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5. Finitud y temor

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La experiencia de la finitud está tan claramente inscrita en nuestros cuerpos que en realidad no podemos evitarla, porque las dos formas de sensualidad —es decir, el espacio vital-mundano y la experiencia del tiempo—, dimensiones básicas de nuestra relación con el mundo, ya están determinadas directamente por ella. Kant (1724-1804) expresó lo primero de una manera asombrosa en su ensayo Hacia la paz perpetua, en el que le atribuye a cada ser humano en todo el mundo, dondequiera que vaya como extranjero, un derecho a la hospitalidad (Wirtbarkeit).

[…] en virtud del derecho de copropiedad de la superficie del globo terráqueo, cuya superficie esférica impide que nos dispersemos hasta el infinito y nos hace tener que soportarnos mutuamente, pues originariamente nadie tiene más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la Tierra21.

Paul Ricœur (1913-2005), fascinado por el argumento del regiomontano estaba, además, convencido de que esta idea de Kant era una evocación judeocristiana bíblica22. Y en lo que se refiere a la dimensión temporal, por supuesto sabemos —sí, ¡se sabe!—, todos y cada uno de nosotros, que la característica decisiva de este mundo es su fugacidad, como escribió sin rodeos Kafka (1883-1924). Sin embargo, queremos quedarnos, pero esto no ayuda en nada, pues tenemos que irnos.

Toda la gente debe morir mañana u hoy. He visto que la muerte es un pescador que no solo atrapa las pequeñas anchoas, sino también los grandes peces ballena; he visto que la muerte es un segador que con su guadaña no solo corta el trébol bajo, sino también la hierba alta que crece […]. He visto que se debe morir, y que nuestro todo es nada23.

Recuerdo como si fuera ayer, que de niño me permitían salir todos los años de viaje con mi abuela de peregrinación a Altötting, lugar de romería bávaro desde la época de Carlomagno (747-814). Era un viaje de tres horas en un destartalado autobús de Postbus, al llegar, re­corríamos la antigua Capilla de la Gracia con la Virgen Negra, la tumba del Santo Hermano Konrad (1818-1894), el pesebre anual en Santa Magdalena y el famoso Panorama (una producción mitad escultórica y mitad pictórica del Viernes Santo). Pero fue otra cosa lo que más me dejó impresionado: un reloj en la iglesia parroquial gótica en la parte izquierda del coro alto. Sobre él se encontraba el Meister Tod (la Señora Muerte), de un metro de altura. Y con cada “tic” y cada “tac” del segundo compás, que se oía claramente, hacía girar una guadaña, día y noche, todo el tiempo. Tic-tac: de nuevo, otra vez, a la distancia. Aterrador. Allí aprendí lo que significaba la finitud.

Darse cuenta de la finitud del ser ciertamente no es algo baladí. Es algo que da miedo. En todas las culturas y épocas se habla de este miedo, sobre todo disfrazado en cuentos míticos como una serpiente o un monstruo marino. Jean Paul (1763-1825) en su texto des­garrador Rede des totes Christus vom Weltgebäude herab, dass kein Gott sei (Discurso de Cristo muerto, quien desde lo alto del edificio del mundo proclama que Dios no existe) describe con palabras casi angustiantes: “Soñaba, entonces, dice él, que caminaba a medianoche sobre el camposanto y como los muertos se levantaban y deambulaban como si fuesen sombras”. Y entonces viene Cristo, pero no para redimir a los muertos, sino para decirles que no hay Dios, que ellos como él no son más que huérfanos solitarios, porque el mañana no vendrá, ni hay mano sanadora, ni Padre infinito, lo cual dice derramando lágrimas. El terror se apodera de los muertos y del soñador. Él ve el edificio del mundo, con su inmensidad, hundirse a su lado, y en el medio ve la serpiente gigante de la eternidad que yace alrededor de todos los mundos. Luego, cuenta, giró mil veces alrededor de la naturaleza y aprisionó los mundos, aplastó el templo infinito (el mundo) en la iglesia de un camposanto (una capilla del cementerio), y todo se volvió estrecho, sombrío, agobiante, pero cuando el martillo de campana que se había extendido de forma inconmensurable estaba a punto de anunciar la última hora del tiempo y cuando el mundo estaba ya listo para hacerse añicos, despertó24.

Es eso, estrecha, oscura, agobiante: la serpiente es un ícono del miedo. El miedo viene de la estrechez, algo que me comprime como la anillada serpiente que rodea el mundo, haciendo que todo sea as­fixiante para mí y quitándome el aliento. Y nada nos asusta más que la muerte, nuestra propia finitud. Cada tentación que llega a la gente en la vida —la codicia, el orgullo, el deseo de poder, el dinero o el linaje— no es más que una refutación contra la muerte, una protesta contra la finitud. Y aquel que no quiera aceptarlo, debe declararse Dios.

Exactamente con este mismo convencimiento la Biblia habla del mal bajo el símbolo de la serpiente, desde la primera página hasta los Evangelios: la serpiente planta su germen, por medio de Eva, con la semilla del miedo en el alma, el Jardín de Dios que se le ha dado, resulta ser demasiado pequeño, Dios no es un benefactor, sino un avaro. Por eso la mujer toma literalmente lo último, el árbol, que no debería haber sido más que un recordatorio de la inaccesibilidad de su existencia, y ambos, tanto el hombre como la mujer, comen del fruto; y aquel se hace uno con ella, y se dan cuenta, se dice, de que están desnudos y descubren toda su pobreza en esta divinidad fracasada.

Nos encontramos de nuevo con esta idea, de forma parecida, en el caso del hipopótamo del que habla el libro de Job 40, 15-24, contra el cual el hombre se halla indefenso. El Leviatán, que generalmente se representa como un monstruo marino, es también una manifestación de la serpiente antigua, ya que Isaías 27, 1, traduce correctamente el nombre fenicio-cananeo, como un monstruo de las profundidades del mar, que encarna la fosa, el abismo, el caos mismo. Es la nada la que, solo con su presencia, hace que la gente se atemorice o bien —en condición de sufrimiento insoportable— que ella sea deseada, Job grita que “los que están listos para despertar al Leviatán” (Job 3, 8) deben maldecir la noche de su nacimiento, él quiere que todo termine. El Salmo 104, 26 menciona también al Leviatán: allí se canta el mar como obra de Dios, el mar, “tan grande y anchuroso”, sobre el que “surcan las naves”, y “también el Leviatán que formaste para jugar”, la bestia, un pez ornamental en el acuario cósmico de Dios. Esto último es, por supuesto, una proclamación de la soberanía absoluta de Dios —incluso sobre la nada—, una proclamación como la que tuvo que hacer Israel, después del exilio de Babilonia: después de la pérdida total de la tierra y de la predilección, la fe solo podía preservarse si Dios no solo era el Dios de Israel, sino también el Dios de todos los pueblos, de toda la creación, e incluso si era, también, el Señor de la nada.

De modo semejante, solo que personificada, la serpiente aparece como un gran pez que se traga al profeta Jonás. Es la personificación de lo caótico, que arrastra al profeta hacia el abismo del mar, el cual sirve a Dios, y por mandato de Él debe liberar a Jonás. De modo que, en la oración de Jonás, 2, hay una prefiguración de la Pascua de la resurrección de Jesús: “Tú sacaste mi vida de la fosa, señor Dios mío” (Jonás 2, 6b). Esto demuestra que no fue casualidad que el símbolo de Jonás se convirtiera en la imagen pascual más difundida en los primeros tiempos del cristianismo, como lo atestigua la iconografía de las catacumbas. Los primeros cristianos quisieron expresar con esto que entendían la Pascua y la resurrección de los muertos —no como la entienden algunos teólogos y muchos cristianos hasta hoy, como una intervención espectacular de Dios y el milagro de todos los milagros—, como la decisión definitiva del drama entre la confianza y el miedo: de quien, incluso de cara ante la inmediatez del abismo de la muerte, se aferra tan inquebrantablemente a Dios como Jesús, y tiene a Dios tan incondicionalmente para sí mismo, que nunca puede perderse.

Por último, en Juan, el teólogo especulativo, esta correspondencia con el drama primigenio entre el miedo y el acontecimiento pascual literalmente se apaga: en el diálogo con Nicodemo, el Jesús joánico declara la intención de su misión con la frase: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo aquel que crea tenga vida eterna en él” (Juan 3, 14-15).

El pasaje lleva de vuelta al episodio del Éxodo narrado en el libro de Números 21, 1-9, cuando Israel había perdido una vez más el aliento y se había rebelado contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos sacaste de Egipto?”. En otras palabras, ¿de qué sirve toda esta plaga de la libertad maldita? “¡Hubiéramos muerto para eso en Egipto!”. Entonces, se dice que Dios envió serpientes venenosas entre la gente. Evidentemente, su miedo, su desconfianza en Dios, envenenaron sus vidas. Para salvar a quienes se arrepentían, Moisés modeló una serpiente de bronce como mandato de Dios y la colgó de un asta. Cualquiera que hubiese sido mordido y mirase esta serpiente, es decir, quien literalmente mirase a la cara al miedo, sería salvado; así, arrebatado de la paralizante atracción por el miedo, podría continuar el éxodo a la Tierra Prometida de la libertad. Para Juan este es un arquetipo de salvación a partir de la venida de Jesús: todo aquel que mire al Crucificado y pondere su fidelidad a Dios, por así decirlo, alcanza una libertad de vida, que no dejará que sienta temor ante nada, y menos aún ante un final.

El retorno más próximo de la serpiente, de la bestia —comparado con las apariciones bíblicas— se halla en un canto yidis sobre la esperanza de la llegada del Mesías, que el rabino cantaba a los niños en un juego de preguntas y respuestas en medio de la miseria más amarga en algún pequeño reducto judío de Europa del Este, y que se mantiene vivo hasta el día de hoy como “Sug schoin Rebbenju”:

Dime, querido rabí, ¿qué pasará cuando venga el Mesías?

Cuando venga el Mesías, celebraremos una gran fiesta.

Oye, rabí, ¿quién hará la música para nosotros en la fiesta?

¡Moisés cantará y tocará para nosotros!

Oye, rabí, ¿quién bailará para nosotros en la fiesta?

¡Miriam bailará para nosotros!

Oye, rabí, ¿qué beberemos en el festival?

¡Beberemos vino!

Oye, rabí, ¿qué vamos a comer en la fiesta?

La Schurrabah —denominación infantil de Behemot—25.

Así que cuando el Mesías venga, la bestia del miedo será comida. Aludiendo al título de una famosa película de Rainer Werner Fassbinder (1945-1982), hay un contrapunto a eso de que “el miedo se come el alma” (Angst essen Seele auf). Lo que expresó aquí el judío, poeta de Dios, tiene su paralelo milenio y medio atrás con los padres de la Iglesia, porque con frecuencia refieren que la herida ocasionada al alma humana por culpa del fruto del árbol del paraíso es sanada por otro fruto, un nuevo alimento: el fruto del árbol de la cruz, la Eucaristía, el “pharmakon athanasias”26, como el padre de la Iglesia Ignacio de Antioquía (siglo II) la denomina y también el actual misal católico: la medicina de la inmortalidad27.

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