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DÍA 246 d. D.
REQUIEM, TENNESSEE
LADERA DE LAS GRANDES MONTAÑAS HUMEANTES
Esto es lo que soy de verdad…
Jackson se tropezó hacia atrás y se persignó. Tal y como yo ya había predicho.
Con ese gesto me rompió el corazón por completo.
—Y, sin embargo, no podría estar más orgulloso de ti, Emperatriz —susurró la Muerte en mi mente.
Lo oí claramente; debía de estar cerca. Ya no me quedaba nada que perder, ninguna razón para tenerle miedo. Vigila tus seis, Parca, me voy de caza.
Oí una risa ronca.
—Tu Muerte te espera.
Empecé a reír y fui incapaz de parar.
Jackson palideció más aún. Esperaba que ahora me abandonase y se llevase a los otros tres lejos de mí.
Porque, de lo contrario, puede que la Emperatriz los matase a todos…
Algo húmedo me resbaló por la cara. ¿Una lágrima?
Lluvia.
Mientras Jackson y yo nos mirábamos, las gotas empezaron a caer.
Dejé de reírme cuando lo vi sujetar mi cinta del pelo con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos; como si al apretarla pudiese aferrarse a la chica dulce que creyó haber conocido.
Esa chica ya no estaba, la había reemplazado la Emperatriz, que seguía preparada para luchar entre los restos del Alquimista. A la vez que el pelo teñido de rojo me caía por las mejillas, sentí que contraía el rostro en una expresión que jamás había puesto. Una de amenaza.
Me medio sorprendió que Jackson no me hubiese disparado; seguía teniendo la peligrosa ballesta colgada del hombro.
Además de la agorera llovizna, la niebla comenzó a cubrir el pueblo fantasma, oscureciéndolo todo; pero, de reojo, pude divisar movimiento. Aparté la mirada de Jackson y la centré en el resto de nuestro grupo dispar y desharrapado: otros tres arcanos como yo.
Selena, Matthew y Finn.
Pero fue Selena en quien me centré. Se había descolgado el arco de la espalda y estaba sacando una flecha del carcaj que llevaba en el muslo.
Arqueé las cejas, sorprendida. Supuse que la Arquera por fin se había cansado de esperar para matarnos.
Cuando colocó la flecha, el tornado de espinas que giraba sobre mí se intensificó. La pequeña enredadera junto a mi rostro se estiró hacia ella cual víbora preparada para atacar.
—¿Así va a ser, Arquera? —Mi voz sonaba ronca de haber estado gritando de dolor. Sonaba como las villanas de las películas. También me sentía como una. La batalla me llama… justo como me había dicho Matthew—. ¿Lo zanjamos ya? —Conforme se me regeneraba el cuerpo, el agotamiento me embargaba. Aunque las granadas ácidas del Alquimista se habían comido parte de mi ropa —y de mi piel—, seguía teniendo garras para luchar.
Pero ¿durante cuánto tiempo?
—Guau, chicas, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Finn con aquel acento surfero propio del sur de California—. Selena, ¿por qué diablos estás apuntando a Evie?
—La Luna sale. La Luna se pone —murmuró Matthew.
Selena los ignoró a ambos.
—No quiero hacerte daño, Evie —dijo, aunque seguía apuntándome. Su piel perfecta brillaba con un matiz rojo, como la luna del cazador. Su pelo largo le ondeaba junto al rostro, tan rubio que parecía plateado, el color de la luna llena—. Pero me protegeré hasta que vuelvas a recuperar el control.
—He recordado lo que estamos destinadas a hacer, Selena. —Matarnos—. Dame una razón para no matarte ahora mismo. —Señalé los dos robles enormes que había revivido antes. Detrás de ella, el suelo retumbaba a la vez que las raíces se acercaban, preparadas para llevársela consigo bajo tierra.
Mis soldados esperaban órdenes. Sería una forma horrible de morir.
—Me necesitas —dijo—. Tú y yo, junto con algunas otras cartas, nos aliaremos para matar a la Muerte. Es demasiado fuerte como para que ninguno de nosotros pueda eliminarlo solo. Trabajemos juntos hasta derrotarlo. Después, que sea lo que tenga que ser.
—¿Y si digo que no?
Selena tensó el arco.
Los glifos que envolvían mi piel brillaron con mucha más agresividad.
—Dispárame, Selena. Quiero que lo hagas. Simplemente me regeneraré y te enterraré viva. —Mucho ruido… teniendo en cuenta que me debilitaba a cada segundo que pasaba. Y mis soldados también.
Selena se arriesgó a mirar por encima del hombro.
—¡Ahora mismo no tenemos tiempo para esto! Vienen los hombres del saco, más de los que haya visto nunca juntos. —Las noches desde el apocalipsis no estaban completas sin esos zombis sedientos de sangre—. Pero a J.D. —señaló a Jackson con el mentón— y a mí solo nos quedan unas pocas flechas entre los dos. Tuvimos que robar uno de los todoterrenos de los paramilitares para llegar hasta aquí. Y digamos que no nos lo pusieron muy fácil.
Podía oír los aterradores gemidos de los hombres del saco en algún lugar de la noche. Al igual que contaba los segundos entre los relámpagos y los truenos, me imaginé que estaban aún a cierta distancia.
Pero también parecía oírse a un montón de ellos.
—Para más inri, otras cartas llevan siguiéndonos el rastro desde hace un día —prosiguió Selena—. A estas alturas saben que has eliminado a un arcano. La muerte del Alquimista los atraerá hasta aquí. Pronto.
Jackson nos miraba a Selena y a mí de forma intermitente. Hacía quince minutos creía que las dos éramos chicas medio normales; o al menos todo lo normales que podíamos ser d. D., después del Destello.
Ahora hablábamos de matarnos los unos a los otros, de matar a una carta llamada la Muerte. Mientras un tornado de espinas giraba sobre nosotros. Eso sin mencionar que Jackson había visto los restos del Alquimista y sabía que había hecho trizas a un adolescente.
Selena aflojó ligeramente el arco.
—Tenemos que firmar una tregua por esta noche y alejarnos todo lo que podamos.
—Una tregua… ¡eso es, buena idea! —dijo Finn—. Pongámonos en camino y hablémoslo. Evie, dime que tienes la camioneta.
—Sin gasolina.
—Mierda. Nuestro coche también. Parece que vamos a tener que ir a pie.
Jackson no reaccionó. Se le veía tanto estupefacto como agotado. Tenía los ojos inyectados en sangre y una barba de varios días cubría su mentón marcado.
El fragor de la batalla estaba remitiendo; ya no tenía que contener las arrolladoras ganas de aniquilar a los otros arcanos. Quizás me había afectado más porque había reprimido los poderes de la Emperatriz durante mucho tiempo.
Selena sería una idiota si me eliminase mientras la Muerte seguía vivo. ¿Era posible una alianza? Necesitaba tiempo para pensar en todo, para sopesar mis opciones.
—Tregua —accedí—. Por esta noche.
Desencajó la flecha del arco y volvió a guardársela en el carcaj con un movimiento fluido. No pude evitar poner los ojos en blanco. Era una engreída.
Sin aquella amenaza, comencé a refrenar mis poderes. A la vez que mis garras se transformaban en unas uñas rosas y normales, ordené al tornado de espinas que se deshiciera en el suelo. Los pinchos cayeron cual colmena de abejas al morir al unísono. En el antebrazo izquierdo un glifo con la forma de tres espinas pasó de tener un brillo dorado a otro verde antes de desaparecer por completo.
Le di un beso de despedida a la enredadera junto a mi rostro. Cuando esta se hundió bajo la piel de mi brazo derecho como si se sumergiera en el agua, un glifo con forma de enredadera brilló y luego desapareció. Mi pelo rojo y lleno de hojas se aclaró hasta volver a su tono rubio original. Sabía que los ojos verdes de la Emperatriz estaban dando paso a los míos azules de siempre.
Jackson, tan observador como siempre, estudió mis movimientos, mis reacciones. Cauto, como lo haría con un animal salvaje. No lo culpaba. Yo me volvería loca si viera todo esto por primera vez.
En realidad, sí que me había vuelto loca la primera vez que vi estas cosas a través de las visiones de Matthew.
Esta noche Jackson se había dado cuenta de que el mundo no era como él creía que era. Ahora mismo parecía querer estar en cualquier otro lugar lejos de aquí.
Pero si me tenía miedo —o a nosotros—, entonces, ¿por qué no se había marchado?
Estaba a punto de preguntárselo cuando un mareo y un escalofrío me invadieron; la regeneración me había agotado los últimos resquicios de fuerza. Las gotas de lluvia eran escasas, pero suficiente para empaparme el pelo y la piel al descubierto. Al tiempo que cojeaba para encontrar la chaqueta, me pregunté si tendría tiempo para succionar la vida de los robles.
Podía clavar las uñas en la corteza y dejarlos secos, como si me inyectase energía. Pero me llevaba tiempo. Una de las desventajas de usar árboles como armas tras el Destello era que tenía que cargarlos primero con mi propia fuerza vital, mi sangre.
¿Otra desventaja? No me los podía llevar.
Los otros me siguieron al interior sorteando los restos del Alquimista. No realmente al «interior», pensé, contemplando la imagen tan surrealista.
Aunque la casa estaba partida en dos, las paredes exteriores y el tejado se habían derrumbado; no obstante, algunas partes del salón habían permanecido intactas. Las mesas seguían cubiertas de manteles. El fuego continuaba crepitando en la chimenea.
Esta casa era como yo. Habíamos empezado el día de una manera, y ahora las dos nos habíamos vuelto irreparables. Pero una parte de mí sigue igual. Espero.
La mirada de Jackson aterrizó en las marcas de quemaduras sobre el suelo. El ácido había disuelto algunas partes al azar, al igual que había sucedido con mis piernas cubiertas de ampollas. La madera estaba astillada alrededor de dos huellas perfectas de zapatos, como si se tratasen de dos islas gemelas.
Cuando atisbó mi piel en proceso de curación, supe que comprendía lo que me había pasado aquí. Seguro que entendía por qué había tenido que hacer lo que había hecho.
Posé la mirada sobre la grabadora de Arthur, que todavía seguía sobre la mesilla, ahora moteada de gotas de lluvia. La cinta con la historia de mi vida se hallaba dentro. Se había apagado justo antes de que me hubiese amenazado con destrozarme la cara con un bisturí…
Matthew, tan alto como era, se acercó a mí sonriéndome y con los ojos castaños llenos de confianza.
—He echado de menos a Evie. La Emperatriz es mi amiga.
La ola de agresividad que había sentido cuando me había puesto en modo Emperatriz había desaparecido casi por completo. ¿De verdad había creído poder hacerles daño a los otros? Me avergonzaba de mis propios pensamientos.
Por supuesto que nunca le haría daño a Matthew. Lo cual implicaba que nunca participaría en este juego.
Alzó su rostro rubicundo hacia el cielo para sentir la llovizna. Habían pasado ocho meses sin que lloviese; Matthew había predicho que la lluvia traería todo tipo de cosas malas.
Cada amenaza a su tiempo.
—Tenemos que encontrar refugio, cielo. Preferiblemente uno que aún tenga techo y donde no haya restos de cuerpo desperdigados. —Me encogí ante el dolor de las piernas y pregunté—: ¿Tengo tiempo suficiente para drenar la energía de los robles?
Justo cuando Matthew respondió «no», Finn gritó:
—¡Hombres del saco!