Читать книгу La Orden de Caín - Lena Valenti - Страница 7
Capítulo 4
ОглавлениеVilla Sherezade
Viggo descendió sobre el imponente balcón de aquella casa que compró décadas atrás. Mientras lo hacía, diseñó un dibujo rúnico con los dedos de su mano derecha, y alrededor del condominio se forjó un círculo de color amarillento que desapareció en un parpadeo. Todo debía protegerse.
Croacia le gustaba, sobre todo Dubrovnik. Y aquella era una de sus muchas mansiones, pero la única con un toque arábico. El edificio era de paredes lisas y blancas, con terrazas en sus diferentes plantas y una cúpula central azulada en la que recaía toda la atención. La rodeaba un jardín pulido y armonioso estucado con palmeras estratégicas moteadas por aquí y por allá. Y estaba justo a unos metros del mar, levantada sobre un muro de piedra para que las tormentas y el oleaje no se colaran en su propiedad. Y nunca lo hacían.
Cuando abrió las puertas de una de las terrazas y entró en una de sus cinco impresionantes suites, se apresuró a dejar a Erin sobre la cama, de estructura sobria, con columnas y cortinas transparentes que evitaban a los mosquitos. En esa casa ya había suficiente con un chupasangres como él, no necesitaba más.
Las hemorragias de la joven habían cesado y podía escuchar cómo los órganos y la carne se cerraban de dentro hacia afuera, pero necesitarían toda la noche para cicatrizar. Y después… lo que vendría después de haberle dado su sangre, ya se vería. Viggo todavía estaba replanteándose de qué manera le afectaría la aparición de esa mujer a él y a los suyos. ¿Para bien o para mal? Lo importante era tenerla cerca para controlarla. Pero en ese momento, solo importaba que ella descansase para que su transfusión hiciese el resto.
La desvistió procurando despegar los trazos de tela que se le habían pegado a las heridas. Al abrirlas, de estas brotaba sangre nuevamente, aunque volvían a cerrarse en respuesta al poder curativo y recuperador hemoglobínico de su propio plasma. Una vez la desnudó, se quedó mirando su cuerpo. Admirándolo, mejor dicho. Erin era una chica muy bonita y su sangre no dejaba de cantarle, como una sirena a un marinero. Le retiró las largas hebras del rostro y apreció sus elegantes facciones, leonadas en los ojos, y terriblemente sensuales de nariz para abajo. Una mujer morena con un aura que exudaba atracción. Mientras pensaba en ello, rodeaba dos de sus dedos en su mechón, como si quisiera hacerle tirabuzones. Hasta que se dio cuenta de ello, y lo desenroscó rápidamente. Se apartó del cuerpo torturado de esa hembra y la estudió como el salvaje animal que era. Ni siquiera había encendido la luz de la habitación. No hacía falta, porque la claridad lapislázuli de la noche tormentosa bañaba sus extremidades y le otorgaba el aire de una princesa guerrera sacrificada en pos de los dioses.
Viggo se pasó la lengua por uno de sus colmillos, y tras frotarse la boca con el dorso de la mano, se dio media vuelta y el movimiento hizo que la trescuartos ondease tras él como la capa de un rey. Tenía que salir de ahí. Estaba intranquilo y ella olía demasiado bien. Volvería y la velaría cuando se recuperase del efecto que provocaba en él. Viggo estaba muy acostumbrado a prohibirse a sí mismo y a controlarse, no era nada nuevo.
También lo haría con ella. Porque ceder a sus instintos siempre lo había llevado a la autodestrucción y al caos. Y no había esperado tanto tiempo a la aparición de esa «anomalía» con cuerpo de mujer para perder las riendas. Llevaba una eternidad buscando una razón de ser más allá del pago por su inmortalidad y cumplir a rajatabla con sus quehaceres.
Su respuesta estaba ahí tumbada, luchando por su vida. Viggo le daría la oportunidad de vivir.
Por él. Y por ella.
Abrió los ojos al notar un suave aleteo a su alrededor. Estaba en una pradera en medio de algún lugar que desconocía. A cielo abierto y campo ligeramente cubierto por algunos árboles que no sabría identificar y, entre un par de manzanos. Una mariposa se había aposentado sobre su mano derecha. Estaba tumbada sobre un mullido césped, bañado por el sol que además le calentaba la piel. Iba vestida de blanco y se sentía abatida.
Con sus ojos negros ya abiertos con toda su curiosidad, oteó el horizonte en busca de algún cartel que le indicase dónde se encontraba, o alguna persona que la pudiese ayudar. Pero allí no había nadie. Solo paz, sosiego y naturaleza.
No obstante, todo eso estaba equivocado. Ella no debía estar ahí. Mesó su melena con sus manos y después palpó su tórax en busca de heridas. Porque recordaba lo que le había sucedido. Por eso no lograba encajar esa visión de sí misma en aquel plácido lugar. Hasta que oyó una voz de niño. Erin se levantó y caminó con sus pies descalzos hacia el origen de aquella vocecita.
—Eso es... cuidado —decía el niño acuclillado, mirando hacia abajo, entre los matorrales.
Tenía el pelo rubio, largo, sin ser melena, y rizado, acompañado de un perfil dulce y sereno. No llevaba ropa, excepto por una especie de calzoncillo marrón oscuro. ¿Cuántos años tendría? ¿Cinco? ¿Seis?
—¿Hola? —Erin se acercó al muchacho no sin recelo. ¿Por qué estaba ella ahí en compañía de un crío semidesnudo?
—Mira, ven, Erin —contestó el niño girando el rostro hacia ella con gesto noble y risueño.
A Erin no le sorprendió tanto que conociera su nombre, como la extraña tonalidad de sus ojos, del color del sol del atardecer.
Él volvió a mirar a lo que fuera que tenía entre las piernas y lo acariciaba con las manos con suavidad y mucho tiento.
—¿Por qué me conoces? —preguntó ella arrodillándose al lado del niño con total confianza. Como si lo conociera de toda la vida. Pero no era así. Era la primera vez que lo veía, aunque ciertamente, su aspecto le era familiar.
Él sonrió y mostró a Erin aquello de lo que estaba cuidando retirando la broza que afloraba desde aquella tierra bendecida por la fertilidad. Era una chinchilla. Una chinchilla que tenía una aparatosa herida en el vientre. Y estaba muriendo.
Erin amaba a los animales y no toleraba que sufrieran. Por eso al verla malherida se apiadó de ella.
—Pobrecita —murmuró con tristeza—. ¿Qué le ha pasado?
El niño tomó a la chinchilla marrón de patas blancas entre sus manitas, y la acunó contra su pecho.
—El carnicero le ha hecho daño —contestó.
—¿El carnicero?
El pequeño rubio asintió sin más. Frotaba el lomo del animal para calmarlo en su último aliento de vida. A pesar del extravío de ubicuidad de Erin no estaba todo lo asustada que tenía que estar.
—Está muriendo —musitó ella con lágrimas en los ojos. Ella sabía lo que era luchar por la vida.
Él la miró comprensivo y contestó:
—Claro que está muriendo. El defecto de la existencia es la muerte.
Aquello golpeó con fuerza la conciencia de Erin, porque no podía comprender cómo un ser tan pequeño pudiera hablar con tanta sabiduría.
—Me estoy poniendo muy nerviosa. —Se levantó del suelo y el niño hizo lo mismo—. ¿Quién eres?
—Eso no importa.
—Claro que importa.
—¿Sí? ¿Quién eres tú?
—Ya lo sabes. Me llamo Erin.
—¿Ves? Tu nombre no me dice nada. ¿Qué te iba a decir el mío? —se echó a reír.
Ella frunció el ceño.
—¿Te burlas de mí?
—No más de lo que lo hace tu mundo.
Ella se frotó el pelo y volvió a echar un vistazo alrededor. Aquel lugar era un paraíso. Un paraíso en la tierra. Un vergel nunca antes visto y que ni siquiera ella, con su capacidad de descripción y de palabra podía llegar a retratar.
—Este es un lugar imperfecto. No lo mires como si fuera inenarrable.
—¿Por qué dices eso?
—Porque hay muerte —le mostró a la chinchilla—. Como en tu mundo. Un mundo de muerte y enfermedad no es bueno. Es un purgatorio.
—Ya... ¿quién demonios eres?
—Soy el sembrador —contestó como si fuera obvio. La miró de arriba abajo—. ¿Ha sido muy malo?
—¿El qué?
—Lo que te han hecho. Son unos infelices salvajes. —Volvió a reír acariciando a la chinchilla entre las orejas.
—Estoy muerta. ¿Es eso? —Se sujetó el vientre asustada—. Me mataron y ahora estoy en el Más Allá.
Él dejó ir una risita divertida.
—Memeces. Esto no es el Más Allá.
—¿Y qué es?
—Es otra cosa. Otro lugar, oculto entre mundos. Otra cárcel más en la que encerrar revelaciones y secretos.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque todos los que tienen mi marca tienen que venir a conocerme.
—¿Tu marca?
—Sí. Ya la tienes. Está correteando en tu interior. —Detuvo sus ojos anaranjados en el estómago de Erin—. Estás en transición. En un limbo en el que deberás elegir tu nueva naturaleza.
—¿Qué?
—¿Recibirás a la serpiente? —preguntó con la ilusión de alguien de su edad.
—No entiendo nada. ¿Qué serpiente? ¡Me... me mataron! Me apuñalaron no sé cuántas veces, y después... —Se quedó pensativa y acudió a su mente la mirada magenta clara de aquel desconocido—. Solo le vi a él. Y él… —se sujetó la cabeza—. No recuerdo nada más. —Resopló frustrada mirándose el cuerpo—. Ya no tengo heridas.
—Estás en otro plano. Es normal que no las tengas.
El niño dejó a la chinchilla en el suelo, y para sorpresa de Erin, esta empezó a corretear y a campar libre por el prado.
—Procura que el cazador no vuelva a encontrarte —sugirió él alzando la voz en dirección al pequeño animal que lo miraba agradecido para después desaparecer entre las flores.
—¡Estaba moribunda! —exclamó Erin asustada alejándose del crío dando pasos hacia atrás—. Oh, Dios… tengo que salir de aquí.
—¿Dios? —se echó a reír.
—¿Cómo salgo?
—No hagas eso —le pidió él—. No huyas.
—¡Estaba muriendo y ahora ese animal corre como si nada! ¡¿Qué le has hecho?! ¡¿Quién diantres eres?!
—No te asustes. Eres tú la que has venido a conocerme. Yo solo tengo que dar la aprobación.
—¿Que me tienes que dar la aprobación? ¿De qué?
—Sí. Estás en nuestro equipo ahora. Nada es tan malo como parece y la realidad en la que vives es mucho, muchísimo más de lo que ves. Cuando te muerda la serpiente lo descubrirás.
—Quiero ir con mis hermanas —dijo desesperada—. Ese es mi único equipo.
—Tus hermanas, ¿eh? —La miró de arriba abajo—. Sois un conjunto curioso de mujeres… —por el modo en que lo decía parecía que las conocía—. Tranquila. Ellas están vivas.
—Y yo no —asumió con la barbilla temblorosa—. ¿Es eso?
—Para ir con ellas hay un peaje que pagar, Erin.
De repente, el escenario cambió súbitamente, y se encontraron ambos bajo el imponente manzano. Erin no lograba entender o discernir esa realidad en la que su conciencia parecía levitar, seguramente, a las puertas de su adiós a la vida. ¿Era ahí donde la gente en su lecho de muerte iba?
—No pienses en esas cosas —pidió él leyéndole la mente—. Viva o muerta… sigues sin estar despierta. Mira, la vida existe de muchas maneras. Este es un universo con muchas imperfecciones y hay demasiadas realidades camufladas. El Bien, el Mal: los ángeles, los demonios. La luz, la oscuridad. La vida, la muerte. No solo hay un estado en el que ser y permanecer. Ni todo es blanco o negro. En medio hay una vasta colección de colores...
—No entiendo por dónde vas. ¿Qué eres? ¿Un ángel? ¿Un pequeño dios?
Eso hizo reír mucho al crío.
—¿Un pequeño dios? —se quedó pensativo—. Todos los dioses que conoces son en realidad pequeños. Pero eso es conocimiento avanzado para ti. Ahora mismo no estás capacitada para entender qué o quién soy. Lo que sí sé es que llevas mi marca. Pero para aceptar mis dones deberás dejar que la mamba negra te muerda. O te perderás y Él se apoderará de ti para siempre.
—¿Él? ¿Quién? No entiendo nada…
—Si aceptas a la serpiente, comprenderás todo. Toma. —Alzó su mano y la hundió entre las ramas del manzano hasta extraer una manzana roja y de aspecto delicioso—. Seguro que tienes hambre.
Erin vio el fruto que había extraído del árbol. No sabía que estaba tan famélica hasta que su estómago rugió. Erin arrebató la manzana rápidamente de sus manos. Su color rojo la hipnotizó. Parecía un bocado suculento, se le aguó la boca y acarició la lisa piel con su pulgar. Roja… qué hermosa era.
—No comértela sería un pecado. —El muchacho sonrió y se cruzó de brazos ante ella.
—¿Por qué tengo que morderla? —La estudió minuciosamente.
—Porque quieres. Te estoy dando la oportunidad de despertar, Erin. Te doy a elegir entre morder esta manzana o morder el polvo. Y si haces lo segundo, nunca más verás a tus hermanas. Yo te estoy liberando de cualquier prisión en la que hayas vivido.
—¿Y por qué haces eso? ¿Haces esto con todos los que se mueren?
Él la miró asombrado.
—No, por supuesto que no. Solo con los que llevan mi marca. Ya te lo he dicho.
Lo miró con recelo, con la manzana todavía entera en su mano.
—¿Qué quieres a cambio?
—Eso ya lo descubrirás. No te será difícil, eres una chica muy lista.
—No tanto —dijo quitándose presión.
—La mente de un escritor es lo más cercano que hay al poder de un creador. Seguro que atarás cabos. Lo dejo en tus manos.
—Eso es algo que dice mucho mi editor —se burló.
—Los míos llevan demasiado esperándoos. No lo demores más. Ha llegado el momento. Muerde la manzana —le ordenó con gesto severo.
Erin se vio obedeciendo el imperativo del pequeño. Hundió sus paletas en el fruto crujiente y húmedo y disfrutó del increíble y fresco sabor. Nunca había saboreado una manzana así, tan deliciosa y suculenta.
La tragó y experimentó una sensación de frío y calor en el estómago que la puso a tiritar de inmediato.
Cayó súbitamente al suelo y la manzana mordida rodó por el suelo hasta detenerse frente a los pies desnudos de aquel mocoso sabiondo de aspecto angelical e inquisidor.
—No me mires así. Yo no soy el malo —dijo recogiendo la manzana para morderla él.
Erin empezó a convulsionar. Puso los ojos en blanco, y el escenario en el que se hallaba se fue desdibujando poco a poco, hasta que se volvió todo oscuro.
Le habían apagado la luz de golpe.
Estaba sentado en el sillón orejero tapizado de color rojo. Lo había colocado frente a la cama, para ver cómo esa mujer pasaba la noche.
Y la pasaba tan mal, que sus gritos y su agonía le agujereaban la piel como si fueran agujas. Viggo sabía lo que implicaba darle su sangre, pero el dolor de Erin le afectaba. Quería estar ahí para que no se sintiera sola, para ofrecerle una compañía moral y presencial que ella no iba a percibir. Y porque… le gustaba mirarla. Esa era la verdad.
Había empezado viéndola desde el sillón a unos cuantos metros de la cama. Pero con cada berrido y cada lamento, acababa arrastrándolo por la moqueta hasta ubicarse a su lado, con las rodillas pegadas a la estructura de madera y el cuerpo inclinado sobre su torso, como un paraguas que la protegía de una tormenta. No era la tormenta del exterior la que la dañaba. Los truenos, el granizo, los relámpagos y los huracanes se hallaban en su interior, dando bandazos y destrozando todo lo que genéticamente una vez había sido, para reconstruirlo y crear algo que ella no podría imaginar.
Era un jodido perro guardián. Así se sentía.
—¡Mis hermanas! ¡Quiero ir con ellas! —balbuceaba Erin con la cabeza dando bandazos de un lado al otro. No podía abrir los ojos. Estuviera donde estuviese, era un lugar del que no podría salir hasta que amaneciese. Su cuerpo despertaría cuando dejase de luchar. Y esa belleza era muy peleona.
Empezó a temblar. Empezó a temblar tanto que Viggo se removió inquieto. De un modo inexplicable él también se estremecía, como si lo que le sucediera a ella también le sucediese a él. Y ni siquiera lo pensó. El impulso y la necesidad fueron superiores a él. Se levantó y se quedó de pie frente a ella. Se descalzó y a continuación se estiró a su lado. No se iba a desvestir. Ella sentiría su cuerpo un poco frío, porque sus temperaturas corporales todavía diferían.
La atrajo hacia él y la cubrió con sus brazos. Después retiró la colcha y le tapó las piernas desnudas. Erin aún tiritaba. Y sus heridas todavía estaban cicatrizando.
Viggo olió su pelo y rodeó su cuerpo fuertemente hasta que ella apoyó la mejilla sobre su pecho. Él permaneció inmóvil mirando al techo. Tieso como un palo. Apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza porque la ingle le incomodaba, así que tuvo que pellizcarse la pretina del pantalón y reacomodarse. ¿Cuánto hacía que no tenía una erección así? ¡¿Qué mierda estaba pasándole?!
Para tranquilizarse y sosegar también a Erin echó mano de una nana que hacía siglos que no cantaba.
Bya, bya, barnet
Mamma nøster garnet.
Pappa går til Langebro,
kjøper barnet nye sko.
Nye sko og spenner.
Så sover barnet lenger.
Calla, calla, niñito,
Mamá está ovillando el hilo.
Papá a Puentelargo va
Zapatos nuevos al niño va a comprar,
Zapatos nuevos con hebillas,
Entonces el niño más tiempo dormirá.
La melodía y la letra acariciaban sus dientes como una lima metálica, por todo lo que eso comportaba y por los recuerdos que abría. Pero no dolía tanto como esperaba. Tararearla no era como comer clavos. Era más bien como masticar un limón. Al menos, lo hidrataba.
Le acariciaba el pelo con las manos y mecía a esa chica suavemente.
No se detuvo ni siquiera cuando Erin, después de largas horas de agonía, se durmió.