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El privilegio de ser cura

Aquel 4 de agosto, fiesta del Santo Cura de Ars, fue muy especial, sobre todo porque por la mañana despedimos a un hermano en el sacerdocio, el padre Raúl.

Reconozco que tengo gustos exóticos, pero debo admitir que las misas exequiales, las misas de cuerpo presente, y en especial las de los sacerdotes, me encantan.

Será tal vez porque en el seminario despedimos a varios curas mayores, velándolos durante toda la noche, cantando y rezando, celebrando la Eucaristía con su cuerpo exánime en el mismo sitio donde nosotros, pichones, estábamos todavía gestando nuestra consagración.

La procesión llevando el cuerpo del difunto por el camino de pinos hasta el cementerio sacerdotal, las últimas palabras de despedida, la paladita de tierra que cada uno arrojaba sobre el ataúd, el Más cerca oh Dios de ti y la Salve Regina, todo tiene como un sabor mágico y misterioso, como un sabor a eternidad.

Esta mañana despedíamos al padre Raúl quien, con casi setenta años, jubilado ya de sus tareas en el obispado castrense, había dicho “SÍ” al pedido del Obispo con la disponibilidad de un recién ordenado. Cuando la mayoría de los hombres y mujeres van dejando sus tareas, su júbilo fue ejercer el sacerdocio hasta que la enfermedad mortal se apoderó de su cuerpo, aunque no de su alma de sacerdote.

Mientras miraba su rostro pálido y sus manos inertes estrechando la cruz pensaba en cuántas veces esos labios habían pronunciado las palabras de la Cena y de la Absolución, y cuántas veces esas manos habían ungido y bendecido.

La inmensa mayoría de las personas a las cuales él ayudó en su ministerio no estaban físicamente allí. Sin embargo, flotaba en el ambiente, en ese ambiente de serena y alegre congoja, la sensación de que todos sus hijos espirituales, de una u otra manera, se hacían presentes.

En fin, flotaba la serena y luminosa certeza, la esperanzada certeza, de que ninguna de sus acciones hechas por amor –como las de todo cristiano– habían caído en saco roto. No. Todas habían caído en el Libro de la Vida, el Corazón de Dios.

Morirse luego de haberse dado hasta el final es, sin duda, una enorme alegría.

Pero, a la vez, descubría esta mañana que hay una alegría mayor que la de amar y darse: la alegría de SER AMADOS y ELEGIDOS, sin mérito de nuestra parte. Es una alegría más perfecta porque es más humilde. Porque es gratuita; regalada.

Y me daba cuenta de que muchas veces pienso y actúo como un tonto o, como me gusta decir, como un salame.

¿A quién se le ocurre ponerse triste o reclamarle a Dios que, por ejemplo, viene poca gente a Misa? ¡Salame! ¡Con el solo hecho de disfrutar del privilegio de tener a Jesús entre tus manos y recibirlo, todas las oscuridades se deben llenar de luz!

Hoy volví a darme cuenta de que ese solo hecho, el maravilloso milagro de poder prestarle mi voz al Rey de Reyes, el inconcebible privilegio de que el Padre me obedezca y envíe al Espíritu al altar, es más que suficiente, es infinitamente suficiente, para alegrar mi corazón en el tiempo y en la eternidad.

No tengo derecho a estar triste, jamás, aunque las cosas lleguen a salir al revés. El milagro de tenerlo entre mis manos basta para ordenar y acomodarlo todo en su sitio. La certeza jubilosa de ese amor perfecto debe invadirlo todo.

Por eso me hace un poco de gracia cuando alguien habla de los sacerdotes como compadeciéndonos, o tal vez como si fuéramos víctimas de una vida inhumana, cuando en realidad somos los más mimados del Padre Dios y de María.

Y todo el ministerio sacerdotal con todas sus alegrías y satisfacciones, condimentadas con alguna cruz, no es más que el despliegue y desenvolvimiento del amor loco de Cristo que mueve la primera ficha del dominó y hace caer todas las demás.

Por eso y por tantas cosas más, gracias, gracias, gracias, a Dios y a todos los que nos ayudan y permiten ser curas.

La locura de ser cura

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