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XXII
Оглавление—Durante el resto del día no dirigí la palabra a mi mujer; no pude hacerlo, y su permanencia a mi lado provocaba en mí un odio tal que tenía miedo de mí mismo. En la mesa y en presencia de mis hijos me preguntó cuándo deseaba emprender mi próximo viaje.
Efectivamente, la semana siguiente tenía que asistir a un Zemstvo o asamblea general. Le contesté y me preguntó qué era lo que necesitaba para el camino. No le contesté entonces ni una palabra, y en silencio me retiré a mi despacho. Por lo general, no acostumbraba a estar en él, sobre todo a aquellas horas. De pronto oí que se acercaba alguien y reconocí su paso. Un pensamiento terrible, innoble, se apoderó de mi alma. «¿Iba a verme a aquellas horas para ocultar, como la mujer de Urías, una falta ya cometida? ¿Iría realmente a mi cuarto?» Y los pasos se acercaban cada vez más. «Pero si se presentaba, ¿tendría yo razón?»
Se apoderó de mí un sentimiento de odio; los pasos se iban acercando, se acercaban cada vez más. ¿Pasaría por allí para ir al salón? No. La puerta rechinó sobre sus goznes y se presentó ella, con su estatura bien proporcionada, su talle esbelto y su aspecto gracioso, agradable. En los rasgos todos de su rostro, así como en sus miradas, se observaba una timidez, una expresión insinuante que quería disimular, pero que saltaba a los ojos y cuyo alcance comprendí en seguida. Me faltaba poco para ahogarme, de tal manera contuve la respiración, y sin dejar de mirarla tomé un cigarrillo y lo encendí.
—«¿Qué significa esto? Vengo a hablarte y enciendes un cigarro-dijo sentándose a mi lado y apoyando la cabeza en mi hombro. Y yo me retiré para no tocarla. —Ya veo que te gustaría más que yo no tocase el domingo» —añadió. — «Pues estás equivocada» —contesté.
—«¿Te has figurado que no lo he comprendido?» — «Si lo comprendes, te felicito. Lo que estoy yo viendo es que te portas como una mujer de poco más o menos.» — «Si has de empezar a hablar de esa manera, me marcho» — «Está bien, márchate, pero ten presente que si el honor de la familia no es nada para ti, para mí es algo sagrado. ¡Ahora vete al diablo!» — «Pero ¿qué es lo que hay? ¿Qué pasa?» — «Vete, te lo pido por amor de Dios, ¡márchate!»
No se marchó. Fingiendo no comprenderme, o realmente no entendiéndome, lo cierto es que estaba ofendida y que se incomodó. — «Te estás volviendo insoportable-me dijo;—ha de llegar día en que ni un ángel pueda vivir a tu lado-y deseando por lo visto molestarme todo lo posible, añadió a continuación: —Después de tu conducta para con mi hermana, no me extrañará nada de cuanto puedas hacer conmigo.» —Con estas palabras aludía a una disputa que había tenido yo con su hermana, durante la cual perdí los estribos y le dije algunas groserías. Sabía que ese recuerdo me molestaba y procuró reavivar el dolor de la llaga— «Está bien-pensé; —me veo ofendido, insultado y encima me hacen responsable.»
De pronto se apoderó de mí mi furor indecible, una rabia tal, cual nunca la había conocido, y por primera vez experimenté deseos de pasar del pensamiento al hecho. Me sobresalté, y en aquel momento me pregunté si estaba bien que me dejase arrastrar por aquel primer impulso. Me respondí afirmativamente, creyendo que así la intimidaría, y en vez de combatir, de dominar semejante acceso de rabia, lo aticé, considerándome dichoso al sentir que hervía en mi pecho. —«¡Vete o te reviento!» —grité presa de la ira y cogiéndola de un brazo; pero no por eso se alejó, y entonces se lo retorcí dándole un violento empellón.
— «Pero qué es lo que tienes, Vassia? —me preguntó. —¿Te marcharás de una vez-aullé con, furia dirigiendo a todas partes miradas coléricas. —¡Vas a conseguir que me vuelva loco!
¡No respondo de mí! ¡Márchate!» y dejándome llevar por los impulsos de esa cólera, quería saber hasta qué extremo llegaría ejecutando algún acto de brutalidad. Experimentaba en aquellos momentos como una necesidad de pegarla, de machacarle los sesos; pero sabía que no podía hacerlo y me contuve. Acercándome precipitadamente a mi mesa, cogí un pisapapeles y lo estrellé en el suelo a sus pies, pero antes de tirarlo puse buen cuidado en que ella pudiese esquivarlo. Hacía todo aquello de manera que pudiese verlo. Cogí después un candelero y lo mandé a reunirse con el pisapapeles, luego arranqué un termómetro que estaba colgado en la pared y, sin dejar de gritar, la amenacé diciendo:
—¡Vete! ¡Sal de aquí! ¡No respondo de mí!
Se marchó y me calmé en el acto. A los pocos minutos se presentó la nodriza diciéndome que la señora tenía un ataque de histeria. Fui a verla y la encontré riendo, llorando, sollozando, sin poder pronunciar ni una sola palabra y temblando como una azogada. No lo fingía, sino que realmente estaba enferma. Llamamos al médico y durante la noche la asistí.
Al amanecer se calmó y nos reconciliamos bajo la influencia de ese sentimiento al que se da el nombre de amor. Al día siguiente le confesé que estaba celoso de Troukhatchevsky y no se apuró lo más mínimo; se echó a reír con el aire más natural del mundo, tan extraño le pareció el lance de que pudiese ceder a semejante hombre.
—Acaso una mujer honrada, —me dijo, —puede experimentar por ese tipo otra cosa más que la satisfacción de que la acompañe con el violín? Si te empeñas en ello, estoy dispuesta a no volverle a ver más en mi vida, ni siquiera el domingo, por más que ya se hayan repartido las invitaciones. Envíale una carta diciéndole que estoy enferma, y todo queda arreglado. Lo único que me enoja es que hayas podido considerarlo peligroso. Me hiere el orgullo, semejante idea. No mentía; creía realmente en lo que decía. Confiaba en que esas palabras harían nacer en mi corazón desdén hacía aquel hombre, pero no lo consiguió. Todo estaba en contra suya, hasta aquella condenada música. De este modo acabó la disputa, y el domingo se presentaron nuestros convidados, ante los que Troukhatchevsky y mi mujer tocaron una vez más.