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ОглавлениеEve abrió los ojos, vio el suelo, se le enturbió la vista y, de inmediato, tomó aire con violencia y tragó algo de tierra. Tosió, volvió a respirar hondo y se estiró. Fijó la mirada en un pedazo de cebolla que tenía justo delante de la nariz. Le latían las sienes y le dolía al respirar, pero no creía que tuviera ninguna costilla rota.
La pistola le presionaba el costado, atrapada entre el suelo y sus costillas, y le dolía, pero era un dolor bueno; significaba que quienquiera que le hubiera golpeado no le había arrebatado el arma y que no le iba a disparar con ella ni a ella ni a nadie más.
Se sentó poco a poco, aturdida aún. El saco de dormir y los restos del menú para llevar habían desaparecido, como aquel o aquello que la había atacado. No, de «aquello» nada, era claramente un «aquel». No creía en los monstruos, a pesar de lo que había visto.
O creía que había visto, claro.
Eve miró hacia la casa. El equipo forense estaba saliendo de la furgoneta, así que no debía de haber estado desmayada más de uno o dos minutos. Se apoyó en un pino para ponerse de pie, cosa que hizo poco a poco. Se tocó la cabeza justo por encima de la sien derecha, que era donde le habían golpeado con la piedra y donde le habían dado la patada. Tenía el pelo húmedo y, cuando bajó la mano, comprobó que tenía sangre en la punta de los dedos.
Mierda.
Miró a su alrededor y vio, como a unos treinta centímetros, una piedra con un borde afilado y sangre fresca en él. El atacante le podría haber hundido el cráneo con aquello, pero no lo había hecho. A decir verdad, tenía suerte de seguir viva.
La detective volvió a respirar hondo y, temblorosa aún, empezó a descender por la colina, pero enseguida resbaló, cayó de culo y bajó deslizándose un par de metros. Se quedó sentada unos momentos. Se sentía estúpida. Se puso de pie muy despacio, se sacudió la tierra y la hojarasca, e intentó volver a bajar por la colina, solo que, esta vez, con más cuidado.
Llegó abajo del todo sin volver a resbalarse y se encaminó al Explorer. Duncan salió del coche en cuanto la vio y fue a su encuentro.
—¿Qué coño te ha pasado?
Eve sabía que tenía mal aspecto; sangraba por la cabeza y tenía la ropa manchada. La verdad es que aquel no era un buen comienzo como responsable de una investigación. Sin embargo, siguió hacia delante como si no pasara nada. Puede que, así, su compañero hiciera lo mismo.
—Estaba investigando en lo alto de la colina y he encontrado un saco de dormir y unos restos de comida —comentó Eve sin dejar de caminar. Duncan iba a su lado—. Antes de que me haya dado tiempo a sacar fotos, alguien me ha golpeado por la espalda y ha huido con las pruebas.
—¿Lo has visto?
Desde luego, lo de la bestia peluda no se lo iba a contar. Aquella era una historia absurda que correría como la pólvora por la comisaría y que acabaría con las pocas posibilidades que tenía de conseguir cierta credibilidad entre sus compañeros.
—No —respondió mientras se asomaba por la puerta del copiloto para coger una de las servilletas de papel que Duncan siempre llevaba en el bolsillo lateral de la puerta. El detective se manchaba mucho con la comida.
Duncan señaló hacia la colina con la cabeza:
—Eso ya es el Parque Nacional de Topanga. Está lleno de sintechos y ya sabes que pueden mostrarse muy protectores con sus pertenencias. Lo más probable es que no se haya dado cuenta de que eras policía.
—Se tratase de quien se tratase, desde allí se ve la casa de maravilla. —Se apretó una de las servilletas contra la herida de la cabeza. El papel enseguida se tiñó de rojo—. Así que tenemos que hablar con él.
—Voy a enviar a los forenses allí arriba para ver qué pruebas consiguen y pediré a los guardabosques que busquen a un tipo sospechoso que huye y que lleva un saco de dormir.
—Advierte a los forenses de que la sangre de la piedra es mía.
Duncan le echó una miradita a la herida de su compañera.
—Es un corte feo, tienes que ir a urgencias.
—¡Al diablo con eso!
La policía hizo una bola con la servilleta, se la metió en el bolsillo, fue hasta el maletero de su vehículo, lo abrió y buscó una gorra del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles que sabía que andaba por allí. En cuanto dio con ella, se la puso con cuidado para esconder la sangre del pelo.
—¡Hala, ya está!
Duncan se quedó mirando a su compañera y esta le mantuvo la mirada. A Eve le dolía la herida como si le hubieran partido el cráneo en dos.
—¿Qué pasa? ¿Acaso me vas a venir con que, a menudo, las personas que sufren heridas en la cabeza y que no van al médico mueren horas después debido a hematomas subdurales?
—No sé de qué me estás hablando. Lo que te quería decir es que los críos de Tanya no han ido hoy al colegio.
Eve miró hacia la casa, pensó en las dos mochilas que había sobre aquellos charcos de sangre y la embargó un potente y repentino miedo.