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XVII
Оглавление—Al principio vivíamos en el campo, y luego en la capital, y a no ser por la catástrofe que más tarde nos hirió, habría llegado de ese modo a la vejez y al lecho de muerte creyendo haber llevado una vida feliz, es decir, no más desgraciada que la de la mayoría de mis semejantes. De ese modo no habría intuido la vil mentira que me rodeaba, ni habría comprendido que todo aquello no era lo mejor ni lo más bueno siquiera. Lo que sí habría sentido con más fuerza habría sido que yo, que debí ser el amo, no fui más que el esclavo de mi mujer, porque había sido ella y no yo quien llevó siempre, como vulgarmente se dice, los pantalones, por más esfuerzos que hice por quitárselos. Mis hijos fueron la causa de que yo perdiese la autoridad y, a pesar de mi deseo, me fue imposible liberarme y recobrarla. Mi mujer contaba con los hijos y, por consiguiente, con la dominación. No comprendía entonces sino que estaba en su derecho, un derecho basado en que, en la época de nuestra boda, estaba moralmente a cien codos de altura sobre mí, del mismo modo que toda recién casada es tanto más superior a su marido cuanto más pura es. Y fíjese bien en esto, en que las mujeres, sobre todo en la clase social a la que pertenecemos, son en general seres pervertidos que carecen de fuerza moral: egoístas, parlanchinas, testarudas; mientras que las jóvenes de veinte años o poco menos se sienten impulsadas, y de ello vemos ejemplos todos los días, a llevar a cabo acciones nobles e idealmente hermosas. ¿A qué se debe esta diferencia? Es indudable que los hombres han caído tan bajo que las hacen descender a su propio nivel.
Niños y niñas nacen con las mismas cualidades morales, pero el valor moral de las niñas es muy superior. Ante todo, no están expuestas a las mismas tentaciones y malas compañías que los hombres; no tienen a su alcance el tabaco, el vino, el colegio, el círculo o la oficina, y en segundo lugar, y este es un factor primordial, son corporalmente puras. En su juventud, son superiores a nosotros. En nuestra clase, en la que el hombre no tiene que trabajar materialmente para ganarse el sustento, son también superiores, como mujeres, por la importancia de su misión maternal.
La mujer, cuando da a luz y amamanta a sus hijos, comprende perfectamente que su misión tiene mucha más importancia que la del hombre que se ocupa en los negocios, en el tribunal o en el senado. Sabe, además, que su preocupación constante es el dinero y que, en resumen, las ocupaciones de los hombres no responden a una necesidad fatal, como es la de tener que dar el pecho a los hijos. Por eso es precisamente por lo que la mujer está por encima del hombre y le gobierna; pero el hombre de nuestra clase no quiere darse cuenta de esta verdad, al contrario, la contempla con desdén desde lo alto de su grandeza, y no tiene más que desprecio para sus ocupaciones. Esa era la razón de que mi mujer mirase con menosprecio mis trabajos en el Zemstvo o consejo general: porque había dado a luz muchos hijos y los amamantaba. Por mi parte, imbuido en las doctrinas que profesamos los hombres, me decía que todos los trabajos femeninos, mantillas, pañales, biberones, como solía decir bromeando, no tenían importancia alguna, y sonriéndome, a la vez que me encogía de hombros, exclamaba: «¡Bah, cosas de mujeres!»
Este mutuo menosprecio nos dividía aún más y más; pero nuestras relaciones se agriaron más todavía. Las divergencias de opinión no eran la causa del rencor, sino su consecuencia.
Cualquier cosa que yo dijese, sabía a priori que ella iba a contradecirla, y a la inversa. A los cuatro años de habernos casado nuestras relaciones intelectuales, y esto era cosa indiscutible, se habían hecho, tanto para el presente como para el porvenir, imposibles, pero por completo.
Cada cual se aferraba con tenacidad a su opinión, fuese cual fuese su objeto, y sobre todo tratándose de la cuestión de los hijos, sin intentar convencernos. Ante los extraños, nuestras conversaciones versaban acerca de las cosas más variadas, y hasta íntimas; entre nosotros, nunca. A veces, cuando oía lo que le decía ella a otras personas en mi presencia, no podía por menos que pensar: «¡Cuántas mentiras dice esta mujer!», y me sorprendía de que nadie advirtiese que mentía. Cuando nos hablábamos a solas, nuestras conversaciones se reducían a muy pocas palabras o frases que tal vez los animales también intercambien entre ellos. «¿Qué hora es? Creo que es hora de irnos a acostar. ¿Qué tenemos hoy para comer? ¿Qué dicen los periódicos? Hay que avisar al médico, porque a Lisa le duele la garganta.»
En cuanto nos apartábamos de ese círculo de conversaciones, por poco que fuese, para cambiar de tema, estallaba la tempestad, y únicamente la presencia de un tercero, que servía, por así decirlo, de intermediario a nuestra conversación, contribuía a que, durante un momento, nos mostrásemos más sociables. Mi mujer probablemente creía que la razón estaba de su parte, y en cuanto a mí, ¡Dios me lo perdone!, me tenía a su lado por un santo. Los períodos de eso que llamamos amor eran tan frecuentes como antes, pero más brutales, menos suaves y sin ningún refinamiento, aparte de muy cortos. A esos momentos de placer sucedían rápidamente otros de malestar, cólera irreflexiva, una irritación que se fundaba en los más fútiles y absurdos pretextos.
Las disputas y el rencor estallaban a propósito de la comida, del café, del mantel, de un coche o de una falta en el juego, de cualquier cosa, en fin, que no tenía importancia ni para el uno ni para el otro. Por mi parte, la odiaba con toda mi alma. La miraba cuando se servía el té, movía el pie, se llevaba la cucharilla a la boca o soplaba para enfriar el líquido, y por esto, como que si se tratara de una mala acción, la odiaba. No me había fijado en la correlación que existía entre los períodos de rencor y ese que llamamos amor, y siempre el uno seguía al otro.
A un período de amor, más largo, seguía como consecuencia otro más prolongado de odio;
después de un brevísimo arranque amoroso, el rencor se apaciguaba antes. Y no comprendíamos entonces que ese amor y ese odio estaban engendrados por el mismo sentimiento del que eran los dos polos. Si hubiésemos acertado a ver con precisión cuál era el fondo verdadero de nuestra situación, nuestra vida habría sido terrible; pero estábamos completamente ciegos el uno y el otro y no comprendíamos nada. En esto precisamente, está el castigo y la felicidad del hombre, y es en lo que puede, por su manera irregular de vivir, hacerse ilusiones acerca de lo triste de su situación.
Eso fue lo que nos sucedió. Mi mujer procuró olvidar, creándose numerosas ocupaciones, los cuidados de su propio tocado, la instrucción y sobre todo la salud de los hijos. Estas diversas ocupaciones no estaban justificadas por una conveniencia o necesidad urgentes, y no obstante, veces no parecía sino que su vida entera y hasta la de sus hijos dependía de la cocción más o menos acertada de unos pastelillos, del cambio de cortinajes, de un traje echado a perder, de unas lecciones o de la medicina que era necesario tomar a unas horas determinadas. Pero a mí no se me escapaba que todo esto no era más que un medio para olvidar, una especie de embriaguez parecida a la que buscaba yo en mis tareas del consejo general, en la caza o en el juego. En cuanto a mí, estaba ebrio en toda la extensión de la palabra, aun cuando no fuese gran bebedor, pues no tomaba más que un vaso de aguardiente antes de la comida y dos de vino durante la misma. Así, pues, una neblina continua me ocultaba las miserias de mi existencia.
No son concepciones inofensivas esas modernas teorías acerca del hipnotismo, las enfermedades mentales y el histerismo, sino que, por el contrario, son perniciosas y peligrosas. Estoy seguro de que el doctor Charcot habría diagnosticado que mi mujer era una histérica y yo un anormal, a pesar de lo cual, a nosotros dos no tenían que curarnos de nada, porque nuestra enfermedad mental se derivaba de la inmoralidad de nuestra existencia. Esa vida inmoral nos producía toda clase de sufrimientos, y para curarlos apelábamos a los medios más extraordinarios: eso es a lo que los médicos llaman síntomas de una enfermedad mental, el histerismo. La ciencia de Charcot y de todos los demás no puede nada contra esas enfermedades, que no se curan con bromuro ni con la sugestión; hay que darse cuenta del lugar en que tiene el mal sus raíces, y lo mismo que si se buscase una esquirla que estuviese clavada en la carne, es preciso buscar la herida de la vida. Para conseguir que cesen los dolores basta con cambiar la manera de vivir; no es necesario apelar a esos procedimientos que aturden.
Era nuestra manera de vivir la que causaba nuestro malestar; los sufrimientos que me producían los celos, mi irritabilidad y la necesidad de sostenerme y alentarme con esa especie de embriaguez producida por la caza, el juego, el vino y el tabaco. Era ese mismo modo de vivir el que impulsaba a mi esposa hacia esas múltiples ocupaciones; el que le producía esos continuos cambios de humor, por los que se presentaba unas veces triste y otras dando pruebas de una alegría exagerada que, por último, conllevaba un parloteo excesivo. Todo esto procedía de su necesidad de olvidar, de no acordarse de la vida con el aturdimiento que produce el comienzo y la finalización de un trabajo para emprender otro en seguida. La neblina que nos rodeaba nos impedía ver nuestra situación bajo su verdadero aspecto, y nos hallábamos como dos presos sujetos a una misma cadena, que se odian y emponzoñan mutuamente la vida y hacen todos los esfuerzos imaginables para no verse. Ignoraba entonces que esto mismo acontece de cada cien matrimonios en noventa y nueve, y que esta posición es fatal. No lo sabía por otros, sino por mí mismo. Son sorprendentes las coincidencias de la vida irregular con la vida regular, a pesar de su monotonía. Cuando la vida se hace imposible de este modo entre marido y mujer, lo que conviene es marcharse a una población importante para poder educar a los hijos, y esto fue precisamente lo que hicimos nosotros, trasladarnos a la capital.
Pozdnychev calló por un momento, exhaló dos o tres suspiros que parecían sollozos y después se bebió de un sorbo una taza de té que se había quedado frío. Finalmente prosiguió su relato y sus reflexiones.