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XVI
Оглавление—A medida que aumentó la prole, vino también lo que viene siempre tras los niños: el amor maternal… ¡Una de las maravillas de la vida! Para las mujeres de la clase social a la que pertenecemos, los hijos no son una alegría, un orgullo, ni el cumplimiento del destino, sino que se convierten en una inquietud, en un terror, en suplicios y castigos. Respecto a ese punto no se muerden la lengua para manifestar lo que piensan. Los hijos son para ellas un tormento, no por su nacimiento, por tenerlos que criar o por los cuidados que exigen, ya que las mujeres-y entre ellas la mía-tienen un sentido maternal muy desarrollado que las hace estar prontas para cualquier eventualidad, sino porque pueden enfermar y morir. Si temen el acto de dar a luz no es porque rechacen el cariño de los hijos, sino porque temen por la salud y la vida del amado recién nacido. Por esta razón es por lo que generalmente no quieren darle el pecho. «Si le diese de mamar, —suelen decirse, —le tomaría mucho cariño, ¿y si se muriese después?» Casi estoy por decir que preferirían muñecos de goma que no estuviesen expuestos a caer enfermos o a morirse y que fueran reemplazables con facilidad. ¡Qué extrañas confusiones hay en el cerebro y en el corazón de las pobres mujeres! ¿Por qué evitan tener hijos? ¡Por miedo a tomarles demasiado cariño!
Temen al amor como a un peligro, a pesar de que es un estado ideal del alma; ¿y por qué?
Porque el hombre es peor que la bestia cuando no vive como hombre. La mujer no considera al hijo más que bajo el punto de vista del placer. El principio es muy penoso, pero muy expedito: ¡Oh, qué manecitas! ¡Qué piececitos! ¡Qué vocecita! ¡Qué medias palabras! En resumen: ese amor materno bestial, todo él procede de la sensualidad. No se piensa siquiera en la misteriosa aparición del nuevo ser, destinado a ocupar nuestro lugar, que ya se le asigna desde que se le bautiza. No se razona, y sin embargo, esto no es más que la advertencia de la importancia que tiene el recién nacido en la humanidad, no se hace caso de todo esto; no se piensa en ello; no ha sido reemplazado por nada y no tenemos más que los encajes, las manecitas, los piececitos, en una palabra, lo que es inherente a la bestia. La única diferencia es que ésta no tiene razón ni entendimiento ni necesita médicos, sí, médicos. Cuando un ternero perece, la vaca muge y sigue amamantando a los demás terneros. ¡Qué hacemos nosotros cuando cae enfermo un niño? ¡Pronto, socorro, ayuda! ¿Qué médico escoger? ¿A dónde ir a buscarlo? Y si el niño se muere, ¿dónde están las manecitas, los piececitos? ¿Para qué proporcionarse esos sufrimientos? Esta es la causa de que los hijos sean un verdadero tormento. La vaca, que no razona, no piensa en los medios que podría emplear para salvar su a cría; por eso la pena que experimenta en su estado físico no es más que un estado y no un dolor, que contribuyen a exagerar la calma y la saciedad. No puede la vaca preguntarse el porqué de sus dolores y la razón de su cariño, puesto que la cría debía morir; no tiene criterio que le diga que tal vez en el futuro no tendrá más hijos, y que si los tiene es inútil que los amamante y que los quiera, puesto que ese cariño sólo produce sufrimientos. Este es precisamente el razonamiento que se hacen nuestras mujeres, y el hombre es la peor de las bestias si no vive como hombre.
—Con arreglo a vuestras ideas, ¿cómo se debería tratar, humanamente, a los hijos?
—¿Cómo? ¡Queriéndoles como a hombres!
—Pero, ¿no aman las madres a sus hijos?
—Sí, pero no humanamente, o al menos, rarísimas veces: ni siquiera los quieren como la perra a sus cachorros. Fíjese en que la gallina, la oca, la loba, serán siempre para la mujer un modelo inimitable de amor maternal. La mujer que se arroja al paso de un elefante para salvar a su hijo es un caso de los más raros. Al contrario, la gallina, el gorrión hembra, se arrojan atrevidamente sobre el perro y se sacrifican por sus pequeñuelos, y es algo realmente extraordinario que se cuente un caso igual de una mujer. Observe que la mujer tiene la facultad de privarse del amor físico que profesa al hijo; la bestia no puede hacerlo. ¿Quiere decir esto que la mujer está por encima de la bestia? No, precisamente es superior a ésta, por más que superior no es la palabra exacta. No es que sea superior, sino que debe ser de otra esencia, porque tiene además otros deberes, deberes humanos. La mujer puede privarse de ese amor físico, por la razón de que ese amor lo concentra por completo en el alma del niño. Este es el papel propio de la madre, y que no se encuentra en nuestra sociedad. Los relatos referentes a mujeres heroicas que han sacrificado a sus hijos por un ideal, los consideramos como cuentos de la antigüedad que no pueden conmovernos. Por lo que a mí respecta, creo que la madre carece de ese ideal al cual habría podido sacrificar su amor físico por su hijo. Si gasta toda la fuerza fisiológica de que dispone para intentar llevar a cabo alguna empresa difícil, y deja el cuidado de su hijo a la pericia de los médicos, no conseguirá otra cosa que hacerse más desgraciada, y experimentar siempre las mismas contrariedades y sufrimientos.
Esto mismo fue lo que sucedió con mi mujer, a quien le importaba muy poco tener un hijo o cinco. Al contrario, fue mejor que tuviese esos cinco. Nuestra existencia entera se perturbó con el temor de que les ocurriese un accidente, con enfermedades reales o de pura imaginación, y a veces hasta sencillamente con su sola presencia. En cuanto a mí, mientras duró mi vida conyugal comprendí perfectamente que toda mi dicha y hasta mis intereses estaban pendientes de un hilo, y que sólo dependían de la salud, del bienestar y de la actividad de mis hijos.
Los que ocupan el primer lugar son los hijos, y sin embargo es preciso que todos vivamos. En nuestros días, los padres no tienen vida propia; toda su vida está anudada a un cabello; no hay vida conyugal ni vida de familia. Por muy importante que pueda ser el negocio cuya conclusión nos preocupa, lo dejamos, olvidándolo y descuidándolo, en cuanto nos anuncian que a Vassia le duele el vientre, o que a Lisa le hace daño la garganta. Sí, lo olvidamos todo para no pensar más que en el médico, en el boticario y en la temperatura normal o anormal del enfermo.
Debo añadir que es imposible entablar una conversación seria sin que, por intempestiva que sea la hora, no entre Periquín en la habitación para pedir que le den una manzana, o para preguntar qué traje le han de poner, o sin que la nodriza se presente llevando un chiquillo que llora. La verdadera vida de familia no existe. Todas nuestras acciones, toda nuestra manera de ser, dependen de la salud de los hijos, y la salud de éstos no depende de nadie en el mundo, así que nuestra vida entera puede verse aniquilada por los médicos, que pretenden ser los dispensadores de la salud. Esto no es vivir; es estar oyendo continuamente el «¡Quién vive!», el «¡Alerta!», pues un peligro se sucede a otro, y hay que redoblar los esfuerzos para defenderse mejor. Se encuentra uno en la misma situación que el buque que zozobra.
Muchas veces me figuré que los temores de mi mujer por nuestros hijos eran ficticios, y que apelaba a ellos para conseguir mejor la victoria sobre mí, al mismo tiempo que lograba resolver fácilmente y en su favor todas las dificultades. Entonces creía yo que todos sus actos y sus palabras todas iban en contra mía, y hoy me doy cuenta de que sus enojos y sus tormentos los causaban nuestros hijos y el buen o mal estado de su salud. Esto, lo mismo para ella que para mí, era un verdadero martirio. Y no obstante, los hijos eran para ella fuente de olvido y colmo de dicha. Observé con mucha frecuencia que, en medio de su tristeza, y al estar enfermo uno de nuestros hijos, encontraba como un alivio a sus penas sumiéndose en aquella especie de anhelo que le producía el cuidado… Ese anhelo, esa singular embriaguez eran forzados, porque faltaba toda distracción de otra clase.
A cada momento le contaban que la señora X había perdido dos hijos; que el médico Tal salvó los de la señora N, y que en otra familia habían cambiado de aires, evitando así que se muriesen los niños. Como era natural, los médicos, pavoneándose, confirmaban el hecho, y eso contribuía a afirmar las creencias de mi esposa. Es indudable que habría querido no tener miedo, pero bastaba con que el médico pronunciase estas palabras: «envenenamiento de la sangre», «escarlatina» o, ¡Dios nos libre de ella!, «difteria», para que se trastornase, y era imposible que sucediese de otro modo.
Si las mujeres de ahora tuviesen las mismas creencias de las mujeres de tiempos pasados, que decían: «Dios nos los dio, Dios nos los quitó», «el alma del niño vuela hacia Dios, la muerte hace de él un bienaventurado porque murió en la inocencia» y, en fin, si tuviesen esa ciencia que tan generalizada estuvo siempre en el pasado, si tuviesen un sentimiento que recordase en algo esa fe, sobrellevarían con más valor y calma las enfermedades de sus hijos;
pero no conservan ni la sombra de esa fe que desapareció para no volver.
Sin embargo, la humanidad tiene necesidad de una creencia, y por eso la mujer cree ciegamente en la medicina, mejor dicho, en la medicina no, en los médicos. Para ésta, el mejor médico es el doctor A.; para aquélla el doctor B., y cual les pasatodos los fanáticos, no se dan cuenta de los defectos, de las faltas del ídolo; creen porque sí, quia absurdum. Si no se mostrasen tan testarudas con una creencia cualquiera, por poco razonada que sea, seguro que se darían cuenta exacta de la falta de fundamento, al mismo tiempo que de la vanidad y de la prosopopeya de esos asesinos.
La escarlatina, por ejemplo, es una enfermedad contagiosa. ¿Qué se hace cuando se presenta? Pues llevar a la mitad de la familia a una fonda. A nosotros nos pasó dos veces. En una población importante, todo individuo es el centro de un gran círculo, en el que se cruzan un sinnúmero de diámetros que no son más que otros tantos hilos conductores de contagio contra el que no hay muro protector; panaderos, sastres, cocheros, planchadoras, lavanderas, todos, en fin, contribuyen a la propagación del mal. Me vanaglorio de poder probar a aquel a quien una enfermedad contagiosa arrojó de su casa, que otra enfermedad, quizás tan peligrosa como la que le hace huir, o tal vez aquella misma, le espera en su nuevo domicilio. Nadie ignora lo que le sucedió a una familia rica que, habiendo mandado derribar la habitación donde tuvieron a un enfermo de difteria, cayó enferma en esa misma habitación construida de nuevo. Hay centenares de personas que viven en íntimo contacto con los enfermos y que, sin embargo, no se contagian.
He aquí la verdad, y he aquí cuál es la actitud de las mujeres. Una dice que su médico de cabecera es excelente: «¡Cualquier cosa! —exclama otra;—¡vaya un médico, que mató a Fulano!» Y viceversa. Presentadle a nuestras señoras un médico de aldea y no tendrán en él la menor confianza; llamad por el contrario a otro médico que gaste coche, que adquirió los mismos conocimientos que el otro en los mismos libros, aulas y clínicas, pero que pide cien rublos por visita, y en este último tendrán confianza absoluta.
No saben siquiera nuestras mujeres qué es lo que quieren, porque habiendo perdido la creencia en Dios, unas tienen fe en las echadoras de cartas, en las sonámbulas y en las curanderas, y otras en el afamado doctor N., porque exige honorarios elevados y tiene muchas excentricidades. Si tuviesen fe, sabrían que la escarlatina y otras enfermedades del mismo género no son tan temibles, puesto que no pueden hacer el menor daño a la única cosa que el hombre puede y debe amar, que es el alma. Sabrían también entonces que todo cuanto pueda sucedernos son acontecimientos que no podemos evitar: la enfermedad y la muerte. Esa falta, esa carencia de fe en Dios, son las que hacen que su amor sea puramente físico y pasen todo el tiempo empleando sus energías en realizar una utopía: ¡la de la prolongación de la vida!
Utopía cuya realización prometen los médicos a los imbéciles, y especialmente a las mujeres.
Así es que éstas, al vislumbrar el menor peligro, acuden a ellos.
Nuestros hijos no contribuyeron a suavizar nuestras relaciones ni a la unión más perfecta e íntima, sino que, por el contrario, sirvieron para acentuar nuestra desunión, y fueron una causa más de disgusto. Desde el día en que nacieron se convirtieron para nosotros en un arma de combate, en un pretexto más para discutir, porque cada uno de nosotros tenía un favorito que le servía de arma para la lucha. El mío era Vassia; el de mi mujer, Lisa, la hija mayor.
Cuando crecieron y su carácter se fue perfilando, los consideramos como aliados que queríamos atraer a nuestro bando. Su educación se resentía, naturalmente, a consecuencia de esta situación anormal, pero ¿qué hacer? Con nuestras eternas disputas no podíamos ocuparnos de aquellas pobres criaturas. El niño era aliado mío; en cuanto a la niña, la mayor, que era la aliada de mi esposa, a la que se parecía mucho, había momentos en que yo le tenía ojeriza.