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El tramo norte de Mulholland Highway acababa en una intersección con forma de T que conectaba con Mulholland Drive. Se trataba de una intersección que provocaba gran cantidad de confusiones, y no solo porque ambas calles tuvieran un nombre tan similar, sino porque era una intersección que dividía dos poblaciones, tres vecindarios, dos jurisdicciones legales y, en aquel jueves caluroso y congestionado por la polución de una tarde de diciembre, dividía también la vida de la muerte.

Eve Ronin y Duncan Pavone, detectives de Homicidios del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles, se dirigían a dicha intersección. Conducían en dirección este por Mulholland Drive en un Ford Explorer normal y corriente con intención de investigar un posible homicidio del que les había avisado el Departamento de Policía de Los Ángeles.

—Solo hay una razón por la que los del Departamento de Policía nos llamarían para que nos encarguemos de un cadáver —empezó a decir Duncan, sentado en el asiento del pasajero y mientras se sacudía migas de dónuts de su gran barriga, que acostumbraba a utilizar como si fuera la mesita plegable de un avión—, para dejarnos claro que está en nuestro lado de la línea, no en el suyo.

Debido a la geografía de la zona, las disputas jurisdiccionales eran inevitables. El Departamento del Sheriff era el responsable de hacer que se cumpliera la ley en Malibú, en las montañas de Santa Mónica y en las comunidades que circundaban el Westlake Village: Agoura Hills, Hidden Hills y Calabasas. Se trataba de una zona rodeada por el condado de Ventura al oeste y al noroeste, por la ciudad de Los Ángeles al este y al noreste, y por la bahía de Santa Mónica al sur. La intersección de Mulholland con Mulholland, que estaba en las faldas de las montañas de Santa Mónica, era el límite entre la ciudad de Calabasas y Woodland Hills, una parte de la ciudad de Los Ángeles.

Eve Ronin solo llevaba tres meses en Homicidios, destacada en la comisaría de Lost Hills, en Calabasas, y aquella era su primera disputa jurisdiccional. Era muy consciente de todo lo que desconocía, como les pasaba a todos los que la rodeaban.

—¿Cómo resuelves una situación como esta cuando la cosa no está clara? —preguntó Eve a pesar de que sabía que la pregunta no serviría sino para reforzar la pésima opinión que tenían de ella Duncan y los demás detectives, la idea de que no estaba cualificada para el puesto. No obstante, para ella, aprender era más importante que su imagen.

—Te cagas en todo, te quejas, discutes... pero, sobre todo, aseguras una y otra vez que el cadáver está en su lado o que el crimen ha tenido lugar allí. Sacas una cinta métrica para demostrarles dónde está el linde o quién la tiene más larga. Les tiras toda la mierda que tengas a mano acerca de ellos, les recuerdas la de favores que te deben, les dices que vas a valerte de todas tus influencias para conseguir que se queden el cadáver y todos los agravantes que van con él. Aunque, claro, el cadáver casi siempre acabo quedándomelo yo... porque soy un blando.

Eve apartó la vista de la carretera para mirarlo incrédula.

—¿Tanta pena te da que alguno de los del Departamento de Policía haya tenido un mal día?

—No, no es eso. Lo hago porque la víctima se merece un policía que se preocupe por ella en vez de uno que esté más interesado en conseguir que el caso de un pobre tipo al que acaban de pegarle cuatro tiros por la espalda y que ha quedado tendido sobre la línea jurisdiccional parezca un suicidio.

Eve sonrió para sus adentros. Puede que tuviera suerte de que la hubieran puesto de compañera de alguien que estaba a punto de jubilarse y al que ya le importaba todo una mierda —aunque, claro, había que tener en cuenta que no siempre había sido así—. Formaban una extraña pareja. Él era viejo y estaba gordo, y se peinaba de una manera muy imaginativa para disimular que se estaba quedando calvo; ella era joven y delgada, y llevaba el pelo cortado por encima de los hombros, lo que resultaba la mar de práctico. A decir verdad, podrían confundirlos con un padre y una hija aficionados a llevar Glocks.

En la intersección de Mulholland con Mulholland había algunas casas al norte; un edificio de oficinas de dos plantas en la zona oeste, detrás de una línea de pinos; y un robledal, al este, por la colina, entre un colegio privado y una urbanización.

Eve giró a la derecha en Mulholland Drive, en dirección sur, y vio un coche patrulla blanco y negro aparcado detrás de una camioneta, en el arcén. También había un Crown Vic del Departamento de Policía estacionado al otro lado de la calle, mirando en dirección norte. En el Crown Vic había apoyados dos detectives vestidos de traje que hablaban con un agente de uniforme. Parecía que los detectives hubieran aprovechado una de esas ofertas del Men’s Wearhouse de «Compre uno y llévese otro gratis» y que hubieran pagado a medias el primero de los trajes.

—Los dos de los trajes son los detectives Frank Knobb y Arnie Prescott, de Canoga Park —comentó Duncan mientras Eve aparcaba detrás del coche patrulla—. Hemos coincidido unas cuantas veces. Entre los dos, llevarán en esto tanto como yo.

Eve se alegró de que su compañero no aprovechase la oportunidad para comentar una vez más que ella no había nacido cuando él entró en la policía.

Duncan salió del Ford Explorer, se ajustó los pantalones, esperó a que pasara un coche y cruzó la calle para hablar con los dos detectives. Eve, por su lado, se acercó a investigar la camioneta, que estaba cubierta de agujas de pino. En el interior del parabrisas había salpicaduras de sangre y en el asiento del conductor, un cadáver despatarrado.

—¡Hola, Dunkin’ Donuts! —soltó uno de los detectives mientras Duncan se les acercaba—. ¿Qué tal te va?

—Pues aquí, Frank, contando los días. Me faltan ciento sesenta y tres para darme el piro. ¿Habéis oído hablar de mi nueva compañera, la detective Ronin?

Los integrantes del Departamento de Policía la miraron. Eve seguía al otro lado de la calle, examinando la camioneta.

—¿Puño Mortal? —comentó Frank Knobb—. Claro que hemos oído hablar de ella. ¡Es una leyenda!

Hasta hacía poco, Eve era ayudante del sheriff en Lancaster y nadie la conocía, ni en el Departamento de Policía de Los Ángeles ni en ningún otro sitio. Sin embargo, hacía cuatro meses, había visto cómo el actor Blake Largo, protagonista de la exitosísima serie de películas Puño Mortal, golpeaba a una mujer en el aparcamiento de un restaurante. Eve, aunque estaba fuera de servicio, le llamó la atención y este intentó pegarle un puñetazo, momento que ella aprovechó para tirarlo al suelo e inmovilizarlo. Eve se quedó aplastando aquella cara de un millón de dólares contra el asfalto hasta que llegó la policía. Un testigo grabó un vídeo con el móvil y lo subió a YouTube. El vídeo había tenido once millones de visualizaciones en menos de una semana. Ahora, todo el mundo la llamaba Puño Mortal.

Eve decidió ignorar el comentario sarcástico y se centró en el conductor de la camioneta. El tipo tenía la cabeza tirada hacia atrás, apoyada en el reposacabezas. Le habían rajado la garganta y el corte parecía una sonrisa sangrienta y obscena. En el asiento del copiloto había un cuchillo como el de Rambo. Eve pensó que podía tratarse de un suicidio, dado que el tipo tenía el arma al lado y que aquel vecindario, por grande que fuera, era muy seguro. Ahora bien, si se trataba de un suicidio, el tipo había escogido un lugar muy extraño para ponerle fin a su vida. Lo último que había tenido que ver mientras se desangraba era el Gelson’s, un supermercado de lujo. Aunque, claro, había gente para la que el Gelson’s era como el paraíso.

—No me jodas —comentó Arnie Prescott—. ¿Así que en el Departamento del Sheriff solo se necesita que un vídeo se haga viral para que te asciendan de Robos a Homicidios?

En realidad, el ascenso había tenido que ver con el momento en que se había publicado el vídeo, que salió justo cuando la noticia de que algunos agentes del sheriff daban palizas a los prisioneros de la cárcel del condado estaba en el candelero. La respuesta tan positiva y mediática que había recibido el vídeo había resultado una manera maravillosa de distraer la atención sobre aquel escándalo y había llevado al sheriff a mantener a Eve en lo más alto de la popularidad tanto tiempo como pudiera. Para ello, la había cubierto de elogios y premios, entre los que se incluía un ascenso. Lo que Eve quería era que la trasladaran a Homicidios y lo había conseguido, con lo que se había convertido en la mujer más joven de toda la historia de la brigada. Aquello había encantado al público y a los medios; al resto de los integrantes del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles —el 86 % de los cuales tenían testículos—, en cambio, no.

—Los baremos del Departamento del Sheriff no son como los del Departamento de Policía —comentó Knobb.

—Así os luce el pelo —le soltó Prescott a Duncan.

Duncan no entró al trapo:

—Bueno, ¿qué hay del muerto?

—Un corredor ha descubierto el cadáver y ha llamado a Emergencias —le respondió Knobb—. El operador se ha puesto en contacto con el Departamento de Policía de los Ángeles. Este buen patrullero se ha presentado aquí, ha confirmado que la víctima no solo estaba muerta, sino bien muerta, y nos ha llamado.

—De lo que no se ha dado cuenta el buen patrullero debido a la emoción del momento es de a qué lado del pedrusco está aparcada la camioneta. —Prescott señaló la mediana, donde, recientemente, en mitad de un arreglo floral, habían instalado una gran piedra en la que ponía BIENVENIDOS A CALABASAS y en cuya cara norte había tallado un pájaro planeando.

Knobb sonrió a Duncan:

—Está en vuestro lado.

No había duda de que la camioneta estaba aparcada unos cuantos centímetros al sur de la línea invisible que tan convenientemente señalaba el pedrusco, lo que la situaba en Calabasas. Eve miró la parte de la carretera que quedaba en el lado de la ciudad de Los Ángeles y se puso furiosa. No le gustaba que le tomaran el pelo.

El agente de uniforme se encogió de hombros con cara de memo:

—Culpa mía.

—Bueno, pues todo vuestro —dijo Prescott.

—¡Qué suerte! —exclamó Duncan con cara de cansado.

—Nos hemos quedado para proteger la escena del crimen a modo de cortesía profesional —comentó Knobb.

—¿En serio? —soltó Eve. Los dos detectives del Departamento de Policía la miraron como niños traviesos que hubieran interrumpido a los mayores mientras hablaban—. Porque yo creía que proteger la escena del crimen implicaba que nadie la alterara.

—A mí no me parece que la haya alterado nadie —respondió Knobb.

—La camioneta está cubierta de agujas de pino —comentó Eve—. Sin duda, ha pasado la noche aparcada debajo de un pino, lo que parece extraño, si tenemos en cuenta que el más cercano está allí, en la ciudad de Los Ángeles.

Prescott resopló con aire burlón:

—¿Es que no has oído hablar del viento?

Eve se quedó mirando a los detectives con mala cara sin que le preocupara lo más mínimo lo que pensaran de ella:

—En ese caso, ¿por qué no hay agujas de pino ni en la calle ni alrededor de la camioneta?

Los detectives le mantuvieron la mirada, pero el agente de uniforme apartó la vista. Duncan sacudió la cabeza mientras observaba a aquellos dos tipos sin escrúpulos:

—Es vuestro caso y, como cortesía profesional, no le vamos a contar a nadie este bochornoso suceso. —Duncan volvió a subirse los pantalones y miró al patrullero—. Ahora bien, hijo, quiero que pienses en una cosa: como los forenses acaben torpedeando el caso, ¿qué crees, que estos dos te van a apoyar o que se encargarán de que seas tú el que cae? Si yo fuera tú, me protegería siempre el culo.

Duncan empezó a cruzar la calle en dirección al Ford Explorer y le hizo un gesto a Eve para que lo siguiera. La detective se sentó al volante, arrancó, dio media vuelta alrededor de la mediana y, después, tomó Mulholland Drive en dirección este.

Eve daba por hecho que sus homólogos de la ciudad de Los Ángeles habían abusado de su cargo y habían ordenado al agente que empujara la camioneta hasta el linde. El coche patrulla del agente tenía unas barras de protección de acero inoxidable en el parachoques, lo que le habría permitido empujar la camioneta sin dañar su propio vehículo.

—¿A quién intentaban joder con eso de mover el cadáver a Calabasas, a ti o a mí? —le preguntó Eve a su compañero.

—Deja que te dé un consejo. Sé que estás acostumbrada a ser el centro de atención, pero eso no quiere decir que cada vez que te pasa algo malo sea personal.

—¿Qué quieres decir con eso? Han intentado jodernos.

—No, a nosotros no. Lo único que sabían Knobb y Prescott era que aparecerían dos detectives del Departamento del Sheriff, no que seríamos la celebridad que no se merecía su ascenso y el viejo gordo que solo piensa en jubilarse.

Eve asintió.

—Así que no son sino unos putos vagos.

—En efecto. No es personal.

Duncan cogió la radio y comunicó a la central que el cadáver estaba en la ciudad de Los Ángeles y que era el Departamento de Policía el que iba a encargarse del caso.

De la central enseguida les llegó otra llamada, una posible desaparición en una casa que había en una calle sin salida de Topanga que no estaba sino a unos pocos kilómetros en dirección suroeste de donde se encontraban en aquel momento.

—La informante, una tal Alexis Ward, dice que la residente no ha ido a trabajar y que no responde al teléfono. La informante ha mirado por una ventana y ha visto sangre. Cree que la residente podría estar dentro, puede que herida. 22-Paul-7, los bomberos y una ambulancia van de camino. Es un código tres.

—Recibido —respondió Duncan—. 22-David-1 de camino desde Mulholland Drive a Topanga Canyon.

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