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A manera de prólogo

Una voz hermosamente discordante

En medio de la uniformidad de un paisaje, una cascada impetuosa y sonora es una voz discordante. Todo está tranquilo... excepto ese lugar en donde un torrente escandaloso se deja escuchar, sin complejos de ser lo que es: fuerza de vida, canto inesperado, grito de amor.

La uniformidad y la univocidad tienen su atractivo pero también su peligro y su trampa. Cuando todo el mundo piensa y repite lo mismo, está latente siempre el riesgo de la imposición, abierta o disimulada, de la tiranía o de la ideología. Además, ¿quién negará que la variedad de voces y colores le da su valor irremplazable al bosque, al jardín, o al cielo estrellado?

La creatividad siempre supone un acto de rompimiento. Al principio de los tiempos, Dios rasgó la monotonía de la nada con un grito soberano: “¡Haya luz!” Y hubo luz. Cada aporte genuino en el concierto de la sociedad es como un eco de esa voz cargada de imperio, sabiduría y compasión.

Y así, cuando todos piensan que se ha dicho todo sobre los sacerdotes, cuando el consenso repite con monótono fastidio que el cura puede omitirse, y debe omitirse, en la construcción de una sociedad auténticamente libre y humana, aparece un cura que no solo está feliz de ser cura sino que también quiere contarnos por qué. Es una voz discordante pero no de aquellas que rompen la armonía –cualquiera que ella fuese– sino de las que empiezan una nueva melodía y un ritmo nuevo.

Siempre me llamaron la atención las trompetas. No como instrumentos musicales sino como voces potentes, capaces de dar una señal cuando todo es confuso –como sucede en un campo de batalla– o mover a la acción, ya sea de ataque o de estratégica retirada a cuartel.

“Alza tu voz como una trompeta” leemos en Isaías 58, 1: Dios llama al profeta a ser una voz discordante. Si todos duermen, despiértalos; si olvidaron dónde está el enemigo, recuérdaselo tú; si por ahora deben retornar al cuartel y rehacer sus fuerzas, tú se lo dirás.

Lo más “discordante” de las páginas que siguen, escritas por la pluma ágil de nuestro querido Padre Leandro Bonnin, es la convicción de que el sacerdote está llamado de un modo singular a vivir el misterio de Jesucristo. Cuando las voces de nuestro tiempo tienen prisa en recluir al cristianismo en el museo de las ideas fallidas y superadas, aparece este sacerdote reportando, no solo que el Resucitado está en magnífica salud, sino que de Él provienen los mismos dones y remedios que hoy más requiere el mundo: capacidad de servicio, alegría sincera, propósito en la vida, y lo que nadie esperaría amor que brilla en su pureza.

Aquello de descubrir que en el nudo de nuestros problemas brilla el esplendor de la fe es algo que tomará por sorpresa a muchos. Es como si nos dijeran que la gran respuesta y la gran solución está –siempre estuvo– ahí, tan cerca, tan escandalósamente cerca, como el sagrario más próximo o la parroquia más cercana. No es magia, claro está: se llama conversión; se llama catequesis bien dada; se llama liturgia bien celebrada; se llama predicación bien estructurada, y en medio de todo ello, Jesucristo y sus sacerdotes.

Debo decir, desde lo personal, que las palabras del Padre Bonnin me han interpelado saludablemente. Yo mismo he recibido la gracia inmerecida del orden sacerdotal y puedo reconocer sin dificultad que de todo sacerdote aprendo qué significa este ministerio, que hemos recibido un día pero que debemos aprender todos los días. Estoy seguro de que otros hermanos sacerdotes podrán corroborar mis palabras, a medida que las hojas de este sencillo libro se deslizan entre sus dedos.

Quienes estén considerando una vocación de total entrega a Cristo van a sentir gratitud ante la frescura y sinceridad de los testimonios que aquí se encuentran. Las familias cristianas –estoy seguro– renovarán su gratitud frente al don de los sacerdotes y considerarán, ¿por qué no?, la bella posibilidad de que uno de sus hijos se consagre al Señor. Todos ellos, y muchos más, encontrarán agradable y útil la lectura de esta obra con la que el Padre Bonnin sigue acreciendo su aporte escrito para bien de la Iglesia.

Y sin embargo, se me antoja que las mayores y mejores sorpresas, en el bien que traerán estas páginas, vendrán de parte de aquellos que yo llamo “víctimas” de la gris uniformidad actual, en lo que atañe a las opiniones sobre la Iglesia y sobre los curas. ¡Mucho me gustaría ver el rostro de aquellos que se sorprenderán de ver cuánta pasión, variedad, alegría y amor tiene el camino del sacerdocio! Y el autor estará de acuerdo conmigo en que, si uno de sus lectores sale de esa triste uniformidad de opiniones y empieza a ser otra voz “discordante,” el libro ha logrado su objetivo.

Así lo conceda con su intercesión la Santa Virgen, de tan alto afecto para el Padre Bonnin y para este servidor.

Fr. Nelson Medina, O.P.

La locura de ser cura

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