Читать книгу Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Ким Лоренс - Страница 8
Capítulo 4
Оглавление20 de diciembre, el año anterior
Gambas de Caledonia, caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu
–TIENES suerte de que haya venido.
La acusación se coló entre el murmullo de conversaciones y el ruido de las cuberterías y la carísima porcelana. Audrey irguió los hombros bajo la chaqueta de color crema, mirando el gesto enfadado de Oliver.
–Pero estás aquí.
Llevaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado, sin corbata. Todos los demás clientes la llevaban, pero tal vez el rígido código de etiqueta del restaurante no se aplicaba a los muy ricos, pensó.
–Parece que tardo en aprender. O tal vez sea ingenuamente optimista.
–Pero estoy aquí, ¿no?
–Y no pareces contenta.
–Tu correo no me dejó elección. No sabía lo bien que se te daba el chantaje emocional.
–No era un chantaje, Audrey. Solo quería saber si vendrías… para ahorrarme el viaje si no era así.
Ella apartó la mirada. Sí, le había dado plantón el año anterior, pero un hombre como Oliver no estaría solo durante mucho tiempo. Especialmente en Navidad, en una ciudad llena de expatriados que añoraban su casa. Estaba segura de que no le habría faltado compañía.
–Y tenías que jugar la carta del mejor amigo muerto, ¿no?
Porque esa era la única razón por la que estaba allí: la relación que Oliver había tenido con su difunto marido. Pero tenía que romper esa amistad.
Él achicó un poco los ojos, pero no mordió el anzuelo. Sencillamente, se quedó mirándola, casi retándola a seguir.
–Han cambiado la moqueta –comentó Audrey, buscando una excusa para no dejarse esclavizar por su mirada. Elegantes y vibrantes libélulas de colores habían reemplazado a una oscura alfombra oriental–. Muy bonita.
–Gerard ha recibido otra estrella Michelin –Oliver se encogió de hombros–. Poner una moqueta nueva me parece una celebración razonable.
–Señora Devaney…
Audrey estuvo a punto de decirle al maître, que les ofrecía la carta, que ya no era la señora Devaney.
–Encantada de volver a verlo, Ming–húa.
–Está usted muy guapa –dijo el hombre, llevándose su mano a los labios–. La echamos de menos el año pasado.
Oliver la miró de reojo mientras el maître los llevaba a su mesa habitual. Pagaba una elevada factura cada año para ocupar el mejor sitio y el más discreto del restaurante, entre el enorme tanque lleno de libélulas y el ventanal que se hallaba frente al puerto.
Audrey admiró el paisaje mientras se dejaba caer en el sofá. Su refugio, que tanto había echado de menos el año anterior. El refugio tranquilo, privado y lujoso del que disfrutaba cada veinte de diciembre.
Un santuario emocional del que había disfrutado durante los últimos cinco años.
Menos el anterior.
Y Oliver Harmer era una parte esencial de ese santuario. Especialmente estando tan guapo como aquel día. No quería fijarse en su aspecto, pero era imposible no hacerlo. Mirase donde mirase, un espejo, un cristal, le devolvían el reflejo de aquel hombre.
Estaban sentados a una mesa con dos sofás, pero cuando terminase la comida los dos estarían recostados, saciados después de disfrutar de los mejores platos y los mejores vinos, contándose todo lo que habían hecho durante ese año.
Al menos, así era normalmente.
Pero ya nada era normal.
De repente, el pequeño espacio que tanto añoraba le parecía claustrofóbico y el champán en una cubitera de cristal parte de una barata escena de seducción. Y la idea de hacer algo que no fuera estar sentada al borde del sofá durante las siguientes doce horas le parecía imposible.
–¿Qué has venido a buscar este año? –le preguntó Oliver, recostándose en el sofá con una copa de champán en la mano. El gesto era tan informal que parecía ensayado–. ¿Stradivarius, Guarneri?
–Un chelo Testore de 1714 –respondió ella–. Ahora dicen que podría estar en el sudeste asiático.
–¿Ahora?
–Se mueve mucho.
–¿Saben que lo estás buscando?
–Me imagino que sí.
–¿Y no saben que siempre consigues lo que quieres?
–Dudo que me conozcan. Olvidas que yo hago el trabajo, pero otra persona se lleva los aplausos. Mi contribución es anónima.
–Anónima –repitió él mientras cortaba la punta de un puro habano–. Seguro que una especialista con un máster en identificación de instrumentos antiguos preocupará más a los ladrones que un montón de policías despistados.
–Bueno, dejemos mi trabajo. ¿Cómo va el tuyo? ¿Sigues siendo rico?
–Apestosamente rico.
–¿Sigues sacándoles una cabeza a tus competidores?
–Cabeza y media.
A Oliver le producía una gran alegría irritar a sus rivales. Gastaba grandes cantidades de dinero en estrategias que sabía los sacarían de sus casillas y eso la hizo sonreír.
–Me preguntaba si vería una sonrisa –dijo él, clavando los ojos en su boca–. Las he echado de menos.
Eso fue suficiente para borrarla de sus labios.
–No me he reído mucho desde el funeral de Blake.
Oliver hizo una mueca, pero disimuló tomando un sorbo de champán.
–Sin duda –murmuró–. Bueno, ¿cómo estás?
Audrey se encogió de hombros.
–Bien.
–¿Y cómo estás de verdad?
¿En serio? ¿Quería hablar de eso? Claro que hablaban de Blake todos los años. Después de todo, él era su conexión, su única conexión. Por eso estar allí le parecía tan raro. Debería haberse quedado en casa y hablar con él por teléfono.
–Los impuestos de sucesión son una pesadilla y la casa estaba asegurada a nombre de la empresa, pero he conseguido solucionarlo.
Oliver parpadeó.
–¿Y personalmente?
–Personalmente, mi marido ha muerto. ¿Qué quieres que te diga?
Ni todo el champán del mundo podría ocultar el ceño fruncido de Oliver.
–¿Lo estás… superando?
–¿Preguntas por mi economía?
–No, te pregunto cómo estás, Audrey.
–Ya te he dicho que estoy bien.
Oliver levantó las dos manos en señal de rendición.
–Muy bien, hablemos de otra cosa.
¿Y de qué podrían hablar? La razón por la que seguían viéndose había sido incinerada. Aunque él no se acordaría.
«¿Por qué no estuviste en el funeral de tu mejor amigo?».
¿Qué tal eso como cambio de tema? Pero no le daría esa satisfacción.
Desgraciadamente para los dos, Oliver tampoco parecía muy inspirado y Audrey se levantó.
–Tal vez esto no ha sido buena idea…
–¡Aquí está! –Ming-húa apareció, flanqueado por dos camareros, con el primer plato de la degustación–. Gambas de Caledonia y caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu.
Audrey entendió «gambas», «caviar» y «ostras». Nada más. Pero ¿no era ese el atractivo de una degustación, estimular los sentidos sin molestarse en leer la carta?
Una aventura culinaria.
El único aspecto de su vida en el que era aventurera.
De modo que volvió a sentarse en el sofá mientras los camareros servían el primer plato antes de alejarse discretamente.
Oliver le ofreció un paquete envuelto en papel de regalo.
–No espero nada a cambio.
–No pensé que fuéramos a hacerlo este año.
–Es el del año pasado.
Audrey tomó el regalo, pero no lo abrió. Lo dejó a un lado, con una sonrisa forzada.
–Llevamos años siendo amigos y hacemos esto todos los años –dijo Oliver–. ¿Me estás diciendo que solo lo hacías por Blake?
Al ver un brillo de dolor en sus ojos pardos, Audrey decidió contarle la verdad:
–Me parece raro seguir haciéndolo ahora que no está.
De hecho, siempre le había parecido vagamente extraño. Y su reacción ante Oliver también. Rara y deshonesta porque era un secreto.
–Nuestra amistad no tiene por qué cambiar. Nunca he pasado tiempo contigo por cortesía hacia un viejo amigo. Tú y yo somos amigos también.
«Bah, palabras huecas».
–Pues te eché de menos en el funeral de tu amigo –replicó Audrey.
De inmediato notó que sus mejillas se teñían de color.
–Siento mucho no haber ido.
–Ya, claro, la crisis económica hizo que no pudieras pagar el billete de avión –dijo ella, irónica–. ¿O es que ese día tenías mucho trabajo en la oficina?
Lo había llamado. Sabía dónde estaba mientras su marido era incinerado.
–Audrey…
–¿Oliver?
–Tú sabes que de haber podido habría ido al funeral. ¿Recibiste las flores?
–¿La tienda de flores que enviaste? Sí, claro. Ocupaban la mitad de la capilla y eran preciosas. Pero solo eran eso, flores.
–Sé que estás enfadada, pero tenía mis razones, buenas razones, para no ir a Sídney. Además, organicé un funeral privado para mi viejo amigo en Shanghái… –a Audrey no se le escapó el énfasis que ponía en las palabras «viejo amigo»– con una botella de Chivas, así que Blake tuvo dos funerales ese día.
Ella hizo una mueca. ¿Por qué le importaba tanto? No debería.
Y no debería haberse asomado cien veces a la puerta de la capilla, esperando verlo aparecer. O haber atendido a duras penas a los asistentes que intentaban consolarla, demasiado ocupada preguntándose por qué echaba tanto de menos a Oliver. Pero más tarde, mientras escribía las tarjetas de agradecimiento, por fin tuvo que aceptar la realidad.
Oliver no había ido.
El mejor amigo de Blake, testigo el día de su boda, no había ido a su funeral. Era una realidad amarga, pero había estado demasiado ocupada organizando el funeral y el caos de verse convertida en viuda de repente como para preguntarse por qué le dolía tanto. O para imaginarse a Oliver organizando un funeral privado para su amigo con una botella de whisky.
–Siempre le gustó una buena marca –tuvo que reconocer.
Demasiado. El gusto de Blake por los licores había contribuido al accidente en el que perdió la vida. Pero que a su marido le gustase sentarse en el salón y tomar un par de copas le había dado espacio y libertad para hacer las cosas que le gustaban, de modo que no podía quejarse.
Tras ella, el zumbido de las libélulas llamó su atención y se volvió para estudiar el tanque de cristal. Había más de cien especies distintas, todas vibrantes y fluorescentes, grandes y pequeñas, en un hábitat especialmente construido para ellas.
Audrey llevó oxígeno a sus pulmones discretamente, intentando controlarse.
–Cada año olvido lo asombroso que es este sitio.
Y cada año envidiaba a los insectos y sentía compasión por ellos. Sus vidas eran más largas y cómodas que las de las libélulas salvajes, pero estaban constreñidas tras un cristal, con una existencia inmutable. Las recién llegadas chocaban una y otra vez contra el cristal hasta que dejaban de intentar escapar y aceptaban su lujoso destino.
¿No lo hacía todo el mundo?
–Dale la oportunidad y el encargado te dará una charla sobre los nuevos descubrimientos en invertebrados.
Audrey apartó la mirada.
–Pensé que solo venías aquí este día. ¿Cuándo has hablado con el encargado de las libélulas?
–El año pasado –respondió Oliver–. Me encontré inesperadamente sin nadie con quien hablar.
Porque ella no había acudido.
–Era demasiado pronto… no podía irme de Australia. Y Blake ya había muerto.
Oliver la miró, pensativo.
–¿Con cuál de las respuestas debo quedarme?
Ella sintió que le ardía la cara.
–Las dos son razones válidas y poderosas, pero siento no haber venido el año pasado. Debería haber tenido más valor.
–¿Valor?
–Para decirte que sería la última vez.
Oliver se echó hacia atrás en el sofá.
–¿Es lo que has venido a decirme este año?
Audrey asintió con la cabeza. Así era, aunque decirlo en voz alta le parecía imposible.
–Podríamos haberlo hecho por teléfono. Habría sido más barato para ti.
–Tenía que venir a buscar el…
–Podrías haber venido sin decirme nada. Como hiciste en Shanghái.
Ella apretó los labios. La había pillado.
Generalmente, hacía lo posible por solucionar los asuntos de Shanghái sin ir a Shanghái… por razones obvias. Era el territorio de Oliver Harmer y ese era un riesgo que no quería correr.
–¿Cómo lo has sabido?
–Tengo mis fuentes.
¿Y por qué sus fuentes sabían que ella había ido a Shanghái?
–No te asustes, el GPS de tu smartphone indicaba que estabas en la Plaza del Pueblo. Por eso lo supe.
«Ah, estúpidos smartphones».
–No me llamaste.
–Pensé que si querías verme me llamarías tú a mí.
Entrar y salir de la ciudad más grande de China como una ladrona era patético y que la hubiera pillado la hacía sentirse como una cría.
–Fue una visita relámpago. Estaba buscando un arpa antigua.
–Da igual. Quiero saber por qué no piensas volver el año que viene.
–No puedo seguir viniendo indefinidamente, Oliver. ¿No podemos aceptar que ha sido estupendo y dejarlo estar?
Él lo pensó un momento.
–Los amigos se ven.
–¿Eso es lo que somos, amigos?
–Es lo que yo pensaba. No sabía que lo pasaras mal comiendo conmigo.
–Oliver…
–¿Se puede saber qué pasa, Audrey? ¿Cuál es el problema?
–Blake ha muerto –respondió ella–. Que tú y yo sigamos viéndonos… ¿para qué?
–Para charlar, para vernos.
–¿Y por qué íbamos a hacer eso?
–Porque los amigos alimentan su relación.
–Nuestra relación se basaba en alguien que ya no está aquí.
Oliver parpadeó un par de veces.
–Puede que fuera así como empezó todo, pero ya no lo es –respondió, aunque había un océano de dudas en su mirada–. Si no recuerdo mal, te conocí seis minutos antes que Blake, de modo que nuestra amistad es más antigua.
Habían sido seis minutos intensos bajo la mirada del hombre más sexy que había conocido nunca… hasta que su amigo Blake, un tipo más normal, había entrado en ese bar de Sídney. Blake, con sus hombros estrechos, su sonrisa inofensiva y su alegre conversación. Prácticamente se había lanzado sobre él para salir del microscopio bajo el que Oliver la había colocado.
Ella sabía cuándo algo la superaba y treinta segundos en compañía de Oliver Harmer le habían dejado claro que no jugaban en la misma división. Guapísimo, inteligente, rico… y aburrido si se entretenía ligando con ella.
–Eso no cuenta. Solo charlaste conmigo para pasar el tiempo mientras esperabas que llegase Blake.
–Tal vez estaba allanando el camino.
–¿Para Blake?
Oliver hizo una mueca.
–Para mí. Blake siempre fue capaz de hacer el trabajo sucio… –se calló de repente, como si acabase de recordar que estaban hablando de un muerto–. En cuanto él entró en el bar te quedaste cautivada y yo sé cuándo me han ganado la partida.
¿Qué diría Oliver si supiera que se había agarrado a Blake para no tener que hablar con él? ¿O si le confesase que no podía dejar de mirarlo de soslayo?
Seguramente, se reiría.
–No creo que eso le hiciera un daño permanente a tu autoestima.
–Tuve que soportar a Blake presumiendo durante una semana. No todos los días era capaz de robarme a una mujer que…
No terminó la frase.
–¿Una mujer qué?
–Ninguna mujer. Tú fuiste la primera.
Ella sacudió la cabeza.
–Eres insufrible. Por eso le di mi teléfono a Blake y no a ti.
Por eso y porque era una cobarde.
–Imagina lo diferentes que serían las cosas si me lo hubieras dado a mí.
–Por favor, te habrías aburrido en un par de horas.
–¿Quién lo dice?
–Solo es un deporte para ti, Oliver.
–De nuevo, ¿quién lo dice?
–Tu vida lo dice. Y Blake también.
–¿Qué decía Blake de mí?
Lo suficiente como para preguntarse si habría ocurrido algo entre ellos.
–Te quería y quería que tuvieses lo que él tenía.
–¿Y qué tenía Blake?
–Una relación estable, algo permanente, una compañera.
¿Habría notado que no había mencionado la palabra «amor»?
–Mira quién habla –replicó Oliver.
–¿Qué quieres decir?
–Da igual, es historia antigua. No sabía que Blake fuera tan apasionado.
–¿Perdona?
–Siempre tuve la impresión de que vuestro matrimonio era más bien una unión entre dos personas que pensaban igual.
Audrey apartó la mirada. «¿Qué ocurre, Oliver, crees que no puedo inspirarle pasión a un hombre?».
–Hacía años que no nos veías juntos.
«¿Y por qué?».
–Salí con vosotros muchas veces antes de que os casarais, antes de irme a Shanghái. Los tres amigos, ¿recuerdas?
¿Si se acordaba?
Audrey recordaba las largas cenas, las brillantes conversaciones. Recordaba a Oliver colocándose entre ellos cuando se cruzaron con unos borrachos. Recordaba que se quedaba sin aliento cuando Oliver se acercaba y la tristeza que sentía cuando se iba.
Sí, se acordaba.
–Entonces, recordarás que a Blake le gustaba mostrar afecto en público. ¿No era esa suficiente demostración de sentimientos?
–Era una demostración, desde luego. De hecho, siempre tuve la impresión de que Blake reservaba esas muestras de afecto para cuando no estabais solos.
Audrey se sintió humillada. Porque era verdad. Tras la puerta de casa vivían como si fueran amigos más que como marido y mujer. Pero lo que seguramente no sabía era que Blake se guardaba las mayores demostraciones de afecto para los días que quedaban con él, marcando el territorio, como si intuyese el interés que ella intentaba disimular.
–¿Eso es lo que quieres hacer, criticar a un muerto?
Oliver la miró, furioso.
–Solo quiero disfrutar del día, de tu compañía, como solíamos hacer –respondió él, señalando el regalo–. Por cierto, ábrelo.
Audrey se quedó inmóvil un momento, pero el brillo decidido de sus ojos le dijo que no serviría de nada. Si no lo abría ella, lo haría él, de modo que rasgó el papel con una irritación que esperaba tomase por impaciencia.
–Es un puro –murmuró, sorprendida–. Yo no fumo.
–Eso nunca te ha detenido.
Audrey recordó su encuentro dos años antes…
–Ese fue un buen día.
–Mis Navidades favoritas.
–Casi Navidades.
–El veinticinco de diciembre nunca se ha podido comparar con el veinte de diciembre.
–¿Qué haces el día de Navidad, por cierto?
–Normalmente, trabajar.
–¿No vas a tu casa?
–¿A casa de mi padre? No.
–¿Y tu madre?
–La llevo a Shanghái para celebrar el Año Nuevo chino –respondió Oliver–. Me estás juzgando.
–No, estoy intentando imaginármelo.
–No puedo ir a casa de alguna novia el día de Navidad porque eso sería crear expectativas de compromiso y la oficina es un sitio tranquilo.
–Así que trabajas.
–Es un día más. ¿Qué haces tú?
–Celebro la Navidad –Audrey se encogió de hombros.
Pero no era tan emocionante como ir a Hong Kong para verse con Oliver. Y no la calentaba por dentro para el resto del año. Era una cena familiar con regalos que nadie necesitaba, explicando hasta la saciedad cada año por qué Blake no estaba allí.
Audrey tomó el puro y se lo puso entre los labios, imitándolo. Dos segundos después se lo quitó de la boca.
–Uf, sabe horrible.
–Te acostumbrarás.
–No lo creo.
Tal vez sabría mejor en los labios de Oliver, pensó, haciendo un esfuerzo para no mirar su boca. Pero él tomó el puro y se lo puso entre los labios… después de haber estado entre los suyos.
Había algo en esa intimidad, en ese acto de compartir saliva, como si fueran una pareja acostumbrada a intercambiar fluidos. Se aceleró el corazón, pero hizo un esfuerzo para disimular.
–Si no somos amigos, ¿qué somos? –le preguntó Oliver entonces.
Audrey se atragantó con el champán.
–¿Perdona?
–Yo acepto tu afirmación de que no somos amigos, pero me pregunto qué somos entonces.
Un conejo, unos faros. Era indigno, pero ella sabía muy bien cómo se sentía ese conejo viendo acercarse su destino inexorablemente.
–Hay dos cosas que definían nuestra amistad para mí –siguió Oliver, usando el verbo «definir» como si quisiera decir «atenazar»–. Una, que eras la mujer de mi amigo. Ahora, trágicamente, ese ya no es el caso. Y la otra, que tú y yo éramos amigos, pero, por lo visto, no es cierto. Así que dime, Audrey –Oliver se echó hacia delante, clavando en ella sus ojos–. ¿Qué somos exactamente?