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La de Topanga Canyon Boulevard era una carretera arbolada de dos direcciones que ascendía serpenteando por las montañas de Santa Mónica y, después, seguía a lo largo de un riachuelo casi seco hasta la autopista de la Costa del Pacífico.

Para Eve, se trataba de una carretera al pasado. Allí arriba, la vida era diferente, rústica, aislada, enraizada todavía en las culturas hippie y beatnik de mediados del siglo XX. En cualquier caso, aquel estilo de vida empezaba a enfrentarse a la extinción, dado que las celebridades que buscaban privacidad y aquellos que se habían hecho ricos con la tecnología se estaban mudando a la zona y estaban comenzando a apropiarse de esa estética retro de camisetas teñidas de mil colores y a ponerla de moda, pero yendo a tomar un brunch en el Inn of the Seventh Ray en sus descapotables Bentley. Para los conductores de limusinas y para aquellos que vivían en el valle de San Fernando, Topanga Canyon no era sino una manera de llegar a la zona oeste de Los Ángeles sin necesidad de tomar la 405.

En lo más hondo del cañón, Eve giró a la izquierda para acceder a una carretera comarcal cuyo asfalto empezaba a desintegrarse y que seguía la ladera sur del Parque Nacional de Topanga. Allí había pocas casas y estaban muy separadas entre sí. La mayoría de ellas no eran sino bungalós destartalados y ranchos de los años setenta, entre los que había alguna que otra urbanización vallada de nueva construcción.

Aquella carretera comarcal acababa convirtiéndose en una calle sin salida que colindaba con una empinada colina boscosa y aquella vía desembocaba en el jardín de una especie de bungaló sin valla y mal cuidado. En el camino que llevaba al garaje había dos coches, un viejo Ford Taurus con la pintura oxidada y un Nissan Sentra. Una mujer que andaría por los treinta y pocos años caminaba, nerviosa, de un lado para el otro, por delante de la casa.

—Está muy tensa —comentó Duncan mientras Eve enfilaba el camino del garaje—. Es mejor que hables tú con ella. De mujer a mujer.

—Buena idea, porque, como todo el mundo sabe, entre nosotras nos entendemos sin necesidad de hablar —respondió la detective mientras apagaba el motor—. Nuestros úteros son capaces de comunicarse por telepatía.

—Pensaba que se decía «matriz».

Los detectives salieron del coche. Duncan sacó una libreta del bolsillo trasero mientras se acercaban a la mujer. Eve se fijó en que la libreta estaba combada de pasar tanto tiempo allí.

La detective le enseñó su placa a la mujer.

—Soy la detective Eve Ronin y este es el detective Duncan Pavone. Somos del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles. ¿Es usted quien ha llamado a Emergencias?

—Sí. Me llamo Alexis Ward —respondió al tiempo que asentía con la voz un poco rota por efecto de la preocupación—. Tienen que entrar. Ha pasado algo malo.

—Y entraremos, pero necesitamos más información antes de hacerlo —respondió Eve—. ¿Quién vive aquí?

—Tanya Kenworth. Ese es su Taurus, como su signo... y como el mío. —Alexis se tocó el fino collar que llevaba, del que colgaba una pequeña cabeza de toro plateada—. Somos hermanas astrológicas. Ambas nacimos en abril. Creo que por eso nos caímos bien de inmediato cuando empezamos a trabajar de camareras en Rockne’s.

—¡Ah, sí, en Kanan! —comentó Duncan—. Ya decía yo que me sonaba su cara. Voy mucho por allí. ¡Menudo solomillo a la brasa tan bueno que sirven!

—Se suponía que Tanya me recogería a las seis de la mañana para que nos diera tiempo de estar a las siete en punto en la Paramount. Nunca se lo pierde. ¡Nunca!

—¿A las siete en punto en la Paramount? —le preguntó Duncan mientras levantaba la vista de lo que fuera que estaba garabateando en su libreta.

—Es la hora a la que tenemos que estar allí para que nos peinen y nos maquillen. Participamos como extras en Anatomía de Grey. He ido sola, pero he debido de dejarle un centenar de mensajes de voz. He venido aquí en cuanto hemos acabado de rodar la escena que me tocaba.

—¿Vive sola Tanya? —le preguntó Eve.

—Tiene dos hijos, Caitlin y Troy, de diez y siete años, respectivamente. Esta es la casa de su novio, pero se va a mudar en cuanto encuentre otra.

Eve sintió que los músculos de los hombros se le tensaban, una reacción habitual ante el estrés, en especial, el que le provocaba su madre. Aquella casa era el vivo retrato de la vivienda en la que había pasado su infancia, en Encino, y Tanya le recordaba a su madre, una mujer soltera que intentaba criar sola a tres hijos en el límite de Hollywood. Encogió los hombros para soltarlos.

—¿Y eso lo sabe su novio?

—Sí, claro, y la cosa se puso fea, que es por lo que me he preocupado al no poder contactar con ella. ¿Y si le ha hecho daño? ¿Y si Tanya está ahí dentro, desangrándose, mientras nosotros estamos aquí, hablando?

Alexis iba subiendo el tono a medida que hablaba e Eve levantó las manos con las palmas hacia delante para pedirle que se calmara.

—Vale, vale, vamos a comprobar la situación. Usted espere aquí. Le ha dicho al telefonista de Emergencias que ha mirado por la ventana de la cocina y ha visto sangre. ¿Dónde está la cocina?

—En la parte trasera de la casa.

En ese momento, un coche patrulla del Departamento del Sheriff apareció en escena y aparcó detrás del Explorer. Del vehículo salieron dos agentes de uniforme, Tom Ross y Eddie Clayton. Ross había estado en los marines y, aunque no supieras nada de su vida, todo en él, incluso su lenguaje corporal, te hacía pensar que había sido militar. Podría ir vestido de Papá Noel, que no engañaría a nadie. A Clayton lo llamaban «Gafas» porque nunca se quitaba aquellas gafas de sol deportivas que llevaba.

Duncan les hizo un gesto para que se acercaran:

—Quedaos con la señora Ward, ¿vale? Los bomberos llegarán de un momento a otro, decidles que se estén quietecitos.

Eve y Duncan fueron hasta la parte de atrás de la casa. El césped estaba seco y lleno de malas hierbas, y vieron algunos muebles de jardín que se estaban oxidando, un balón de fútbol deshinchado y una sombrilla con la lona rasgada.

—Mi madre también era extra —comentó Eve de repente y, casi de inmediato, se sorprendió por haber compartido aquella información con Duncan—. Son decorados humanos, ¿sabes?, como los sofás o las plantas. La cuestión es que anhelan que alguien los descubra, pero no se dan cuenta de que su labor consiste, justamente, en no llamar la atención.

—¿Descubrieron a tu madre?

—No, pero no ha perdido la esperanza —respondió Eve mientras llegaban a la puerta de la cocina, al lado de la que había una ventana.

Eve y Duncan miraron por la ventana, que quedaba encima del fregadero, y vieron un charco de sangre en el suelo de linóleo amarillento. También había rastros de sangre por el pasillo.

—¡Mierda! —exclamó Duncan.

Eve miró a su compañero:

—¿Circunstancias especiales?

En caso de carecer de orden de registro, para poder acceder a una vivienda hay que tener pruebas suficientes de que es necesaria una actuación inmediata para salvar la vida de una persona, impedir que alguien destruya pruebas o evitar que un sospechoso huya: circunstancias especiales.

—No lo pueden ser más.

Ambos detectives desenfundaron sus armas. Él le hizo un gesto a ella para que fuera delante. Eve probó a abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Dio un paso atrás y la abrió de una patada.

Lo primero que notó fue aquel olor tan raro. Lo que había esperado era encontrarse con el olor metálico de la sangre, pero, por el contrario, aquel olor le trajo a la cabeza la ridícula imagen de una piscina con exceso de cloro en mitad del taller de un mecánico. Aquello no tenía sentido, pero Eve no disponía de tiempo para pararse a pensar en ello.

La detective desterró aquellos pensamientos y entró en la cocina, con cuidado de no pisar ninguna de las manchas de sangre. Duncan también entró, se puso a un lado sin apartar la vista del pasillo y volvió a hacerle un gesto a Eve para que fuera ella la que se adelantara.

—¡Policía! —gritó la detective—. ¿Hay alguien?

La casa estaba en silencio, lo que contrastaba muchísimo con la historia de violencia que ilustraban la gran cantidad de sangre que había en el suelo y las salpicaduras que cubrían los armarios. Sin embargo, la energía negativa que habría provocado tantísima violencia había desaparecido. Allí no se sentía sino un vacío, como si los únicos seres vivos fueran Duncan y ella.

Duncan se puso a cubierto mientras Eve cruzaba el umbral de la puerta de la cocina y entraba en el pasillo. La moqueta estaba empapada de sangre y había rayas carmesíes en la pared. La historia se volvía más horripilante a cada paso que daba la detective.

—¡Aquí la policía! —insistió Eve a grito pelado y con tono firme—. ¡Si hay alguien en casa, salga de inmediato con las manos en alto!

Pero allí no salía nadie. Lo único que oía Eve era su propia respiración.

Eve y Duncan se miraron, preocupados, y avanzaron, poco a poco, hasta el salón. En la puerta principal había salpicaduras de sangre y en el suelo, sobre dos charcos de sangre seca, se encontraban dos mochilas infantiles. Eve sintió en el pecho un pinchazo de miedo. Esperaba que los niños estuvieran en el colegio o en casa de algún amigo; donde fuera... menos allí.

—¡Tanya! ¡Caitlin! ¡Troy! ¡Si estáis escondidos, ya podéis salir! ¡Somos la policía! ¡Ya estáis a salvo!

La casa permaneció tan en silencio como un cadáver. El único movimiento que había en ella era el de los dos detectives; aunque, claro, eso no significaba que estuvieran solos.

Examinaron el salón. En el sofá, que estaba frente a una televisión de pantalla plana demasiado grande para aquella estancia, había una almohada, una manta y una sábana. También había, junto a una de las paredes, una cama para perros con un juguete Nylabone mordido. ¿Dónde estaba el animal?

Eve se volvió y miró por el pasillo. Los rastros de sangre llevaban a tres puertas. Las moscas habían empezado a entrar en la casa y zumbaban con fuerza cerca de sus oídos. La detective miró a Duncan, que asintió. Eve siguió uno de los rastros de sangre hasta un dormitorio mientras Duncan entraba en el que estaba justo enfrente del salón.

La detective permaneció en el umbral, observando las paredes rosas y la sangre que salpicaba los estantes, los peluches y los demás juguetes. Entró en la estancia, la bordeó, la moqueta estaba empapada de sangre, y tropezó con un ventilador eléctrico de pie que casi lo derriba. Se agachó y miró debajo de la cama. Los ojos sin vida de un oso de peluche le devolvieron la mirada.

Eve se puso de pie y abrió con el pie la puerta corredera con espejo del armario. Allí había colgada ropa de niña, entre ella un vestido de princesa, puede que de Halloween. Lisa, la hermana de Eve, que era tres años más joven que la policía, había tenido un disfraz como aquel.

—¡Despejado! —gritó mientras volvía al pasillo.

Duncan salió de lo que parecía la habitación de Troy. En el suelo había cochecitos de juguete y en las paredes, pósteres de superhéroes de Marvel. Cuando era pequeño, a Kenny, el hermano pequeño de Eve, cinco años más joven que ella, le gustaban los superhéroes, pero solo los de DC, como Superman y Batman.

—Despejado —dijo Duncan.

Avanzaron al mismo tiempo, siguiendo un rastro de sangre que llevaba hasta la siguiente puerta abierta, el cuarto de baño. Había sangre por todas partes, como si alguien la hubiera echado a cubos, en especial, en la bañera. No había superficie sobre la que no hubiera salpicaduras rojas; las había hasta en el techo.

Eve estaba completamente conmocionada. Se sentía como si se estuviera congelando por dentro. Notó escalofríos. Las moscas también habían encontrado la habitación, que parecía que amplificara su zumbido, como si saliera de unos altavoces, aunque la detective era consciente de que todo aquello no estaba sino en su cabeza.

En el mueble del lavabo y en el lavabo había estropajos empapados en sangre y varias botellas de lejía manchadas de sangre. El olor a productos de limpieza y a aceite de motor era muy fuerte y, en combinación con aquel escenario sangriento, repulsivo. Eve se esforzó por sofocar las náuseas y por relajar los músculos. No iba a humillarse contaminando la escena de un asesinato con su vómito.

—Dios mío... —soltó Duncan.

Por alguna razón, oír la voz temblorosa de su compañero la relajó y la ayudó a mantener el control. El hombre estaba tan afectado como ella por lo que veía.

Salieron del cuarto de baño y se fijaron en las dos puertas que quedaban, ambas entornadas, ambas al final del rastro de sangre que había en la moqueta. Eve eligió la de la izquierda y Duncan, la de la derecha.

Eve entró en el dormitorio principal. La cama, enorme, no tenía ninguna sábana y el colchón estaba empapado en sangre y rajado en pedazos. El cabecero estaba lleno de más salpicaduras rojas. Eve se agachó para mirar debajo de la cama y no vio nada más que un par de zapatillas de mujer y una pequeña pipa de marihuana. Se acercó al armario y lo abrió con el pie. Estaba lleno de ropa, tanto de hombre como de mujer, pero dentro no había nadie.

—Despejado —comentó antes de volver al pasillo.

La otra puerta daba al garaje. Duncan entró en la casa de nuevo mientras enfundaba la pistola.

—El garaje está vacío, pero hay unas gotas de sangre que parece que lleven adonde debía de haber aparcado un coche.

Eve tragó saliva y se aclaró la garganta.

—¿Alguna vez habías visto algo así?

Duncan sacudió la cabeza:

—¡No, muchas gracias!

—¿Qué quieres decir con eso?

—Si nos hubiéramos quedado con el cadáver de la camioneta, esta llamada la habrían recibido Crockett y Tubbs —dijo Duncan, refiriéndose al otro par de detectives de la comisaría—, pero, claro, ¡tú tenías que fijarte en las agujas de pino!

Duncan se dirigió hacia la cocina y salió al jardín, donde se quedó parado, tomando aire fresco. Eve lo siguió y permaneció a su lado. Ni los agentes, ni Alexis Ward, ni nadie, podían verlos desde el jardín delantero.

Después de un buen rato, Duncan comentó:

—En este caso va a haber un montón de asqueroso trabajo de oficina y vamos a tener que hacer mucha labor de campo.

—Sí, está claro —soltó Eve irritada—. El otro caso nos habría dado muchos menos quebraderos de cabeza.

—No, no voy por ahí. Lo que quiero decir es que yo me encargaré del trabajo de oficina y tú, de patear las calles.

Eve miró a su compañero.

—Tú eres el detective veterano, eres tú quien debería hacer lo principal.

—Y acabo de hacerlo, acabo de establecer la división de las tareas.

Eve enseguida se dio cuenta de lo que significaba aquello:

—Quieres que yo sea la cara de la investigación.

—Y la que lo vea todo en la práctica. Mi vista ya no es lo que era. Al fin y al cabo, a mí se me ha pasado lo de las agujas de pino, ¿no es así?

—No es por eso. ¿Cuál es la verdadera razón de que me estés poniendo al frente de todo esto?

El detective suspiró y miró la casa.

—Este caso se va a hacer muy gordo y se va a poner muy feo mucho antes de lo que crees. De nada le va a servir a mi carrera y te aseguro que no necesito más pesadillas que llevarme a la jubilación.

Le estaba diciendo, lisa y llanamente, con completa honestidad, que sentía que ya no podía dar más. Aquello hizo que Eve lo respetara, así que no le echó en cara que hubiera tomado aquella decisión. Él ya había hecho lo que tenía que hacer. A partir de ese momento, iban a ser su cuello y su alma las que correrían peligro.

—De acuerdo —dijo la detective.

—Venga, yo llamo a los del forense para que vengan y a los del juzgado para que vayan preparando la orden de registro. Tú deberías descubrir cuanto puedas de los críos y del novio.

Eve asintió. Empezaba a darse cuenta de lo grande que iba a ser aquel caso y, por unos instantes, no supo ni qué decir. En aquella casa había pasado algo terrible y su labor iba a consistir en descubrir de qué se trataba, en hacer que se cumpliera la ley hasta donde fuera posible y en vivir con los horrores que destapara por el camino.

Tomó aire, puso su mejor cara de póquer y regresó con Duncan a la parte delantera de la casa.

Colinas de California

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