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IX
ОглавлениеLos tres hermanos vivían y reinaban.
El mayor, Seman el Guerrero, era dichoso. Había añadido muchos soldados a sus soldados de paja.
Mandó en todo su reino, que se le diera un soldado por cada diez casas, y que esos soldados fueran muy altos, de rostro afable, y fuerte complexión, Reclutó gran número y les adiestró convenientemente. Si alguien rehusaba obedecer, le mandaba sus soldados, y hacía cuanto quería. Y así se hizo temer de todo el mundo. Su vida transcurría feliz. Cuanto se le antojaba, todo lo que veía, era suyo. Le bastaba mandar soldados, que se apoderaban de cuanto quería.
Tarass el Panzudo vivía también dichoso. Había conservado el dinero que le diera Iván, y con él había ganado mucho más. Había ordenado los negocios de su reino; guardaba su oro en fuertes arcas, y aún exigía más a sus súbditos. Pedía tanto por aldea, tanto por habitante, tanto sobre los trajes, sobre lapti y sobre los onutchi y las más nimias cosas.
Cuanto deseaba tenía. A cambio de su dinero le traían de todo y todos acudían a su casa a trabajar, pues todo el mundo necesitaba dinero.
Iván el Imbécil tampoco vivía mal.
En cuanto hubieron enterrado a su suegro, se quitó las vestiduras de zar y las dio a su mujer para que las guardara en el arca. Se puso otra vez su camisa de cáñamo, sus anchos calzones, sus lapti, y volvió a trabajar.
—¡Me aburro! —dijo—. Mi barriga crece, y no tengo apetito ni sueño.
Y mandó venir a sus padres a su antigua isba con su hermana muda, y se puso a trabajar otra vez.
Y cuando le decía:
—¡Pero, si tú eres un Zar!
—¿Y eso qué importa? —contestaba— ¡También los Zares necesitan comer!
Su ministro fue a encontrarle:
—No tenemos dinero para pagar a los funcionarios.
—Pues si no hay —repuso Iván—, no les pagues.
—¡Es que se irán!
—¡Que se vayan! Así tendrán tiempo de trabajar. Que saquen el estiércol; demasiado tiempo lo han dejado amontonar sin aprovecharlo.
Fueron a pedir justicia a Iván. Uno se quejaba de que otro le había robado dinero. E Iván dijo:
—¡Será, sin duda, por necesidad!
Y de este modo supieron todos que Iván era un imbécil.
Y su mujer se lo dijo.
—Dicen de ti que eres un imbécil.
—¿Y qué?
Ella pensó, pensó; pero era tan imbécil como su marido, y, al fin, dijo:
—Yo no puedo oponerme a la voluntad de mi marido. Donde va la aguja, allá va el hilo.
Se quitó su vestido de Zarevna, lo guardó en el arca, y se fue á casa de su cuñada la muda, para que le enseñase a trabajar. Aprendió, y ayudó a su marido.
Y todas las personas sensatas abandonaron el reino de Iván. Sólo quedaron en él los imbéciles. Nadie tenía dinero, todos vivían del trabajo y así sé sostenían y mantenían entre sí.