Читать книгу La Orden de Caín - Lena Valenti - Страница 8
Capítulo 5
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Amaneció con ese extraño olor a flores, manzana y vida silvestre pegado a la nariz. Los rayos del sol se colaban a través de las cortinas de láminas de las ventanas. El dolor general había desaparecido, pero la atacaban miles de pinchazos eléctricos subcutáneos que bailaban por sus extremidades para recordarle que seguía sanando, como la reminiscencia en forma de suave lluvia que dejaba la poderosa violencia que todo arrasaba de un huracán.
Tenía el cuerpo como si le hubiese pasado un camión por encima y percibía cómo su temperatura basal subía y bajaba como un yoyó.
Pero por desagradable que fueran esas sensaciones, todo aquello solo podía significar una cosa: estaba viva. Viva después de haber sido secuestrada, atrozmente apuñalada y sacrificada en un país desconocido. Pero continuaba respirando. Milagrosamente, seguía ahí.
Erin no olvidaba ningún detalle de lo sucedido. Es más, se acordaría siempre del rostro de sus verdugos.
Abrió los ojos y se encontró sola en una cama gigante, que formaba parte del mobiliario de una habitación excepcional que debía pertenecer a alguien de alta cuna. Seguro. Sus ojos siempre observadores y analíticos se detenían en cualquier detalle que pudieran describir. Cuando se incorporó sobre el colchón, los huesos le crujieron. Parecía que no se había movido en años. ¿Cuánto hacía que estaba ahí?
Levantó la sábana, y confirmó estupefacta que estaba en ropa interior y que, aunque la tela de sus prendas íntimas se había empapado en sangre seca, su piel no tenía ni una gota rubí, como si la hubiesen limpiado a conciencia. Entonces hizo un barrido visual de la habitación. Las persianas estaban semibajadas y las cortinas azul oscuro teñían la blanca luz diurna que entraba del exterior. Se encontraba en la costa.
Allí olía a mar. Y a dinero. Apestaba a dinero. El mobiliario que decoraba la habitación parecía pertenecer a algún miembro de familia de sangre azul, o a un multimillonario que se había formado en decoración de interiores. La habitación tenía hasta chimenea, y cualquier objeto o detalle en ella emanaba la soberbia y el gusto cuidado de quien sabía comprar para embellecer y enaltecer. Incluso las sábanas que ocultaban las extremidades inferiores de su cuerpo decían: «ni con tu sueldo de un año me compras».
Pero lo que la dejó sin palabras fue el sillón orejero que había pegado al lado derecho de la cama. Mejor dicho, el hombre que sentado con una pierna cruzada sobre la otra, con su envergadura ocupaba todo el espacio con la intimidante amenaza que poseería un sicario del infierno, rodeado de su aura altanera y la calma de un depredador.
Y esos ojos rosados ya los había visto antes... La impresión al volverlos a ver fue la misma que la primera. Erin se quedó bloqueada, con la piel erizada por un estremecimiento invisible.
El desconocido no parpadeó. Continuaba con su mirada fija en ella. Con la expresión sosegada, la atención intensa y la tranquilidad de alguien que siempre lleva el control.
Ella, en cambio, parpadeó una vez. Procesando todo lo que le había ocurrido hasta entonces, poniendo orden a la ristra de ideas y pensamientos que cruzaban su maltrecha cabeza a velocidad de vértigo.
Parpadeó otra vez. ¿Sus hermanas estaban bien? ¿Qué le había dicho el niño del sueño? ¿Había sido un sueño?
Una vez más sus pestañas titilaron. Él. Ese hombre frente a ella. Él la sacó de ahí. Él fue lo último que vio antes de quedarse inconsciente. Y le hizo algo... le dio algo...
Estaba segurísima.
Al cuarto parpadeo, su conciencia se activó, así como su adrenalina, y rodó rápidamente por la cama hasta caer al suelo. El trompazo fue seco y sonoro. Necesitaba salir de ahí corriendo. Estaba asustada. No comprendía nada. ¿Seguía en peligro?
Corrió a gatas hasta la esquina de la habitación donde había algo parecido a un paragüero de suelo. Lo agarró con las dos manos, y lo izó por encima de su cabeza estudiando su entorno de manera histérica y desquiciada.
—¡¿Quién eres?! —le gritó al apuesto desconocido de pelo blanco. Joder, le recordaba al de The Witcher mezclado con un espartano.
Él no se inmutó. Apoyó su barbilla en su puño cerrado e izó una de sus cejas de un tono menos claro que su pelo. La estaba analizando y parecía ligeramente divertido.
—Cálmate. No te voy a hacer nada.
—¿Que no me vas a hacer nada? —¡¿Y esa voz tan sexi y varonil?! ¿Qué brujería era esa?—. ¡¿Dónde estoy?! ¡¿Tú me has traído hasta aquí?! —el paragüero de mimbre se sacudía entre sus cimbreantes dedos—. ¡¿Por qué estoy desnuda?!
Él suspiró como si estuviera agotado. Se levantó y cuando lo hizo, Erin pensó que era alto como un jugador de baloncesto, pero perfectamente compensado. Era muy hermoso. Ella sabía reconocer la belleza, estaba cansada de describir personajes excelsos y encantadores a niveles físicos. Este era el mejor ejemplar, sin duda, de un modo especial y excéntrico. Jamás hubiera descrito a un protagonista con pelo algo más largo de media melena, cuidadosamente escalado, blanco y ojos de ese color casi asalmonado. No tenía idea de lo bien que quedaba esa combinación en una cara de rasgos perfectos y masculinos como esa. No había nada en él que chirriase o que no armonizara. Y su tono de piel... parecía bronceado por el sol.
Vestía para matar. A Erin le encantaban los hombres con estilo. Este lo era de un modo peligroso. Y ella estaba en ropa interior. Y él vería todas sus imperfecciones.
Algo en todo eso no era correcto.
—¿Te respondo en orden? —Se metió las manos en los bolsillos delanteros del pantalón de pinzas tipo capoeira que combinaba con unas botas militares muy elegantes—. ¿Sin filtros?
—¿Qué quiere decir eso? Quiero que me respondas y me digas la verdad.
—¿Sea la que sea?
—Ayer me apuñalaron —contestó con la voz rota y frágil—. Una señora mayor me sopló un polvo en el baño de la estación, me quedé paralizada y después me llevaron a un lugar donde tres personas hicieron un ritual conmigo y uno de ellos me apuñaló hasta que... —Tragó saliva y se aclaró la garganta—… Morí. Pero te recuerdo a ti, cuando cerré los ojos... y ahora estoy en este lugar... —Analizó su alrededor asustada—. Quiero la verdad.
—Me rogaste que te ayudara.
Ella recordó ese instante y asintió.
—Sí.
—Y eso he hecho.
—¿Qué es lo que has hecho? ¿Por qué estoy en ropa interior? —Se miró el vientre desnudo y los muslos cuya piel se erizaba porque no podía dejar de hacerlo cada vez que ese hombre hablaba. Ese tono se colaba bajo su piel. Hablaba un español muy claro y conciso, pero no creía que ese fuera su idioma natal.
Él se quedó en silencio, valorando cómo estaba de preparada Erin para escuchar la verdad. Pero no era hombre de ir con paños calientes. Además, tampoco había mucho tiempo para ayudarla a comprender lo que le estaba pasando. Así que decidió ser franco.
—Me llamo Viggo. Sigues en Croacia. En Dubrovnik.
—¿En Dubrovnik? ¿Qué hago en Dubrovnik? Estaba en Kanfanar la última vez.
—Ayer por la noche unos acólitos de la Legión del Amanecer, provocaron un atentado en la estación de Kanfanar con el objetivo de secuestrarte y no dejar testigos.
—¿Por qué querrían secuestrarme?
Viggo también se hacía la misma pregunta, pero rehusó contestar.
—Lo lograron. Te llevaron con ellos e intentaron sacrificarte. Te asestaron siete puñaladas que alcanzaron órganos vitales de tu cuerpo. Una por cada pecado. Estabas a punto de morir, hasta que llegué yo —se crujió los dedos de la mano derecha—. Me encargué de ellos, y cuando llegué a ti estabas a unos segundos de morir desangrada. Lo evité —explicó estoico sin mover un solo músculo de su cuerpo.
Erin recordó la explosión, y las puñaladas... pero todo lo demás le sonaba a cuento chino. Y le parecía que era una pesadilla irreal. ¿Por qué habían querido hacerle todo eso? ¿Y si no era verdad? ¿Y si era todo una manipulación?
—No me lo creo. Recuerdo lo que me dices pero me cuesta creer que haya pasado realmente.
—Créeme. Pasó.
—Pudiste drogarme. Me has inoculado burundanga en algún momento en el asqueroso café del tren, y después me has podido inducir estos pensamientos sobre algo que no pasó. Se llama manipulación psicológica, la usan los militares.
—¿Por qué iba a querer hacerte eso? —preguntó descolocado y divertido.
—Para violarme. ¿Es eso? ¿Pasó eso? ¿Por eso estoy medio desnuda? ¡¿Eres un maldito violador?! —le lanzó el paragüero.
Viggo no necesitó moverse. No le iba a dar. La chica tenía muy mala puntería. Ya la mejoraría si, al final, acababa abrazando la transición. El objeto rebotó contra la pared y cayó al suelo tristemente. Ahora aún tenía facultades mediocres y humanas.
—Erin, ayer estuviste a punto de morir. Lo sabes. Te acuerdas perfectamente. Te recogí en el altar central de piedra de las ruinas. Fueron a por ti, por el mismo motivo por el que yo te encontré. Estabas destrozada. Yo te salvé. Mira tu cuerpo. No tienes heridas ya, solo marcas rosadas casi cicatrizadas. No es ninguna mentira.
—¿Comercias con órganos? —Erin se abrazó a sí misma mientras frotaba esas marcas aún tiernas con la yema de los dedos. Le dolían—. ¿Me has extraído alguno?
Viggo achicó su mirada y continuó con esa medio sonrisa indolente a la par que sensual.
—Eres rápida y muy creativa en tus argumentos. ¿A qué te dedicas, mujer? ¿Guionista?
—¿Mujer? ¿De qué siglo has salido tú? —lo miró horrorizada—. Soy escritora.
—Debí suponerlo —musitó congratulado y después continuó con su aclaración de lo ocurrido—. No niegues lo evidente. Pareces una mujer inteligente y cabal. ¿Te acuerdas de cómo rasgaba tu piel el cuchillo? La agonía, el dolor... Claro que sí. Lo recuerdas. Sabes que no miento. Es imposible inocular esas ideas, como bien dices.
Ella se mordió el interior de la mejilla. Se sentía desorientada y extraviada. Estaba viva pero, la única verdad era que no debería de estarlo. Tenía impresa en la memoria la incómoda e impotente sensación de la vida escurriéndosele entre los dedos.
Se frotó la cara y después cubrió su rostro con ambas manos, para arrancar a llorar desconsoladamente. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué seguía viva después de todo eso?
A Viggo la estampa de esa chica rompiéndose ante él le afectó y le hizo sentirse incómodo. Le picaban los dedos porque quería abrazarla, como había hecho mientras dormía. Si hasta tenía su olor pegado a sus fosas nasales.
—No lo entiendo... ¿por qué me ha pasado esto? ¿Por qué sigo aquí? Debería estar en un contenedor de cadáveres.
Viggo se compadeció de ella. No quería avasallarla. Necesitaba entender quién era y por qué había sido capaz de romper un cerco de éter si no parecía tener ninguna capacidad especial. Tenía que descubrirlo todo sobre ella y lograr que no estuviera a la defensiva. Que no le temiera. Viggo olía el miedo a leguas y Erin sentía pavor ante su cercanía.
—Son las dos del mediodía —explicó él suavemente—. Has estado durmiendo desde que te cargué en brazos en las ruinas. Creo que es bueno que te cambies. Recogí tu maleta. —La señaló con un gesto de su barbilla. Estaba al lado de la puerta—. Puedes tomarte una ducha y vestirte. Te refrescarás y te sentirás mejor. Te esperaré abajo para que hablemos. Tienes que entender lo que te ha pasado.
—Quiero hablar con mis hermanas. Quiero saber si están bi...
—No. Aún no. Es peligroso.
—¿Por qué no? —volvió a llorar abatida.
—Porque no —contestó sin más—. Tienes que seguir mis reglas. La ducha te sentará bien y te serenará. Hazlo. Baja a comer algo después y hablaremos de lo que necesites.
—¡No me fío de ti! ¡No sé quién eres! —le increpó.
—No lo sabes —murmuró mirándola de reojo—. Pero lo sabrás. No es a mí a quien debes temer. Al menos, no por ahora —aclaró dirigiéndose a la puerta con andares sosegados y seguros.
—Quiero que me dejes ir —reclamó por última vez.
—No.
—Entonces... ¡¿me tienes aquí secuestrada?! —Buscó algo para lanzarle y encontró un hermoso candelabro de piedra sobre la repisa de la chimenea.
—Estás encerrada por tu propio bien, Erin —Viggo abrió la puerta y, tal y como la cerró, escuchó el impacto del candelabro en la madera. Tampoco le había dado. No hacía diana—. Nadie más te va a apuñalar. Aquí no te va a pasar nada malo.
—Pero ¡tengo que ir a por mis hermanas!
—No.
—¡Voy a llamar a la policía! —la oyó gritar—. ¡¿Me oyes?!
—No puedes hacer nada. Aquí no hay teléfonos.
—¡¿Quién demonios vive en una casa sin teléfonos?!
—Yo.
Él sonrió levemente, orgulloso y se dirigió a la planta inferior bajando las escaleras y silbando. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, cesó el siseo. Hacía siglos que no silbaba y no canturreaba. ¿Qué le pasaba?
Erin se traía un carácter aguerrido e inconsciente. Estaba en inferioridad de condiciones y se había atrevido a lanzarle un paragüero y un candelabro. Además, no se había vuelto loca ni había perdido los nervios ante todo lo que estaba viviendo.
Sí, parecía estar hecha de otra pasta. Y si seguía así se ganaría su respeto.
Algo que hacía mucho que ninguna mujer conseguía.
Una vez abajo, en la calma del amplio salón, su móvil empezó a sonar y él lo atendió rápidamente. Era Daven.
—¿Y bien? ¿Es verdad? ¿Has encontrado a la anomalía que ha roto el cerco?
—Sí —Viggo miró hacia las puertas de cristal que daban al exterior, al mar bravo, sin salir afuera—. Es una mujer. —No cualquier mujer. Era una llamativamente preciosa.
—No me jodas. Las palabras de La Primera eran ciertas. —Su tono parecía ridículamente aprobatorio—. ¿Qué vas a hacer con ella? Hay que eliminarla, Viggo. Sabes lo que comportará su existencia. Nada bueno para nosotros.
Viggo caminó hasta la amplia terraza principal y circular que hacía de techo de la entrada. Meditaba sobre las palabras de Daven.
—La profecía es clara —recordó Daven—. Dice que seremos cazados y obligados a someternos. Que nos haría débiles. Y que sabríamos que la anomalía ha llegado porque se rompería un cerco divino. Que lo sentiríamos en nuestro interior porque la rotura de éter era inconfundible. No podemos permitir que alguien así siga viva. ¿Qué has hecho con ella? —le urgió a responder—. Espero que esté bien enterrada.
—Está conmigo. En mi casa.
—¿Bajo tierra?
—No.
—¿Muerta?
—No.
—¿Qué? —sonaba incrédulo e impaciente—. ¿Viva?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer con ella? Espero que hagas lo más inteligente para todos.
Viggo observó el vuelo de dos gaviotas en el horizonte marino.
—A mí no me asustan las profecías. Y hace mucho que dejé de actuar como un asesino.
—No me vengas con esas... ¿Dónde está?
—Te lo he dicho. Conmigo. A salvo.
—¿Dónde está tu casa?
—No te lo voy a decir. No quiero que pierdas los nervios.
—¿Te estás oyendo? Mantenerla con vida es exponernos a todos. Llevamos siglos torturándonos con la aparición de la anomalía, deseando ser nosotros quienes acabemos con ella para que los acólitos no la usen como arma contra nosotros.
—Los acólitos la han sacrificado y la han apuñalado hasta casi matarla, Daven.
—¿Qué quieres decir? —parecía desubicado.
—Llegaron antes, pero no para llevársela y reclutarla. Ellos no la querían con vida. La querían matar. ¿Qué crees que quiere decir eso?
Al otro lado de la línea, los pensamientos silenciosos ocuparon unos segundos hasta que Daven contestó:
—Joder... ellos también la temen, entonces.
—Exacto. ¿Por qué iba a querer matar yo a alguien que ellos no quieren mantener con vida? ¿No la convierte eso en una camarada? Los enemigos de mis enemigos son mis amigos —recitó—. Le tienen miedo. Y tenemos que descubrir por qué. Usaron un puñal ritual... no querían ni que se reencarnase su alma.
—Pero no entiendo... La Primera lo dijo muy claro: los acólitos la usarían contra nosotros. Sería su arma principal para intentar doblegarnos y hacernos caer.
—Pues algo debe haber mal en nuestra interpretación... porque la terrible vehemencia con la que la apuñalaron denotaba pavor y terror hacia ella. Y los acólitos reclutan a los que pueden controlar y a los que suman a su causa. Si esta era su principal arma, desde luego no la han tratado bien.
Daven resopló y chasqueó con la lengua.
—No entiendo nada. No me gusta esto... ¿y ahora cómo está? ¿Está bien o le queda poco de vida?
Viggo se quería morder la lengua.
—Se está recuperando de sus heridas.
—¿De las heridas de un puñal ritual? Es imposible. Te retuerce los órganos. Ningún humano podría... —enmudeció de golpe—. A no ser que... dime que no lo has hecho.
—Le he ofrecido mi sangre.
—Mierda, Viggo. ¿En qué leches estás pensando?
—Nada que te deba incumbir.
—Claro que me incumbe, no digas memeces. Dime que no la has mordido. Sabes lo que ha pasado todas las veces que nos hemos dejado llevar en la antigüedad. Es una cagada.
—No. No la he mordido.
—Bueno, no todo está perdido entonces. Mira, luego hablaremos. A la noche reúnete con nosotros. Estamos ya en Croacia. ¿Dónde podemos encontrarnos?
—Te llamaré una hora antes y te lo diré.
Viggo no quería a nadie merodeando cerca de sus propiedades. Por eso se había ido de Edimburgo. Porque la cercanía con la Orden le agotaba y quería cambiar de estilo de vida y que lo dejaran tranquilo. Alejarse de ellos le había dado más claridad mental, y lo había convertido en un lobo solitario en todos los sentidos.
—Está bien. Esperaremos tu llamada y nos presentaremos donde digas.
—Nos veremos, pues, al atardecer. Pero Daven.
—Qué.
—Ella está bajo mi protección. ¿Entiendes?
Se escuchó una risita.
—¿Por qué meas tan pronto? Ahora me da curiosidad. Eso hace que tenga más ganas de conocerla.
—Hablo en serio.
—Sé que hablas en serio. Hace centenarios que no compartes tu sangre con nadie. Lo sabemos. Que lo hayas hecho con esa humana que supone un peligro para todos es incomprensible. Te aplaudiría si no fuera porque de todos los miles de millones de mujeres que pueblan este infierno, estás protegiendo a la única que está destinada a destruirnos. Lo has vuelto a clavar —se burló de él abiertamente.
—Sí, ya —contestó alejándose de la vista del mar para servirse una copa de whisky de la mesita bar de cristal ubicada al lado del sofá esquinero. Caminó sobre la alfombra persa que hacía aguas y se sentó en la esquina del mobiliario. Estudió el fondo del vaso y añadió—: luego hablamos.
Daven colgó sin despedirse.
Viggo sabía que su decisión iba a contrariar a la Orden. Pero si había alguien que podía decidir algo así, era él. Por rango. Por experiencia. Y porque era la hora.
Se bebió el whisky de un hidalgo. Ojalá el problema que se avecinaba con Erin y todo lo que comportaba su no muerte también se solucionase de un trago.