Читать книгу La Orden de Caín - Lena Valenti - Страница 6

Capítulo 3

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Viggo Blodox permanecía acuclillado ante su nueva víctima. Aquella noche no tenía planeado pasárselo así de bien, pero ahí estaba, acabando con la miserable existencia de tres asesinos. Descubrió el rostro del cómplice del intento de asesinato de la humana. Cada vez los reclutaban más jóvenes. Era otro chaval. Como la mujer. No tendrían más de veinte años. Pero como se castigaban tanto el cuerpo con las autoflagelaciones y las correas propias de la mortificación corporal aparentaban ser mayores de lo que eran. Para asegurarse de que tenía razón, levantó la capa que cubría sus piernas, rompió parte del pantalón y expuso la correa metálica cuyos clavos atravesaban la carne de su muslo provocándole hematomas, cicatrices y gangrena. Eso les infectaba la sangre y alteraba su comportamiento. El cilicio de esos extremistas era enfermizo.

Habían actuado muy rápido al percibir la rotura del cerco. Tenían personas desperdigadas por todas partes y poseían sus propios métodos oscuros para ser eficientes.

Blodox escuchó el frágil y desesperado latido del corazón de la presa que había caído en manos de esos verdugos.

Se acercó lentamente a ella. Se había asegurado de que no había nadie más en las proximidades de aquellos derruidos muros. Desde que en Dubrovnik sintió el círculo de éter romperse, se había sentido impelido a perseguir el origen de la fuga. Llegó a Istria y la energía lo llevó hasta Kanfanar, donde los bomberos apagaban el fuego provocado por una explosión en la estación y las ambulancias socorrían a los heridos. Pero no pudo quedarse a investigar porque no podía dejar de oler la persistente e incómoda fragancia a mercaptano que dejaba la presencia del mal.

Si eso era obra de ellos, no debían estar muy lejos. El hedor lo llevó hasta las ruinas de Dvigrad y allí no pudo llegar a tiempo para evitar que esa mujer fuese salvajemente apuñalada hasta casi su muerte, pero le evitó la estocada definitiva.

Ellos creyeron que ella había roto el cerco, por eso la debían eliminar. Porque la temían y porque no debía existir nadie vivo con la capacidad de poner en peligro sus leyes. Porque la existencia de una mujer así podía cambiar las reglas del juego. Lo cambiaba todo para Viggo y los suyos. Pero debía entender por qué y cómo había llegado a parar a ese lugar. ¿Con qué objetivo?

El olor de la deliciosa sangre de esa hembra lo golpeó con tanta fuerza que tuvo que detenerse unos segundos antes de alcanzar la piedra ritual en la que ella seguía desangrándose y cuyo líquido rubí salpicaba el suelo y chorreaba desde la plataforma superior de un modo obsceno.

Al final, se mantuvo fuerte y consiguió colocarse a su lado. Tenía los ojos abiertos y el cuerpo aún estaba caliente. Ella respiraba con pequeños espasmos, su caja torácica con profundas incisiones sangrantes subía y bajaba, señal de que luchaba por agarrarse a la vida, pero se le estaba escapando de entre los dedos.

Erin se sujetaba a la brizna de vida que aún le quedaba, a sabiendas de que era frágil y de que se podía romper en cualquier parpadeo que le hiciera cerrar los ojos para siempre.

Sentía tanto dolor que ya no lo sentía. Su cuerpo era una cuna de laceraciones y cortes, órganos triturados y deshechos y músculos desgarrados, de los cuales solo emanaba sangre y también mucha rabia y frustración. Y lloraba incluso sin pretenderlo, no por el dolor, sino por darse cuenta de que respirar y pedir a su corazón que siguiese bombeando en esas condiciones era una quimera. Le quedaba poco en esta vida. Se reuniría con su madre, tal vez. Aunque prefería quedarse en este plano para vengar su muerte y asegurarse de que sus hermanas estaban bien.

¿Y qué importaba lo que ella quisiera? Ya estaba hecho. Era el fin. La lluvia limpiaba su rostro lleno de su propia sangre y se llevaba sus lágrimas. Las gotas le entraban en la boca, pero no conseguía tragar. Ya no podía. Se estaba ahogando con sus propios fluidos.

Qué lamentable era morir así. No solo por la terrible tortura de su cuerpo. Era triste porque estaba sola, sin su familia. Como su madre Olga, que había muerto en un incendio aunque iba acompañada de su amiga. Pero murió lejos de ellas.

La agonía abrazaba sus pulmones y tensaba sus músculos, y la muerte empezaba a mecerla, arrancándole el poco control que ella creía tener sobre la vida. Y de repente, en el ocaso ya de su existencia, su cuerpo se reveló y luchó como un pez fuera del agua para robar aire. Eran sus últimos coletazos.

Fue en aquel instante cuando dejó de mirar el cielo y la lluvia caer sobre ella, porque un rostro salido del más allá ocupaba toda su visión.

Era irreal. Ni siquiera tenía facciones típicas de galanes de novela romántica, era el colmo de la gallardía y también de la exuberancia y rara belleza que solo algunos podían poseer sin parecer afeminados o retocados por bisturí.

Y pensó que no estaba tan mal morir frente a un ángel de ojos de color rosado, pelo blanco y grisáceo, largo y húmedo por la lluvia, y un mentón que podía encajar cualquier golpe. Morir frente a un ejemplar masculino así era mejor que hacerlo frente a los asesinos que habían usado su cuerpo para afilar la hoja de una daga. Y olía a algo que no sabía definir, porque se mezclaba con el olor de su propia sangre y todo la confundía. Pero su aroma estaba ahí.

Él la miraba como un animal que estudiaba el tipo de especie que se debía comer, para averiguar si era comestible o no, básicamente. Esa era la impresión que le daba.

Y porque Erin sabía que nada sería peor que lo que ya le habían hecho esperó que él, fuera quien fuese, tuviera clemencia.

—A... ayú... ayúdame —dijo con el gorgoteo de la sangre emanar de su garganta.

Blodox no era un hombre inseguro ni dubitativo. Hacía lo que se tenía que hacer, comportase lo que comportase. Sin embargo, la presencia moribunda de esa chica lo aturdía.

Era la aguja en el pajar y la manzana del Edén. Todo en uno. Ella era la única excepción y advertencia que tuvieron en su transformación. Y estaba ahí, ante él.

Su cuerpo era hermoso, de formas curvas, y montes y huecos donde debía haberlos. Tenía un pelo largo y abundante del color de la noche, y aquellos ojos podían deshacer glaciares. Y poseía una cara hermosa y evocadora, aunque ahora estuviera manchada de sangre y de lágrimas. Su corazón seguía bombeando.

Erin expulsó sangre por la boca y entonces como si reaccionase al encontrarse aún con vida lo miró. Tenía fuerzas suficientes como para hacerlo. Su fuerza le asombró.

—A… ayú… ayúdame —lo miró implorante. Sin miedo.

Viggo tragó saliva pero su expresión permaneció impertérrita. Su voz se coló por debajo de la piel y erizó su vello. Sus ojos de ese color tan especial y luminoso se clavaron en los de ella. La chica hablaba la lengua de los conquistadores. Y él las sabía hablar todas.

Observó las tremendas heridas de su cuerpo y escuchó a sus órganos malheridos. Así que procedió a ayudarla como mejor sabía. La colocó de lado y posó su mano abierta sobre su espalda. Tenía los pulmones completamente encharcados y se estaba ahogando. Presionó la mano entre sus omóplatos y Erin vomitó sangre por el impulso de Viggo, ni siquiera fue por el movimiento de sus propios músculos, algunos sementados por las puñaladas. Su corazón continuaba bombeando, aunque lo hacía muy lentamente y las hemorragias seguían ahí.

Solo podía detenerlas de una manera.

—Vivirás —le dijo él hablando en español sin problemas.

Erin parpadeó una última vez, asombrada por respirar un poco mejor, aunque ya notaba cómo se volvían a encharcar sus alveólos. Cerró los ojos porque ya no podía lidiar con el sufrimiento.

Viggo la tomó por la nuca y la incorporó un poco para darle el único elixir que podía ofrecerle para que no muriese y se recuperase de esas heridas mortales provocadas por dagas santas. Él pasó el pulgar por la comisura de sus ojos y recogió una lágrima perlada con sangre. La observó con extrañeza. De manera inconsciente se la llevó a la boca y el sabor explotó en sus papilas gustativas y lo dejó medio noqueado y sediento de más. Sin embargo, la sangre no le iba a hacer perder la cabeza. Llevaba mucho sabiendo controlarse. Aún embriagado y saboreando a Erin, Viggo dijo:

—No sé quién eres. No sé por qué estás aquí ni lo que esto puede suponer para mí y los míos, pero como quiero descubrirlo, vivirás —repitió.

Viggo se acercó la muñeca a la boca y sus colmillos se alargaron un centímetro más de lo habitual. Los clavó en su propia carne y acercó sus heridas a la boca de ella, que estaba entreabierta.

—Bebe —le ordenó, impeliendo a sus músculos de deglución a que se movieran.

La obligó a beber y esperó a que su sangre le llenase el esófago y cayese en su estómago. Desde ahí trabajaría para mantenerla estable. La mantuvo así durante largos minutos en los que Viggo no pudo apartar sus ojos ni un segundo de ella. Era un ser magnético y misterioso para él.

Cuando consideró que tenía suficiente, la tomó en brazos y la cargó cubriéndola parcialmente con parte de su levita de tres cuartos negra, que hizo la función del ala de un cuervo protegiendo a su cría.

Blodox oteó el alrededor y observó sin inmutarse que la escena había quedado decorada como el escenario de una película gore. Pero él tenía muy claro que no iba a limpiar nada de ahí. Esa mujer necesitaba cuidados, y además, los acólitos no tardarían mucho en borrar cualquier escena de ese crimen fallido.

Se impulsó en los talones, olió el pelo de Erin porque le fue imposible no hacerlo, y se fue de allí tal y como vino: volando.

Strigoi, así le había llamado el acólito. Significaba «vampiro». Y tenía razón. Lo era.

Él era el auténtico vampiro. No el original, porque nadie estaba preparado para saber la verdad, pero sí uno de los puros. Viggo Blodox era un bebedor se sangre desde hacía tanto que hasta recordarlo era agotador. De esos que negaba la ciencia, y que los libros de historia ridiculizaban y, si los nombraban, lo hacían erróneamente. Pero él y unos cuantos más eran los mismos que la Legión del Amanecer perseguía con la misma vehemencia con la que cazaba a las brujas.

Tenía muy claro lo que debía hacer con esa mujer. Se la llevaría porque, peligrosa o no, había jurado proteger a todos aquellos que caían bajo los verdugos portadores de banderas eclesiásticas, en nombre de un dios que no era el suyo. A esa mujer la habían torturado y asesinado con un rito de magia negra y con un puñal santo. Querían que su alma no reencarnase. Sin embargo, él lo había evitado.

La observó. Su larga melena lisa azotaba su rostro y la esencia de sus hebras lo perfumaban. Joder, tendría su olor pegado a la nariz durante días. Y aún no sabía qué hacer con ella. Pero debía alejarla de ahí y colocarla en lugar seguro hasta que entendiera por qué había sido el objetivo, porque Viggo era incapaz de advertir qué había de especial en ella o qué poder podía tener, además del de poseer un rostro hermoso y lleno de hechizo que no había pasado inadvertido para él.

Se detuvo entre las nubes y observó a través de ellas. Estaba justo encima de la estación de Kanfanar. Los bomberos sofocaban el fuego. Viggo inhaló y detectó entre el humo y las cenizas el paralisium, el polvo de la parálisis, muy utilizado entre los acólitos para someter a sus presas. Las ambulancias iban y venían. Habían muerto todos los que estaban en la estación, menos tres mujeres. Él las escuchó mientras eran atendidas por los servicios médicos y la policía de Istria les hacía preguntas en un malo inglés. Una de ellas decía:

—Nuestra hermana está ahí. —Lloraba tanto que le costaba comprenderla—. ¡Le he dicho que está ahí!

—Están barriendo toda la zona, señorita. No han encontrado su cuerpo —contestaba el agente que les tomaba declaración—. Cuando tengamos más noticias se lo haremos saber.

—¡Y una mierda! —gritó otra más vehemente—. ¡Puede que esté con vida! ¡No hable de ella como si estuviese muerta!

—Me han dicho que estaba en el baño cuando pasó todo. Y en el baño no hay nadie y es lo único que se mantiene en pie de toda la estación.

—¡Claro que estaba ahí! Cami, ven —pareció ordenar a alguien—. Deja de llorar cariño. ¿No tienen un tranquilizante para ella?

—Voy a vomitar, Alba —susurró entre hipidos.

—Tranquila… —la calmó.

—Ahora se lo traerán. Disculpe —contestó él manteniendo la calma—. Seguiremos buscando a su hermana, se lo aseguro. ¿Tenía algo de valor con ella?

—Solo entró con su maleta. Solo con eso. Se lo ruego —suplicó desesperada—… No puede haber desaparecido. Es imposible. Estábamos aquí esperándola cuando empezaron las dos explosiones.

—¿Y ustedes dónde estaban para no resultar heridas?

—¡Mire nuestras caras, miope! ¿Le parece que no hemos salido heridas?

—Alba, está bien.

—No, Astrid. ¡Es que parece mentira! ¡Hay cuerpos deshechos de los trabajadores de este lugar y ni rastro de Erin! ¡¿Cómo es posible?! ¡Y encima nos trata como si nos estuviéramos inventando que Erin estaba aquí… !

—De acuerdo. De acuerdo, te entiendo. Estamos todas igual. Pero no vamos a solucionar nada hablándole mal. Agente —la tercera chica llamada Astrid inhaló profundamente—. Estábamos parapetadas detrás del coche que nos ha venido a buscar. Esto nos ha salvado. Los cristales nos han dañado y el golpe contra el suelo también, pero no es nada grave. Hay gente que ha perdido la vida aquí.

—Solo hay un superviviente, señorita. Hay una anciana sin cabeza en la estación. Los trabajadores están todos muertos y el único superviviente es un guardia que ha perdido una pierna que afirma que nadie había entrado en el baño. Solo quiero contrastar las informaciones. Hago mi trabajo.

—Le voy a dar los billetes del tren para que vea que éramos cuatro y que ahora somos tres… Mi hermana ha desaparecido en medio de lo que parece haber sido un atentado. Esa es la única verdad. Agradecería que hiciese su trabajo y que dejase de cuestionar nuestras palabras.

Viggo dejó de escuchar las acusaciones de esas mujeres que hablaban inglés con el agente y que no podían ocultar sus ganas de matarlo.

Eran las tres hermanas de Erin. Erin. Así se llamaba la chica que tenía sujeta contra su pecho, y estaba en tan mal estado que hasta dudaba de que su sangre la pudiese sanar.

Sabía que el superviviente, el guardia, estaba manipulado por los acólitos, y que la anciana, para variar, era un títere entregado en sacrificio. La oscuridad tenía sus propios juegos y sus propios rituales y Viggo los conocía todos a la perfección.

Pero entre toda esa información que acababa de recabar, había un detalle que le llamaba la atención poderosamente. Había una maleta que cargaba Erin. Y ya no estaba. Viggo decidió que debía encontrarla antes que nadie. Tal vez allí hallase la respuesta que estaba buscando.

Descendió sin que nadie lo viera con Erin en brazos y, sin soltarla, procedió a buscar la maleta a la velocidad que hacía que no fuese detectado por el ojo humano.

No fue difícil dar con ella. Solo tenía que seguir su olfato. La ropa de su maleta olía a ella y Viggo solo tuvo que rastrearla.

La onda de la explosión la había hecho volar hasta fuera de las inmediaciones de la estación, así que la halló entre los arbustos del campo que rodeaban los raíles desnudos sobre la tierra. Oculta entre matorrales secos y protegidos por una pequeña arboleda, la maleta de Erin, una Samsonite gigante y negra se moría de la risa sola y abandonada. Se había picado por las esquinas, pero continuaba cerrada.

La estudió con sus ojos violetas analíticos. No era normal que el baño no hubiese sufrido daños colaterales ni que la maleta estuviese entera. Pero no iba a averiguar ese acertijo en ese momento. Tenía que salir de ahí sin que los perros rastreadores ni los agentes le vieran.

Viggo no tuvo que hacer ningún esfuerzo para cargar la maleta con un dedo y seguir sujetando a Erin para emprender el vuelo.

Cuando se perdió por las nubes que seguían portando lluvia, pensó que Erin dejaba atrás a tres hermanas que la querían mucho.

Pero por el bien de ellas y de Erin, lo mejor era que no se volvieran a ver nunca más.

No iban a exponerse más de lo necesario.

La Orden de Caín

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