Читать книгу Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Ким Лоренс - Страница 13
Capítulo 9
ОглавлениеPalitos de jengibre y limón
–¿CÓMO estás? –preguntó Oliver, incómodo al pensar que debían retomar la conversación.
Sin responder, Audrey pasó a su lado para ir a la cocina, que parecía recién salida de las páginas de una revista. Y también como si nunca hubiera sido usada. ¿Y por qué iba a haber sido usada si en el edificio había servicio de habitaciones?
–¿Por qué crees que habrán puesto dos fregaderos?
Estupendo, hablar de otro tema.
Había dos fregaderos, cada uno a un lado de la cocina. Ninguno de los dos estaba frente al ventanal, de modo que no era para admirar la vista mientras lavaban los platos.
–Tal vez los ricos necesitan estas cosas.
–Lo dices como si tú no fueras uno de ellos.
–Yo no me gasto el dinero invitando a la gente a venir aquí.
–Pero me invitas a mí cada veinte de diciembre.
–Tú eres la excepción a la regla –Oliver la observó mientras ella admiraba las encimeras de granito–. El vestido te queda muy bien, como si fuera una segunda piel.
No debería, ya que ella medía al menos veinte centímetros más que la mayoría de las mujeres asiáticas. Además, el bajo del vestido le llegaba por encima de los tobillos.
–Creo que debería quedar más largo.
–Da igual, te queda perfecto.
Audrey hizo una reverencia al estilo asiático y cuando levantó la cabeza vio que los ojos de Oliver se habían oscurecido.
–Porque aún no he intentado sentarme. Me queda estrecho.
Pero no fue tan difícil como se temía. La tela del vestido era elástica y se sentó en el sofá, mirando alrededor.
–¿No vamos a hablar de ello? –le preguntó Oliver.
–No sé si hay mucho más que decir.
–Entonces, ¿ya está? ¿Ya lo has asimilado?
No, lo había guardado donde guardaba las cosas que no podía asimilar. Al menos, de momento.
–No quiero tener que volver a maquillarme.
–¿Tan poco te importa?
¿Cómo iba a responder a esa pregunta?
–Me molesta mucho no haberme dado cuenta. Me molesta que me respetase tan poco como para no contármelo. Me molesta que hiciera lo que hizo en público.
–¿Pero no que fuera con hombres?
Audrey se encogió de hombros.
–No era de mí de quien quería alejarse, era «su mujer» lo que no podía soportar. Era mi sexo, mi falta de cromosoma Y.
–A ti no te falta nada.
Ella se inclinó hacia delante.
–Te he contado mi experiencia en el instituto, la que me llevó a enterrarme en los libros. Pues bien, poco después de terminar la carrera conocí a Blake, así que mi idea de quién soy románticamente… venía de él –le explicó. Un hombre que fingía estar interesado en ella–. Pensé que era yo. Pensé que era culpa mía que no hubiera pasión en nuestro matrimonio, que no le inspiraba, que no merecía la pena. He llorado porque el único hombre con el que he tenido relaciones en mi vida prefería a otras mujeres… o eso creía yo. Pero ahora ya no lloro por mi matrimonio ni maldigo a Blake por engañarme. ¿Qué dice de mí que mi primera reacción sea de alivio? Es como una venganza, una reivindicación. Porque esto significa que no era yo, que no era culpa mía.
–Creo que es humano, Audrey. Tú eres una perfeccionista y te gustan las cosas ordenadas y claras. Blake no lo era. No hay nada malo en ti.
Ella se levantó.
–¿Cómo lo sabes? Tal vez una mujer más ardiente podría haberlo satisfecho.
–Estoy seguro de que no funciona así.
–Lo que quiero decir es que Blake sigue siendo mi referencia, así que no sé… yo podría ser un desastre en la cama.
¿Con una autoestima tan baja quién necesitaba enemigos?
Oliver se cruzó de brazos y la observó mientras paseaba por el salón.
–¿No has estado con ningún hombre desde que murió? Ya han pasado dieciocho meses.
–He estado muy ocupada solucionando mi vida –se defendió ella.
–Te estás perdiendo algo…
–¡Aparentemente, llevo años perdiéndomelo! ¿Y por qué sonríes?
–Porque me siento atraído por ti.
Pfff. Tenía que estar de broma.
–Lo que pasa es que te gusta el vestido.
Se le había acelerado el pulso, pero ella sabía que, una vez más, eran palabras huecas.
–El vestido es precioso, pero la camarera llevaba uno similar y no me ha afectado en absoluto. Además, antes no lo llevabas y también me sentía atraído por ti.
–Tú eres Oliver, «el Martillo», Harmer. Te atrae cualquiera.
–Eso no es verdad. Además, decídete: o solo salgo con mujeres guapísimas o me gusta cualquier cosa que lleve falda. ¿En qué quedamos?
–No he dicho que no bajes el listón de vez en cuando.
Eso pareció enfadarlo de verdad.
–Dirías cualquier cosa para quedar por encima.
Sí. En ese sentido tenía toda la razón.
–Que te sientas atraído por mí dice que te gusta cualquiera. No dice que yo sea irresistible.
Él se rio, pero la risa no sonaba alegre.
–Cuidado, Audrey. Eso suena como un desafío –Oliver dio un paso adelante.
–Qué típico de ti verlo de ese modo.
–¿Por qué estás enfadada conmigo?
–Porque me has ocultado la infidelidad de Blake durante años y porque…
Era parte del maldito problema.
Si no fuera por él no habría notado lo que faltaba en su matrimonio, pero se guardó esas palabras y se limitó a soltar un bufido.
–¿Porque yo qué?
–Me estás presionando.
–Estoy intentando apoyarte, estoy escuchándote y dejando que liberes tu enfado. ¿Por qué dices que te estoy presionando?
–Me estás enfadando a propósito.
–Tal vez porque sé qué hacer cuando te enfadas. Nunca te había visto así, pero ese fuego en tus ojos, esa lengua… eso lo conozco bien –Oliver le pasó un brazo por la cintura–. Eso y lo que me hace sentir a mí.
Sin decir nada más, tomó su mano y la puso sobre su corazón, que latía alocadamente.
–¿Lo notas? Eso es lo que me haces, así que, por favor, no me digas que no me siento atraído por ti.
Audrey se echó hacia atrás, mirándolo con recelo.
–Estás loco.
Oliver la soltó y se dirigió al ventanal.
–Me matas, de verdad. Tienes tantas cosas que no valoras… no te das cuenta –suspirando, se metió las manos en los bolsillos del pantalón para no volver a abrazarla–. Y yo te veo cada veinte de diciembre, deseándote y preguntándome cuándo vas a darte cuenta, si se te habrá ocurrido alguna vez pensar que es así.
Hablaba en serio. Se sentía atraído por ella. ¿Qué iba a hacer?
–Lo siento, Oliver.
Él se dio la vuelta.
–No buscaba una disculpa. Estoy enfadado por ti, no contigo. Estoy enfadado porque no tienes fe en ti misma a pesar de lo asombrosa que eres. Y estoy enfadado conmigo mismo porque, a pesar de lo que me dice la cabeza, a pesar de que nunca me has dado señales, mi cuerpo no entiende el mensaje.
No estaba enfadado, estaba dolido, pensó ella, con el corazón encogido.
–Nunca me lo has hecho saber.
–Si hay algo que hago bien es controlar mis más bajos instintos.
Audrey se mordió los labios. Era Oliver, un hombre al que quería y al que respetaba. El protagonista de muchos pensamientos inapropiados durante esos años. Y estaba diciéndole que la atracción era mutua.
–¿Cómo iba a…? –empezó a decir.
–Lo entiendo, Audrey.
–No, no lo entiendes. ¿Cómo iba a hacértelo saber cuando estaba casada con tu mejor amigo y sabía, además, que la fidelidad era tan importante para ti? No quería que pensaras mal de mí.
«Tú no».
–¿Por qué iba a pensar mal de ti?
–Lo habrías hecho. Si hubieras podido leerme el pensamiento cuando estaba contigo, lo habrías hecho.
Y cuando no estaba con él.
Oliver se quedó muy quieto. Peligrosamente alerta.
–¿Qué estás diciendo?
–Necesito que tengas buena opinión de mí –Audrey respiró profundamente–. Por eso tenía que disimular.
–Ya no estás casada –le recordó Oliver–. Y, dadas las fantasías que tenía cuando eras la mujer de mi amigo, yo no estoy en posición de juzgarte.
Nada los detenía. Blake ya no estaba y la lealtad que sentía por él se había disuelto al conocer sus infidelidades. Oliver no salía con nadie, los dos estaban libres, solos en aquel sitio. Y no volvería a verlo en un año.
Y nadie más lo sabría.
No había ninguna razón para no cruzar el espacio que los separaba y tocar a Oliver Harmer como había soñado hacerlo durante tantos años.
Y esa libertad era aterradora.
Audrey se dirigió al ventanal y miró la ciudad que se extendía a sus pies. Millones de personas moviéndose de un lado a otro, sin saber del tormento que estaba sufriendo.
Podía sentir su calor tras ella, pero no la tocaba. Y no era capaz de darse la vuelta, de modo que siguió mirando hacia abajo, agarrándose a la gente como a un ancla.
–No tiene por qué ser algo raro –susurró él–. Seguimos siendo las mismas personas.
Por eso era tan raro, pero también emocionante. Y su pulso lo atestiguaba.
–Pero tienes que desearlo y tienes que pensarlo bien. Necesito que tomes una decisión.
–¿Quieres que sea yo quien dé el primer paso?
–Quiero que estés segura del todo.
Audrey apoyó las manos en el cristal.
–¿Y si no… funcionase? –susurró.
–Audrey, ni siquiera estoy tocándote y ya estoy a punto de subirme por las paredes.
Oliver se acercó un poco más, el calor de su cuerpo confirmaba sus palabras, el contraste con el frío cristal la hacía temblar.
–Deja que te lo demuestre –murmuró, acariciándole el pelo. Y fue eso, más que cualquier otra cosa que pudiera haber hecho, lo que la convenció.
Ver esos dedos largos y seguros temblando como una hoja.
Audrey cerró los ojos, intentando no pensar en nada, olvidar sus miedos, sentir. En cuanto echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su garganta, Oliver la besó y se le doblaron las rodillas. Si no hubiera sido por la presión del cuerpo masculino habría terminado en el suelo.
Oliver alargó las manos para acariciarla por encima del vestido de seda. Rozaba sus pechos con los nudillos, su cintura, la curva de sus caderas, dejándola temblando… y viva. Luego puso una mano sobre su vientre mientras con la otra trazaba la curva de sus nalgas.
Audrey abrió los ojos.
–Siéntelo –murmuró él–. Sé valiente.
Empezó a besarle el cuello, el lóbulo de la oreja, la barbilla, la cara. Y, cuando llegó a sus labios, Audrey estaba más que preparada.
Se apoderó de su boca dejando escapar un masculino gemido y Audrey se giró ligeramente para apretarse contra él.
Sentía oleadas de vértigo apretada entre el cielo y aquel hombre y el aliento escapó de sus pulmones mezclándose con el de Oliver. Se agarraba a sus labios como si fueran lo único que impedía que cayese al suelo.
Era como había soñado que sería: masculino, delicioso, duro, ardiente, posesivo.
Pero mucho mejor aún. No se parecía a nada que hubiera experimentado en su vida.
«Sé valiente», le había dicho. Y tenía que arriesgarse.
De modo que se puso de puntillas y enredó los brazos en su cuello.
Oliver metió una pierna entre las suyas, apretándose contra ella, pero también sujetándola mientras sus manos quedaban libres para acariciarla por todas partes. Con una le acariciaba el pelo, con la otra los pechos, acariciándolos suavemente.
Oliver se apartó para respirar, sin dejar de acariciarla.
–¿No llevas sujetador?
–Estará en la pila de ropa –respondió ella, desconcertada.
–Entonces va a ser un poco más difícil.
–¿Qué va a ser más difícil?
–Parar.
–¿Por qué íbamos a parar?
–Porque estamos a punto de recibir visita.
Audrey se apartó.
–¿Qué quieres decir?
–He pedido que siguieran sirviendo la cena aquí.
–¿Por qué?
–No sabía que esto iba a pasar y no hemos terminado de comer –dijo Oliver, tirando hacia arriba del vestido.
–Ahora mismo prefiero que estemos solos.
–No tenemos que comer ahora mismo. Podemos seguir en cuanto se hayan ido los camareros, si eso es lo que quieres.
¿Era eso lo que quería? Sí, en aquel momento lo único que le importaba era satisfacer su deseo, pero en cinco minutos… Para entonces tal vez su cerebro estaría funcionando otra vez de manera normal, recordándole que no debía hacer lo que estaba haciendo.
En cinco minutos todo podría haber terminado.
«Quiero que estés segura del todo».
Eso era lo que Oliver había dicho y tal vez era lo que pensaba de verdad: que debía estar segura del todo a la fría luz de la realidad, no durante aquel momento enfebrecido.
En ese momento sonó un golpecito en la puerta y Audrey se volvió hacia el ventanal, intentando arreglarse el vestido mientras Oliver se apartaba.
Unos segundos después, la puerta se cerró de nuevo. Siguió un silencio, tan profundo que Audrey se dio la vuelta.
Oliver estaba inmóvil, con una bandeja en las manos y una pregunta en los ojos.
Dándole a elegir.
Pero su pulso no se había calmado. ¿Cómo iba a tomar una decisión con el pulso acelerado? Audrey cruzó los brazos sobre el pecho.
–¿Qué hay en la bandeja?
–Palitos de jengibre helado, especialmente preparados para nosotros. ¿Quieres probarlos, Audrey?
Muy bien, no iba a dejarla ir tan fácilmente. Nerviosa, se pasó las manos por la falda mientras se acercaba a la mesa donde había dejado la bandeja.
–Deja de pensar –murmuró él.
–No estoy pensando.
–Sí estás pensando. Estás separando la parte aceptable de la inaceptable y colocándolas en cajitas diferentes. Pero siento curiosidad por saber lo que has puesto en cada una. ¿Te parece bien estar aquí, en la suite?
–Es lo más sensato, no podíamos seguir en el restaurante.
–Entonces, ¿es el vestido?
–El vestido es precioso. Me hace sentir guapa.
Esperaba que Oliver dijera: «Eres guapa», pero no lo hizo. Y, aunque en parte se alegraba de que no intentase halagarla, por otro lado fue una decepción.
–¿Qué cambiarías de ti misma si pudieras?
Audrey lo pensó un momento. La forma de sus ojos no era nada del otro mundo, pero maquillados quedaban bien. Y el color era bonito. Sus labios eran normales, inofensivos, ni demasiado finos ni demasiado gruesos, y tenía la nariz recta. Todo estaba bien, pero le faltaba… lustre.
–Mi barbilla es un poco cuadrada.
Oliver negó con la cabeza.
–Es fuerte, definida. Te da carácter.
Ella se rio.
–Sí, claro. Todas las mujeres quieren tener una cara «con carácter».
–Se puede tener carácter y ser bella a la vez. Pero, bueno, ¿qué más cambiarías si pudieras?
Audrey suspiró.
–No se trata de un defecto en particular. No puedo hacerme un lifting o pegarme las orejas y sentirme como nueva. Es que no tengo… no hay ninguna facción especial que me haga bella o interesante.
–Yo podría nombrar tres.
–Ja, ja.
–Hablo en serio. ¿Te digo cuáles son?
–Por favor.
–Tus pómulos –dijo Oliver–. No los destacas nunca, pero no te hace falta. Cuando sonríes, los músculos de tu cara se contraen y el ángulo los intensifica.
Audrey enarcó una ceja.
–Me alegra saberlo.
–Tienes un rostro inteligente, siempre pareces estar alerta, atenta. Eso destaca mucho.
–¿Tengo un rostro inteligente?
–Cualquiera puede tener una cara bonita…
–¿Y qué puede haber mejor que una cara bonita?
–Tu cuerpo –respondió Oliver, sin dudar.
Eso no lo esperaba y su intensa mirada era un poco desconcertante.
–Por favor, no me digas que soy atlética.
–¿No?
–Eso significa ancha de hombros y sin pecho.
–Solo si estás buscando una ofensa. Para mí, atlético significa… –Oliver se echó hacia delante– maleable, flexible, fuerte. Es un cuerpo que no se quiebra bajo presión.
Audrey tuvo que hacer un esfuerzo para llevar oxígeno a sus pulmones; su indisciplinada imaginación creaba imágenes de la presión a la que se refería.
–Atlético significa fortaleza y aguante…
–¿Todo tiene que ver con el sexo para ti?
«Le dijo la sartén al cazo».
–¿Quién dice que estoy hablando de sexo? –protestó Oliver–. Hablo de una vida larga y sana. De dar largos paseos o tirarse en el sofá para ver una buena película. Un hombre se fija en los detalles de una mujer, pero su biología se siente naturalmente atraída por una compañera que viva tanto tiempo como él.
La imagen que pintaba era idílica y Audrey tuvo la sensación de que eso era lo que veía cuando la miraba.
Potencial, no defectos.
Oliver había pensado en su figura durante más de unos segundos. Se había fijado de verdad.
–Definitivamente, es un cuerpo que hace a un hombre pensar en… noches sudorosas –añadió él.
Audrey se agarró a la broma para salir a flote.
–Ya me lo imaginaba.
–¿Qué quieres que diga? Soy un hombre como los demás.
No era cierto. No se parecía a los demás y le gustaría saberlo todo de él.
–Me gustaría que te vieras como te veo yo, Audrey.
–No pierdo el sueño por ello, no te preocupes.
–Lo sé, pero me gustaría que te sintieras más segura de ti misma.
–¿La confianza te atrae?
–Completamente.
–¿Es por eso por lo que te gustan las mujeres guapas?
–La estética no es lo que más me atrae.
No, era cierto. Y estaba empezando a entender lo frívola que era su acusación.
–Pero, tristemente, la confianza no siempre tiene que ver con la belleza. He conocido a mujeres bellas e inseguras.
–Tal vez esperas demasiado. Quizá tengan la sensación de no estar a la altura de tus expectativas.
Oliver la miró, en silencio.
–Si una mujer tiene todo lo que yo quiero, debe de haber otra en el mundo que también lo tenga.
¿Ella tenía todo lo que quería? Su corazón se volvió loco.
–Y, sin embargo, me falta la confianza que buscas. Al final, soy una mujer incompleta, ¿no?
–He dicho que no te das cuenta, no que no la tengas. Si creyeses en ti misma iluminarías las calles a tu paso.
Si fuese tan fácil…
–Un par de conversaciones como esta y podría conseguirlo.
Oliver sonrió.
–Vivo para servirte.
–¿Ah, sí? Entonces, ¿qué tal si me das un palito de jengibre?
Oliver terminó antes de comer, tal vez porque ella estaba intentando ganar tiempo. Por un lado necesitaba más caricias, tan estimulantes como el maratón gastronómico, pero sabía que había algo más.
Y «más» era un cambio mental que no podía hacer en un solo día. Particularmente, cuando había ido allí para decirle adiós.
–Creo que deberíamos bajar al restaurante.
Eso lo sorprendió.
–¿Ahora?
Audrey dobló su servilleta y la dejó al lado del plato.
–Sí, creo que sí.
–¿Te sientes más segura rodeada de gente?
–Lo que ha pasado antes ha sido… –Audrey no terminó la frase. «Asombroso, sin precedentes, inolvidable»– interesante, pero no creo que debamos retomarlo.
Era demasiado peligroso.
–Pues tú parecías tan interesada como yo. ¿Puedes dejarlo estar?
–Yo… sí. No es el mejor momento.
–Los dos somos libres, estamos solos en una suite con una de las mejores vistas del mundo, tenemos toda la noche por delante y es Navidad. ¿Por qué no es buen momento?
Sus ojos decían demasiado. Por ejemplo, que sabía que mentía.
–Acabo de descubrir que mi marido me engañaba.
–Entonces, esto ha sido una venganza.
–¿Crees que yo te utilizaría de ese modo?
–¿Estás utilizando a alguien si ese alguien quiere ser utilizado? Yo estaría encantado de dejarme explotar –Oliver dejó caer los brazos–. Haz conmigo lo que quieras.
Audrey soltó una carcajada. Qué hombre imposible. Y era imposible saber si hablaba en broma o en serio.
–Eso no sería muy maduro.
–A veces el cuerpo sabe más que el cerebro. Al menos, sabe mejor lo que necesita.
–¿Crees que yo necesito un buen revolcón?
–¿Quién ha dicho que hablase de ti?
Por favor…
–Seguro que te has acostado al menos con dos mujeres esta semana.
–No es verdad.
–Entonces, la semana pasada.
–No.
Que no se hubiera acostado con nadie en tanto tiempo era algo fascinante, pero no iba a dejarse llevar por la intriga.
–Bueno, eso explica que estés tan… interesado.
–Lo que ha pasado hoy no tiene nada que ver con eso. Yo sé controlarme.
–Qué engreído. ¿Crees que yo carezco de autodisciplina?
Era otra de sus virtudes.
–No, al contrario. Si decides decirme adiós, sé que no volveré a verte.
Había un brillo de dolor en sus ojos.
–Entonces, ¿quieres desconcertarme para estar a salvo?
–Intento hacerlo.
Pues estaba funcionando.
–¿Y crees que confesar eso te ayudará?
–Estoy haciendo algo que va contra lo que me dice el instinto.
–Ser sincero.
–Tú siempre eres sincera conmigo. Yo no miento, pero no es lo mismo que ser sincero. Hay muchas cosas que no te cuento.
–Por ejemplo, lo de Blake.
–O no haberte dicho nunca cuánto te deseo.
Audrey contuvo el aliento.
–Y el deseo no va a desaparecer solo porque tú no quieras pensar en ello.
–Entonces, me imagino que no querrás volver al restaurante.
–No, no quiero. Estoy demasiado cerca.
–¿Cerca de qué?
–De todo lo que he deseado durante años.
«Deseado». A ella. Seguía siendo demasiado inconcebible.
–¿Quiera yo o no?
–Si pensara que tú no quieres no habría dicho nada. Pero sí quieres, solo tienes que creer que te lo mereces.
Audrey se abrazó a sí misma. ¿Merecérselo? ¿Sabía lo que estaba pidiéndole? Después de tantos años escondiéndose…
Claro que quería acostarse con él, pero… ¿se atrevería? ¿Podría hacerlo y no verse invadida por viejas dudas? ¿Podría hacerlo sin querer más?
–La Audrey de tu imaginación debe de ser espectacular –susurró–. Pero en serio, ¿y si no saliera bien?
Oliver dio un paso adelante y le pasó los dedos por la mejilla.
–Cariño, eso es imposible.
Bendito Oliver Harmer y su don para hacerla sentirse cómoda.
–Pero eres tú quien debe dar ese paso –siguió él–. Arriésgate… y toma mi mano.
Audrey miró esos largos y seguros dedos. Que ya no temblaban.
Si aceptaba su mano cambiaría su vida, haría algo que nunca antes se había atrevido a hacer.
Un encuentro sexual de una sola noche.
Se acostaría con Oliver, pero probablemente no se repetiría; después de todo, solo se veían una vez al año y muchas cosas podían cambiar en doce meses.
Sexo como venganza, había sugerido. Y tenía derecho a vengarse. No se había lanzado sobre Oliver cada año por lealtad a un hombre que la había traicionado desde el primer día, que estaba deseando que llegara el veinte de diciembre para ser el hombre que era en realidad.
¿No merecía vengarse?
¿Y no se sentiría como nueva después? Como un ave fénix renaciendo de sus cenizas.
Audrey respiró profundamente. Y al ver que los dedos de Oliver temblaban ligeramente se le encogió el corazón.
Aquello no era sucio o feo. No era un revolcón barato y no había un montón de chicas dispuestas a empujarla contra la pared del servicio por atreverse a apuntar alto.
Era Oliver.
Y la deseaba.
Audrey clavó la mirada en los ojos pardos y enredó los dedos con los suyos.