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Media hora después, Eve y Duncan seguían esperando una orden del juzgado que permitiera que el equipo forense entrara en la casa. Dos de los técnicos forenses estaban en lo alto de la colina y los otros cuatro estaban poniendo una alfombrilla de papel entre la acera y la puerta de la cocina, preparándose para entrar.

Aunque Eve notaba que la gorra se le había pegado a la sangre seca de la cabeza, por lo menos, el dolor estaba remitiendo. Se sentía ansiosa por ponerse a trabajar, así que reunió a la media docena de agentes de uniforme junto a su vehículo y se dirigió a ellos en grupo:

—Quiero que habléis con los vecinos. Sé que la casa está aislada, pero existe la posibilidad de que alguien haya visto u oído algo. Id también a las diferentes salidas de las sendas del Parque Nacional de Topanga y tomad las matrículas, las marcas y los modelos de los coches que haya aparcados en ellas. Retened a cualquiera que vaya con un saco de dormir. —Miró a Duncan, que estaba en el coche, con el aire acondicionado puesto, pero con la puerta ligeramente abierta—. ¿Me he dejado algo?

—Nada.

Justo en ese momento, al detective le sonó el móvil y respondió.

—De acuerdo, ya tenéis trabajo —les dijo Eve a los agentes—. Me entregaréis los informes en la comisaría.

Los agentes asintieron y se marcharon. Uno de los forenses, que iba vestido con uno de esos trajes protectores completos y con botas, se acercó a Eve desde el jardín trasero. Era alto, muy delgado y tenía una nuez tan grande que parecía que el hombre estuviera intentando tragarse una pelota de béisbol. Se llamaba Lou Noomis y era uno de los dos técnicos que habían ido a investigar lo de la colina.

—¿Habéis encontrado algo?

—Poca cosa. Hemos sacado algunas fotos y hemos recogido todo esto.

El forense levantó con una mano una bolsa de pruebas en la que había tierra y con la otra, una en la que había pedazos de corteza de árbol.

—¿Y para qué queréis eso?

—En uno de los árboles olía a orina, así que hemos tomado muestras de la tierra y de la corteza del árbol para conseguir el ADN.

—¿Y cómo sabes que se trata de la meada de un ser humano y no de la de un animal?

—Huelen diferente.

El forense hizo ademán de acercarle las bolsas para que las oliera, pero la detective le dijo que no con las manos con mucha celeridad.

—¡Te creo, te creo!

Duncan salió del coche y guardó el móvil en el bolsillo.

—Tenemos la orden.

Eve, Duncan y los forenses se pusieron guantes de goma y protectores en los zapatos.

Nan Baker, la mujerona negra de cuarenta y tantos que dirigía el equipo, se puso la capucha del traje, cogió su bolsa y guio a los demás por la alfombra de papel como si se tratara de un general y fueran a la batalla.

Eve entró en la cocina más despacio en esta ocasión y prestó más atención a los detalles en los que no se había fijado la primera vez. Aquella cocina por lo menos tenía veinte años. Los electrodomésticos eran viejos y la encimera estaba hecha con baldosas de granito. Eve se fijó en una serie de imanes que había en la puerta de la nevera y que sujetaban algunos dibujos de los niños, un calendario escolar y unos cupones de descuento. Eran imanes del Domino’s, de Mr. Plunger, de una empresa de jardinería y de otros restaurantes y servicios. Uno de los forenses se quedó en la cocina y empezó a tomar fotografías de la sangre.

En el suelo había un bolso que parecía que se le hubiera caído a alguien. Parte del contenido estaba esparcido, un bálsamo labial en barra y una botellita de desinfectante para manos. Eve se acuclilló junto a él y miró en su interior con ayuda de un bolígrafo.

—No hay ningún móvil y tampoco están las llaves de la casa. —Pescó la cadena de unas llaves de coche con el logotipo de Ford, la sacó del bolso y la sostuvo con el bolígrafo—. Ahora bien, las llaves del coche continúan aquí.

El forense abrió una bolsita de pruebas y se la acercó para que metiera las llaves.

—Eso nos ahorra las molestias de tener que forzar la cerradura —comentó el técnico.

Eve dejó caer las llaves en la bolsita, se puso de pie y siguió a Duncan al salón.

Otro de los forenses lo estaba fotografiando todo. Duncan se detuvo junto a los charcos de sangre en los que estaban las mochilas y se quedó mirándolos. Eve enseguida supo en qué estaba pensando, en que los niños también debían de estar muertos o gravemente heridos.

Eve fue al dormitorio de Caitlin y se encontró a Nan, que estaba inclinada sobre un estante lleno de muñecas Barbie con las piernas cruzadas y salpicaduras de sangre en sus felices caritas de plástico.

—¿Cuál es tu primera impresión? —le preguntó la detective.

Nan se puso recta y le respondió sin mirarla:

—Aquí ha muerto gente.

—¿Cuánta?

—Desde luego, más de una persona, basándome en la cantidad de sangre que se ve y, en especial, en los patrones de salpicaduras que hay por las paredes, que indican traumatismos debidos a golpes fuertes o cortes arteriales, además de que hay múltiples manchas de saturación en la moqueta, lo que apunta a grandes pérdidas de sangre. Vuelve a preguntármelo dentro de unas horas. —En ese momento, sí que la miró—. Nos vamos a tirar mucho tiempo analizando este escenario.

—¿Cuánto es mucho para ti?

—Como poco, un par de días.

Alguien llamó a la detective desde fuera. Eve dio media vuelta y volvió a la cocina, desde donde salió al jardín trasero. El agente Ross la estaba esperando allí.

—Acaba de llegar en una camioneta un tipo que dice que vive aquí. Se llama Jared Rawlins.

Duncan se les unió:

—¿Qué sucede?

—Ha llegado el novio —le respondió Eve, que no estaba segura de cómo enfrentarse a aquello.

No cabía ninguna duda de que, dado lo que les había contado Alexis, se trataba de un sospechoso evidente, pero, claro, si era el responsable de lo que había sucedido allí, volver al escenario del crimen justo en aquel momento era bastante estúpido. Decidió que lo mejor era dejar que el comportamiento de Jared y el lenguaje corporal de Duncan le indicaran qué táctica debía seguir.

Eve y Duncan se quitaron los guantes de goma y siguieron al agente Ross hasta la parte principal de la casa, donde el agente Clayton montaba guardia delante de una camioneta Ford-150 cubierta de barro para impedir que se marchara. El hombre que se sentaba al volante estaba muy moreno, tenía barba de un día y lucía un corte de pelo militar para que no se notara tanto que estaba empezando a quedarse calvo.

Duncan se acercó a la puerta del conductor. Jared tenía la ventanilla bajada.

—Señor Rawlins, soy el detective Pavone y ella es la detective Ronin.

—¿A qué viene todo esto? ¿Qué hacen en mi casa?

—Baje de la camioneta y hablaremos del tema.

Jared suspiró, apagó el motor y bajó del vehículo. Eve lo miró con atención. Era un hombre musculoso que pasaba mucho tiempo al aire libre. Vestía una camiseta sin mangas y unos pantalones cortos que habían perdido el color, y tenía el pecho y los brazos tan morenos como la cara y el cuello. Sus botas de trabajo estaban cubiertas de barro.

—Bueno, ¿van a decirme ya lo que está pasando? ¿Por qué no puedo entrar en mi casa?

Para Eve, la ira con la que había pronunciado aquella última frase no tenía mucho sentido.

—¿Tiene usted alguna razón para estar tan molesto, señor Rawlins?

—¿Acaso no estaría usted también molesta si llegara a su casa y se encontrara con un montón de policías que no la dejan entrar en ella?

—No, lo primero que querría es saber si Tanya y los niños están bien.

—¿Por qué? Ella está en el trabajo y ellos en el colegio. Ahora mismo, el problema es que algo está pasando en mi casa y que nadie me dice de qué se trata ni me deja pasar.

Aquel enfado empezaba a cobrar algo más de sentido. Para él, la casa se había convertido en un campo de batalla, primero con Tanya y, ahora, con la policía. Lo que quería aquel hombre era reivindicar sus derechos sobre lo que era suyo. Lo que le preocupaba a Eve no sabía ni de lejos cómo plantearlo.

—Ni Tanya está trabajando ni los críos están en el colegio —le soltó Duncan—. Los tres están desaparecidos.

—¿A eso viene todo este jaleo? —Jared se echó a reír—. Por Dios, eso no tiene ninguna importancia.

—¿Por qué lo dice? —le preguntó Eve.

—Porque esa tía está como una cabra. Podría haberse despertado por la mañana, haber visto lo azul que estaba el cielo y haber pensado: «¡Vaya, pero si es un perfecto día de playa! ¡Lo voy a mandar todo a tomar por el culo y voy a pasar el día con los niños!». Así es ella. No sé quién les habrá llamado, pero se ha asustado por nada.

—Lo que ha asustado a quien nos ha llamado ha sido la sangre.

—¿La sangre?

—Hay sangre por toda la casa, señor Rawlins —comentó Duncan—. De hecho, su casa parece una carnicería.

Jared se quedó mirándolos un buen rato, sin decir nada, estudiando las caras de los policías, como si estuviera dándole vueltas a algo.

—Han dicho que Tanya y los niños no están, ¿no?

—Y el perro tampoco —añadió Eve.

—Así que solo hay sangre.

Duncan ladeó la cabeza y estudió a Jared:

—¿Qué quiere decir con eso de «solo hay sangre»?

—Miren, estábamos teniendo problemas y le pedí que se mudara. Puede que esta sea su manera de vengarse. Puede que se haya vuelto loca y haya tirado un cubo de sangre de cerdo por toda la casa y se haya largado.

—Eso me parecería desproporcionado —dijo Eve.

—Es actriz... o, al menos, eso cree ella. ¡Todo lo convierte en un drama! Le encantaría recibir toda esta atención.

Eve sabía que no debía pasar por alto la posibilidad de que el hombre tuviera razón, pero las salpicaduras le decían que allí había sucedido algo tan violento que no podría representarse, sencillamente, tirando cubos de sangre por la casa. Además, tenía la sensación de que a Tanya le iba a costar horrores conseguir que pareciera que allí había habido una gran pelea.

Aun así, la detective se obligó a mantener una mentalidad abierta y a contemplar todas las posibilidades. Dar por hecho algo tan pronto en una investigación podía desembocar en la visión de un túnel que le impediría ver las pruebas que no reforzaran su teoría, lo que resultaba especialmente peligroso en las primeras horas de una investigación. Aquello lo había aprendido en los libros, no es que lo supiera por experiencia.

Duncan sacó la libreta del bolsillo trasero del pantalón, pulsó el botón que sacaba la punta del bolígrafo y se dispuso a garabatear:

—¿Cuándo ha sido la última vez que ha visto a Tanya y a los críos?

—El martes por la noche, antes de irme a la cama. Salí de casa a las tres de la mañana para llegar pronto a Lancaster y ponerme con unos focos que había que transportar para una peli de vaqueros que Kevin Costner está rodando en el desierto.

—¿Y es de allí de donde viene? —le preguntó Eve.

Era jueves por la tarde.

—Estaba agotado después del rodaje, por lo que me quedé a pasar la noche en un hotel. Bueno, para ser sinceros, quería dormir en una cama de verdad. Estoy harto de pasar las noches en el sofá.

—Esta es su casa —comentó Duncan—, ¿por qué no es Tanya la que duerme en el sofá?

—Porque soy un caballero de mierda.

Eve vio la oportunidad y la aprovechó:

—En ese caso, no le importará ser un caballero y acompañarnos a la comisaría de Lost Hills para que lo interroguemos.

—Claro que no.

—¿Y le importa que le echemos una ojeada a su camioneta? —le preguntó Duncan.

Jared sacó las llaves del bolsillo y se las tendió al detective.

—En absoluto.

—Se lo agradecemos. —Duncan le tiró las llaves al agente Ross, que las cogió al vuelo—. El agente le dará ahora mismo una hoja de consentimiento para que la rellene y la firme, con la que nos autoriza a registrar su vehículo. Cuando haya acabado, lo llevaremos a la comisaría.

—¿Me la limpiarán? —preguntó Jared, divertido con la ocurrencia.

—Es un registro, no una limpieza.

Jared se encogió de hombros y acompañó al agente en dirección a uno de los coches patrulla para rellenar el formulario. Los detectives se quedaron mirando cómo se alejaba.

—Ni en los brazos ni en las piernas le he visto cortes o magulladuras sospechosas que pudieran sugerir que ha forcejeado o luchado con alguien —comentó Eve.

—Sí, ha sido muy amable al aparecer con una camiseta sin mangas y con pantalones cortos para que hayamos podido comprobarlo.

—Es lo que suelen llevar los operadores de cámara. Trabajan mucho en el exterior.

—También resulta muy apropiado que estuviera trabajando en un rodaje fuera de la ciudad mientras mataban a alguien en su casa, ¿no?

Eve estuvo a punto de rebatir aquello porque, técnicamente, no sabían si había algún muerto, pero, entonces, se acordó de lo que le había dicho Nan: «Aquí ha muerto gente».

—Crees que es el culpable, ¿no? —dijo Eve.

—Los caballeros de mierda suelen serlo.

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