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No fue nada sorprendente. Al principio el alcohol no me hizo ningún efecto, y luego lo que sentí fue un ligero dolor de cabeza y cierta sensación de náusea.

Evidentemente, mi organismo no estaba acostumbrado. Hacía una semana que no bebía nada. ¿Cuándo había sido la última vez que pasé una semana sin beber?

No podía recordarlo. «Puede que haga quince años —pensé—. Veinte, tal vez más».

Allí estaba, un codo apoyado en la barra, un pie en la parte inferior del taburete de al lado, e intenté pensar en qué había fallado para que sucumbiera. Concluí que cualquier cosa era menos dolorosa que unos minutos atrás. Por otro lado, tenía el sentimiento de haber perdido algo, pero ¿qué?

—¿Otro?

Iba a decir que sí, pero me contuve y negué con la cabeza.

—De momento no. Deme cambio en monedas de diez centavos, tengo que hacer unas llamadas.

Me cambió un dólar y me indicó el teléfono de pago. Me encerré en la cabina, saqué mi agenda y un bolígrafo y empecé a hacer llamadas. Gasté unas cuantas monedas en enterarme de quién estaba a cargo del caso Dakkinen y un par más en localizarlo. Por fin di con la comisaría de Midtown North. Solicité hablar con el inspector Durkin.

—Un momento... ¿Joe? Es para ti —respondió una voz—. Soy Joe Durkin —respondió otra voz tras una pausa.

—Durkin, me llamo Matt Scudder —empecé—. Me gustaría saber si han arrestado al asesino de Dakkinen.

—Perdón... no he oído su nombre —dijo.

—Matt Scudder, y no estoy tratando de sacarle información, sino de facilitársela. Si es que aún no ha arrestado a ese chulo, quizá le pueda echar una mano.

—No hemos procedido a ningún arresto —dijo tras una breve pausa.

—Ella tenía un chulo...

—Lo sabemos.

—¿Sabe su nombre?

—Escuche, señor Scudder...

—Se llama Chance. Quizá sea su apellido, su nombre o un apodo. En cualquier caso, no está fichado bajo ese nombre.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Fui poli. Escuche, Durkin, tengo un montón de información y lo único que quiero es pasársela. ¿Qué le parece si le explico lo que sé y luego me pregunta todo lo que quiera?

—Dispare.

Le conté lo que sabía de Chance. Le hice una descripción completa de él, añadí la descripción del coche y le di el número de matrícula. Le dije que tenía al menos cuatro fulanas. Una de ellas se llamaba Sonya Hendryx. La llamaban Sunny, y le di su descripción.

—El viernes por la noche la dejó en el 444 de Central Park West. Quizá viva allí, pero lo más probable es que se dirigiera allí a una fiesta en honor de un boxeador profesional llamado Kid Bascomb. Es probable que alguien de ese edificio organizara una fiesta en su honor.

»Esa misma noche, Chance se enteró —seguí sin permitir que me interrumpiera— de que la señorita Dakkinen quería poner fin a la relación que mantenía con él. El sábado por la tarde él la fue a ver al piso de la calle Treinta y ocho Oeste y le dijo que por él no había problema. Solo le pidió que abandonara el apartamento antes de fin de mes. El piso era suyo, era él quien pagaba el alquiler y quien la había instalado allí.

—Un momento —dijo Durkin, y oí el ruido de alguien pasando papeles—. El piso estaba alquilado a nombre de un tal David Goldman. Ese es también el nombre del abonado del teléfono de la señorita Dakkinen.

—¿Ha encontrado a David Goldman?

—Todavía no.

—Me temo que nunca lo encontrará, a menos que el tal Goldman sea un abogado o un representante que utiliza como tapadera Chance. En cualquier caso, lo que quiero decir es que no tiene pinta de llamarse David Goldman —aclaré.

—Usted dijo que era negro.

—Así es.

—Y lo vio.

—Así es. Sin embargo, no frecuenta ningún lugar en concreto, suele ir a los sitios más diversos. No he conseguido saber dónde para. Tengo la impresión de que nadie lo sabe.

—No habrá ningún problema —terció Durkin—. Encontraremos su dirección a través de su número de teléfono, aunque no figure en la guía. Usted nos ha dado su número, ¿recuerda?

—En realidad se trata de un servicio de mensajes.

—Bueno, de cualquier forma tendrán un número donde localizarlo.

—Tal vez.

—No parece muy seguro de ello.

—No es persona que se deje ver fácilmente —dije.

—¿Cómo se las apañó para encontrarlo? ¿Qué relación tiene con todo el asunto, Scudder?

Me entraron ganas de colgarle. Le había dado todo lo que tenía y no me apetecía responder preguntas. Pero yo era mucho más fácil de encontrar que Chance, y si le colgaba me echaría el guante en un abrir y cerrar de ojos.

—Me encontré con él el viernes por la noche. Kim Dakkinen me pidió que intercediera por ella —respondí.

—¿Interceder, de qué forma?

—Diciéndole que la chica quería dejar la prostitución. Tenía miedo de decírselo ella.

—Y usted habló por ella.

—Así es.

—¿Es usted un chulo también, Scudder? ¿Tenía ella la intención de pasar a estar bajo su protección?

—No, Durkin, ese no es mi trabajo —dije mientras clavaba las uñas en el teléfono—. ¿Por qué me hace esa pregunta? ¿Es que acaso su madre quiere cambiar de chulo?

—¿Qué cojo...?

—Controle su bocaza. Le estoy poniendo las cosas en bandeja, pero ya veo que no debería haberme puesto en contacto con usted.

No dijo nada.

—Kim Dakkinen —proseguí— era una amiga de una amiga. Si quiere referencias mías puede preguntar a un policía llamado Guzik. ¿Sigue en la comisaría de Midtown North?

—¿Conoce a Guzik?

—Nunca nos hemos querido especialmente pero él le podrá decir que soy honrado. Le dije a Chance que ella quería dejarlo y él me contestó que no tenía ningún inconveniente. La visitó al día siguiente y le contó lo mismo. Ella fue asesinada la noche pasada. ¿Cree que murió alrededor de las doce?

—Sí, pero es una hora aproximada. La encontramos once horas más tarde. Y debido al estado del cadáver, el forense no debió de tener muchas ganas de realizar un examen en profundidad.

—Mal asunto.

—Lo siento por la pobre limpiadora. Es ecuatoriana, creo que no tiene permiso de residencia, apenas habla inglés y tuvo que ser ella la que se encontró el fiambre. ¿Le importaría venir a ver el cadáver? ¿Identificarlo formalmente?

—¿Aún no tienen una identificación positiva?

—Sí. Tenemos sus huellas. Hace años fue arrestada en Long Island City por hacer la calle. Quince días. Es su único arresto.

—Luego trabajó en una casa —dije—, y a continuación, Chance la instaló en el piso de la calle Treinta y ocho.

—Una auténtica odisea neoyorquina, ¿tiene algo más, señor Scudder? ¿Cómo puedo localizarle si le necesito alguna vez?

No tenía nada más. Le di mi dirección y mi teléfono. Nos despedimos con las frases de costumbre y colgué. El teléfono sonó inmediatamente. Debía cuarenta y cinco centavos por haberme sobrepasado de los tres minutos a los que me daba derecho la moneda de diez centavos. Volví a la barra y cambié otro dólar, puse el dinero en la ranura y pedí otra copa al camarero. Un Early Times sin hielo con un vaso de agua.

Este me pareció mejor que el primero. Tras vaciarlo sentía que algo se desataba dentro de mí.

En las reuniones te dicen que es la primera copa la que te emborracha. Bebes una y se desencadena un proceso irresistible; y, sin tener conciencia de ello, tomas otra copa, y otra, y otra, hasta que terminas con una buena merluza. Tal vez no fuera un alcohólico, puesto que no era eso lo que me estaba pasando. Había tomado dos copas y me sentía mucho mejor que antes de tomarlas; y, verdaderamente, no me apetecía seguir bebiendo.

Me voy a dar una oportunidad, pensé. Me quedaré aquí durante un rato más y pensaré lo de un tercer trago.

No, no me apetecía. Estaba a gusto tal como estaba.

Dejé un pavo en la barra, cogí el resto del cambio y me dirigí a casa. Pasé por delante del Armstrong y no me apeteció entrar, porque no tenía ganas de beber.

La primera edición del News ya debía de haber salido. ¿Me encontraba con ganas de ir hasta la esquina a comprarlo?

No. A la mierda con el diario.

Me detuve en recepción. Ningún mensaje. Jacob estaba de servicio, tarareaba una melodía mientras cubría las cuadrículas de un crucigrama.

—Jacob —dije—, quiero darte las gracias por el favor que me hiciste anoche haciendo aquella llamada.

—Hombre, yo...

—No, en serio, te lo agradezco mucho.

Subí y me preparé para ir a la cama. Estaba cansado y sin aliento. Por un momento, antes de dormir, experimenté de nuevo ese malestar de haber perdido algo. Pero ¿qué había perdido?

Pensé: siete días. Has estado sobrio siete días, casi ocho, y los has perdido. Se han esfumado.

Ocho millones de maneras de morir

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