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XIV
Оглавление—Sí, el hombre es peor que la bestia, si no vive más que como hombre. Este fue mi caso.
Lo más fuerte del caso es que yo creía llevar una vida ejemplar, porque no me dejaba arrastrar por los encantos de las otras mujeres. Me creía un sujeto moral, y las escenas violentas que se sucedían entre mi mujer y yo las atribuía exclusivamente a su carácter. Como es natural, me equivocaba, pues era como todas, como la mayoría de ellas. Su educación había sido la que imponen las exigencias de nuestra clase, parecida a la que reciben todas las jóvenes de familias ricas y tal cual debe darse a todas.
¡Cuántas quejas se oyen acerca de la educación de la mujer, y cuántos quisieran cambiarla! Pero todo esto no son más que añagazas, porque la educación de la mujer debe basarse en la idea verdadera del hombre acerca del destino de la mujer. En nuestra clase, y a pesar de las ideas que hay en su favor, es que el destino de la mujer es servir para placer del hombre, y su educación es ni más ni menos que el reflejo de estas ideas. Desde su juventud no le enseñan más que a aumentar el poder de sus encantos, y por su parte, ella no tiene más preocupación. De la misma manera que la educación de las esclavas se dirigía únicamente hacia un solo objeto, el de satisfacer los caprichos de su amo, nuestras mujeres no reciben educación más que teniendo en cuenta un solo objetivo: el de atraer a los hombres. En cualquiera de los dos casos no podía, no puede suceder otra cosa.
Tal vez se imagine que esto sólo es cierto cuando se trata de esas chicas mal educadas a las que llamamos con desdén jovenzuelas, y que hay una educación más seria, la que se da en ciertos colegios, en los liceos donde se enseña latín, en las aulas de Medicina y en las academias. ¡Grave error! Toda la educación de la mujer, sea cual fuere, no tiene más que un objetivo: atraer al hombre. Unas lo consiguen por medio de la música, otras con sus cabellos rizados, algunas con su ciencia o su buen sentido; pero el objetivo es el mismo, y no puede ser de otra manera porque no tienen más que ese.
¿Imagina a las mujeres adquiriendo en la Academia la ciencia aparte de los hombres, es decir, a las mujeres haciéndose sabias sin que los hombres lo sepan? Imposible. No hay educación, no hay instrucción que pueda cambiar nada, mientras el ideal de la mujer sea el matrimonio, no la virginidad y la liberación de los sentidos. La mujer será, de otro modo, siempre una esclava. No hay más que ver las condiciones en que se educan las jóvenes de nuestra clase, y no quiero generalizar para no quedarme yo menos sorprendido ante el desorden de las mujeres de la clase elevada que ante la moderación misma de ese orden.
Fíjese bien: desde que llegan a la adolescencia no les preocupa más que una cosa: el vestido y sus adornos. No hay para ellas más ocupaciones que los cuidados que han de dar a su cuerpo; el baile, la música, la poesía, las novelas, el canto, los teatros, los conciertos, y a todo esto puede añadir una ociosidad física completa, una indolencia general y una alimentación agradable y nutritiva. Como nos lo ocultan, ignoramos los sufrimientos que producen a las jóvenes la excitación de los sentidos. De cada diez, nueve se atormentan más de lo que se sospecha en la primera época de su pubertad, y más adelante mucho más, si no se casan antes de los veinte años. Cerramos los ojos para no ver estas cosas, pero aquellos que quieren tenerlos bien abiertos se dan cuenta de que dicha excitación llega hasta ese punto a causa de la sensualidad contenida (es una dicha cuando se contiene), y no son capaces de nada si no se hallan en presencia del hombre.
Los cuidados que impone la coquetería, y ésta misma, llenan toda su existencia. En presencia del hombre exageran su vivacidad, se despiertan los sentidos, y lejos de él, la energía se embota y desaparece la vida. Y tenga presente que esto no sucede en presencia de un hombre determinado, sino en la de cualquiera, con tal que no sea un tipo repugnante.
Me dirá que esa es la excepción, no la regla. Lo que sucede es que en ciertas mujeres se nota más que en otras, pero ninguna tiene vida propia, independiente del hombre. Cuando éste les falta, todas se aprestan a la conquista, y no puede ser de otra manera porque su bello ideal es atraer el mayor número posible de hombres. Todos los sentimientos femeniles se concentran en esa vanidad, no de mujer, sino de hembra, que procura atraer a su alrededor el mayor número posible de machos para escoger mejor. Y sucede lo mismo cuando se trata de mujeres casadas que de solteras. A éstas les es necesario para poder elegir, y a las primeras como un medio para dominar mejor al marido.
Una sola cosa interrumpe esta clase de vida: los hijos, con la condición de que la mujer tenga salud y los amamante ella misma. Y en esto vuelven a presentarse los médicos. Mi mujer, que quería dar el pecho a sus hijos, cayó enferma al dar a luz al primero, pero pudo criar a los otros cuatro. Los médicos la desnudaron cínicamente, le palparon todo el cuerpo, y yo, agradecido, tuve que pagarles muy bien y hasta darles las gracias, aunque al final habían declarado que no podía criar. De este modo quedó privada, desde el principio, de la única cosa que podía distraerla de la coquetería. Tomamos un ama y nos convertimos en explotadores de la pobreza, de la necesidad y de la ignorancia de una mujer, le robamos a su propio hijo, privándole de su alimento, para que lo diese al nuestro y, satisfechos, la engalanamos con llamativas cofias y galones de plata. No es de esto, sin embargo, de lo que se trata. Lo que quería decir es que esa libertad momentánea despertó en mi mujer, con nueva fuerza, la coquetería femenina un tanto adormecida durante el período precedente. Entonces aparecieron en mí unos celos tales, como jamás habría sospechado que pudiera sentir. ¡Dios mío! ¡Qué sufrimiento! Aparte de que estos son comunes a todos los maridos que viven como yo vivía con mi mujer, esto es, sin apelar al adulterio.