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XXVIII
Оглавление—¡Cosa extraña! Al abandonar mi despacho y atravesar aquellas habitaciones que tan bien conocía, tuve aún la esperanza de que todo aquello no fuera más que una pesadilla, pero el olor de ciertas medicinas, del yodo y del ácido fénico, me atacaron la garganta. ¡No, no era una pesadilla! Al atravesar el pasillo y cerca del cuarto de los niños vi a Lisa, que me miró con ojos que el terror hacía abrir desmesuradamente, y se me figuró que mis cinco hijos me miraban. Llegué a la puerta, y al verme la doncella abrió y se fue. Lo primero que vi fue su traje gris perla, todo él manchado de sangre. Estaba en nuestra cama con las rodillas dobladas, casi derecha y sostenido el busto por numerosas almohadas. Habían vendado la herida y el cuarto apestaba a yodo. Lo que me llamó más la atención fue la señal amoratada que tenía en la cara y que le cubría parte de la nariz y de un ojo. Aquella mancha era la huella del golpe que le había dado cuando quería desprenderme de sus manos. Había desaparecido su belleza y observé que había en ella algo que repugnaba. Me quedé quieto en el umbral de la puerta, — Venga, acérquese-me dijo mi cuñada. Me acerqué preguntándome si sería necesario perdonar. «Sí, porque se muere,» me contesté, y me acerqué a su cabecera. Levantó penosamente los ojos para mirarme; uno de ellos estaba amoratado e hinchado. Expresándose con mucha dificultad, exclamó: —Has conseguido lo que te proponías… Me has matado…
En su rostro se traslucía el dolor físico y, sin embargo, se descubría ese odio que yo conocía tanto.
—Nuestros hijos… no te los llevarás… a pesar de todo… mi hermana será quien se encargue de ellos…
Ni una sola palabra acerca del punto capital, su falta, su traición, su crimen; se habría dicho que no le daba ninguna importancia.
—¡Sí, regocíjate contemplando tu obra! —y su mirada se fijó en la puerta en la que se hallaban su hermana y sus hijos. A mi vez dirigí la vista hacia donde estaban los niños, luego contemplé su rostro golpeado y amoratado, y por vez primera, olvidando mis derechos y mi orgullo, vi en ella una criatura humana, una mujer. Todo cuanto me había ofendido, mis celos, se me antojó muy poca cosa; por el contrario, tan terrible me pareció lo que había hecho que sentí deseos de arrojarme a sus pies, cogerle las manos y gritar: «¡Perdóname!
Y no me atreví a hacerlo. Se calló y se cubrió los ojos; no tenía fuerzas para hablar. De pronto su rostro se contrajo, desfigurado, y me rechazó débilmente.
—¿Por qué ha pasado esto? —murmuró.
—¡Perdóname! —exclamé.
—¡Sí, si no me hubieses matado! —dijo de pronto, y sus ojos brillaron con un fulgor febril. —¡Perdonarte! ¡Qué locura! ¡Ah! ¡No debía morir, pero tú me has matado y conseguido tu objetivo! ¡Te odio! —En seguida empezó a delirar. —Dispara… no tengas miedo…
mátame… mátanos… mátale a él también… Se fue…
Ya no reconoció a nadie, ni a sus hijos, ni siquiera a Lisa, que se había escapado del lado de su tía y se acercó furtivamente al lecho, y aquel mismo día murió a eso de las doce. Pocas horas antes me prendieron, me llevaron a la cárcel y en ella estuve esperando durante once meses a que se viese mi causa. En ese tiempo reflexioné mucho y aprendí a conocerme. A los tres días de estar preso me llevaron a mi casa..
Pozdnychev quiso continuar, pero los sollozos que ahogaban su voz se lo impidieron, hasta que al cabo pudo reponerse y recobrar su serenidad.
—Al verla en el ataúd comprendí mi error, —dijo exhalando un profundo sus piro, —y sólo contemplando su rostro cadavérico comprendí todo el alcance de mi acción. Comprendí que era yo el que la había asesinado, sumiéndola en la nada, y que si yacía allí fría e inanimada, inmóvil como una estatua, era obra mía. Comprendí que aquello era irreparable para mí. Quien no haya pasado por semejante prueba no puede comprenderlo.
Durante largo rato permanecimos ambos en silencio, el uno enfrente del otro. Pozdnychev sollozaba y se estremecía nerviosamente.
—Sí; si hubiese sabido lo que hoy sé, —añadió, —no me habría sucedido nada. ¡No me habría casado con ella por nada del mundo! ¡No me habría casado nunca! ¡Jamás!
He aquí, señor, lo que hice y las pruebas por las que pasé.
Es preciso comprender bien el sentido del Evangelio, según San Mateo; es necesario interpretar bien esta frase: «Aquel que mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio».
Esto se refiere también a la hermana, y no sólo a la mujer extraña, sino sobre todo a la propia mujer.
Traducción de Francisco Carles