Читать книгу La Orden de Caín - Lena Valenti - Страница 4
Capítulo 1
ОглавлениеDesde la ventana del tren todo parecía normal. Imperturbable.
El traca traca del sonido de las ruedas sobre los raíles la incitaban a meditar más de lo que deseaba. Era una melodía hipnótica que la llevaba a filosofar sobre aspectos de la realidad que les había tocado vivir. Los árboles tan verdes como frondosos permanecían estoicos al paso del tiempo y de las estaciones, porque siempre habían estado ahí. No sabían ni podían no hacerlo. De hecho hacía mucho que ocupaban ese mismo lugar, viendo transcurrir con aburrimiento el mismo tren, una y otra vez.
El cielo, azul con alguna que otra nube tormentosa salpicada, era lo que cubría el lienzo terrenal a diario, y aunque cada día era distinto, continuaba en su sitio. Haciendo lo mismo. Sujetando al sol, la luna, las nubes y las estrellas. Algo tan magnánimo resultaba hasta normal para las personas. Y era bochornoso haber perdido la capacidad de sorprenderse por los destellos de magia de la vida.
Pero Erin lo entendía. Ella se sentía un poco como todos. Aburrida y cansada de lo mismo. Porque había entendido que la vida estaba repleta de elementos estables y duraderos, longevos… Pero todo lo demás era una nota discordante en aquella permanencia divina. Los únicos que estaban ahí de paso eran los humanos. Su ciclo de vida era corto comparado al de los elementos que conformaban el escenario que les tocaba decorar.
Los astros se mantendrían ahí al mirar al cielo.
Los ríos seguirían corriendo.
El mar continuaría siendo infinito.
El universo insondable.
La tierra firme.
Y los campos arados y las siembras recogidas. Porque en lo perenne nada se detenía y todo acababa fructificando.
En cambio, lo caduco transformaba cualquier horizonte. Cuando algo que siempre estaba ahí, dejaba de estarlo, todo se descomponía. Las estampas jamás volvían a ser las mismas.Y si era un pilar el que de verdad se iba, podía hacer caer los cimientos emocionales de una misma y teñir fotos que antiguamente habían sido de colores en sepia o en tonos grises y deprimentes.
Su madre Olga ya no las recibiría con una sonrisa ni con su bizcocho casero cuando fueran de nuevo a la Masía familiar. Ella ya no lo haría porque ya no estaba. Olga había muerto hacía un mes víctima de un terrible incendio que se produjo en la casa de montaña de su mejor amiga, en el sur de Francia, mientras pasaba ahí un fin de semana de mujeres, como ella los solía llamar.
Ambas murieron. Inesperado. Fatídico. Doloroso y trágico.
Un mes después dolía igual que el primer día y su corazón y el de sus hermanas la llorarían eternamente, pero habían decidido emprender juntas un viaje muy especial para hacer cumplir lo que siempre le habían prometido. Sus cenizas debían reposar en Donja Kupcina. Y era una orden inflexible e irrevocable. Y en eso estaban.
Erin nunca había estado en Istria, de hecho era un destino muy desconocido para ella. A excepción de las veces que su madre lo había nombrado por sus recuerdos de niña en Kringa. Donde solía veranear con sus padres, y donde ella ayudaba muy servilmente en la iglesia Parroquial de María Magdalena. Y era allí, por lo arraigada que su madre siempre se había sentido a ese lugar, y porque había sido muy de la Magdalena, donde quería descansar eternamente.
Era curioso advertir que ni ella ni sus hermanas habían salido creyentes. Ni siquiera eran católicas, ya que no se habían bautizado. Pero Olga nunca las obligó a creer ni a rezar… Siempre les dijo que cuando crecieran, y si llegaba el momento, ellas decidirían a quién venerar y a quién invocar.
Erin miró su propio reflejo en la ventana. Estaba triste, como todas. Sus ojos grandes y marrón chocolate le devolvían una mirada acuosa y nostálgica enmarcada por la estructura de sus gafas negras. En su libretita de apuntes para escribir su nueva novela ocupaba un par de hojas con una lluvia de ideas sobre lo que quería contar. Pero no estaba de humor para seguir indagando ni estimulando la glándula de su creatividad. Por eso se había detenido, para no pensar y disfrutar del maravilloso paisaje en tren con el que Croacia la abrazaba. No se consideraba muy buena describiendo o narrando. Su fuerte eran los diálogos y las tramas. Pero podía hacer un esfuerzo y dejarse abrigar por la imagen cincelada y en movimiento que sus ojos intentaban fotografiar. Sin duda, aquella parte del territorio croata era muy exuberante. De entre el verde de los árboles que rodeaban el raíl se asomaban los tonos turquesas y celestes, diamantinos, de las costas que los circundaban. Era rico en colores llenos de vida y, a pesar de ser octubre, la luz imperante la obligaba a imaginar que era verano. Pero no lo era.
Su tejano azul claro, su levita de punto negra, fina y larga hasta los tobillos, su chal rosado que rodeaba su garganta como una bufanda, y sus sneakers negras altas le recordaban que el otoño golpeaba a Europa con más frío que de costumbre, y que ese verde de las montañas quedaba espurreado por el ocre de la estación del ocaso. Si lo mirabas en conjunto, la uniformidad del espesor de los bosques no te dejaba observar la individualidad de cada platanero, abeto y picea que guarnecían la maravillosa ruta en ese vagón. Pero cuando te concentrabas en uno, como hacía Erin en ese momento, advertías el cambio: los árboles empezaban a quedarse desnudos. Un poco como ellas.
Si las mirabas una a una, podías darte cuenta de que más allá de sus aspectos había un dolor producto de la despedida de su madre. Y era una aflicción que, por mucho que lo quisieran ocultar, las desvestía.
Erin suspiró y volvió a concentrarse en su reflejo. Llevaba el pelo suelto y hacía poco que se había hecho mechas más claras, que contrastaban con su negro natural, para suavizar sus rasgos, que de por sí eran gatunos. Tenía la piel un tono más oscura que la de sus hermanas, unos labios ni muy grandes ni muy pequeños, pero cuando sonreía, según decían los que la querían, se iluminaba el mundo, y las preocupaciones desaparecían por la concavidad de los hoyuelos que se dibujaban en sus mejillas. Con veinticinco años era la mayor de las hermanas. Se llevaban uno de diferencia cada una. Y eran cuatro. Sí, su madre no perdió el tiempo.
Pero es que eran todas tan distintas… y, sin embargo, se parecían a su manera. Tal vez era el aire, el porte, la actitud… pero siempre que estaban juntas, a pesar de ser muy diferentes, todo el mundo decía lo mismo: «¿Sois hermanas?».
Con veinticuatro años la seguía muy de cerquita Alba. Ella tenía el pelo caoba, largo como ella, y liso. Sus ojos ámbar eran los más rasgados, de largas pestañas, tenía el rostro ligeramente pecoso, no en exceso, los labios rosados y era muy sexi y bonita. Pero a Erin todas sus hermanas se lo parecían. Y poseía un cuerpo atlético y trabajado. Tenía miles de seguidores en Instagram solo por ser como era y subir sus entrenamientos en el gimnasio. Se ganaba la vida con los sponsors. A Erin le parecía increíble que se la ganase tan bien solo con un perfil de Instagram. Porque Alba vivía a todo trapo y por todo lo alto, como ella nunca había ocultado.
La medalla de bronce era para Cami. Veintitrés espléndidos años y un futuro lleno de posibilidades como chef. Rubia, con la melena lisa y reflejos que, de tan claros, parecían blancos. Su mirada poseía el color del whisky rociado por el sol. Un amarillo oscuro impresionante. Siempre le decían que tenía ojos de tigresa, aunque ella se consideraba más bien una gatita. De pómulos altos y labios gruesos, Cami era, posiblemente, la más dulce y compasiva de las cuatro. Y también la más bajita.
Y con el diploma bajo el brazo, llegaba con toda la fuerza de su impertinencia, Astrid. Voluble, atrevida y poderosa a pesar de su juventud, tenía un cerebro voraz y lleno de ideas para los negocios, y a su corta edad, había vendido una empresa de dropshipping por medio millón. Y era incansable. Siempre quería más. Tenía el pelo espeso y castaño, con un flequillo largo que le llegaba por encima de sus ojos verdosos. Y nunca se despegaba de su ordenador ni de sus auriculares inalámbricos. Estaba casi siempre trabajando.
Erin las miró una a una y se sintió orgullosa de ellas, pero también deprimida y miserable. Siendo escritora era, de largo, la que una vida menos ostentosa llevaba, porque para ser sinceros, la escritura le daba para cubrir gastos y sobrevivir y gracias. Porque era una escritora de encargo. Una mal llamada «negra» literaria que escribía libros para otros por una cantidad acordada con la editorial.
Erin siempre pensó en ella misma con las típicas ínfulas de cualquier escritor. Ser la nueva J.K Rowling, o un nuevo Stephen King o Ken Follet, o una renovada Agatha Christie o, incluso, para ser más atrevidos, la reencarnación de Michael Ende… No importaba el género, porque podía escribir lo que le diera la gana, tal era su talento. Pero en vez de eso vendía su capacidad para escribir historias para hacer ricos a otros. Se prostituía.
Y esa era una de las cosas que su madre siempre le echó en cara. ¿De qué servía tener un don como el de ella si lo vendía a gente que no lo merecía y no lo usaba también en su provecho? Y tenía mucha razón. Ese viaje de despedida debía plantar en ella una semilla para escribir con su nombre sus propias historias. Quería que fuera su empujón definitivo.
—Diez letras —dijo Alba en voz alta mirando la pantalla de su móvil—. «Hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta».
Astrid ni siquiera lo había escuchado, porque tenía la música muy alta con el tema de Spirit in the Sky de Keiino reventándole los tímpanos.
Cami modificó su soñadora expresión a una más pensativa.
—Casualidad.
Alba negó con la cabeza.
—Raro sería que lo acertase a la primera —asumió Cami sin dar importancia a su errata.
Después, Alba le echó un vistazo expectante a Erin.
—Sé que lo sabes —aseguró resistiéndose a escuchar la respuesta.
—Claro que lo sé —contestó Erin medio sonriendo. Nadie era mejor que ella jugando a los crucigramas.
—Qué asco das —murmuró con tono de humor—. Por eso no juego contigo. Pero espera, no me lo digas aún. Ayúdame con esta, a ver si puedo cuadrar la que tengo aquí arriba y me da otra letra —señaló con el dedo la pantalla de su teléfono—. «Sembrar un terreno».
Cami iba a contestar, pero Alba la detuvo.
—Y no es sembrar —le aclaró satisfecha al ver el modo en que Cami cerraba la boca.
—Es sementar —contestó Erin mirándolas muy entretenida. Las tenía a ambas en frente, y a Astrid a su lado, mirando unos gráficos de venta de su ordenador.
Alba recontó las letras, las escribió con su teclado y apretó el puño.
—Sí. Qué buena soy.
Erin se echó a reír y negó con la cabeza y Cami puso los ojos en blanco.
—No lo has adivinado tú. Ha sido Erin.
—¿Quién lo ha escrito? ¿Yo verdad? Pues eso —le explicó como una niña pequeña—. Ahora, hermana mayor, dime la otra palabra de diez letras.
—Un hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta es una serendipia. Y es una de mis palabras favoritas. —Erin se pasó los dedos por la parte superior de la melena y se quitó las gafas de ver.
—Es bonito pensar que vas a por una cosa y te traes otra —murmuró Cami mirando por la ventana.
—Eso le pasó una vez a Alba —recordó Astrid cerrando el portátil de golpe y guardándolo en su bolso. Miró a su hermana con una burla mientras se quitaba los AirPods y añadió—: Iba a quedar una noche con un rubio y volvió a casa de madrugada con un negro.
Erin se empezó a reír y Alba dijo entre dientes:
—Reventada.
—Bienvenida a La Tierra, Astrid —la saludó Erin finalmente.
—Gracias —le siguió el juego—. ¿Has ideado algún bestseller en mi ausencia? —Astrid apoyó su cabeza en el hombro de Erin y se abrazó como si quisiera echarse una cabezadita.
—No te has ido tanto tiempo… —murmuró Erin—. Ni se te ocurra dormir ahora —recriminó moviendo su hombro arriba y abajo.
—Solo un ratito —Astrid bostezó.
—No. Has tenido todo el trayecto para hacerlo y queda media hora para que lleguemos. Además, me prometiste que no trabajarías de más y que este viaje sería para las cuatro y para disfrutar del pasado de mamá.
—Sí… —canturreó—. No te preocupes, solo quería dejar preparada una estrategia de venta para cuando volvamos. No haré nada más. Palabrita.
Erin adoraba a su hermana pequeña, pero era una embaucadora nata. Sabía perfectamente que tendría que llamarle la atención en más de una ocasión.
—¿Y tú, rubita mía? —Astrid abrió un ojo y miró a su hermana Cami—. ¿Ya tienes una Estrella Michelín?
—Tiempo al tiempo —Cami sonrió y le guiñó un ojo.
—Yo lanzaré tu negocio —le prometió—. Se te conocerá por tus platos pero serás la chef más buenorra del mundo.
—Cuento con ello —Cami le siguió el juego.
Alba observó a Erin y entornó los ojos. La típica expresión de las hermanas mayores al oír las ocurrencias de las pequeñas.
Aunque no se llevasen casi nada.
—Venga, chicas —las animó Alba acudiendo de nuevo al juego—. Con diez letras. Manifestación de una verdad secreta u oculta.
—Descubrimiento —dijo Astrid sin mucho interés.
—Menos mal que ganas dinero con otras cosas… —la regañó Alba con tono jocoso—. Son diez letras, no catorce.
Astrid bizqueó. Cami alzó un dedo.
—Exposición.
Alba revisó y negó con la cabeza.
Las tres hermanas alargaron la intriga todo lo que pudieron, sin contar con Erin, hasta que al final tuvieron que ceder a la sabiduría de la mayor.
—¿Erin?
Ella apoyó la cabeza sobre la de Astrid, se humedeció los labios y contestó:
—Cuando se devela una verdad secreta u oculta es una revelación.
Alba chequeó y acto seguido murmuró.
—Qué jodidamente buena es. Y pensar que no hay ni un maldito libro con tu autoría —espetó enfadada.
Erin sonrió de oreja a oreja y se encogió de hombros. Esperaba que eso cambiase más pronto que tarde. Y deseaba que ese viaje la ayudase a liberarse y a escribir y contar las historias que realmente anhelaba contar.
Decían que quien lee viaja a todas partes. Erin quería que ese viaje le diera el valor y las ideas suficientes para publicar su primer libro.
Croacia
Dubrovnik
Viggo solía beber el whisky sin hielo. Seco, sin la compañía de otro licores que suavizaran su sabor y sin excesivas florituras. ¿Por qué edulcorar algo que era tan fuerte?
Sentado en la barra de aquella taberna, encorvado sobre su copa, y vestido con ropa oscura, intentaba aislarse de cualquier palabra o conversación que lo envolviera. Su pelo espeso y liso, que le llegaba por los hombros, llamaba la atención por su color plata, una tonalidad que no podía corresponder a un hombre de unos treinta y cinco años, como él tenía. De complexión fuerte y espalda grande, cualquiera que lo viera pensaría que se había teñido por fuerzas mayores como la moda o un estilismo muy personal. Pero siempre lo había tenido así y Viggo podía ser muchas cosas menos un fashion victim. Sus rasgos serios y su expresión severa se pronunciaban más por el color inverosímil de sus ojos, de un matiz magenta y tormentoso, protegidos por unas cejas curvadas y perfectas, en forma de ala de pájaro que combinaban con el excéntrico color de su pelo. Sus labios gruesos y rosados, insuflaban armonía y atraían, a pesar de esa diminuta cicatriz en el labio superior que lo mutilaba con una imperfecta perfección.
Sí. Viggo era un imán de atracción, una escultural anomalía en todo aquel recinto en el que prodigaban hombres que eran copias unos de otros. Pero era un vórtice de oscuridad que nadie podía intuir, y menos las chicas que revoloteaban ante él y meneaban el trasero bailando, solo para que dejara caer su atípica mirada en ellas. Para que las deseara. Para que las oliera.
Viggo alzó la mano y tomó un sorbo lento del whisky mientras miraba a esas hembras a través del espejo que había tras la barra del pub. Las croatas eran mujeres muy guapas pero no llevaban bien los efectos del alcohol. Hablaban entre ellas y lo miraban y cuchicheaban de nuevo… La mirada lánguida y con los párpados ligeramente caídos de Viggo se deslizó por sus cuerpos, especialmente por el de la más atrevida, una pelirroja con pechos grandes y culo enorme. En otro momento se la habría llevado al baño y habría hecho con ella lo que hubiese querido y a ella le habría encantado.
Pero no era una buena idea. No en ese instante ni en ese lugar. Hacía mucho tiempo que no se dejaba llevar por esos instintos.
Se sentía inquieto y expectante, sabedor de que algo iba a cambiar. Los animales presagiaban el peligro y el cambio de energía antes de que este se manifestase. Él también.
Dejó el vaso sobre la mesa, aburrido de ver a esas chicas y se pasó la lengua por los dientes superiores, rectos y blancos. Observó penetrantemente el líquido parduzco hasta que escuchó un ligero pitido en el oído derecho, y percibió algo. Una energía que era imposible de calificar o definir. Sus sentidos se afinaron, y en el interior del vaso, el brebaje destilado dibujó una onda, producto de una vibración intangible para cualquiera, aunque no para él. Sus sentidos eran tan agudos que observó cómo esa onda se extendía hasta las botellas expuestas detrás del barman, que llegaron a tintinear por el remezón resultante sobre los estantes metálicos adosados a la pared. Fue una oleada imperceptible para cualquiera de los ahí presentes, distraídos y concentrados en su realidad más mundana y superficial.
Para Viggo Blodox, en cambio, fue como un pistoletazo de salida.
¿Podía ser que…? ¿Era posible?
Tomó su iPhone negro e hizo una llamada con tono tan serio como su rictus. La voz que contestó al otro lado de la línea era masculina y ronca:
—No es posible. ¿A qué se debe esta inesperada sorpresa?
Ni un «hola», ni un «¿cómo estás?»…
Viggo se dio la vuelta y apoyó las caderas sobre la barra sin dejar de sujetar su teléfono.
—Está pasando —contestó sin más.
La pelirroja se acercó más a su cuerpo pensando que él le estaba prestando atención por fin. Pero nada más lejos de la realidad. Y al otro lado de la línea el silencio era tan tenso y se alargó tanto que parecía que hablaba con el vacío. Pero Viggo comprendía su reacción, aunque no tenía todo el tiempo del mundo.
—¿Estás absolutamente seguro?
—Has estado soñando con el pequeño sembrador. Como yo. Todos lo hemos hecho. Niégalo si no es así —le ordenó Viggo.
Se oyó una larga exhalación y una maldición proferida entre dientes.
—Joder…
—Sí —reafirmó.
—Te ha dicho que estemos atentos.
—Sí. ¿Dónde demonios están tus huesos ahora, Blodox?
—En Croacia —la pelirroja se aproximó más a él hasta empezar a rozar su trasero con su entrepierna, meneando las caderas—. En Dubrovnik.
Otro silencio, este más corto que el anterior.
—Croacia… ¿Qué mierda haces en Croacia?
—Pues, como ves, sigo los augurios. Y yo estoy aquí —contestó Viggo mirando fijamente la nuca que la mujer descubría para él—. Vosotros deberíais estar aquí también. Avisa a los demás. ¿Sigues en contacto con todos?
—Sí. El único que desertó fuiste tú.
En ese tono aún había resquemor y muy poca comprensión.
—Bien, porque esto, a diferencia de mi vida, Daven —replicó Viggo—, sí concierne a la Orden. Es probable que sea lo más importante que haya en nuestra existencia desde que despertamos. Espabilad porque el cerco acaba de abrirse y sabéis lo que va a pasar a continuación…
—Sangre.
—Exacto.
—En breve nos vemos.
Daven colgó sin un «adiós», ni un «hasta luego». Frío, cortante y conciso como había sido su conversación. Viggo guardó su móvil en su abrigo corto negro, que le llegaba por el muslo, con las solapas del cuello levantadas y el cierre de botones y apartó a la mujer de su entrepierna, con un ademán educado pero muy severo.
—Oye, guapo… ¿no quieres invitarme a una copa?
Viggo ni siquiera parpadeó. Ella lucía embriagada y con los ojos rojos y el rímel un poco corrido. Sería hermosa más al natural y no pintada como una puerta. Y las tetas estaban a punto de salirse de su escote.
—No. No quiero invitarte a una copa.
—¿Y quieres invitarme a… —le acarició la barbilla con su indice— tu casa, tal vez?
Viggo la tomó de la muñeca suavemente y tironeó levemente de su cuerpo para acercar sus labios a su oído.
—No te voy a invitar a mi casa —con el mismo tono aburrido le ordenó—: Ahora ve al baño, bájate las bragas —usó su tono natural e hipnótico para someter la mente de esa hembra—, ábrete bien de piernas y acaríciate tantas veces como desees hasta que tu deseo haya desaparecido. Y luego vuelve con tus amigas. No te acordarás de mí después.
Apartó de nuevo a la chica, pero esta iba tan borracha que trastabilló, aunque no cayó al suelo. Lo miró con los labios entreabiertos y las mejillas sonrosadas. Parecía mucho más caliente que antes. Pero su orden surtió efecto. La joven desaparecía entre la multitud en dirección al baño.
Viggo se fue de ahí rápidamente, dejando el olor a alcohol y la música excesivamente alta tras él, con el Take you dancing de Jason Derulo que lo acompañó a cada paso hasta la calle y un objetivo entre ceja y ceja: seguir aquello que había atravesado el cerco antes de que se cruzara en su camino hombres mucho menos agradables de lo que podía llegar a ser él.
El baile acababa de empezar.