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6. El secreto empresarial detrás de todo esto: la autoconservación

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Pero ¿de dónde viene este miedo a tener que salir, de la finitud, cuya respuesta espiritual, a todas luces, solo puede tranquilizar a alguien religioso? No es necesario esforzarse de antemano para lograr el proverbial “ser para la muerte” de Martin Heidegger (1889-1976) o por el pathos del existencialismo. Me parece más sugestivo echar un vistazo a un contexto que la antigüedad ya conocía, y que luego se convertiría en un teorema central de la modernidad filosófica, del que, además, surgieron buena parte de los actuales desafíos intelectuales, prácticos y políticos: la conexión constitutiva entre el ser sujeto y la autoconservación.

Filosóficamente, el concepto de autoconservación se remonta al periodo del clasicismo griego28. A principios de la Edad Moderna experimentó un renacimiento, que a veces lo arrastró hacia una deriva antiteológica debido a la relación de la autoconservación con la idea de amor propio. Posteriormente —con Thomas Hobbes (1588-1679)— pasó a tener el rango de “concepto fundante”29, con lo que se convirtió en una idea central de la modernidad. Desde hace diez años, el concepto se viene discutiendo y utilizando como instrumento de análisis para valorar el carácter específico de la modernidad. Lo que no solo conduce a establecer nexos entre perspectivas que de otro modo se considerarían de forma independiente, sino que también lleva a controversias sobre la reivindicación y el derecho que tiene la modernidad frente al pensamiento contra el que se ha manifestado críticamente30. El fenómeno se entiende mejor si se aborda dentro de los límites establecidos por un marco conceptual:

Aristóteles (384-322 a. C.) introdujo el concepto de conservación del género en el concepto de autoconservación, mientras que la filosofía estoica incluyó la idea de la preservación del individuo y de su relación con la autorreferencia31. Diógenes Laercio (siglos II y III) escribe en su compendio Vidas y opiniones de filósofos ilustres que

Dicen [los estoicos] que la primera inclinación del animal es conservarse a sí mismo, por dote que la Naturaleza le ha comunicado desde el principio, según escribe Crisipo en el libro I De los fines, diciendo que la primera inclinación de todo animal es su constitución y conocimiento propio, pues no es verosímil que el animal enajenase esta inclinación, o bien hiciese de modo que ni lo enajenase ni lo conservase. Resta pues, que digamos que la retuvo amigablemente consigo, y por esto repele las cosas nocivas y admite las sociables32.

En esta breve cita de Diógenes Laercio se mencionan dos ideas claves que dan un primer indicio de la continuidad y diferenciación entre esta clásica autoconservación y un concepto específico central de la Modernidad.

Por un lado, según Diógenes, Crisipo (280-206 a. C.) ya asociaba en el ser autosuficiente la inclinación a la autoconservación con el momento de la conciencia de esta inclinación: la autorrelación y la autoconservación van de la mano. Esta representación del pensamiento alcanzará realmente su máxima expresión en la modernidad. La unión de las dos llega a ser tan importante que podría intentar elaborarse una teoría general de la subjetividad y de la autoconciencia.

Al mismo tiempo, sin embargo, en el pasaje de Laercio entra en juego, hasta cierto punto, una diferencia decisiva entre el pensamiento estoico antiguo y el moderno sobre la autoconservación: para los estoicos, la tendencia del ser viviente a permanecer en la existencia se inscribe desde el principio en su constitución a través de la naturaleza generada, así la autoconservación es su dote. La doctrina cristiana de la creación ha dado continuidad a esta perspectiva de una manera algo distinta: ella también reconoce la autoconservación de las criaturas; la voluntad del querer permanecer existiendo se convierte para estas en un momento interior de su aspiración y adhesión de su ser a una meta más elevada y definitiva. Dicho formalmente: estoica y cristianamente, la autoconservación de los seres se basa en su determinación constitutiva, ya sea por la naturaleza o por el Creador; en pocas palabras: en ambas visiones, la autoconservación tiene sus raíces en la conservación foránea.

Aquí precisamente se halla la línea divisoria entre la Edad Media y la modernidad. Debido a que la credibilidad en el telos último se desvaneció en el marco de la crisis de la metafísica cristiana occidental, una radical autorrelación tomó su lugar. La autoconservación implica entonces, necesariamente, la exclusión de cualquier forma de conservación foránea, sobre todo teológica. Cada razonamiento de algo semejante a una creación de Dios se vuelve obsoleto. Y ni las mismas leyes de la naturaleza dan a los procesos de conservación su carácter; la permanencia en el mundo debe extraerse de todo ello mediante la formulación de hipótesis apoyadas en la experimentación: la subjetividad autodeterminada también debe asegurar su propia conservación.

El hecho de que esto también incluya estar en relación constitutiva con los otros se encuentra ya dentro del alcance de la autoconservación en el clásico sentido aristotélico: dependemos de otros, sobre todo al comienzo y, normalmente, también al final de nuestras vidas, tanto para nuestra prosperidad como para nuestra propia perdición. Más llamativo es el hecho de que un manual sobre el tema de la “sociedad” haya reflexionado en los últimos tiempos por primera vez sobre el problema de la autoconservación. Esto ocurrió con la teoría política de Thomas Hobbes33. Para él, el Estado es una expresión de la voluntad de todos los ciudadanos:

La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas34.

Para Hobbes, este fin solo se alcanza al:

[…] conferir todo poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquel, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás […]. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín, Civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa35.

Como expresión de la voluntad de los ciudadanos, el Estado no es un mero instrumento mediante el cual un grupo de personas trata de lograr un objetivo particular; por tal razón, no debe haber un uso de la fuerza por parte del Estado en nombre de los ciudadanos en contra de la voluntad de uno o algunos de ellos. Pero el Estado tampoco se encamina hacia la realización de un orden mundial; en cualquier caso, el Estado solo podría satisfacer las demandas de los ciudadanos, pero no como expresión de su voluntad. En la voluntad de cada uno está asentada la correspondencia entre el individuo y su libertad, por un lado, y la institución y la ley, por otro. Para Hobbes, este concepto de Estado se deriva de su antropología, con mayor exactitud de la necesidad de autoconservación que ello implica. Para él, el hombre como individuo está guiado profundamente por el deseo, que se vuelca hacia los bienes. Su escasez conduce a conflictos que no son de ninguna manera menospreciables, y en su supervivencia victoriosa en forma de reivindicaciones personales prometen la máxima satisfacción de placer, puesto que, en esta crisis, los más débiles podrían derrotar incluso a los más fuertes con su ingenio. Todos le temen a la muerte por igual y, por lo tanto, se someten a una instancia que es más fuerte que cualquier ejercicio individual de poder. Este es el Estado, llamado Leviatán por Hobbes, la bestia que simboliza el poder primigenio del Caos bajo la superficie del cosmos (véase Job 3, 8; 40, 25).

Hay desde luego, en todo esto, un recelo contra toda pretensión de establecer un orden eclesiástico-clerical, que incluso pretende también juzgar las conciencias. Para Hobbes, el Estado no se dirige, pues, hacia un fin material determinado, sino que ha de servir a la autoconservación en la sociabilidad de sujetos decididos, dispuestos y competitivos. Él asegura la continuidad de la capacidad de anhelar de todos los individuos, incluso, si es necesario, mediante la restricción violenta de las pretensiones individuales, que ponen en peligro esta continuidad: conservatio sui, autoconservación en segundo grado —de segundo grado—, porque la persona ya está obligada por razones de autoconservación desde el comienzo de su vida a entrar en relación con los demás, lo que lo obliga a acatar la voluntad del Estado como instrumento de autoconservación dentro de esta relación.

La punzante antiteología del discurso sobre el Estado, como Leviatán, no debe distraer del hecho de que se trata de un indicio importante para nuestra pregunta sobre la estructura de la autoconservación, algo que nos remite directamente a lo que condujeron los análisis precedentes sobre las otras formas de autoconservación, en cada caso, como consecuencia de su lógica interna.

En el pasaje citado anteriormente, Hobbes se percata —a primera vista de forma un tanto enigmática— de que en lugar de decir Leviatán también se puede hablar del “dios mortal”, al que se le contrapone un Dios eterno. Por lo tanto, el “dios mortal” puede ser tan solo una cifra para el complejo fenómeno de la reivindicación incondicional del poder que puede imponerse únicamente de forma limitada. Es necesario entonces entrar en formas de socialización para mantener la propia existencia, pero esto debe finiquitarse en las fronteras internas, para que el ser propio de la existencia, y por lo tanto ella misma, sea en realidad preservado.

Este complemento hobbesiano de la idea de autoconservación debe considerarse sin duda como muy controvertido, incluso aunque solo sea porque apunta sin rodeos a aquel tipo de relaciones que, como lo advierte Nietzsche, y sobre todo Heidegger y Levinas (1906-1995), pone al sujeto bajo la acusación moral de ser en esencia una instancia de dominación que solo está interesada en someter todo bajo ella misma. La fuerza del ímpetu ético, que resulta para Levinas de la crítica al tema del sujeto soberano y que culmina en el discurso del a priori ético del Yo rehén, a través, prácticamente, del rostro del otro, debe ser respetada, ante todo por las páginas biográficas del autor, perseguido por el nazismo. Sin embargo, esto no exime de la cuestión sobre la coherencia de la reconstrucción del sujeto moderno para el cual se libera este ímpetu. Dieter Henrich lo explicó con precisión en una entrevista (muy lejos de la posición de Levinas):

La comprensión de validez de un imperativo o valor puede ser socavada y vacilante si esta comprensión no puede ser completada por una descripción del mundo dentro del cual se vuelve comprensible que algo puede tener validez incondicional, es decir, para mí. Esta descripción del mundo no puede ser aceptada simplemente por el bien de la norma. Debe ser capaz de brillar por sí misma36.

De esto precisamente carece el tratamiento que Levinas da a la noción del sujeto, dado que el rasgo constitutivo de la autoconservación no encuentra un lugar.

La idea moderna de la autoconservación repele la de la conservación foránea de una manera crítica y controvertida, en particular la de un Dios. Sin embargo, esto no necesariamente resulta en una autosatisfacción triunfal, que luego se libera de las pretensiones de poder del sujeto. Preservarse a sí mismo y la necesidad interior de tener que preservarse, solo lo puede y lo debe realizar un ser que no puede darse a sí mismo ni se puede afianzar por su propia fuerza. La moderna concepción de la autoconservación solo podía desplegar la fuerza de su impronta, como lo hizo, gracias a que el sujeto moderno se tornó mucho más radical que todos sus predecesores en la indisponibilidad de su aparición y en su disponibilidad (según Heidegger, en su “arrojo”) según condiciones contingentes. Sin entrar en todo el conjunto de perspectivas que se tienen en este punto, se puede extraer, sin embargo, un resumen sistemático: el concepto de autoconservación está filosóficamente lo bastante fundamentado para actuar como instrumento de dirección de un discurso sistemático y antropológico. Además, está de forma constitutiva tan asociado a las dimensiones normativas que puede invalidar la sospecha de que los actos autosuficientes son expresiones necesarias del soberano dominante sobre el sujeto moderno y oscilante que rige a todos y a todo. En el ámbito de la defensa teológico-católica de la época moderna, precisamente, se habla de este juicio en torno a ese sujeto autoconsciente de la modernidad. Esto, sin embargo, descarta el hecho de que, aquel ser, que no ejerce soberanía sobre algo y que ni siquiera dispone de su propia presencia o persistencia, deba por fuerza preservarse a sí mismo. Dieter Henrich lo atribuye a un denominador y lo resume así:

La confianza en uno mismo solo se produce en un contexto que no se puede entender de ningún modo desde su fuerza y actividad. Y ella surge de tal manera que originalmente conoce esta dependencia. Por eso se le debe entender desde la necesidad de autoconservación37.

No obstante, el hecho de que en el curso de los procesos de autoconservación, la dinámica que los sostiene pueda llegar a ser independiente, liberando consecuencias destructivas o incluso autodestructivas, es una historia del todo diferente. El fenómeno en sí mismo es más que conocido en la actualidad por nosotros: los “desafíos globales”, como el crecimiento demográfico (muy desigual dentro de Alemania) o los desastres ecológicos, son sus más conocidas manifestaciones. En términos filosóficos, se ha hablado de la “dialéctica de la Ilustración” durante más de medio siglo, incluyendo el título de la famosa obra de Adorno y Horkheimer de 194738. Seis años antes, Horkheimer había escrito Razón y autoconservación39, un escrito en conmemoración de Benjamin. Y ya en ese entonces, la tesis central era que la autoconservación se había pervertido a sí misma en una absolutización furiosamente ciega de la razón científico-instrumental para una dominación total de la naturaleza y de la sociedad. Las consecuencias deshumanizadoras de dicho proceso solo podrían ser contrarrestadas por una Ilustración de la Ilustración, es decir, por una autocrítica radical de la razón. Pues,

si los hombres atomizados y destruidos se hallan en condiciones de vivir sin propiedad, sin lugar fijo, sin tiempo, sin pueblo, es porque se han desembarazado también del yo, en el que radicaba, así como toda inteligencia, también la estupidez de la razón histórica y toda su conformidad con el poder establecido. Al final del progreso de la razón que se suprime a sí misma, no le queda otra cosa que la regresión a la barbarie o el comienzo de la historia40.

Así es como termina el ensayo de Horkheimer de 1941.

Parece todo, menos una coincidencia, que en el escenario apocalíptico aquí descrito, el staccato “sin propiedad, sin lugar fijo, sin tiempo, sin pueblo”, evoca una especie de contraimagen del título de oikeiosis propio de la tradición de la Stoa, que, según un amplio consenso, viene a ser “un pilar fundamental de la ética estoica”41 y que hace referencia a la apropiación ordenada que las personas hacen de las cosas. A esto le sigue: “Que el origen de la oikeiosis como la irrupción diferenciadora entre lo propio y lo ajeno es, por así decirlo, la chispa inicial de la subjetividad”42.

Sin embargo, también es evidente de inmediato por qué y cómo el motivo estoico de la autoconservación, que está estrechamente ligado a la oikeiosis, tal como se percibe en el testimonio de Cicerón (106-43 a. C.)43, puede ser usado entonces como una representación de cuño ético a priori y constitutivo de la noción de sujeto. Podría también decirse de la misma manera que a la subjetividad exitosa y a la vida consciente pertenecen, constitutivamente, una relación positiva con la finitud y una autoconservación limitada, lo que tradicionalmente se ha denominado la capacidad de un ars moriendi.

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