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Almacén Beladrich,
donde la soledad se acoda al mostrador

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Paraje Beladrich. Partido de San Pedro

Se llega por intuición y por una hábil interpretación de las indicaciones de los baqueanos. Se acostumbra a decir que el diablo perdió el poncho en estos lugares, y seguramente todavía lo debe estar queriendo hallar. Dicen que por estos caminos cabalgó San Martín y que, cansado, halló refugio en la sempiterna esquina de campo, hoy conocida como Lo de Beladrich. Para muchos está desde siempre. Debe ser verdad.

Ubicada en una esquina solitaria es la única construcción que se ve en una amplia llanura apenas salpicada por islotes de eucaliptus, vacas, silos y molinos. Un puente, unos kilómetros antes, es un mojón necesario para saber que se está en el camino correcto, el asfalto (la ruta 9) queda a casi 50 kilómetros. La humanidad y sus aplicaciones desaparecen a mitad del camino. Es una aventura digna, la de llegar a Beladrich.

Un paisano, nacido aquí, de sangre irlandesa y gallega, espera pacientemente detrás del mostrador. Matías Fegan se llama y cuando lo vemos sabemos que está en su lugar en el mundo. Su figura, su modo de moverse y de mirar, sus pilchas, las estanterías detrás y la decoloración propia del paso del tiempo de las paredes lo convierten en un personaje de alguna obra plástica gauchesca. Hay misterio y magia en estas orillas del mapa. Simpático, da la bienvenida. Una sonrisa en medio del océano de polvo es lo que necesitamos para sentir el rostro más amable de la humanidad.

El boliche es perfecto. Un amplio mostrador, las mesas, una mesa de pool. Estanterías con botellas de siglos pasados, yerba, fideos, arroz, el sifón de soda y el mate. Matías nació aquí y desde chico venía al boliche. Comenzó a atenderlo los fines de semana y con los años se lo ofrecieron tiempo completo. Aceptó. Es lo que más le gusta hacer. “Yo me crie acá, para mí el almacén es lo más lindo que existe”, asegura Matías. Vive detrás del boliche. Lo siente así porque es su casa. Ese sentimiento se materializa en la manera de hablar, de destapar una cerveza, de cortar un chorizo seco.

“Es un bar, un lugar tranquilo para juntarse con amigos y familia, pasar un día de charlas y tomar alguna copa. El paraje es mi vida, es todo. Yo nací y me crie acá. Es muy tranquilo y tiene mucha paz”, resume sus sentires camperos. Una amplia galería es el lugar ideal para sentarse y disfrutar de una postal de impactante belleza. El campo argentino en su intimidad. Pasaron siglos, pero el paisaje es el mismo. Los aromas, los silencios habitados por la presencia de vacas, cerdos y caballos. Las hojas que acaricia el viento. Todo este show natural se abre para los que visitan Beladrich. No es cualquier boliche.

En una de las paredes está escrito en tinta negra que en 1813 estuvo sentado San Martín. Estos mitos criollos engrandecen el lugar.

“La gente de acá, de la zona, viene a buscar lo esencial al almacén. O a pasar un rato de charlas y risas, jugar al truco o pool, siempre compartiendo alguna copa”, delata Matías desde la rendija por donde se asoma la felicidad. Placeres simples. Ocupaciones para llenar el tiempo libre entre las arduas tareas del campo. Ser testigo de esto es un privilegio.

“Ofrezco algunas comidas si me avisan con tiempo y, si no, lo típico: pica­das”. Comida escudera de los caminos de tierra. Por lo general, en ho­ras de la noche alguna carne se está asando al rescoldo y siempre hay un plato de más. En el campo siempre hay un asado esperando. “Es importante que este boliche se mantenga abierto por la historia que transmite y porque es el único lugar que tienen los que viven en el campo para comprar comida”, resume Matías. Como si fuera un faro, El Beladrich es la única luz que se ve desde lejos en la noche. Las sonrisas también se oyen, al igual que las lechuzas que chistan cada vez que se acerca un gaucho. Sensores de movimiento de la naturaleza. + info: ir por ruta 9 hasta San Pedro, allí empalmar la ruta 191 hasta Pueblo Doyle. Se recomienda preguntar. Un camino de tierra lleva directamente a Beladrich. Está a 40 kilómetros de Ruta 9. A 20 kilómetros de Santa Lucía y a 10 kilómetros de Doyle.

A un costado del almacén existe una construcción a la que se accede a través de una arcada. Es el Club Universal. Su interior es una de las entradas al paraíso. Desde el techo cuelgan infinitas guirlandas. La luz dorada del atardecer es ideal para acariciar la magia y la historia del lugar. Aquí, cuando el campo tenía gente, se hacían bailes multitudinarios y hasta se presentaban obras de teatro. El sueño de Matías es que todo esto renazca.

La historia de esta esquina es interesante. Además de la visita sanmartiniana, recibió al pintor Florencio Molina Campos. Según dicen los que saben, se habría inspirado en los bohemios parroquianos del lugar para crear sus personajes criollos conocidos en el mundo entero. Otro de sus visitantes fue Vito Dumas, el navegante solitario. Por si algo le faltaba, un gaucho que llegaría a la inmortalidad, elegía estas sillas y este mostrador: don Segundo Ramírez, a quien Ricardo Güiraldes ficcionaría como don Segundo Sombra.

Desconocida Buenos Aires. Escapadas soñadas

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