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1. Corporeidad: primera aproximación

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Hoy el cuerpo es un objeto de culto, no hay duda. Y nunca en la historia fue tan ostensible que este culto se refiere más al diseño que a la naturaleza. El cuerpo es estética, quirúrgica y químicamente transformado a más no poder; solo así el cuerpo —y con él su habitante— puede llegar a ser y permanecer comercializable en la competencia de y para lo bello y lo apto. Todo esto no es nuevo, en asuntos de cosmética los egipcios ya eran profesionales, y la gimnasia fue inventada por los antiguos griegos. Sin embargo, lo que hoy distingue la transformación del cuerpo de la del pasado es que se pretende instaurar toda una filosofía alrededor de ella, que va más allá de meras actitudes sobre el estilo de vida. En un congreso en Berlín, a mediados de mayo de 2003, se difundió la tesis de que por fin los viejos sueños de la humanidad podrían hacerse realidad por medio del culto al acondicionamiento físico y al deporte extremo, con vacacionistas bronceados y ciberpunks, como por medio de fantasías pornográficas y biotecnológicas1.

Esto va, por cierto, muy de la mano con una “inflación de la subjetividad”2, como advirtió en 1998 el filósofo Dieter Henrich (1927); subjetividad que en este caso no se entiende como la personificación consciente de la conducta, sino más bien como una expresión sumaria de técnicas de autodescubrimiento, que se originan principalmente en el cuerpo y que se reconocen, muy a menudo, no tanto por enmascarar la superficialidad que las caracteriza, sino por potenciarla en un juego ofensivo. De hecho, es difícil abarcar la cantidad de artículos, antologías y monografías sobre conciencia y subjetividad. No menos complejo, en el enmarañado terreno de discusión, es responder a la pregunta sobre dónde trazar los límites entre los campos propios de la reflexión filosófica, la sofisticada ciencia ficción e incluso el esoterismo. Henrich trata la cuestión, al percibir la subjetividad como un tema de moda desperdigado en la superficie de las visiones del mundo y convertido, por esta razón, en una pieza de una sociedad que privilegia vivencias arrebatadoras, aunque superficiales3, incrustada en una compleja interdependencia económica: como lo pone de manifiesto especialmente el fenómeno en masa de una autobúsqueda psicoterapéutica.

No es de extrañar que los resultados de la neurobiología desempeñen un papel central en esta situación o, para ser más específicos, que ciertas formas de recepción e interpretación de los resultados neurobiológicos ganen relevancia. Por regla general, se caracterizan por el hecho de intentar agrupar mente, conciencia y subjetividad, entre otros, bajo una formulación que inicia con “nada más que…”, y que no es otra cosa que un reduccionismo.

Por otro lado, Peter Sloterdijk (1947) intentó en 2009, en su voluminoso tratado Du mußt dein Leben ändern (Has de cambiar tu vida)4 llevar por esta misma línea la dimensión entera de lo religioso. Su tesis rectora es que la religión no existe, lo que se entiende por esta no es más que un conjunto de técnicas de autoperfección con las que el hombre siempre ha tratado de estilizarse, más allá de sus defectos constitucionales, en algo que es más importante que lo que él es de hecho. En un panorama bastante impresionante, Sloterdijk hace un recorrido fenomenológico, desde las prácticas ascéticas del Lejano Oriente sobre las antiguas técnicas de perfeccionamiento y los ejercicios espirituales cristianos, hasta la religiosa refundación pagana de los denominados Juegos Olímpicos y el programa quimionanotécnico de neuromejora (la optimización farmacológica de la capacidad intelectual), para llegar a la conclusión de que en todo esto hay un solo propósito imperante: la práctica mediante la cual el hombre produce al hombre y trabaja constantemente en su autoconfiguración, por medio de una especie de elevada psicología, movida por ideales de perfección. Sin embargo, en tal “ética de la autoexigencia absoluta”5, con su tendencia hacia un “pánico de autoconservación”6 en aumento, se hace válida una opción que apenas podría denominarse como humana. Además, en las tradiciones de las grandes religiones surge una objeción radical a este apremio de autoperfeccionarse, cuando por proteger a los débiles y a los quebrantados se opta (en el monoteísmo) por hablar de “gracia”, con la consecuencia de que al hacerlo, incluso el intento de Sloterdijk de desencantarse de la religión, logra ser refutado. Al respecto se volverá a hablar al final de estas reflexiones.

Antes de eso, permanezcamos en el ámbito de lo físico, dado que la cuestión del cuerpo puede ser también abordada de manera completamente diferente. Para eso hay un testigo, cuyo pensamiento no podría ser más apasionante, incluso si su aparición se remonta a algunos siglos atrás. Estoy hablando de Giordano Bruno (1548-1600).

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