienes que esforzarte.

–Y es una suerte porque en otros aspectos me siento muy deficiente a tu lado.

¿El hombre más rico, interesante y atractivo que conocía?

–¿En qué aspectos?

Oliver la miró, indeciso, antes de responder:

–Vivo con el miedo de ver en tus ojos una mirada de paciencia o condescendencia, como yo miro a las mujeres con las que salgo.

–¿Crees que me limito a soportarte?

Él se encogió de hombros.

–Solo venías aquí por Blake, tú misma lo has dicho. Tal vez es tu buena obra de Navidad.

Pensar que había hecho, no sabía cómo, que Oliver se cuestionase a sí mismo hizo que sintiera un escalofrío.

–Pero sigo aquí, ¿no?

–Ah, pero has venido para decirme adiós.

–Sí, es verdad –asintió ella. Ese había sido el plan–. Entonces, ¿por qué no lo he hecho?

Oliver levantó una mano para acariciarle la mejilla.

–Daría mi fortuna por saber la respuesta a esa pregunta.

–Como sigas así, te vas a arruinar.

–Eso es lo bueno del saldo de crédito doble A –Oliver trazó sus labios con la yema del pulgar–. Puedo conseguir más si me hace falta.

–¿Qué estás haciendo? –susurró Audrey.

–Todo lo que pueda antes de que digas que pare.

Debería hacerlo. Inmediatamente. Estaba en un lugar público con Oliver «el Martillo» Harmer, notorio mujeriego. No debería dejar que se acercase tanto, por mucho que su corazón le dijese lo contrario.

Daba igual que ya no fuese la mujer de nadie. Eso solo lo hacía más peligroso.

Pero con sus ojos clavados en ella y la yema del dedo apretando sus labios tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo.

Y abrió la boca sin darse cuenta.

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