Читать книгу La Orden de Caín - Lena Valenti - Страница 9
Capítulo 6
ОглавлениеSe miraba en el espejo.
Erin no podía dejar de observar la mirada que devolvía el reflejo. Como si allí consiguiese evocar y recordar cada detalle desde que se internó en el baño de la estación de Kanfanar.
La imagen desnuda frente a ella era su cuerpo, sin duda, marcado por esa líneas rosas y desiguales que con el paso de los minutos remitían.
Erin tenía tantas preguntas que hacer a ese hombre... Viggo. Le gustaba su nombre. Su apariencia intimidante la desconcertaba pero no iba a negar que era muy atractivo y difícil de no mirar. Sin embargo, algo en todo aquello la trastornaba y le ponía los pelos de punta.
El color de sus ojos, su estilo, su manera de hablar, su voz... Aquel lugar sobrio decía poco de él, excepto que tenía gustos caros.
Observó el corte que le cruzaba la cadera y pasó una uña por encima. Su carne se había pegado. La habían cosido como a una muñeca de trapo, pero allí no había ni agujas ni hilos. Nada.
—¿Cómo es posible? —se preguntó mirándose fijamente a su propio rostro.
Ella había sido una ávida lectora y siempre que llevaba a cabo alguna de sus historias se documentaba ferozmente sobre todos los temas a tratar. Sin embargo, sus novelas eran la mayoría romántica y sentimentales, contemporáneas y actuales, pero sin toques de fantasía. Aunque los libros que más le gustaba leer eran los que hablaban de mitos y leyendas, dioses y seres fantásticos... porque su sueño oculto siempre fue escribir una saga romántica paranormal, pero su editora estaba más por la labor de que escribiera novelas románticas eróticas que Erin consideraba ya reventadas. Y aun así, su editora siempre repetía lo mismo: «el sexo siempre aseguraba lectoras». Erin dudaba de verdad que esa editora supiera lo que se cocía en el mundo literario y que de verdad conociera a todas esas lectoras consumidoras que compraban esos libros. Ella no creía que estuvieran tan salidas como para solo valorar si se follaba o no, porque para eso ya tenían las páginas porno gratuitas. Para eso debían leer en diagonal y buscar solo los polvos literarios. Y no estaba de acuerdo en valorar que las ávidas y compulsivas lectoras se quedaran solo con eso. Ellas leían muchas novelas al año, no leían sexo. Por eso Erin quería escribir una buena novela con seres sobrenaturales, una trama fascinante y una narrativa evocadora y estimulante para ellas, pero nunca tuvo el valor para salirse del cauce editorial preestablecido, ya que los servicios para los que la contrataban eran los más comunes y le pagaban el suficiente dinero como para poder vivir.
Con todo y con eso, tenía todo aquel conocimiento en su cabeza y sin explotar y deseaba poder plasmarlo alguna vez en papel. Y ahora, después de lo vivido y de lo traumático de lo sucedido, se encontraba viva y con todo tipo de elucubraciones mentales que su conocimiento le había dado. Científicamente y dogmáticamente hablando: ¿qué explicación podía dar al hecho de haber sobrevivido al ataque de ayer? ¿Por qué no había muerto desangrada? ¿Por qué sanaba tan rápido?
Erin no se sorprendía al no tener ninguna respuesta fehaciente a esa pregunta. Porque biológicamente y científicamente no había respuesta a aquello. No la había. Sus cortes, sus hendiduras y desgarros llevarían horas para mantenerla en cirugía. Habría muerto en una cama de hospital, en medio de la operación. Y si hubiese sobrevivido a la atención médica, necesitaría dos o tres meses de rehabilitación, y permanecería ingresada con terribles secuelas postraumáticas. Los órganos vitales dañados podrían fallar sistemáticamente y eso complicaría su sanación.
Pero no. Nada de eso había sucedido. Estaba de pie en un baño de lujo. Se acababa de duchar. Y sus heridas se habían cerrado. Había soñado con un ángel de ojos anaranjados que le había dado una manzana. Y compartía ese lugar con un gigante exótico y hermoso cuyo aspecto y nombre le sonaba a tierras norteñas y heladas.
Las respuestas que encontraba a su misteriosa sanación iban por derroteros prohibidos y paganos, y por el sendero del ocultismo y la magia. Se le ocurrían muchas explicaciones verosímiles en libros de ficción y fantasía. Pero increíbles y poco probables en ensayos para la ciencia y la vida real.
Erin se dio media vuelta y dio la espalda a su reflejo. Se estaba volviendo loca, pensó mientras miraba la maleta abierta a sus pies. La Samsonite había aguantado el impacto de la explosión. Buena compra, porque era resistente. De ella sacó unas braguitas, y un sostén de color blanco, un tejano deshilachado, y una sudadera ancha y larga con la mano de Mickey Mouse mostrando el dedo corazón. No era apropiada. Pero nada lo era en ese momento. Se calzó unas Steve Madden deportivas de color blanco, se maquilló levemente y secó su larga melena con el secador, que le haría parecer una leona. Sus hermanas, como siempre, le dirían que se comprase ropa más bonita y femenina. Pero ella no veía ningún motivo para hacerlo. Prefería la comodidad al emperifollamiento. Solo aceptaba maquillarse de vez en cuando y cuando le apetecía, no por obligación. Un poco de antiojeras, línea de ojos, cacao y listos. Ella siempre se defendía diciendo que la belleza debía ser natural y que una debía mostrarse como tal para no ir vendiendo cosas que luego no eran. Lo resumía como «marcarte un Ali Express». Porque creías que te llevabas una cosa a casa y amanecías con otra.
Cuando se sintió lista y preparada para enfrentar a Viggo, salió del baño, no sin antes cerciorarse de que las cenizas de su madre Olga seguían en su lugar, en el interior de la maleta. Después de eso se puso su perfume de Chanel. Oler bien siempre daba más seguridad.
Y acto seguido, mordiéndose un poco la uña del pulgar, como hacía cuando estaba muy nerviosa, salió de la alcoba y se dirigió al salón.
Menudo casoplón. Allí cada elemento decorativo debía valer una fortuna. Desde las figuras que parecían vigilar las plantas desde cada una de sus esquinas, hasta los cuadros, que parecían obras de arte originales. Era un lugar muy grande para una sola persona. ¿Vivía Viggo ahí solo?
Descendió las escaleras de caracol de mármol blanco y baranda ornamental negra y se encontró con un hall gigante y tres arcos de piedra blanca, con cenefas, los cuales cada uno daba a un ambiente. El central era el salón. Lo sabía porque podía ver a Viggo sentado en la esquina de la larguísima mesa de roble, vacía y solitaria, aunque llena de comida.
El estómago le rugió al ver tal manjar. Tras él, la costa croata cobraba vida con el movimiento de sus olas, y las rocas y la poca arena de sus playas contrastaban mágicamente con el azul infinito de su océano.
Él alzó la mirada y no parpadeó al detenerla en ella. Sus pupilas se movieron de abajo arriba por su cuerpo, y volvió a hacer ese gesto de casi sonreír pero sin llegar a hacerlo. No sabía por qué, pero tenía la sensación de que ese hombre se burlaba de ella o que había algo en su persona que le hacía mucha gracia. Y Erin no llevaba bien los juicios ni los prejuicios.
Nunca había tenido esa impresión con ningún hombre. Siempre había recibido miradas aprobatorias, porque había tenido la gran suerte de que el material genético de su familia era bueno, y las cuatro hermanas tenían su atractivo a su modo. Pero esa manera de mirar de Viggo alcanzaba otra cota. Era como si traspasase su piel y pudiese asomarse a su interior.
Él había encendido unas velas para la comida, cuyos candelabros metálicos tenían unas inscripciones que se asemejaban a las runas. Era muy detallista.
—Espero que no quieras lanzar estos candelabros también —dijo Viggo sin moverse—. Podrías prender la casa.
Erin carraspeó, y vio que el cubierto de ella estaba justo al lado izquierdo de Viggo. Muy cerquita. Por Dios, ese hombre era como una estatua, no se movía mucho. Tampoco hacía falta porque era muy intimidante y sus ojos ya tenían mucha vida y se movían por él.
—Antes de sentarme contigo quiero aclarar algo.
—Te escucho. —La miraba tan fijamente que parecía absurdo.
—Quiero asegurarme de que mis hermanas están bien. Quiero hablar con ellas. Deben estar muy preocupadas. Y ni siquiera sé si han sufrido algún daño o si han llamado ya a la policía para que me busquen.
Viggo tomó una servilleta blanca de la mesa, la abrió, la espoleó y se la colocó sobre los muslos y después contestó sin mirarla:
—No puedes.
Ella cerró los dedos de sus manos y se clavó las uñas en las palmas.
—¿Por qué no? Me estás tratando como si fuera una rehén.
—No lo eres. Te estoy tratando como a una testigo protegida.
—Me quiero ir de aquí —reclamó con voz llorosa.
Él negó con la cabeza pero su voz rota le afectó. Y odiaba sentirse afectado por ella. Apretó la mandíbula y al final cedió.
—Podrás irte, cuando estés plenamente recuperada. Tus hermanas están bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Vino a buscarlas un coche del propietario de la Villa que habíais alquilado. La explosión no les alcanzó. Estaban en la otra acera y habían quedado resguardadas detrás del todoterreno. Están bien.
—¿Por qué tengo que creerte?
—Porque no tienes más remedio —contestó con su perfeccionada actitud fría y descortés durante siglos.
Ella le lanzó una mirada reprobatoria.
—Eres un déspota y poco acogedor.
Él aceptó el reproche. Debía serlo. Aún estaba indeciso con ella y con lo que hacer con ella.
—Tienes tres hermanas, ¿verdad?
—Sí —sorbió por la nariz más tranquila.
—Tú eres la mayor.
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—Por el modo que tenían de hablar de ti…
—¿Cómo sabes tú…? ¿Acaso las escuchaste? ¿Estabas cerca de ellas cuando todo pasó?
Viggo la cortó con un gesto de su mano.
—Te digo lo que oí y lo que sé. Están bien. No puedo decirte más.
—Quiero poder verlas. Quiero llamarlas.
—Todo a su momento. —Él resopló y su intensa mirada quimérica se suavizó—. Por favor. —La silla a su lado se movió sola y se arrastró por el suelo.
Erin abrió la boca de par en par. ¡Acababa de moverla sin tocarla!
No, pava. La había arrastrado con el pie. Su nivel de fantasía empezaba a escapársele de las manos.
—Bonita sudadera —celebró Viggo.
—Gracias.
—Dice mucho.
—Oh. —Miró hacia abajo y pasó las manos por el dibujo serigrafiado. Venía a decir «que te jodan»—. Bueno, no te sientas ofendido. No va dirigido a ti.
—No, solo va dirigido a quien te mira.
Eso le hizo gracia. Pero no estaba de humor para seguirle el juego en ese momento.
—¿Para quién es toda esta comida? —preguntó armándose de valor.
—No sabía qué era lo que te gustaba. He pedido un poco de todo. —Sus ojos la miraban de reojo, pero sus manos estaban entrelazadas sobre la mesa. Las tenía muy grandes.
—Mi hermana estaría encantada de probar todo esto... —susurró sentándose a su lado.
—Come —le ordenó.
El imperativo no le pasó desapercibido.
—No sé si puedo comer —señaló ella posando su mano derecha sobre el centro de su estómago—. Tengo hambre, pero al mismo tiempo no me encuentro bien.
—Te duele porque el puñal te cortó los intestinos. Te los sesgó. Es normal. Pero eso está solucionándose. Tienes que comer —Viggo le llenó el plato con fruta, arroz con guiso y pan.
A ella le impresionó oír ese dato biológico con tanta evidencia. Era imposible que un intestino se uniese por arte de magia. Imposible que sanara en pocas horas... Y estaba muerta de miedo porque eso confirmaba que algo desconocido estaba trabajando en su interior.
—No creo que pueda comer. De verdad no tengo hambre —dijo cabizbaja.
Él observó toda la comida ahí dispuesta para ella con pena, porque no iba a probar bocado. Pero al menos debía beber algo. Su cuerpo estaba sanando y acostumbrándose a su nuevo material genético, su nueva sangre, que se adosaba a sus células como pegamento. Así que le llenó la copa con zumo de manzana roja.
—Debes beber, al menos. Tienes que acostumbrarlo.
—No quiero beber —dijo arisca—. No he venido aquí a comer contigo. Quiero explicaciones. ¿Por qué sigo viva? ¿Qué eres...? —dijo cada vez más intranquila.
Eso llamó la atención de Viggo, que alzó las perfectas y espesas cejas con asombro.
—¿Qué soy?
—Sí.
—Es un avance que consideres que no soy como tú. Me facilitas mucho las cosas.
—No te conozco. No tengo confianza contigo. Me pones nerviosa. Así que, por favor, pónmelo un poco fácil y ayúdame a entender lo que me está pasando. —Sus ojos se habían aguado y eso pareció afectar a Viggo.
—¿Tienes la mente abierta? —Dejó la jarra de zumo de manzana sobre la mesa y se acomodó en la silla señorial de estilo isabelina.
—Soy novelista. Mi mente está abierta de par en par.
Que esa mujer lo mirase con tanta valentía y los ojos húmedos le tocaba una fibra sensible que no recordaba haberla tenido por nada y por nadie antes. Y cuánto más la miraba, más bonita le parecía. Observó la copa llena de zumo de manzana que Erin no pretendía tocar.
—Da al menos dos sorbos y te lo contaré todo. Hazme caso, solo quiero ayudarte. El jugo te ayudará a limpiar y a que te sientas un poco mejor.
Estaba claro que a ella le parecía ridículo tener que negociar con él con algo así para escuchar su información. Puso los ojos en blanco, tomó la copa y bebió dos pequeños sorbos lentamente.
—Explícamelo todo.
—Pregúntame lo que quieras y te responderé.
—¿Qué me pasó ayer? Dijiste algo de unos acólitos de no sé qué Legión. ¿Por qué vinieron a por mí? ¿Fue por algo casual?
—No.
—¿Por qué entonces? No sé qué cuentas pendientes podrían tener conmigo. Soy insignificante y anónima.
Él negó con vehemencia.
—No puede ser... Tú deberías saber por qué te han hecho eso.
—No lo sé.
—No eres insignificante como dices, Erin. Tener a acólitos tras tus pasos es algo muy malo. Me sorprende que no tengas idea de lo que eres.
—A mí también —contestó con el mismo tono que él.
—Me gustaría saber a qué viniste a Croacia —preguntó con mucho interés.
—Vinimos a hacer un viaje familiar, mis hermanas y yo. A cumplir una promesa a mamá.
—¿A tu madre…?
—Mi madre murió hace poco. Siempre nos dijo que quería que dejásemos sus cenizas en Croacia, porque ella pasó veranos aquí de pequeña —explicó aún con muchas reservas—. Y a eso vinimos.
Viggo se quedó pensativo, apuntando mentalmente toda esa información.
—Entiendo… ¿Cómo murió?
—En un incendio en el sur de Francia. Pasaba unos días con su amiga y algo en la cocina se prendió. Murieron las dos.
Él elevó sus cejas con sorpresa. Tenía una expresión conspiradora que a Erin no se le iba a pasar por alto.
—Es terrible. Lo lamento.
—Y yo. Ya te he dicho lo que hemos venido a hacer aquí. No sé nada más. No puedo darte más datos que tengan relevancia con lo que me hicieron porque no tengo ni idea. Estoy más perdida que una aguja en un pajar y todo a lo que atiende mi raciocinio es a que ha debido de ser un error.
—Los acólitos no cometen errores. No de ese tipo.
Ella se encogió de hombros como si no supiera qué más decir.
—Ahora sé sincero conmigo. Dime qué está pasando.
Él mantuvo el suspense unos segundos más, hasta que contestó:
—¿Qué pensarías si te dijera que el mundo está regido por fuerzas y seres que la sociedad cree leyendas?
La pequeña garganta de Erin se movió al tragar saliva.
—Que es una creencia apta, poco ortodoxa. Pero como cualquier otra. ¿De qué tipo de fuerzas y seres hablamos? —quería adquirir un tono liviano y superficial, pero el temblor en sus cuerdas vocales la traicionaba.
Viggo dejó caer su cabeza a un lado y la observó con entretenimiento.
Ella se removió incómoda en su silla.
—¿Qué es un acólito? —quiso saber antes.
—Uno de los activos de la Legión del Amanecer. Se dedican a mantener el primer orden religioso establecido y trabajan para una de las instituciones más antiguas de la historia que persigue a la herejía.
Erin frunció el ceño al comprender a lo que se refería.
—¿Herejía? ¿Me hablas de la Inquisición?
Viggo sabía que era una mujer inteligente. Le agradaba que comprendiera los términos y que sacara conclusiones con tanta facilidad.
Él asintió con un movimiento de su cabeza.
—La Inquisición dejó de existir. La abolieron hasta cuatro veces, creo recordar.
—No desapareció. Es como el virus de la gripe. Existe y existirá siempre, aunque mutará en nuevas cepas. Los acólitos persiguen a todos aquellos que puedan ser una amenaza para sus estamentos y su dios.
—¿Su Dios?
—Son fervientes seguidores de Él y de la Ley que implanta. La Inquisición creó la Legión del Amanecer, un brazo ejecutor formado por entidades que no serías capaz de imaginar. Los acólitos son el escalón más bajo de su pirámide. Son seguidores, feligreses iniciados en artes oscuras bajo su praxis. Suelen hacer el trabajo sucio para que los altos mandos no tengan que aparecer. Entre todos se encargan de abolir cualquier semilla de cambio que ponga en jaque el orden que ellos han establecido desde milenios. Su núcleo duro está concentrado en las entrañas del Vaticano.
—¿El Vaticano? —casi se reía—. Me suena a conspiración. El Vaticano, los Iluminati… Es imposible —El rostro de Viggo no estaba de broma. No parecía mentir en absoluto—. Si lo que dices es cierto, ¿por qué nadie sabe…? —se calló de golpe al comprender lo estúpido de su pregunta.
—¿Por qué crees?
—Ya, obvio… si es secreto y es oculto no debe saberse.
A Viggo le satisfizo su respuesta.
—Para proteger ese núcleo duro de cualquier ataque crearon un cerco mágico de miles de kilómetros cuyo centro es la sede central de la Iglesia Católica. Ese núcleo oscuro está bajo tierra.
—¿Un cerco?
—Lo llamamos el «cerco de éter». Es una protección de liturgia mágica.
Erin sacudió la cabeza y tomó una larga inspiración.
—¿Demasiada información? —preguntó Viggo con interés.
—Para nada.
—¿Creíble?
Erin resopló y recogió con la punta del dedo anular la lágrima libertina que le caía por la comisura del ojo. No podía evitar no hacerlo. La emoción y el pavor la sacudían.
—No sé ni qué decirte. Pero tampoco creo que pueda negar nada. Siento cómo mis órganos se vuelven a unir por dentro. Recuerdo cada maldita puñalada y mi último pensamiento antes de creer que iba a morir. Y ahora estoy aquí. Respiro. No hay nada más increíble que esto. Estoy viva y más perdida que nunca. Pero no tengo una mentalidad estrecha. —Se presionó el tabique nasal y animó a Viggo con un gesto a que continuase—. Puedo escuchar cualquier teoría. Estoy muy acostumbrada a documentarme, a descubrir información y a leer.
—Pero esto no es una leyenda ni una idea a desarrollar, Erin —aseveró él—. Esto es un hecho real. No es una invención. Y eso es lo que tu cabeza va a tener que asimilar.
—Eso también puedo analizarlo —aclaró—. Por ejemplo: has dicho que los acólitos son iniciados en artes oscuras... pero que son el eslabón más débil de la Legión de la Inquisición. Hacen el trabajo sucio.
—Sí. Así es. Son como barrenderos. Son personas que siguen órdenes.
—Entiendo... ¿y quiénes son los eslabones más fuertes, los que están por encima de ellos?
Viggo negó con la cabeza.
—Es complicado. En realidad no quieres saberlo.
—¿Tú qué sabes lo que quiero saber? Lo quiero todo. ¿Por qué fueron a por mí?
—Solo una entidad antigua y poderosa, caracterizada por la pureza de sangre, puede romper un cerco así —continuó explicando—. El cerco cubre un diámetro muy extenso y llega hasta Croacia por el lado derecho. De algún modo, en cuanto lo cruzaste en tu viaje en tren, este se activó. La magia litúrgica en él advirtió a los acólitos, que son un gran número esparcido por todo el mundo, especialmente en toda la tierra que rodea a Italia. Y en cuanto te detectaron, no lo pensaron dos veces y fueron a por ti.
—Pero ¿qué pureza de sangre? Soy hija de mi madre y de mi padre. Completamente normal. ¿Qué les he hecho yo? Ni yo ni mis hermanas tenemos nada que ver con ellos. Ni siquiera vamos en contra de la Iglesia. No tenemos religión. ¡Somos ateas! ¡Esto ha debido ser una equivocación!
Viggo tampoco sabía por qué era especial. Pero lo era, no había duda.
—No lo sé, Erin. Pero te iban a quitar de en medio. A ti, no a tus hermanas. Sea lo que sea lo veían en ti. Lo percibían en ti.
—Es una locura... no lo entiendo. —Erin se quedó pensativa sorbiendo el zumo de manzana de nuevo. La acidez actuaba en su estómago y le dolía. No sabía por qué tenía que beber si no le apetecía, pero Viggo se lo había ordenado—. ¿Y por qué viniste a por mí? ¿Cómo sabías tú que me iban a matar? ¿Y por qué lo evitaste? —sus ojos oscuros brillaban con interés.
—En realidad, fui a por ti pensando en encontrarte yo antes de que ellos lo hicieran. Percibí la rotura del círculo de éter y corrí a averiguar quién había provocado ese desequilibrio.
—¿Por qué? ¿Con qué objetivo?
—Porque un desequilibrio puede descompensar todo. Sabía que quién rompiera el cerco podía ser una espada de Damocles en manos incorrectas. Y prefería cauterizarla yo antes de que te encontraran. Pero llegué tarde. Y tampoco comprendí por qué ellos te estaban haciendo eso. Así que actué por sentido común.
Erin se levantó de golpe de la silla y esta cayó al suelo con un ruido estrepitoso.
—¡¿Quiere decir eso que tú también me quieres matar?! ¡Por eso querías llegar antes! —exclamó con los nervios a flor de piel. Había cogido el cuchillo de untar mantequilla, como si se quisiera defender de él.
—Suelta eso —ordenó Viggo sin inmutarse—. Si te quisiera muerta, ya lo estarías. Por favor, toma asiento de nuevo. —Señaló estirando el brazo para recoger la silla y colocarla de pie.
Erin miró la silla y después a Viggo, y comprendió que de nada le serviría luchar, dado que ese hombre sería capaz de partirla en dos con un chasquido de sus dedos. Finalmente se deslizó hasta sentarse. Debía asumir el control de sus propios nervios.
—De acuerdo... —se dijo para tranquilizarse—. ¿Por qué captas el círculo ese de éter? —preguntó intentando serenarse—. ¿Cómo me encontraste? Si no eres un acólito, ¿cómo lo haces?
—Durante siglos, nuestro principal enemigo ha sido la Inquisición. Ellos siempre han intentado dar caza a nuestra Orden. A todos los que ponemos en duda su principal dogma religioso. Por eso decidí mantenerte viva. Si eres enemiga de ellos, puedes ser amiga nuestra.
—¿Amiga?
—Sí. Amiga. —Le hizo un escaneado con sus ojos.
Erin sintió que la piel le hormigueaba por donde la miraba. Carraspeó de nuevo.
—¿Por qué estáis enemistados?
—Porque somos contrarios. Buscamos cosas distintas y creemos en distintas entidades. Ellos tienen sus métodos y nosotros tenemos el nuestro. Y en medio están los peones que ellos usan a su antojo para que su orden mundial siga evolucionando.
—Humph… ¿los ciudadanos de a pie somos juguetes para ellos?
—Sí.
—¿Y para vosotros también lo somos?
—Nosotros solo queremos daros una oportunidad. No estamos aquí para doblegarnos ante nadie y nuestra misión principal es evitar que los acólitos sigan haciendo lo que hacen.
—¿Y también hacéis magia? ¿También matáis y asesináis? —preguntó con tono incriminatorio.
Viggo se echó el pelo hacia atrás y buscó la respuesta más adecuada.
—Nuestro… —buscó el nombre adecuado— poder es diferente. Nuestra magia nos define y nos otorga unas capacidades. No hacemos rituales. No somos como ellos. Pero sí percibimos actividades mágicas de todo tipo y sí vamos en su contra. Deberías beber más zumo.
—No quiero más —contestó ella apartando de su vista la copa medio llena—. ¿Y qué hiciste cuando me encontraste?
—Los maté.
Ella volvió a tragar compulsivamente.
—¿Y conmigo? ¿Qué hiciste conmigo para que ahora esté así?
—Solo me aseguré de que siguieras con vida. Te necesito viva, Erin, porque quiero averiguar por qué has roto la liturgia mágica de la Inquisición.
Ella también quería saber eso, pero toda aquella conversación les llevaba a la pregunta más trascendental y más definitiva. Por fin había llegado al punto que más le urgía saber.
—¿Cómo te aseguraste de que me pusiera bien? ¿Cómo me llevaste de Kanfanar hasta Dubrovnik? —se tomó un momento para hacerle la última pregunta y la más significativa—: ¿Qué demonios eres, Viggo?
El estilizado y al mismo tiempo musculoso hombre tomó una botella de vino muy tinto, casi granate, y se llenó una copa balón con ella. Erin observó bien el líquido y olió el punto alcohólico afrutado. Era extraño. El vino se llamaba Peccata Minuta.
—Como te he dicho —contestó él—, somos enemigos de la Inquisición.
—No te he preguntado eso.
—Sé lo que me has preguntado. —Sus ojos rosados titilaron escondiendo una advertencia velada.
—No soy estúpida. Algo muy extraño hay. Debería estar bajo tierra o ingresada en el hospital, posiblemente en coma inducido, hasta poder recuperarme de todas las heridas en un tiempo estimado de unos tres meses. Y, sin embargo, estoy aquí. Puedo con cualquier cosa que me digas.
—¿Puedes? ¿Estás segura? Porque todo va a cambiar para ti y tendrás que decidir cuál va a ser tu naturaleza.
—Puedo. Soy muy resistente —aseguró con voz temblorosa—. Qué eres y qué me has hecho, eso es lo que exijo que me digas. ¿Por qué, a pesar de estar viva, tengo la sensación de que me estoy muriendo?