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Capítulo 7
ОглавлениеViggo nunca se había sentido tan acorralado como en ese momento. Esa chica misteriosa lo estaba poniendo entre la espada y la pared. ¿Cuándo había hablado él sobre lo que era? Jamás. Para él, la Orden era sagrada y debía respetarse, aunque por decisión propia viviese alejado de ella. Y ahora se encontraba en esa delicada tesitura. Él había sanado a Erin y le había dado su sangre con todo lo que eso comportaba. Ella jamás volvería a ser la misma y de su última decisión en un par de días más, saldría su verdadera naturaleza. No debería tener ninguna deferencia, porque ella era potencialmente peligrosa para los suyos de un modo que no comprendía. Pero sentía la necesidad de no obligarla a nada. De darle esa oportunidad, al menos, de conocer lo que sucedía en su cuerpo y lo que estaba por pasar.
—¿Piensas contestarme? Sé que algo malo está pasando en mí… —susurró llevándose las dos manos al centro del estómago—. ¿Qué me has hecho? —exigió saber.
—No es una excusa, pero lo he hecho para salvarte.
—Dímelo.
Los enormes ojos negros de Erin lo apremiaban. Mierda, esa mujer era muy guapa y tenía un efecto en él contraproducente.
—Como te he dicho, los acólitos usan la magia negra para sus fines. Y su objetivo es controlar la naturaleza humana y mantenerla en la realidad que ellos quieren. Y cuando emerge alguien con capacidades extrañas, lo eliminan o los anulan para siempre. En el mundo en el que vivimos, quieren simplificarlo todo afirmando que hay dos tipos de magia —tomó dos copas más, vacías, y las colocó a cada lado de la suya llena de vino—, la una antagónica de la otra. La magia negra, la oscuridad —explicó señalando la de la izquierda—. Y la magia blanca, que sería la positiva, la luz. —Señaló la copa vacía de la derecha—. Eso te obliga siempre a posicionarte. Los acólitos defienden y exigen que el ser humano siempre se rija por la luz, que sean buenos, que piensen como ellos, y para ellos debes tener un comportamiento y unas creencias arraigadas según leyes que son los mismos principios éticos del judaísmo y el cristianismo. Si sigues estas reglas, eres de ellos y perteneces a ellos, a esa imagen bondadosa y sumisa que quieren del ser humano. ¿Y cómo lo consiguen? Con guante blanco, de manera subliminal y con psicología blanda, en casi todos los casos. Excepto con esas personas que podían medirse con ellos y que se salían del molde. A ellos siempre prefirieron doblegarlos con la magia negra. Y a lo largo de la historia han sido muchos los caídos en manos acólitas. Para ellos, o eres de los suyos y como ellos quieren que seas, o no lo eres. Y si no lo eres, si no sigues sus reglas, te vas fuera. —Con el dedo índice empujó la copa derecha y la hizo caer sobre la mesa, sin romperse—. La Inquisición exterminó a millones de personas muy evolucionadas y avanzadas a su tiempo, con increíbles dones, Erin, cuando entonces en la tierra había otro tipo de magia y la ciencia no la negaba por puro interés. Y la Inquisición persiguió y mató para otorgarle todo el poder a una sola religión, a un solo dios y a una creencia. Se llama unificación cultural. Seguían un plan. Y ese plan está en pie desde el día uno de la germinación humana. Pero en un crisol imperfecto como es esta tierra, pueden reproducirse muchos tipos de gérmenes y bacterias. Ellos lo saben y hacen todo lo que pueden por aniquilarla. Hay otra magia muy poderosa. Yo no vengo de aquí —volvió a señalar la copa de la izquierda que simbolizaba la magia negra—, ni tampoco de aquí —señaló la copa caída que simbolizaba la blanca—. Yo… vengo de aquí —pasó los dedos por la parte superior de su copa balón—. Una magia llamada: magia roja. Nosotros somos la fuente original de esa magia.
—¿Magia roja?
—Magia de sangre. Nuestro poder está en nuestra hemoglobina, en nuestro plasma. Es lo que somos. —Tomó la copa de vino y se la llevó a los labios—. Si la ofrecemos, ofrecemos nuestros dones.
—¿Qué dones?
—Dones de cicatrización y también de longevidad. Si, en cambio, la bebemos, nos alimentamos, obvio, y obtenemos más poder. Somos los primeros y estamos registrados en muchos momentos de la historia. Conocemos el lenguaje más antiguo y ancestral y los símbolos ocultos de poder. A lo largo del tiempo, siempre han hablado de nosotros. Pero han hablado mal —rememoró—, porque todo aquello que supone una amenaza para las leyes establecidas, debe ser ridiculizado y marcado, y los acólitos y los altos estamentos inquisitivos son muy perspicaces en sus voluntades. Trabajan para eso constantemente, para desmentir y para confundir. Yo… te di mi sangre para que sanaras. Eso es todo.
Erin se humedeció los labios carnosos y escondió sus manos debajo de la mesa.
—Dices que tu magia es la magia de sangre. Que tienes poderes —enumeró acongojada—, mataste a mis tres captores sin aparente dificultad, captaste el círculo de éter, y dices que das sangre y la bebes… para alimentarte —negó con la cabeza y la agachó para ocultar su rostro—. Me la diste. Bebí de ti. Y ahora sigo viva gracias a eso. Dime lo que eres en voz alta.
Necesitaba oírlo. No quería volverse loca, pero su situación era irreversible e irrevocable. Ahora debía saber la verdad o no saberla. Creer o no creer.
—Creo que lo sabes —convino inseguro al ver las lágrimas que caían del rostro de Erin.
—¡Dímelo! —exigió saber dando un golpe fuerte sobre la mesa, sacando la mano izquierda. Estaba temblando, dado que temía lo que suponía que iba a escuchar. Y era irreal. Y una locura. Pero iba a pasar.
Viggo accedió. Desde su transformación, solo una vez, una, reconoció a la persona que creía indicada quién era y qué era él. No salió bien. Y ahora, debía reconocerlo a esa mujer que se suponía iba a cazarlos uno a uno. El conflicto estaba servido.
—Soy un strigoi. Ese fue el primer nombre humano y cultural que nos dieron. Pero nuestro nombre original es ero. Significa el que va a la guerra, a luchar.
—¿Y en mi lengua?
Viggo dejó caer sus ojos hacia la hermosa garganta de Erin y contestó:
—En tu lengua significa vampiro.
Viggo no lo vio venir por lo totalmente inesperado de la acción. Estaba tan preocupado en el abatimiento de Erin que no contó con una reacción así. Probablemente, Erin tampoco, pero la necesidad de huir fue superior a sus fuerzas y a la de comprender la realidad que el telón abría ante ella.
Se levantó de golpe de la mesa y, sujetando un cuchillo afilado que había colocado Viggo protocolariamente sobre su plato, le cortó en el cuello. Fue una incisión profunda, pero Erin no se iba a quedar mirándola. Él había caído de espaldas al suelo, con la silla pegada al trasero, y era su oportunidad para correr por esa casa y encontrar una salida.
¿Un vampiro? ¿Un vampiro de verdad? ¡¿Qué cojones?!
Erin entró en una habitación que parecía una biblioteca y salió de ahí para entrar en otra que era una especie de cine…
—¡¿Dónde está la puerta?! —se gritaba a sí misma—. ¡Tengo que salir de aquí!
Viggo era un vampiro. El vampiro odiaba el sol. ¿No decía eso la tradición popular? No la podría seguir. No se atrevería a salir a por ella.
Después de chocarse contra una estatua de una Venus y romperla a pedazos contra el suelo hasta caer con ella, se levantó y al final encontró la puerta de salida y zarandeándola la acabó abriendo. ¿Por qué ese hombre tenía tantas estatuas? Estaba tan nerviosa que se sentía torpe. Los dedos le temblaban. Y los dientes le castañeteaban.
Salió al exterior y descubrió que el sol le molestaba mucho a los ojos y que la piel le picaba, pero no lo suficiente como para echarse atrás. Un enorme jardín se abría ante ella y, más allá de las verjas de seguridad, solo había una pequeña playa privada y el mar. Solo eso. Se iría de allí aunque fuera nadando. Corrió campo a través emocionada al comprobar que la salida estaba cada vez más cerca, hasta que ¡pum! Algo increíblemente duro, como un muro de hormigón, le detuvo el paso e hizo que saliera rebotada hacia atrás hasta caer de culo sobre el césped.
Viggo estaba ante ella con aspecto furioso, pero comedido.
El sol le daba en la piel y parecía no afectarle. Desde esa posición, vestido como estaba, con su exótica apariencia y ese color de piel bronceada, era una locura visual, un espectáculo para cualquier admiradora de la belleza. Pero su estampa en ese escenario no le cuadraba nada. Era mediodía. ¡¿Por qué podía salir?!
—¡Eres un vampiro! ¡¿Eres un puto vampiro caribeño?! ¡¿Por qué sales bajo la luz del sol?!
Él frunció el ceño y estudió el cuerpo de Erin, buscando alguna lesión reciente. Parecía incómodo.
—Salgo porque puedo salir, estúpida.
—¿Estúpida? ¡Gilipollas!
Viggo la agarró de la muñeca y la levantó con un leve tirón.
—¡Au! —Erin se quejó por cómo la agarraba. Chocó de nuevo contra su pecho—. ¡Suéltame! ¡No eres un vampiro! ¡Te da el sol! ¡Me estás engañando y voy a buscar a la policía!
—Te has cortado —le dijo tan tranquilamente, ignorando su perorata. Tenía un trozo de cerámica clavada en el antebrazo y le regalimaba la sangre—. Eres torpe.
—¡Te da el sol! —repitió en bucle—. ¡¿Por qué no te quemas?!
—Descubrirás que todo lo que se dice de nosotros es mentira. Al menos, de los originales —contestó retirando el trozo incrustado en la piel con movimientos controlados y seguros.
En cuanto Erin vio el chorro de sangre que salía disparado hacia la camisa de Viggo, exclamó:
—¡Joder! ¡Joder! —abrió los ojos como platos.
—Has cometido una imprudencia. Creo que te has sesgado levemente una arteria.
—Claro, ya... ¡No hay venas en el cuerpo y me corto la...! Pues… pues me estoy mareando. Creo que...
Erin bizqueó y a punto estuvo de caer al suelo, pero Viggo la cogió en brazos de nuevo. La miró como si no supiera qué hacer con ella, como si fuera una niña a la que regañar.
Erin sentía la boca seca.
—No puede ser verdad. No eres un vampiro.
Viggo la observó durante largos segundos y parpadeó una sola vez.
—Podemos salir bajo la luz del sol. Pero eso debilita nuestros poderes. No somos tan poderosos durante el día, porque somos hijos de la noche y controlamos mejor nuestro entorno cuando es la luna la que rige en el cielo. Está en nuestra naturaleza. —Taponó la herida del brazo de la joven con su mano y la sujetó con su brazo libre. Era muy fuerte. Empezó a caminar hacia la casa—. Nosotros no ardemos de día, eso solo lo hacen las larvas y los lémures.
Erin negó de un lado al otro y sacudió los pies como si quisiera liberarse, pero era imposible escapar de esa cárcel de carne y huesos. Era puro granito.
—No sé qué son larvas y lémures, por el amor de Dios. Si fueras un vampiro de verdad...
—Olvida todo lo que sabes sobre vampiros. Todo. Toda esa información está alterada. La Inquisición se ocupó de falsificarla durante siglos. Y después nos usó para sus fines.
Erin cerró los ojos con fuerza cuando advirtió algo que la dejó helada. Había herido a Viggo en la garganta. Su herida ya no estaba. Se había cerrado.
—Te corté —dijo con voz débil—. Te corté aquí —acarició la piel de su cuello pero Viggo retiró la cabeza rápidamente, como si le hubieran quemado.
—No me toques —contestó muy hosco.
Ella dejó caer la mano del brazo que no estaba herido. No le gustaba que lo tocara. Entendido.
—No es posible.
—Bienvenida al mundo en el que todo lo es. —Sonrió y desde donde se encontraba, a unos veinte metros de la entrada de la casa, dio un salto hasta el balcón semicircular de la planta superior. Un salto que solo un ser sobrenatural como él podía realizar.
Erin se agarró fuertemente a su cuello, su estómago se quedó vacío y cuando Viggo cayó sobre sus pies, Erin no pudo aguantar lo que fuera que venía de sus entrañas y vomitó retirando el rostro para crear un charco rojo al lado de las botas de Viggo.
—Oh, por favor —murmujeó ella al ver que vomitaba sangre—. ¿Qué es esto? —preguntó asustada y asqueada, volviendo a vomitar.
Él esperó a que dejase de arrojar.
—Tranquila —le dijo entrando a la habitación por la terraza. La cama tenía manchas de sangre seca de la noche anterior. Cubrió la bajera con el cubrecama, le pareció sucio dejarla de nuevo ahí, y colocó a Erin encima con delicadeza.
—¿Por qué me sucede esto?
—Es el jugo de manzana. Te hace una limpieza hepática —la observó intentando bromear con ella, aunque no era momento.
—Es por tu sangre, ¿verdad?
Viggo se sentó en la cama, a su lado.
—No. Mi sangre está absorbida por tu sistema. Ya está en ti. Lo que has vomitado es la sangre que generaron las heridas abiertas en tu estómago. Tu propia sangre, Erin. Solo estás limpiando los intestinos.
Ella miró hacia todos lados, no sabía qué decir. Después observó la terraza abierta. Había dado un salto tan gigantesco que no era físicamente explicable a no ser que las leyes de la gravedad nada tuvieran que hacer con él.
¿Era verdad entonces? Viggo era un vampiro.
Erin se cubrió el rostro contra las rodillas y se rodeó las tibias con los antebrazos, aunque uno estuviera sujeto por la mano de ese hombre. Empezó a llorar tan desconsoladamente y con tanta fuerza, que él se estremeció y se sintió mal por ser el culpable de su pena y de su desesperación. Ella no sabía que, en realidad, él tenía que controlarla por lo que pudiera ser para ellos. La había marcado con su sangre. Ahora le pertenecía más a él que a cualquier acólito o cualquier miembro de la Orden. Lo que Erin decidiera ser después de todo, ya no estaba en sus manos. Porque Viggo lo tenía más que decidido. Y no sabía cuándo había tomado esa decisión. Pero era irrevocable. Ella no debía saberlo.
—Sigues viva. No estés triste. —Viggo la intentó relajar con su voz. Podía hacerlo usando una cadencia determinada.
—¿Qué tipo de vi-vida es e-esta, por el amor de Dios? —ella seguía sin levantar la cabeza—. ¿Qué es lo que va a provocar tu sangre en mí? ¿Y si... y si tienes alguna enfermedad? ¿Y si... me convierto en una chupasangres loca? No podré volver a ver a mis hermanas porque querré más a sus yugulares que a ellas. Es... es terrib... —Erin alzó el rostro al oír una risa ronca de Viggo—. ¿Te estás burlando de mí, cretino?
—No —contestó aún sonriente—. Es solo que eres ocurrente y piensas en cosas que no suelen pensar los demás en tu situación.
Ella sorbió de nuevo por la nariz.
—No tiene ni pizca de gracia.
—No. Claro que no. —Se esforzaba por dejar de tener esa mueca ascendente en los labios, pero no dejaba de taponar la herida de su antebrazo.
—¿Tienes enfermedades?
—Los vampiros somos inmunes a cualquier enfermedad. Es así porque nuestra sangre fue portadora de todo y ahora tiene anticuerpos contra cualquier cepa, sea vieja o nueva.
—¿Me estás diciendo que sois portadores de todo? ¿Estoy enferma? ¿Ahora estoy infectada con vuestra sangre?
—Sí, es una manera de decirlo. Si hay algo que inventó la Inquisición fue identificarnos con los murciélagos y hacer creer a los demás que nos convertíamos en ellos. Porque el murciélago es portador de miles de enfermedades y por eso es tan resistente, y su mordisco es muy infeccioso. Nuestra sangre es la cuna y la clave de todo. Ahora mismo —Viggo tomó su antebrazo y lo acercó a él. Retiró los dedos de la herida y comprobó complacido cómo la hemorragia había cesado y la carne se estaba cerrando—, tu cuerpo está luchando contra todos esos virus y enfrentándose a los anticuerpos de los que también eres portadora. Hasta que la lucha se detenga.
—¿Y qué sucede cuando se detiene?
—Que todo cambia. Te vas a transformar.
Ella observó la piel resquebrajada. Se estaba unificando de nuevo. Era una locura.
—¿Tengo opción de no hacerlo? ¿De no transformarme?
La pregunta lo cogió con el pie cambiado, así que mintió.
—No.
—Voy a transformarme sí o sí.
—Afirmativo.
Estaba desolada y muy poco convencida de su destino. Encontraría la manera de no llegar a eso. Se negaba a vivir una vida en la que consumir sangre y muerte.
—Tú has sido mi convertidor, ¿no?
Él frunció el ceño obtusamente. Aún no la había convertido, pero la convertiría. Erin iba a estar con él, es decir, con ellos, fuera lo que fuese. Era su modo de guardarse las espaldas y de proteger a todos. Era una anomalía. Una posible cazadora.
—Sí.
—¿Podrías matarme antes de convertirme en algo que no quiero ser?
—¿Cómo dices?
—Quiero que me mates.
—Dices eso solo porque tienes grabado a fuego el estereotipo que te han vendido socialmente y religiosamente del vampiro. Si nos conocieras, no pensarías así. Verías que hay cosas ciertas, pero otras no.
—No me interesa. Mi humanidad es sagrada. No quiero dejar de ser yo. Cuando sea el momento, quiero que pongas fin a mi vida. No quiero que mis hermanas me vean así jamás.
—¿Es que tengo mal aspecto?
—No. No tienes mal aspecto —era un demonio terriblemente atractivo y arrebatador. Pero los animales más venenosos del planeta también eran atrayentes y estéticamente vistosos—. Pero estoy convencida de que nunca más volviste a ser tú después de transformarte. ¿A cuántos has mordido? ¿A cuántos has transformado? ¿Cuánta sangre has ingerido? Hace siglos que eres más animal que humano. Y no quiero eso. Prefiero morir antes.
Viggo sacudió la cabeza. Escuchaba perplejo la seguridad con la que Erin rechazaba la posibilidad de volver a vivir de otro modo. Le ofendió el modo en que menospreció su naturaleza. Era cierto. Había hecho cosas muy mal, pero también había aprendido a no volverlas a hacer.
Ella quería morir, como si no importase haberla mantenido con vida.
Además, era una inconsciente y una atrevida, al decirle a él, a la cara, y con tan poco respeto, que lo consideraba poco menos que escoria.
—No estoy interesada en pertenecer a ninguna guerra entre acólitos inquisidores y vampiros originales. Que si magia negra, magia blanca, magia roja... magia cobalto y violeta... su Puta madre. —Se presionó los ojos con las yemas de los dedos. No le gustaba pronunciar dicterios, pero no lo podía evitar—. Quiero acabar con esto lo antes posible. No quiero ser un vampiro.
—¿Y ya está? —Viggo no se lo podía creer—. ¿No quieres saber por qué rompiste el círculo de éter? ¿No quieres ir más allá? ¿Qué tipo de escritora eres tú que te niegas a investigar?
—Una cabal, que no quiere estar condenada a vivir una vida que no eligió.
—¿Vas a dejar solas a tus hermanas en esto?
—No mentes a mis hermanas. No quiero que sufran. Nunca me acercaría a ellas siendo lo que eres tú —su voz se quebró—. ¿No lo entiendes? No están preparadas para creer en esto. Y no tengo ni idea de por qué crees que yo tengo algo que ver con el éter. Pero es un error. Ya has visto que no tengo nada especial. Tú eres un ser mágico capaz de captar esencias y energías especiales. No hay nada de eso en mí.
—Puede. Pero hasta que no lo confirmemos, no te irás de aquí ni harás ninguna locura. Es mi decisión.
—¡¿Qué?! ¡¿No me estás oyendo?! ¡No soy lo que creéis que soy! ¡Tengo derecho a decidir! Me mataré antes que convertirme en lo que eres tú.
—No. En mi casa y con mi sangre en tu sistema, no tienes ningún derecho y no te vas a quitar la vida.
—¡¿A qué te refieres?! ¡Eres como ellos!
Viggo abrió un cajón de la mesita de noche y, para sorpresa de Erin, sacó unas cuerdas gruesas de color negro.
—Me refiero a que tengo que mantenerte a salvo. Pero de ti misma. Cometerías un error si refutas esta oportunidad.
—¡No es una oportunidad! ¡Es una condena! ¡¿Qué haces?! —Erin no comprendía qué hacían unas cuerdas así en esos cajones. ¿Es que le gustaba atar en la cama?
Viggo se tumbó encima de ella y la inmovilizó con una facilidad que le dio hasta vergüenza. Ella era una cobaya en manos de un león.
Le colocó las manos por encima de la cabeza, le pasó las cuerdas más cortas por las muñecas y las afianzó al cabecero. Después hizo lo mismo con sus tobillos atándolos a los barrotes inferiores.
—¡Suéltame, maldito!
—No.
Él se quedó abierto de piernas sobre las caderas de la mujer. Sobre ella, sin sentarse encima.
Debía procurar que Erin no se autolesionara intentando morir, antes de convertirse. Viggo no quería eso. La quería mejor con ellos que contra ellos. Y muerta no les servía de nada.
Ella quería sacárselo de encima y movía las caderas arriba y abajo.
—¡¿Por qué me has atado?! —Cuando se enfadaba, la cara se le enrojecía y los ojos le brillaban airados— ¡Que me sueltes!
—Cálmate. Te he atado porque... —Viggo pasó sus ojos por su torso y se la imaginó desnuda. Sacudió la cabeza, pero la idea no se desvanecía. Erin tenía el poder de distraerlo y atraerlo. Hasta que detuvo sus ojos en un punto específico más abajo de su rostro—. Mierda. Tienes una... tienes el cuello manchado.
Sus ojos rosas se oscurecieron gradualmente, hasta convertirse en un tono rubí que a Erin le puso el pelo de punta.
Estaba muy nerviosa. Que un vampiro mencionara la palabra cuello era como si a un perro le dijeras «salchicha». Mal asunto.
—Detente. No me mires así. Eh, Viggo... —Hubiera deseado chasquear los dedos para distraerlo. Pero pronto se dio cuenta de que era imposible. Estaba obsesionado con esas manchas—. ¿Qué estás haciendo? —su voz sonó muy baja.
Él desvió sus ojos de otro mundo y otro infierno hacia su rostro. Apretó la mandíbula. Si ella estaba tensa, él se iba a partir en dos en cualquier momento.
Erin tenía un chorro de sangre en el lateral de su cuello. De su propia sangre.
Él era un vampiro. Uno abstemio durante décadas. Aunque estaba decidido a romper su abstinencia más temprano que tarde con ella. ¿Qué más daba saborearla antes?
Su piel parecía tan suave, su garganta tan elegante, y su sangre poseía tanta vida... Vida mezclada con la suya. Vida y muerte granate y caliente.
Poco a poco se fue inclinando hacia su rostro y más abajo, hacia su garganta.
—Has sido muy considerado hasta este momento, Viggo. No vayas a meter la pata ahora. Atarme en la cama y... ay, Dios... —murmuró cerrando los ojos—, frotar tu nariz así contra mi cuello, creo que pondría en entredicho tu caballerosidad.
—Pero olvidas algo, Erin —incluso su voz había cambiado. Su rostro permanecía oculto entre su cuello y el inicio del trapecio. Él era muchas cosas que ella no sabía—. Eres lista. A ver si sabes qué es.
A Erin el corazón le iba muy rápido. ¿Qué... qué era eso? La voz de ese hombre ya no sonaba igual. Incluso había un tono de mofa y de condescendencia que no le gustaba. La sangre corría a toda velocidad por sus venas y la entrepierna le estaba palpitando al ritmo del corazón. Ella se pasó la lengua por los labios resecos y miró al techo como si rezase.
—Sí sé qué es. Que no eres un caballero. Eres un vampiro.
Él sonrió contra su piel y de repente abrió su boca para succionarla.
Ella dio gracias por tener las zapatillas atadas, porque los dedos de sus pies se habían curvado y de no ser porque estaban bien sujetas, habrían salido volando. Como propulsadas por un muelle.