Читать книгу Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Ким Лоренс - Страница 14

Capítulo 10

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Cocodrilo curado a la lavanda con ensalada de melón al eneldo, servida con una emulsión de lima

–¿OTRA vez?

Tumbada en la cama, desnuda y sudorosa, Audrey lo miraba lascivamente.

La risa se le atragantó.

–Voy a tardar un ratito en volver a hacerlo, cariño.

–¿Ah, sí? ¿No eres de los que lo hacen tres veces seguidas?

–¿Nunca has oído hablar del período de recuperación? Además, un hombre que tiene que hacerlo tres veces seguidas es que no lo ha hecho bien la primera vez.

Pero lo habían hecho muy bien. La primera y la segunda vez.

La primera había sido ardiente y sudorosa. Ni siquiera habían llegado al suntuoso sofá. Él bromeaba, pero había tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener un ritmo que no la asustase.

O lo avergonzase a él.

La segunda vez se habían convertido en nómadas, usando todas las superficies planas, explorando y aprendiendo la geografía del cuerpo del otro, tirando jarrones y copas a su paso. Oliver estaba decidido a hacerlo mejor, a aguantar más, demostrando que el adolescente revolcón en el sofá no era todo lo que podía ofrecer. Y Audrey estaba a la altura como la diosa que era.

Hasta que por fin cayeron sobre la enorme cama, donde pudo demostrarle de dónde había salido su mote.

–Estabas de broma, ¿no?

–Claro que sí, estoy agotada.

Eso era lo que un hombre quería escuchar. Con la poca energía que le quedaba, Oliver levantó una mano y le dio un azotito en el trasero.

–Aguántate, Blake –bromeó ella–. De modo que no era yo.

–Ya te lo dije.

–Sí, es verdad.

–¿Me crees ahora?

–Sí –Audrey suspiró–. Te creo.

Oliver se quedó mirando al techo, pensando en las palabras que nunca había querido pronunciar y avergonzado de su cobardía.

¿Qué iba a pasar a partir de ese momento?

Eso era lo que quería saber. Por un lado lo temía y por otro sería un crimen no repetirlo. Había tenido a la mujer que más deseaba jadeando debajo de él…

Pero él no tenía relaciones largas, no se atrevía. No sabría hacerlo. Había desperdiciado años esperando a otra mujer con la mezcla perfecta de cualidades: curiosidad, inteligencia, simpatía, elegancia, una sensualidad salvaje y un corazón de oro.

No iba a encontrar a otra mujer en el planeta mejor que Audrey.

Podía disfrutar del maravilloso regalo que le había dado el universo, pero no podía conservarlo.

Porque Audrey era demasiado preciosa como para arriesgarse con alguien tan dañado como él.

El sexo cambiaba a la gente, a las mujeres especialmente. Y a las mujeres como Audrey mucho más. No era virgen, pero estaba seguro de que aquella había sido su primera experiencia sexual gratificante y cuando pasaba eso las mujeres pensaban en el futuro, empezaban a hacer planes.

Y él no hacía planes con una mujer. No podía hacerlos.

Había muchas maneras de engañar en una relación y él había sido falso con todas por no decirles que no estaban a la altura de otra mujer. Por no decirles que lo que había entre ellos solo podía ser algo superficial.

Era tan infiel como lo había sido su padre, pero sin engañarlas con otra. De modo que se había especializado en relaciones cortas. Reservaba las más largas para mujeres que no cambiaban de la primera cita a la última. Mujeres previsibles que no buscaban nada más en una relación. Con ellas salía durante meses enteros.

Audrey no era una mujer a la que pudiera decir adiós en unas semanas. Era alguien que le importaba de verdad y lo que pasara a partir de aquel momento era fundamental para su relación.

Pero nunca le haría daño. Él sabía lo que sufría una mujer con un hombre incapaz de amar.

Hacer infeliz a Audrey, ver cómo se entristecía cada día por su culpa, porque se alejaba como hacía siempre…

No, eso era algo que no podía hacerle a la mujer que él consideraba perfecta, a la que podría amar si supiera lo que significaba eso.

Y, dada su genética, las posibilidades de que lo descubriera eran mínimas.

Pero ahogarse en lo que no podía ser no iba a llevarlos a ninguna parte y sería mejor hablar claro, afrontar la angustia de una vez.

«Pregúntale».

–Bueno, ¿qué va a pasar ahora?

La pregunta más complicada de su vida.

–Depende de la hora que sea.

–Casi las seis.

Y eso significaba que llevaban ocho horas juntos.

Audrey se puso de lado, apoyando la cara en una mano.

–Aún tenemos que disfrutar de la degustación.

¿Estaba pensando en comida mientras él se sentía como un adolescente?

–¿De verdad? ¿El sexo no ha sido un buen sustituto?

Su sonrisa de Mona Lisa no la delataba.

–Tú mismo has dicho que tenemos que recargar las pilas. Deberíamos estirar un poco las piernas y comer algo.

Estirar las piernas, como si hubieran pasado la tarde frente a un ordenador. Oliver la estudió durante unos segundos, pero sus ojos no parecían ocultar nada.

–¿De verdad tienes hambre?

–Claro. Me has hecho sudar.

Audrey Devaney de verdad era la mujer perfecta.

Era lógico que la adorase.

–¿Quieres que nos sirvan aquí?

–No, volvamos al restaurante… bueno, espera un minuto o dos.

Tenía hambre, pero sobre todo quería volver al restaurante con Oliver.

Por el placer de hacerlo. Porque había cambiado, porque ya sabía lo que era hacer el amor con un hombre como Oliver Harmer.

–¿Estás bien?

Ella sonrió, coqueta. Dios, ¿cuándo se había convertido en Marilyn Monroe? Parecía una mujer acostumbrada a darse un revolcón entre plato y plato. Y había sido el mejor de su vida. Seguía ardiendo, con el cuerpo sensible en algunas zonas, encantada consigo misma.

–¿Seguro que estás bien?

–No sé cómo hacerlo –admitió ella.

–¿A qué te refieres?

–A volver al restaurante después de… el plato extra.

Oliver se rio.

–No creo que haya ninguna etiqueta en especial. Tendrás que improvisar.

–Me siento extrañamente transformada.

–Si la gente te mira, será por el vestido.

Claro. No llevaba un tatuaje en la frente que dijera «¿A que no sabes dónde tenía la boca hace cinco minutos?».

Bajaron al restaurante y entraron juntos, de la mano.

Qué raro que, a pesar de todo lo que se habían hecho el uno al otro en las últimas horas, eso le pareciese tabú. Como cruzar al lado oscuro. Se sentó en el sofá, del otro lado por primera vez en cinco años, mientras él la miraba fijamente.

Debía de parecer a punto de salir corriendo y se estiró como una gata.

–Este también es muy cómodo.

–A mí siempre me ha gustado.

–De hecho, creo que este es mejor.

–Estoy de acuerdo, tiene muy buena vista –respondió Oliver, mirándola a los ojos.

Qué encanto. Aterrador, pero un encanto.

Oliver le hizo un gesto a un camarero y, segundos después, el hombre apareció con dos copas de vino blanco.

Audrey sonrió mientras miraba el tanque de las libélulas, que normalmente estaba tras ella, y las puertas que llevaban a la cocina.

–Siempre había pensado que sabías por intuición cuándo llegaba un nuevo plato, pero me estabas engañando. Puedes ver la cocina desde aquí.

–Parece que esta noche vamos a desvelar todos nuestros secretos.

–Sí, es verdad.

–¿Quieres hablar de ello?

«Ello».

–No quiero estropearlo –murmuró Audrey. Ni gafarlo–. Pero tampoco quiero que pienses que intento evitar la conversación.

–¿Quieres que hablemos de otra cosa?

«Desesperadamente».

–¿De qué?

Oliver se arrellanó en el sofá, con su copa de vino en la mano.

–Háblame del Testore.

Los instrumentos que buscaba por todo el mundo eran algo que la emocionaba y podía hablar de ello hasta que le dolieran los oídos.

–¿Qué quieres saber?

–¿Cómo fue robado?

–Directamente de la cabina del avión, entre Helsinki y Madrid, mientras el propietario usaba el lavabo.

–¿Delante de los tripulantes?

–No lo sé, debieron de aprovechar un descuido.

–¿Es muy valioso?

–Sí, mucho. Tal vez alguien de la tripulación recibió un soborno para mirar hacia otro lado. Buscaron por todas partes, pero había desaparecido.

–¿Y cómo piensas encontrarlo?

Eso era lo que hacía; lo que le encantaba hacer, además. No sería difícil aburrir a Oliver con los detalles de la búsqueda, pero él no se aburría fácilmente y cuarenta minutos después seguían hablando del asunto.

Descalza, con los pies sobre el sofá, se sentía como una geisha con el vestido de seda, tomando trozos de cocodrilo y melón.

–¿Puedes hablar de esto? ¿No hay ningún impedimento legal?

–No te he contado nada que sea confidencial –Audrey sonrió–. Además, sé que puedo confiar en ti.

–Tu paciencia me asombra. Y que estés tan cerca de encontrarlo cuando empezaste de cero.

No tenía ni idea de lo paciente que podía ser. Había estado años ocultando sus sentimientos por él.

–Voy un paso por detrás del ladrón y el plan es seguir adelante hasta ponerlo en manos de las autoridades.

–¿Por qué ese ladrón no ha guardado el chelo en un sótano durante diez años, por ejemplo, hasta que se perdiera la pista?

–Los delincuentes no son pacientes con el dinero y, además, su negocio está lleno de soplones. Si robas algo como un Testore y no te mueves rápidamente, uno de tus colegas podría robártelo.

–La verdad es que no lo entiendo.

–Yo tampoco –admitió ella–. ¿Por qué comprar cosas robadas si no puedes mostrárselas a nadie?

–Me sorprende que los ladrones no hayan intentado comprarte a ti.

–Oh, lo han intentado, pero mi sentido de la justicia me impide hacerlo. Además, veo los instrumentos un poco como si fueran niños, víctimas inocentes. Lo único que quieren es ir a casa de una persona que los quiera de verdad, los valore y explote su potencial.

¿Porque eso era la vida para ella, explotar el potencial? ¿Estar a la altura de las expectativas?

El marrón de sus ojos se volvió más intenso, casi de color chocolate. Y estaba mucho más cerca. ¿Quién de los dos se había movido? ¿O habían gravitado naturalmente hacia el otro?

–¿Quieres oír algo muy tonto? –murmuró Oliver.

–Sí.

–Eso es lo que yo siento sobre las empresas que compro.

Audrey enarcó una ceja.

–¿Las empresas en la ruina que compras por calderilla, quieres decir?

–Son víctimas inocentes también. En manos de personas que no las valoran y no saben cómo sacarles partido.

–¿Y tú sí sabes?

–Soy una especie de facilitador. Veo una empresa en peligro, le insuflo fuerza y la vendo a personas que puedan darle un futuro.

–Esa es una creencia muy antropomórfica.

–Dice la mujer para quien un chelo robado es comparable al tráfico de bebés.

Audrey sonrió. Tenía razón.

–¿Nunca las deshaces?

–A menos que se caigan a pedazos, no.

Ese era su gran miedo: encontrar un instrumento que alguien hubiera destrozado con un martillo para no devolverlo a su propietario. Porque había gente así; si ellos no podían tenerlo, no lo tendría nadie.

–Me imagino que los propietarios no lo ven de ese modo.

Oliver se encogió de hombros.

–Son ellos los que venden, yo no les obligo a nada.

–No me había dado cuenta de que nuestros trabajos son similares. Aunque tengo la impresión de que el tuyo tiene más facetas.

Como un diamante y, desde luego, valía mucho más.

Oliver la estudió durante unos segundos.

–No ha sido tan horrible, ¿verdad?

–¿Qué?

–Mantener una conversación.

–Hemos mantenido montones de conversaciones.

–Y, sin embargo, esta parece la primera.

Sí, era extrañamente emocionante. Audrey suspiró.

–Echo de menos una buena conversación.

–Ahora que estás sola.

–No, en realidad, Blake y yo apenas hablábamos desde hace un par de años.

–¿Te has mudado al Ártico sin decirme nada? ¿Y tus amigos?

–Hablo mucho con ellos, pero me conocen desde siempre y nuestras conversaciones suelen ser… bueno, sobre cosas de trabajo, intereses mutuos, dramas familiares, ropa.

–¿Nada más?

–¡Eso es mucho! Además, yo no… no suelo contar cosas personales.

Y jamás podría hablarle a nadie de Oliver.

–Pero sí lo haces conmigo.

–Una vez al año.

Nada cambió en su expresión y, sin embargo, algo había cambiado.

–Llámame cuando quieras –murmuró, apretando su mano–. Me encantaría hablar contigo, aunque sea por email.

La fría realidad apareció entonces ante sus ojos.

Porque iba a marcharse por la mañana, como siempre. Iba a tomar un avión para recorrer siete mil kilómetros en una dirección mientras él iba en dirección contraria. De vuelta a sus respectivas vidas.

De vuelta a la realidad, después de haber quedado en hablar por teléfono alguna vez.

–Tal vez lo haga.

O tal vez decidiría que aquella noche había sido un revolcón fabuloso y nada más.

Unos murmullos llamaron entonces su atención.

–Ya está empezando –dijo Oliver.

Audrey no tenía que preguntar qué. Era su parte favorita del veinte de diciembre. Caminó descalza sobre la gruesa moqueta hacia el enorme ventanal situado frente al puerto. Sobre ellos, el cielo de Hong Kong se iluminaba con un fabuloso espectáculo de luces. El puerto parecía un árbol de Navidad y las luces especialmente instaladas en el edificio empezaron a bailar al ritmo de la música que sonaba por los altavoces. No era un espectáculo navideño, pero para Audrey no podría serlo más si estuvieran cantando villancicos. No podía ver un espectáculo de luces en ninguna parte sin pensar en Hong Kong.

En aquel hombre.

Oliver se colocó detrás de ella, abrazándola, y ella supo que así era como recordaría ese espectáculo de luces hasta el día de su muerte.

La emoción la ahogaba y respirar normalmente era imposible. Las preciosas luces, la bonita noche, aquel hombre maravilloso… era una sobrecarga sensorial. ¿No era aquello lo que había querido durante toda su vida? ¿Incluso durante su matrimonio?

Daba igual que solo fuera algo temporal, aceptaría lo que le ofreciese.

–El año pasado eché tanto de menos esto…

–Yo te eché de menos a ti.

Audrey apoyó la mejilla en su brazo, como una silenciosa disculpa.

–Vamos a concentrarnos en esta noche.

No iba a perder el tiempo pensando en el pasado o soñando con un futuro imposible. Tenía a Oliver allí, en aquel momento, algo que nunca se hubiera imaginado.

Y pensaba aprovecharlo.

–¿A qué hora cierra el restaurante?

Oliver se puso tenso.

–¿Tienes que tomar un avión?

Audrey giró la cabeza.

–Quiero estar a solas contigo.

–Podemos volver arriba.

–No, quiero que estemos solos aquí.

Oliver murmuró un improperio.

¿Era demasiado? ¿Había cruzado una línea invisible? Se volvió hacia el ventanal como si no tuviera importancia, pero preparándose para un rechazo.

–O no. No tenemos que hacerlo.

Oliver inclinó la cabeza para hablarle al oído.

–No te muevas.

Y luego desapareció, dejándola sola, sin el calor de su cuerpo.

No se le daba nada bien eso de la seducción.

Ni arriesgarse.

Pero volvió unos segundos después y la abrazó de nuevo, como si no se hubiera ido. De modo que tal vez no estaba rechazándola. El espectáculo seguía, deslumbrante, épico, pero Audrey solo podía pensar en el calor del cuerpo de Oliver, en el duro torso contra su espalda.

¿Espectáculo de luces? ¿Qué espectáculo de luces?

Por fin, reconoció las notas que anunciaban el final del espectáculo, pero no quería abandonar el refugio de sus brazos.

Tras ella oyó entonces ruido de pasos apresurados. Los empleados se llevaban platos y copas a la cocina...

El maître hablaba con los clientes que quedaban y todos se levantaban sin protestar, mirándolos con cara de curiosidad. Unos segundos después, habían desaparecido.

–¿Oliver…?

–Aparentemente, tus deseos son órdenes para mí.

Audrey lo miró, boquiabierta.

–¿Los has echado?

–Ha ocurrido un repentino problema en la cocina, pero hemos ofrecido una cena gratis para cada pareja. Seguro que están encantados.

–Considerando que estaban ya en el último plato… –y considerando lo que costaba una degustación en Qingting– seguro que sí.

Oliver la llevó al sofá.

Min-húa apareció con una botella de vino blanco, una jarra de agua y un mando a distancia y dejó las tres cosas sobre la mesa.

–Buenas noches, señor Harmer, señora Devaney.

Luego desapareció en la cocina y salió por la puerta por la que habían desaparecido los demás empleados.

Ella se volvió, asombrada.

–¿Así de fácil?

–Lo limpiarán todo antes del desayuno.

–¿Siempre consigues lo que quieres?

–En general, sí. Pero pensé que eso era lo que tú querías.

–Querer y conseguir no suelen ir de la mano en mi mundo.

–¿Has cambiado de opinión?

–No… exactamente –respondió Audrey.

Oliver se inclinó hacia ella.

–Te has acobardado.

–No es verdad. Es que me ha sorprendido la rapidez con que lo has solucionado todo.

–Cuidado con lo que deseas, ya sabes.

Audrey miró la puerta. Luego a Oliver.

–Solo necesito un momento –murmuró, levantándose.

–¿Dónde vas?

–Quiero ver cómo vive la otra mitad.

La vista era mejor en la esquina, con las libélulas. Bueno, era igual, pero ella tenía a Oliver.

Audrey se levantó un poco el vestido y paseó por el restaurante vacío.

–Estás loca –dijo él, sin apartar los ojos de sus piernas desnudas.

–No, estoy cotilleando.

Asomó la cabeza en la elegante cocina... todo estaba bien ordenado, pero alguien tendría que limpiar antes del desayuno. Un lavavajillas industrial en la esquina estaba en marcha, pero apenas hacía ruido.

Cuando volvió a pasar al lado del sofá, Oliver la tomó del brazo y tiró de ella para sentarla en sus rodillas. Su grito de protesta quedó ahogado por la gruesa moqueta.

–¿Hay cámaras de seguridad?

–¿Crees que no saben por qué los he enviado a casa?

Pensar que estaban saliendo a la calle, mirando hacia arriba e imaginando…

Audrey sintió que le ardía la cara.

–Hay una gran diferencia entre saber y ver. O compartir en YouTube.

–Tranquila. Solo hay cámaras de seguridad en las entradas y en la escalera de incendios. El único público que vamos a tener es invertebrado.

Audrey miró las libélulas, que estaban como siempre revoloteando de un lado a otro.

Oliver utilizó la mano libre para pulsar un botón del mando a distancia y las luces del restaurante fueron bajando hasta dejarlos en penumbra.

–Seremos tan anónimos como tu ladrón de chelos.

Con la suave luz del tanque de las libélulas y las de Hong Kong al otro lado del ventanal resultaba fácil imaginar que eran invisibles.

–¿Qué decías sobre estar solos?

–Tenemos tan poco tiempo… no quería compartirte con un montón de gente.

Una sombra cruzó los ojos de Oliver.

–Lo mismo digo.

Sus labios eran suaves, más cálidos, más dulces que antes. Como si tuvieran todo el tiempo del mundo en lugar de unas horas. Ella le devolvió el beso, tomándose el tiempo que ninguno de los dos se había tomado arriba. Oliver no insistió, aparentemente tan contento de disfrutar el momento como ella.

Pero no eran superhéroes y unos minutos después Audrey pensó que iba a explotar. Oliver se quitó la chaqueta y ella levantó el bajo del vestido en un triste intento de buscar ventilación.

–Me siento como un crío haciéndolo en el asiento trasero del coche de mis padres.

–Salvo que ahora sabes que conseguirás lo que quieres –dijo Audrey.

Ya lo había hecho, dos veces.

Oliver sonrió.

–Contigo no doy nada por sentado.

–Venga, los dos sabemos que me tienes segura.

Oliver se rio mientras ella le besaba el mentón, la nuez, la garganta. Sabía a sal y a colonia. El mejor plato de todos.

Se quedaron así, abrazados, besándose, tocándose por todas partes durante una hora. Tiempo suficiente para que el vino se calentase y la jarra de agua desapareciera.

–Espero que no vayas a emborracharte. No me servirías de nada –bromeó cuando Oliver se sirvió una copa de vino.

Él le hizo un guiño.

–Alguien se ha bebido toda el agua y en un maratón lo importante es estar hidratado.

–¿Esta es una prueba de resistencia?

–Para mí, sí.

Oliver se inclinó sobre la mesa y, un momento después, puso un cubito de hielo sobre sus labios.

El frío la tomó por sorpresa y asomó la punta de la lengua para chuparlo, sonriendo mientras él bajaba el cubito por su barbilla, su garganta, su cuello, besándola mientras la acariciaba por debajo del vestido.

–Esas chicas del instituto debían de saber lo que hacían –murmuró.

–¿Qué?

–Incluso siendo unas crías sabían reconocer una amenaza. Sabían que eras capaz de volver loco a un hombre –Oliver metió una mano bajo sus bragas y Audrey se arqueó.

–¿Sabían que era una desvergonzada?

Oliver se rio, clavando en ella sus ojos.

–Que tenías tanto potencial. Y sí, también que eras un poco desvergonzada. Era lógico que los chicos estuvieran interesados.

Audrey no podía decirle que estaba haciendo algo que no había hecho nunca o que se pasaría el resto de la vida recordándolo. ¿Porque dónde iba a encontrar a alguien como Oliver Harmer?

El mundo real era otra cosa, un sitio donde no podía airear lo que sentía por él.

«Lo que ocurre en Hong Kong, se queda en Hong Kong».

Y el reloj seguía su inexorable marcha.

Hasta ese día había estado a salvo porque solo eran fantasías. Oliver era como una estrella de Hollywood, alguien que podía gustarle porque era imposible. Y ella disfrutaba de su secreta fantasía.

«Cuidado con lo que deseas».

Pero, aunque le daba miedo, sabía que era seguro porque lo que ocurriera allí, se quedaría allí. No tenía nada que ver con el mundo real.

–Deja de pensar –dijo él.

–No puedo evitarlo.

–La Audrey de todos los días no puede evitarlo, vuelve a ser la Audrey impulsiva.

También él se daba cuenta. Había reglas diferentes aquel día.

–Tienes razón, dejemos de pensar y volvamos a sentir.

Oliver la sentó sobre sus rodillas y estudió su despeinado cabello.

–La mejor vista del mundo –murmuró.

–Y eso es decir mucho cuando sabemos lo que hay al otro lado del ventanal.

–Cambio de planes –dijo él entonces–. Y cambio de vista.

La llevó de la mano hasta un sillón que se hallaba frente al ventanal, uno en el que siempre se lo había imaginado sentado, esperándola.

–¿Vamos a sentarnos aquí?

–He querido hacer esto durante años. Tú, recortada contra el paisaje de Hong Kong.

La sentó sobre sus rodillas y Audrey tuvo que subirse un poco el vestido para poner una rodilla a cada lado.

–Eres preciosa. Iluminada por las luces de Hong Kong… es como un halo.

No sabía si eso era lo que les decía a otras mujeres, pero su voz y el brillo de sus ojos provocaban un río de lava.

Oliver tiró de la cremallera del vestido y la tela cayó hasta su cintura, revelando sus pechos desnudos.

–Oliver…

Él deslizó las manos por su espalda, inclinando la cabeza para chupar y acariciar con la lengua la punta de un pezón, produciéndole estremecimientos.

Excitada, hizo algo que siempre había soñado hacer: hundir los dedos en su pelo oscuro. Una y otra vez, tirando, disfrutando mientras él torturaba sus pechos con la lengua, acariciándola con el roce de su incipiente barba.

Tras ellos, el cristal del tanque los reflejaba a los dos y el cielo de Hong Kong. Ella, una silueta medio desnuda sobre las rodillas de Oliver y él con la belleza de Hong Kong a su espalda. Parecía salvaje, provocativa, una extraña…

Eso era lo que Oliver estaba viendo. Era así como la veía y eso fue una liberación. No parecía ridícula, al contrario. Parecía una mujer bella entre los brazos de Oliver.

Hacían buena pareja.

Algo se rompió entonces en su interior, como si hubiera caído el dique que había contenido sus sentimientos hasta ese momento.

Estaban hechos el uno para el otro.

Y, por fin, estaban allí.

Oliver tomó su cara entre las manos, prometiéndole el mundo entero con los ojos, prometiéndole un futuro. Y él era el único hombre que podría darle eso.

Sus labios, cuando se encontraron con los suyos, eran ardientes, posesivos. Y mientras ella estaba distraída pensando en eso, Oliver se incorporó un poco para sacar un paquetito de la cartera.

–¿Cuántos llevas? –le preguntó. Nada como un preservativo para volver a la realidad.

–Solo uno.

Se sintió tontamente decepcionada, aunque no sabría decir por qué. Tal vez porque uno era un número finito.

Pero era absurdo pensar eso cuando volvería a Sídney en unas horas. Además, Oliver no mantenía relaciones serias.

–No lo rompas.

La risa de Oliver interrumpió sus pensamientos y Audrey se olvidó de trivialidades, concentrándose en las sensaciones que le provocaban sus labios, sus dedos, la rapidez con la que eliminó las barreras de ropa entre ellos antes de tomarla por la cintura para guiarla hasta su miembro.

–Eres tan preciosa…

Esas palabras, pronunciadas con voz ronca, la excitaron aún más. Fue como la primera vez, y la segunda, como ponerse un guante hecho a medida. Mejor incluso porque la gravedad estaba de su lado. Audrey se incorporó un poco y luego se dejó caer sobre él.

El gemido ronco de Oliver le pareció el sonido más maravilloso del mundo. ¿Cómo era posible sentirse pequeña y femenina y tan fuerte y poderosa a la vez? Sin embargo, así era. Lo montaba como si fuera un potro salvaje, sin ningún control sobre la poderosa bestia.

Oliver echó la cabeza hacia atrás y Audrey se inclinó hacia delante para besarle el cuello. En esa posición, sus pechos pendían frente a Oliver, que los acarició haciendo círculos sobre ellos con las palmas de las manos, imitando el ritmo de sus caderas.

–Oliver…

A medida que aumentaba el ritmo aumentaban también los jadeos. En el tanque, las libélulas volaban de un lado a otro despidiendo chispas de luz… ¿o eran chispas generadas por la fricción de sus cuerpos? Oliver apretó sus pechos, haciéndole saber que estaba cerca, y eso la excitó más.

Ella le estaba haciendo eso.

Ella.

El ritmo era tan frenético que el sillón empezó a moverse. Audrey echó la cabeza hacia atrás, expresando su pasión con un sonido inarticulado mientras lo apretaba entre sus músculos internos.

–Ahora, preciosa… –dijo Oliver, levantando las caderas–. Termina para mí.

Audrey clavó los ojos en él, poniendo su alma en esa mirada.

Y luego el mundo explotó.

Fue como si las últimas plantas del edificio se hubieran separado de las demás durante unos segundos.

Abrió los ojos a tiempo para ver a Oliver con los ojos cerrados, las manos apretando su cintura, dejando escapar un gemido ronco que duró lo que duró su orgasmo… hasta que masculló una palabrota.

–Qué boca tan sucia –bromeó ella cuando por fin pudo recuperar la voz.

Él jadeaba.

–No tengo dignidad contigo.

Se le encogió el corazón como los músculos entre sus piernas.

«Contigo».

Audrey disfrutó del placer durante unos segundos más, antes de guardar ese sentimiento donde guardaba todos los demás. En un sitio donde pudiera visitarlo más adelante.

–Dios mío… –musitó Oliver.

–Esto se te da muy bien.

–Se nos da bien a los dos… juntos.

–Podría aprender mucho de ti.

No sabía si el silencio de Oliver era incomodidad por la sugerencia de un futuro o algo más. Tal vez nunca lo sabría.

–Soy como un parque de atracciones para ti, ¿verdad?

–El mejor.

La atracción más rápida, más alta, más emocionante. Y la más inolvidable.

Oliver sonrió, pero había cierta tristeza en esa sonrisa.

–Venga, vamos a la mesa. ¿Te funcionan las piernas?

Audrey prácticamente saltó del sillón.

–Si no, iré a gatas.

Nada de dignidad. Pero cuando tenían tan poco tiempo y cuando podría no volver a verlo en doce meses, o nunca, ¿qué más daba?

Era su pedestal y podía saltar de él antes de que la tirasen.

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