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Capítulo 5

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Langosta y calamares braseados con miniaturas de los mares del Sur

LA TENSIÓN hizo que la comida se le hiciera una bola el estómago. Debería haberse imaginado que iba a hacer esa pregunta. Al fin y al cabo, Oliver no se había hecho multimillonario de la noche a la mañana: era un hombre inteligente, astuto, sagaz. Y lo admiraba por ello.

Audrey se pasó una mano por la falda.

–Somos… conocidos.

Él asintió con la cabeza durante un segundo, pero luego pareció pensárselo mejor.

–No, eso no puede ser. Yo no pasaría tanto tiempo con una simple conocida.

–¿Socios, tal vez? –sugirió Audrey.

–De eso nada. Seríamos socios si compartiésemos un negocio y eso es en lo último que pienso cuando estamos juntos. Y por lo que disfruto tanto este almuerzo navideño.

–Entonces, ¿qué sugieres que somos?

Oliver lo pensó un momento.

–Confidentes.

Desde luego, él le había hecho muchas confidencias, pero ella no hacía lo mismo.

–¿Qué tal colegas?

Oliver arrugó la nariz.

–Más bien consortes, en el sentido literal.

No, eso no. Eso creaba una imagen demasiado vívida en su cabeza.

–¿Compañeros?

Oliver se rio, pero sus ojos seguían serios.

–¿Qué tal almas gemelas?

Las palabras, la implicación… Era demasiado íntimo.

–¿Por qué haces esto? –susurró Audrey.

–¿Qué hago?

¿Qué estaba haciendo exactamente, flirtear, presionarla?

–Remover las cosas.

Oliver bebió un trago de champán.

–Solo estoy intentando sacarte de ese sitio frío e impersonal en el que te has colocado para mantener esta conversación.

–No pretendía ser impersonal.

O fría. Aunque ese era un término que había escuchado antes… cortesía de Blake en sus momentos más malvados.

–Sé que no eres así, por eso no estoy enfadado contigo. Es una táctica de supervivencia.

–Ya… –Audrey frunció el ceño–. ¿Y a qué intento sobrevivir?

–¿A este día? –sugirió él–. ¿Tal vez a mí?

–No seas presumido.

Cuatro camareros llegaron en ese momento con el segundo plato de degustación. Dos limpiaron la mesa y los otros dos colocaron unas tabletas de madera decoradas con algas y, en el interior, una selección de frutos del mar: cola de langosta, calamares, un pescado blanco y…

Audrey se inclinó hacia delante para verlo mejor.

–¿Eso es krill, lo que comen las ballenas?

Oliver se rio y su risa alivió un poco la tensión.

–No preguntes, pruébalo.

Fuera lo que fuera, estaba delicioso. Tenía una textura rara, pero era uno de los bocados más sabrosos que había probado nunca. Hasta que probó la cola de langosta.

–Es increíble. Esta vez se han superado a sí mismos.

La degustación iba acompañada de una copa de verdejo español, que disfrutaron tanto como la comida.

–Pregúntame cómo lo sé –dijo Oliver mientras esperaban el siguiente plato–. Pregúntame cómo sé que es eso lo que estás haciendo –le aclaró cuando Audrey enarcó una ceja.

Ella respiró profundamente.

–¿Cómo sabes que es eso lo que estoy haciendo?

–Reconozco las señales porque llevo cinco años luchando con ellas. Ocho si volvemos atrás en el tiempo.

Ah, si pudiera… Las cosas que haría de otra manera…

–Las reconozco porque tengo que guardar las formas contigo –siguió Oliver–. Porque sé dónde están los límites y tengo que medirme. Porque tengo que repetirme incesantemente que solo somos amigos.

El corazón de Audrey se volvió loco.

–Lo somos.

–¿Ahora somos amigos? Decídete.

–No sé qué quieres de mí –dijo ella, exasperada.

–Sí lo sabes, pero no quieres reconocerlo.

–¿Qué no quiero reconocer?

–Lo que somos en realidad.

Eran amigos. No podían ser otra cosa; sencillamente, no podía ser.

–No hay ningún misterio. Eras el mejor amigo de mi marido...

–Dejé de ser amigo de Blake hace tres años.

El anuncio la dejó en silencio. Sabía que había ocurrido algo entre Blake y él, pero… ¿tres años antes?

–¿Tanto tiempo?

–Las amistades cambian, la gente cambia.

–¿Por qué no me lo habías dicho?

¿Y por qué no le había dicho nada Blake? Él sabía que veía a Oliver en Hong Kong cada veinte de diciembre. ¿Por qué no le había dicho que no fuera?

–No te lo dije porque habrías dejado de venir.

Solo el murmullo de las conversaciones, el ruido de los platos y los cubiertos y el zumbido de las libélulas en su tanque interrumpían el silencio. Había mucho más en esa frase de lo que podían decir con palabras.

Dos camareros aparecieron entonces para llevarse los platos y dejar un sorbete para limpiar el paladar antes de alejarse de nuevo.

–Entonces, mis comentarios de hoy no pueden ser una sorpresa. Tú sabías que iba a despedirme.

–Eso no significa que vaya a aceptarlo.

–¿Por qué, Oliver?

–Porque no quiero. Porque me gusta verte y me siento bien cuando lo hago. Y porque creo que te engañas a ti misma si no admites que a ti te pasa lo mismo.

El desafío quedó suspendido entre los dos, imposible de ignorar.

Desesperada, Audrey tomó el sorbete para ver si el frío la animaba.

–Yo…

¿Era aquello sensato? ¿No podía mentir? Pero Oliver la miraba fijamente, con intensidad. Daba igual que solo se vieran durante diez horas al año; él la entendía y la conocía mejor que nadie.

–A mí también me gusta verte –tuvo que reconocer.

–Entonces, ¿por qué vamos a despedirnos?

–¿Qué diría la gente?

–¿Qué gente?

–No lo sé, la gente.

–Dirán que somos dos amigos que comen juntos.

Y cenaban y a veces volvían a cenar más tarde, pero eso daba igual.

–Dirán que soy una viuda que se lo pasa en grande con otro antes de que el cadáver de su marido se haya enfriado.

–Es solo una comida, Audrey. Una vez al año, en Navidades.

–Como si a la gente le importase qué época del año sea.

–¿Por qué te importa tanto lo que diga la gente? Tú y yo sabemos la verdad.

–Puede que a ti no te importe, pero mi reputación significa algo para mí.

Él sacudió la cabeza.

–¿Por qué iba a ser diferente de lo que hemos hecho los últimos cinco años? Nos vemos, pasamos el día juntos…

–La diferencia es que Blake ya no está aquí. Él era la razón por la que venía a Hong Kong.

Él hacía que fuese legítimo, pero tras la muerte de Blake era… peligroso.

–Llevas cinco años viniendo a Hong Kong para comer con un hombre que no es tu marido, pero eso no te importaba antes de que Blake muriese. ¿Por qué te importa ahora?

–Porque ahora yo…

–¿Ahora tú qué? Lo único que ha cambiado es que ahora estás sola. ¿Es eso lo que te preocupa, Audrey, que ya no tienes un marido?

–No, es que… quedaría mal.

–Eres viuda. ¿A quién le va a importar lo que hagas con tu vida o a quién veas? No hay ningún escándalo –insistió Oliver–. ¿O te preocupa más qué pensaré yo?

Audrey tragó saliva.

–No quiero dar una impresión equivocada.

–¿Y qué impresión es esa?

–Que estoy aquí porque… que tú y yo somos…

Oliver se echó hacia atrás en el sofá, con el puro colgando de sus labios.

–¿Que estás interesada en mí?

–Algo así.

–Es una comida, Audrey, no un juego de seducción.

Esas palabras, en esos labios, fue todo lo que hizo falta para que su mente se llenara de imágenes carnales; unas imágenes que había reprimido durante años. Aparecieron sin que pudiese contenerlas, como si alguien hubiese quitado la tapa del tanque y las libélulas hubieran salido volando por todo el restaurante.

–En serio, ¿qué podría pasar? Si intentase algo contigo, solo tendrías que decir que no –insistió Oliver.

Audrey apartó la mirada.

–Sería incómodo.

Él lanzó un bufido.

–Mientras que esta conversación es divertidísima, ¿no?

–No me hacen gracia los sarcasmos.

–¿Ah, no? Estás dando a entender que voy a lanzarme sobre ti de un momento a otro. ¿Me ves como un ser patético y desesperado o es que te crees irresistible?

Ella sabía que no lo era, de hecho, sería la última mujer por la que Oliver mostraría ese tipo de interés.

–Por favor, déjalo ya…

Pero no, no iba a dejarlo.

–Se me considera un buen partido y un hombre más o menos interesante. Incluso me han puesto un mote. ¿No se te ha ocurrido pensar que si yo intentase algo tú podrías pararme los pies? ¿O es que no querrías hacerlo?

La sangre desapareció de su cara y, por fin, Oliver se quedó callado.

Audrey se volvió para mirar las libélulas, abrazándose a sí misma. Era eso o llevarse las manos a la cara. Tras el cristal, los otros clientes cenaban tranquilamente sin saber de la agonía que encogía su pecho.

–¿Es eso? –preguntó Oliver después de lo que pareció una eternidad–. ¿Es por eso por lo que no quieres que sigamos viéndonos?

Audrey tocó el cristal con un dedo.

–Me imagino que te parecerá hilarante.

Oliver se levantó del sofá, pero se detuvo antes de tocarla.

–Yo nunca me reiría de ti –dijo en voz baja–. Nunca me reiría de tus sentimientos, fueran los que fueran.

Ella se echó el pelo hacia atrás, irguiendo la espalda. Se sentía humillada, pero debía disimular.

–Estoy segura de que habrás tenido experiencias con mujeres que no querían apartarse de ti.

Eso era lo más humillante, ser una admiradora más del encantador Oliver Harmer.

–Me importas mucho, Audrey. Me importas de verdad.

–No lo suficiente como para ir al funeral de mi marido –replicó ella–. No lo suficiente como para estar al lado de tu amiga, esa que tanto te importa, en la peor semana de su vida, cuando se sentía perdida y abrumada –Audrey tomó su bolso y se levantó del sofá.

–Espera –dijo Oliver, tomándola del brazo–. Creo que debería explicarte…

Ella no quería montar una escena. Si aquel iba a ser su último recuerdo, no quería que la viese histérica.

–No me debes una explicación. Por eso la situación es tan ridícula. No me debes nada.

No debería tener expectativas. Ya no era amigo de su marido, solo era un conocido, un amigo circunstancial.

Como máximo.

–Yo quería estar allí, Audrey. Por ti. Pero sabía lo que pasaría si hubiera ido –Oliver tomó sus manos–. Tú y yo habríamos terminado en un sitio tranquilo, tomando una copa y contándonos un montón de historias. Cuando todos se hubieran ido, tú estarías agotada y deprimida y eso me habría roto el corazón. Te habría tomado entre mis brazos para consolarte… –añadió, respirando profundamente– y habríamos terminado en la cama.

Audrey levantó la cabeza de golpe.

–Eso no habría pasado.

–Sí habría pasado porque tengo que hacer un esfuerzo de voluntad para no hacerlo ahora mismo. Te quiero en mis brazos, Audrey. Te quiero en mi cama. Y no tiene nada que ver con la muerte de Blake porque he querido lo mismo durante estos cinco años.

Pasaron unos interminables segundos.

–Pero nosotros no somos amantes, lo sé –siguió él–. Reducir lo que hay entre nosotros al mínimo común denominador podría ser físicamente gratificante, pero no es lo que somos. Nosotros valemos más que eso y lo que nos queda es… saberlo sin poder hacer nada.

De modo que también él lo sentía. Y parecía tan incómodo como ella.

–Oliver…

–Valoro mucho tu amistad, Audrey. Valoro tu opinión, tu inteligencia y tu buen juicio. Me excito subiendo en el ascensor porque sé que voy a pasar el día contigo… el único día del año. Y no tengo intención de estropear eso.

Audrey dejó escapar el aliento que estaba conteniendo. Pero… ¿era de alivio o de decepción?

–Siento mucho haber dicho eso.

–Es halagador. Me alegra que una mujer a la que valoro encuentre algo bueno en mí. Gracias.

–No me des las gracias.

–Muy bien, entonces intentaré disimular mi satisfacción.

–Ah, eso te pega más –dijo Audrey. Que pudieran reírse de ello a pesar de todo era increíble–. Bueno, ¿y ahora qué?

Oliver lo pensó un momento y luego intentó sonreír.

–Ahora vamos a tomar el tercer plato.

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