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La comisaría de Lost Hills estaba en Agoura Road, una carretera que discurría a lo largo de la parte sur de la autopista 101 y que cruzaba las pequeñas ciudades de Agoura y Calabasas.

Eve llevó a Jared por el pasillo hasta una de las salas de interrogatorios.

—Señor Rawlins, ¿quiere una coca-cola o alguna otra cosa?

—Sí, una coca-cola estaría bien y un snickers o alguna otra chocolatina, si tienen. ¡Me muero de hambre!

—A ver qué hay. —Eve acercó una silla para que el hombre se sentara—. Póngase cómodo, que enseguida volvemos.

La detective salió de la sala, dejó la puerta abierta y se unió a Duncan en el pasillo, donde Jared no podía verlos ni oírlos.

—Tú lo entrevistas y yo confirmo su coartada, ¿de acuerdo? —le dijo Duncan.

—Vale.

Ambos se giraron para dirigirse a la sala de la brigada y a punto estuvieron de chocar con el capitán Moffett. El hombre tenía cuarenta y tantos y su uniforme estaba tan almidonado que Eve siempre pensaba que tenía que ser como llevar puesto un traje de cartón. Esa rigidez, sin embargo, encajaba con su personalidad. Hacía poco que había reemplazado al anterior capitán, al que habían despedido por acosar sexualmente a una de las agentes, que también había dejado el cuerpo y había demandado al departamento por dos millones de dólares.

—Estaba a punto de llamarlo —le dijo el capitán a Duncan—. Los forenses han pedido más recursos para examinar con mayor detenimiento el escenario del crimen. Dicen que no habían visto tanta sangre en su puta vida.

—Ni yo, capitán.

No hacía falta decir que Eve tampoco, pero no es que al capitán le importara lo más mínimo. El hombre la ninguneaba, lo que había sido su método de actuación habitual desde el día en que la había emparejado con Duncan.

—¿Necesita usted algo?

—Un equipo de búsqueda y unos perros para ver si damos con los cadáveres en el bosque que rodea la casa.

—Dejémonos de momento de equipos de búsqueda. Llamaría demasiado la atención y enviaría el mensaje equivocado.

—¿A qué mensaje se refiere, señor? —preguntó Eve.

El capitán le echó una de esas miradas que matan.

—Sería como decir que la familia está muerta y que no sabemos una puta mierda. —Volvió a centrarse en Duncan—. Manténgame informado.

El capitán se fue y Duncan miró a Eve y sacudió la cabeza.

—Felicidades, creo que acabas de anotarte un montón de puntos al cuestionar sus órdenes.

—Es que quiero entender su razonamiento.

—No es necesario. Tu trabajo consiste en saludar y en obedecer.

—No es por eso. No le gusto porque se vio forzado a ascenderme.

—Eso no nos gustó a ninguno... y, claro, no todos lo llevan tan bien como yo.

—Ya, pero tú lo llevas bien porque estás a punto de jubilarte.

Duncan entró en la sala de la brigada, que estaba llena de cubículos y archivadores. También había una máquina expendedora, un microondas, una nevera pequeña y, en una mesa del fondo, una caja enorme de barritas de muesli Nature Valley, sacarina para el café y cereales de desayuno. El detective se dirigía a su cubículo e Eve estaba a punto de ir a por la coca-cola y la barrita cuando se toparon con los detectives Wally Biddle y Stan Garvey, conocidos por todos en la comisaría como Crockett y Tubbs.

—Dónuts, he oído que te ha tocado uno con mucha sangre —soltó Biddle.

Biddle se teñía el pelo como si fuera un jovencito playero y le gustaba vestir ropa de diseño que compraba en un centro comercial de tiendas de ofertas que había en Camarillo. El tipo había nacido en Los Ángeles y había soñado con ser un gran surfista; la cosa es que se le daba bien, pero no lo suficiente como para llegar a ser un profesional.

Duncan miró a Eve:

—Crockett y Tubbs no saben lo cerca que han estado de quedarse el caso. Nos debéis una, chavales.

Eve siguió hacia la máquina expendedora y Biddle y Garvey acompañaron a Duncan a su cubículo.

—¿Qué te parece si te alegramos el día? —le dijo Garvey.

Garvey era negro y no le parecía mal que lo apodaran Tubbs. A menudo hablaba de que iba a dejar la policía para ser productor. Muchas de las estrellas de Hollywood vivían en Malibú, en Hidden Hills o en Calabasas, y que lo hubieran asignado a Lost Hills había puesto a Garvey en la órbita de toda aquella gente. Cuando no estaba de servicio, trabajaba de seguridad en las fiestas de los famosos y en los estudios de rodaje. A Eve no le cabía duda de que Garvey no habría arrestado a Puño Mortal si hubiera estado en su lugar.

—Tú dile al capitán que no queréis el caso y os lo quitamos de las manos —le dijo Biddle.

Eve estaba metiendo monedas en la máquina expendedora y escuchaba todo lo que decían, al fin y al cabo, la sala de la brigada no era tan grande.

—A ver, que a ti te respetamos —añadió Garvey—, pero es que Puño Mortal no va a tener ni idea de por dónde tirar y a ti te quedan dos días. Pero si casi te has jubilado. Tú tendrías que estar tomándotelo con calma.

—No es justo que tengas que hacer el trabajo de dos detectives.

—No es el caso, es ella la que va a hacer el trabajo de dos detectives.

Eve se agachó para coger la lata de coca-cola, lo que hizo que le doliera el golpe del estómago y la obligó a hacer un gesto de dolor. Se enderezó, cogió dos barritas de muesli de la enorme caja de Nature Valley y se dirigió al cubículo de Duncan. Biddle y Garvey ya se iban.

La detective esperó a que se hubieran marchado y le preguntó a su compañero:

—¿Has dicho eso porque confías en mis aptitudes y en mi habilidad o porque, a estas alturas, todo te importa una mierda?

—Por ambas cosas.

«Eso no está tan mal», pensó ella.

Eve fue a su cubículo, abrió el cajón del escritorio y buscó su bote de pastillas contra el dolor, un analgésico cuyos efectos duraban unas doce horas y que solía tomar para mitigar los problemas menstruales. Supuso que también serviría contra aquel dolor y se tragó una pastilla de golpe.

Luego, volvió a la sala de interrogatorios, dejó las barritas y la coca-cola en la mesa, justo delante de Jared, y se sentó frente a él.

—No tenemos chocolatinas, espero que le valga con esto.

—Gracias —respondió Jared, que, a continuación, abrió la lata de refresco.

Eve sacó la libreta y el bolígrafo.

—¿Cómo se conocieron Tanya y usted?

Jared le dio un sorbo a la bebida.

—Fue hace un par de años. Ella acababa de llegar de Merced. Yo estaba trabajando en CSI y ella era un cadáver. Es el mejor papel que le han dado hasta la fecha: nada de texto, pero muchos primeros planos.

—¿Cuándo se fueron a vivir juntos?

—Casi de inmediato. Ella vivía con los niños en Van Nuys, en un apartamento de mierda de una sola habitación, y no podía permitirse pagar un canguro. —Estiró la mano para coger la barrita de muesli, la abrió con los dientes y sacó parte de ella—. Por lo tanto, que se vinieran a casa era la única manera de que Tanya y yo pudiéramos estar juntos, no sé si sabe a qué me refiero. —Le guiñó el ojo—. Funcionó durante un tiempo.

—¿Qué salió mal?

Jared le dio un mordisco a la barrita mientras pensaba la respuesta.

—Entre mi trabajo, el suyo de camarera y su incansable búsqueda de papeles, apenas nos veíamos. Poco a poco, empecé a quedarme más y más en casa, cuidando de sus maleducados hijos y de Jack Shit, el nombre perfecto para un perro apestoso. Además, lo pagaba yo casi todo. Me había convertido en uno de esos viejos con pasta que mantienen a jovencitas, pero sin beneficio alguno y con todos los males de cabeza. Así que le di treinta días para que se marchase.

—¿Hace cuánto de eso?

—Hace unos dos meses.

Mordió la barrita y le dio un sorbo a la coca-cola.

—Tiene que resultar frustrante que continúe en su casa.

No es que Eve estuviera simpatizando con los problemas de aquel hombre; ella simpatizaba con Caitlin y con Troy. Aquellos niños habían debido de sentir una tensión terrible, unos niños que estaban atrapados con una madre que casi nunca estaba en casa y con el novio de esta, que no los quería. Seguro que Caitlin se había tenido que hacer cargo de la situación y cuidar tanto de ella como de su hermano. Eve sabía bien lo que era aquello, solo que ella había tenido que cuidar de dos hermanos. A menudo, además, se había sentido como si su madre fuera otra niña a su cargo, solo que una niña mucho más difícil de controlar. Se preguntó si Caitlin se sentiría igual con Tanya.

—Desde luego, no le voy a negar que me gustaría recuperar mi cama. El sofá me está matando.

—¿Estaba haciendo Tanya algún esfuerzo por mudarse?

—El otro día me dijo que había conocido a una agente inmobiliaria que la iba a ayudar. Iban a quedar ayer, después de la clase de pilates.

—¿A qué hora tiene esa clase?

—A las nueve, cerca de la oficina de correos de Topanga.

Eve asintió mientras tomaba notas. Sabía dónde estaba el sitio.

—¿Conoce usted a esa agente inmobiliaria?

—No, solo sé que van a la misma clase de pilates.

Eve decidió seguir en otra dirección.

—¿Qué sabe del exmarido de Tanya?

—¿De Cleve? No lo conozco. —Jared también abrió la segunda barrita de muesli con los dientes—. Ve a los chavales en vacaciones. Tanya se los deja en un McDonald’s que hay cerca de la autopista, en Bakersfield, a mitad de camino entre Merced y Los Ángeles. Tanya no quiere que yo vaya, y me parece bien. Ese es mi día libre.

—¿Recuerda usted cómo se llamaba el hotel en el que se alojó anoche?

Aquel había sido un cambio de conversación brusco, pero Eve lo había hecho a propósito para ver si lo pillaba con la guardia baja. No le salió bien.

—Tengo algo incluso mejor. —Jared metió la mano en el bolsillo, sacó un papel doblado y lo deslizó por la mesa hasta dejarlo delante de la detective—. La factura.

Eve desdobló el papel y lo leyó. Decía que el hombre había alquilado una habitación en un Holiday Inn Express a las siete de la tarde del miércoles y que lo había dejado a las diez de la mañana del día siguiente. Lancaster estaba en el desierto de Mojave, a unos ciento diez kilómetros al norte de la ciudad de Los Ángeles. Eso eran unos noventa minutos en coche si la circulación era normal, pero se podía hacer en algo menos de una hora si pisabas el acelerador a fondo y no había tráfico. Eve lo sabía bien porque era allí donde había estado trabajando antes de que la trasladasen a Lost Hills después de que el vídeo de YouTube se hiciera viral. En Lancaster, también era el Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles el que se encargaba de hacer cumplir la ley.

—¿Podría alguien confirmar que estuvo usted en la habitación toda la noche?

Jared esbozó una sonrisita de medio lado y sacudió la cabeza.

—¿De verdad cree usted que alquilé una habitación, que conduje hasta aquí, que les hice algo terrible a Tanya y a los niños y que volví al hotel a tiempo de dejar la habitación? ¿Por qué piensa que soy tan gilipollas?

Eve sabía que la gente suele ser más gilipollas de lo que quiere hacer creer, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Mi trabajo consiste en pensar lo peor de las personas. Convénzame de que, en efecto, no es usted ningún gilipollas.

La sonrisita se convirtió en una sonrisa.

—Pregúnteselo a Jen. Ella le confirmará que no salimos de la habitación.

La madre de Eve también se llamaba Jen, diminutivo de Jennifer. Aquel era otro desagradable paralelismo entre su vida personal y el caso, y se sintió dolida, aunque no sabía por qué; ahora bien, tampoco iba a pararse a analizarlo. Lo dejó pasar, como hacía con todos los dolores, fueran físicos o emocionales.

—¿Tiene apellido esa Jen?

—Seguro que sí. Yo no lo conozco, pero podría investigar. Es decoradora de interiores en la película en la que trabajo. No engañé a Tanya, nos habíamos separado hacía semanas y uno tiene ciertas necesidades.

Eve arrancó una página de la libreta y se la pasó a Jared junto con el bolígrafo.

—Le agradecería que apuntara todos aquellos lugares a los que Tanya acude con regularidad. Gimnasios, clases de teatro, ese tipo de cosas. Además, anote los nombres y las direcciones de tantos amigos y familiares como recuerde. Mientras lo hace, voy a ir a ver si hemos acabado con su camioneta y, si es así, le acerco a casa. ¿Quiere otra coca-cola o alguna otra cosa?

—No, gracias.

—Vuelvo enseguida. El cuarto de baño está al otro lado del pasillo, por si acaso.

Eve cerró la libreta, cogió la factura y salió de la sala de interrogatorios.

Colinas de California

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