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c) La retórica

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Lactancio había sido maestro de retórica, como ya hemos dicho; no es extraño, pues, que la prosa de nuestro autor esté llena de frecuentes recursos retóricos. De hecho, Lactancio ha sido considerado con frecuencia como el «Cicerón cristiano». De esos recursos retóricos nos vamos a ocupar ahora.

Pero antes de ello conviene hacer algunas consideraciones de carácter general. En el viejo dilema entre contenido y forma, entre lo que se dice y cómo se dice, los autores cristianos han adoptado tradicionalmente el principio de insistir en la necesidad de un contenido verdadero y de olvidar o despreciar la forma. La forma literaria no importa, ya que la verdad resplandece por sí sola sin necesidad de ir adornada de una forma bella. El mismo Lactancio es testimonio de la aceptación de este principio. Al comienzo de la obra, cuando recuerda su anterior profesión de orador (1, 1, 8), opone la profesión de educador o instructor a la de orador: es mucho mejor la primera que la segunda, ya que aquella enseña «el bien vivir» y la segunda se queda sólo en el «bien hablar». El capítulo primero del libro tercero es un manifiesto programático en este sentido: en él vuelve a insistir en el principio cristiano de que la verdad, simple y desnuda, sin adornos formales, es más bella, puesto que ya es suficientemente elegante por sí misma; incluso resulta fea si es embadurnada con adornos formales; por ello la verdad triunfará, aunque no esté elegantemente expuesta. En el mismo libro tercero, capítulo 13, al hablar de la retórica, no tiene inconveniente en reconocer la primacía del contenido sobre la forma: «La sabiduría no está en la lengua, sino en el corazón, y no importa el estilo que se use; se busca, en efecto, el contenido, no la forma».

Ante este principio cristiano, aceptado, como hemos visto, por el propio Lactancio, cabe el planteamiento de las siguientes cuestiones: si lo importante es el contenido y no la forma y si, como consecuencia de ello, se desprecia la retórica clásica, ¿cómo se explica que esa retórica clásica y en general toda la cultura clásica no se arruinaran ante esta postura iconoclasta de los autores cristianos, que en definitiva y paradójicamente fueron los transmisores de la misma? ¿Cómo se explica en concreto que Lactancio, que acepta el principio del desprecio a la forma, escriba con un estilo conscientemente elevado y casi ciceroniano? La respuesta a ambas preguntas es la misma. Los autores cristianos aceptan el principio de que lo importante es el contenido y de que la forma es despreciable; pero esta aceptación es sólo teórica y, en nuestra opinión, se limita a ser más que nada una postura testimonial: los cristianos son conscientes de que ellos son algo diferente —son el tertium genus — a los demás; y una forma de manifestar esa particularidad es la de prescindir programáticamente de uno de los ingredientes fundamentales de la cultura clásica: la retórica. Ello es evidentemente una postura testimonial. Pero puede ser también una postura apologética: de hecho las Sagradas Escrituras y muchos de los escritos de los autores cristianos son de estilo sencillo y humilde. Nada mejor entonces que defender como programa un estilo humilde.

La defensa, pues, del principio de la primacía del contenido y del desprecio a la forma por parte de los autores cristianos es una postura testimonial y apologética. Pero en muchos casos se queda en eso, en postura programática y teórica; de hecho, con frecuencia no la cumplen, ya que en la mayoría de los casos escriben lo mejor que pueden en la medida de sus posibilidades. ¿Cómo se explica esta contradicción? Por dos razones: en primer lugar, porque, a pesar del programa cristiano, un autor que tenga tras de sí una larga tradición cultural y que incluso él mismo haya bebido en esa tradición en sus años de aprendizaje, no puede, a pesar de que se le imponga programáticamente, prescindir de ese bagaje a la hora de escribir; constantemente aflorarán, aunque sea inconscientemente, elementos e ingredientes de todo eso que, teóricamente, está rechazando; la lucha entre teoría y práctica, entre programa y realización, se resuelve en este caso, aunque sea, repetimos, inconscientemente, a favor de la práctica. En segundo lugar, porque —y esto lo reconocen los propios autores cristianos, como Lactancio—, si bien el principio cristiano en cuestión defiende que la verdad por sí sola triunfa, aunque no esté bellamente expuesta, ello no exige que se desprecie la forma y la belleza de estilo; si la verdad triunfa por sí sola, triunfará con más facilidad si es expuesta con un estilo digno. Esto lo reconoce abiertamente Lactancio. Al comienzo del libro primero (1, 1, 10), al recordar su vieja actividad retórica, reconoce: «De todas formas, aquellos ejercicios de pleitos fingidos nos han servido de ayuda en el sentido de que ahora podemos defender con mayor abundancia y facultad la causa de la verdad. Y es que ésta, si bien puede ser defendida, como lo ha sido muchas veces por otros, sin elocuencia, sin embargo debe ser ilustrada y en cierta forma afirmada con claridad y brillantez en las palabras para que, armada con su propia fuerza y adornada con brillante forma, entre con más poderío en las almas». Del capítulo primero del libro tercero ya hemos dicho que es un manifiesto programático sobre el tema del contenido y la forma; en él acepta que la verdad brilla por sí sola sin necesidad de adornos externos; pero, al mismo tiempo, reconoce que la verdad triunfará mejor si es expuesta de una forma digna; sus palabras son lo suficientemente elocuentes: «yo quisiera, si no tener una elocuencia como la de Marco Tulio, que era realmente extraordinaria y admirable, sí al menos alcanzar una capacidad cercana a la elocuencia, para que la verdad se manifieste al fin con la ayuda de las fuerzas de mi ingenio en la misma medida en que ella vale por su propia fuerza y para que, rechazados y derrotados los errores tanto comunes como los de los que son considerados sabios, aportara una luz clarísima al género humano. Y yo quisiera que esto sucediera por dos razones: ya porque los hombres, que creen incluso las mentiras cuando son cautivados por la elegancia del discurso y el atractivo de las palabras, podrían dar más crédito a una verdad elegantemente presentada, ya ciertamente para que los filósofos fueran derrotados por mí, precisamente con sus propias armas, en las cuales suelen complacerse y confiar». En el capítulo segundo del libro quinto Lactancio se queja de que quizás la nueva doctrina ha tenido enemigos porque no ha sido defendida con dignidad: «puesto que faltaron entre nosotros doctores idóneos y cultos que refutaran con vehemencia y agudeza los errores de la gente y que defendieran elegante y abundantemente toda la causa de la verdad, este defecto provocó en algunos la osadía de escribir en contra de la verdad que desconocían» (5, 1, 1); un poco más arriba reconoce que la sabiduría y la verdad necesitan una forma idónea, y recuerda a sus antecesores en la defensa de la fe, Minucio, Tertuliano y Cipriano, cuyos defectos en dicha defensa pone de manifiesto.

En definitiva, pues, la verdad puede triunfar por sí sola, pero triunfa con más facilidad si va adornada de una forma bella. Y es lo que hace o intenta hacer Lactancio: exponerla con la ayuda de todos sus recursos formales y, concretamente, de todos sus recursos retóricos. Es éste el momento de exponer brevemente dichos recursos.

En primer lugar, el período. El largo período ciceroniano, con su perfecto equilibrio entre las partes, ha sido con frecuencia puesto de relieve y admirado por los estudiosos. Lactancio es un evidente seguidor de Cicerón en este sentido. Basta con leer un capítulo de su obra. No vamos a hacer aquí un estudio exhaustivo del período lactanciano, porque no es éste el objetivo de esta introducción. Recordemos, sin embargo, algunos de los más significativos escogidos a salto de mata. Exageradamente largo, pero perfectamente estructurado, es el período de 6, 4, 15:

Y es que, de la misma forma que en este mundo, cuando se entabla un combate con el enemigo, hay primero que sufrir para después descansar, hay que pasar hambre y sed, calor y frío, que dormir, vigilar y pasar peligros en la tierra, para poder después disfrutar, una vez a salvo, de la familia, de la casa, de la hacienda familiar, y de todos los bienes de la paz y de la victoria, pero si prefieres la desidia momentánea al esfuerzo, te estarás proporcionando a ti mismo un gran mal —el adversario en efecto se apoderará de ti al no poner tú resistencia, tus campos serán asolados, tu casa despojada, tu mujer e hijos serán hechos prisioneros y tú mismo muerto o capturado: para que todo esto no suceda, hay que dejar a un lado las comodidades presentes, con el fin de conseguir algo más importante y lejano—, de la misma forma, a lo largo de toda esta vida, puesto que Dios nos reservó un enemigo para que pudiéramos conseguir la virtud, debemos dejar a un lado los placeres del presente, para que el enemigo no nos derrote, debemos vigilar, poner guardias, emprender expediciones militares, derramar hasta la última gota de sangre y soportar con paciencia todas las amarguras y cargas, y todo ello con tanta más diligencia cuanto que nuestro emperador, Dios, estableció para nosotros premios eternos a cambio de los esfuerzos.

La comparación, los paralelismos, las anáforas, las gradaciones, la fácil identificación de las frases parentéticas, etc., hacen que este período, a pesar de su longitud, esté perfectamente estructurado y sea claramente comprensible. Hay otros menos largos, pero que responden igualmente a esquemas perfectamente estructurados y, sobre todo, que evidencian la tendencia de Lactancio a imitar al que, según manifestaciones de él mismo, es el mejor de los escritores antiguos: Cicerón.

El recurso a los diferentes tipos de argumentación aprendidos en las escuelas de retórica es frecuente en Lactancio. Así el recurso al silogismo, del que encontramos abundantes ejemplos en la obra de Lactancio. En muchos de ellos son perfectamente identificables una premisa mayor, una menor y una conclusión. Tal sucede, por ejemplo, en los siguientes:

Todo lo que se divide participa necesariamente de la muerte; como la muerte es algo que está lejos de Dios, porque éste es incorruptible y eterno; luego hay que concluir que el poder divino no puede dividirse (1, 3, 9).

Si no son todos iguales, no son todos dioses, ya que no es el mismo el que sirve que el que manda; es así que, al ser «dios» el nombre del sumo poder, ese dios debe ser incorruptible, perfecto, impasible y no sometido a nada; luego no son dioses aquellos que necesariamente están obligados a obedecer al único y supremo Dios (1, 3, 23).

Dado que todo aquello que existe tuvo que tener principio en algún momento, hay que concluir que, puesto que antes de él no hubo nada, él mismo fue creado a partir de sí mismo antes de todas las cosas (1, 7, 13).

Está claro, pues, que en los primeros tiempos hubo un rey y en los tiempos siguientes hubo otro; en consecuencia, puede suceder que en el futuro haya otro distinto (1, 11, 7).

De los dos sexos, uno es más fuerte y otro más débil: los machos son en efecto más robustos y las hembras más débiles; es así que la debilidad no cabe en un Dios; luego tampoco el sexo femenino (1, 16, 16).

No hay nada más grande que el hombre que aquello que está por encima del hombre; Dios es más grande que el hombre; luego está arriba y no está abajo ni debe ser buscado en las profundidades, sino en el cielo (2, 18, 1).

Y así se podrían seguir citando ejemplos. A veces incluso Lactancio, recordando quizás los ejercicios de la escuela, refuta silogismos de sus contrarios mediante el procedimiento de negar alguna de las premisas. Tal sucede en el ejemplo siguiente:

Y si ni el cielo, ni la tierra, ni el mar, que son partes del mundo, pueden ser dioses, tampoco puede ser dios el mundo en su totalidad, del cual pretenden demostrar los estoicos que es animado e inteligente y, como consecuencia, dios; en cuya demostración fueron tan versátiles que no dijeron nada que no fuera rechazado por ellos mismos. Argumentan, en efecto, de la siguiente forma: No puede suceder que carezca de sensibilidad lo que engendra a partir de sí mismo seres sensibles; es así que el mundo engendra al hombre, el cual está dotado de sensibilidad; luego el mundo es sensible. Otro argumento: No puede carecer de sensibilidad aquello cuyas partes tengan sensibilidad; luego, como el hombre es sensible, también el mundo, del cual el hombre es parte, tiene sensibilidad. Las premisas mayores son ciertamente verdaderas: es sensible lo que engendra algo dotado de sensibilidad, y tiene sensibilidad aquello, parte del cual está dotado de sensibilidad; pero las premisas menores en las que se apoya la conclusión del silogismo son falsas, porque ni el mundo engendra al hombre ni el hombre es parte del mundo (2, 5, 28-31).

La refutación de los argumentos del contrario negando alguna de las premisas de dichos argumentos es un típico procedimiento escolástico de las escuelas de retórica.

Un tipo de silogismo muy del gusto de las escuelas de retórica era el sorites o acervum . Se trata de un silogismo acumulativo, en el cual, a partir de una concesión, se llega a muchas conclusiones conectadas entre sí. El ejemplo clásico es el que Cicerón presenta en el De finibus (4, 50): «Lo que es bueno, es deseable; lo que es deseable, debe ser buscado; lo que debe ser buscado, es loable; todo lo loable es honesto; luego todo lo bueno es honesto». Otro famoso sorites es aquel mediante el cual Temístocles, general de los atenienses, argumentaba que su hijo Diofanto era el más poderoso de los griegos: «Los atenienses dominan a los griegos; yo, a los atenienses; mi mujer, a mí; mi hijo, a mi mujer; luego mi hijo es el más poderoso de los griegos». Se trata, pues, de una argumentación capciosa, pero puesta en práctica evidentemente en las escuelas de retórica. Y Lactancio recurre de vez en cuando a este tipo de argumentación. Tal sucede en los siguientes ejemplos.

Para demostrar que los dioses son mortales utiliza el siguiente sorites:

Si son dos los sexos de los dioses, hay que concluir que se unen; si se unen, tienen que tener necesariamente casas —y es que no carecen de virtud y de pudor, como para hacer esto en promiscuidad y públicamente, como vemos que hacen los mudos animales—; si tienen casas, hay que concluir que tienen también ciudades…; si tienen ciudades, tendrán también campos. ¿Quién no ve las consecuencias que se siguen? Aran y cultivan los campos, oficio que hacen para alimentarse; luego son mortales (1, 16, 11-12).

Y este mismo sorites es presentado a continuación a la inversa en una especie de juego sutil:

Si no tienen campos, no tienen ciudades; si no tienen ciudades, no tienen casas; si carecen de casas, carecen también de relaciones carnales; si no tienen relaciones carnales, no tienen sexo femenino; ahora bien, sabemos que entre los dioses existen también hembras; luego no son dioses (1, 16, 13-15).

Para demostrar que no son dioses ni la naturaleza ni ninguno de los elementos de la misma recurre a los siguientes sorites:

Si es imposible que las estrellas sean dioses, tampoco lo pueden ser el sol y la luna, por cuanto éstos se diferencian de las luces de los astros no en naturaleza, sino en magnitud. Y si el sol y la luna no son dioses, tampoco lo es el cielo, en el que están contenidos todos ellos. De igual modo, si la tierra que pisamos, removemos y cultivamos para nuestro alimento no es dios, tampoco son dioses los campos ni los montes; y si éstos no son dioses, tampoco el globo terrestre en su conjunto puede parecer un dios. Igualmente, si el agua, que sirve a los seres vivos para beber o para lavarse, no es un dios, tampoco lo serán las fuentes de las que mana el agua; y si no lo son las fuentes, tampoco los ríos que se forman a partir de las fuentes; y si los ríos tampoco son dioses, tampoco lo es el mar, que se alimenta de los arroyos. Y si ni el cielo, ni la tierra, ni el mar, que son partes del mundo, pueden ser dioses, tampoco puede ser dios el mundo en su totalidad (2, 5, 25-28).

Para demostrar que la materia procede de Dios recurre a éste:

Lo que tiene un cuerpo sólido recibe energía externa; lo que recibe energía externa, es disoluble; lo que es disoluble morirá; lo que muere, tuvo necesariamente principio; lo que tiene principio, tuvo necesariamente un origen, es decir, un creador sensible, providente y hábil artesano (2, 8, 39).

Para demostrar que el fin último del hombre es la contemplación eterna de Dios utiliza este otro:

El mundo fue hecho para que nosotros naciéramos en él; nosotros nacimos para conocer al autor del mundo y Dios nuestro; le conocemos para adorarle; le adoramos para conseguir la inmortalidad como premio por nuestros esfuerzos, ya que el culto a Dios exige grandes esfuerzos; conseguimos el premio de la inmortalidad para servir por siempre, a semejanza de los ángeles, al sumo padre y señor, y convertirnos en el reino eterno de Dios (7, 6, 1).

Aparte del silogismo y del sorites recurre a otros tipos de argumentación de los recomendados en los tratados de retórica. Así, por ejemplo, al dilema, que consiste en rechazar las distintas concesiones que se puedan hacer al adversario; así, para demostrar que es una falacia creer que los dioses pueden alejar los peligros que acechan a los hombres, utiliza el siguiente dilema:

Si el peligro que amenaza puede evitarse, pretenden dar la impresión de que han sido ellos los que, aplacados, lo han alejado; y si no puede evitarse, consiguen que parezca que ha sucedido porque se les ha despreciado (2, 16, 19).

Argumentos del mismo tipo encontramos en 1, 7, 7; 1, 11, 8; 1, 12, 8.

Otro tipo de argumentación que también encontramos en Lactancio y que es igualmente recogido en los tratados de retórica es el entimema, que no es nada más que un silogismo truncado o imperfecto, ya que le falta alguna de las premisas. Son múltiples los ejemplos de entimemas que se pueden encontrar en Lactancio.

Pero Lactancio no sólo toma de la retórica los tipos de argumentación, sino también otros procedimientos retóricos mucho más conocidos, como son los relativos a la parte conocida como elocutio: interrogaciones, exclamaciones, imprecaciones, apóstrofes y toda la amplia gama de figuras de palabra. Pero no vamos a hacer aquí un recorrido estéril por el uso de cada una de estas figuras por parte de Lactancio. Simplemente recordaremos lo que decíamos al principio de este epígrafe: que en la obra de nuestro autor afloran constantemente reminiscencias de su época de profesor de retórica, y que su preocupación por la forma no es nada más que un recuerdo de aquella profesión y un reconocimiento de que la verdad queda mejor expuesta si lo es con una bella forma.

Instituciones divinas. Libros I-III

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