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Prólogo a la segunda edición

Esta edición de El síndrome de Falcón aparece con cambios menores, un subtítulo –Literatura inasible y nacionalismos– y un texto nuevo, “Carta breve con final para Lupe Rumazo”. Lo amplía y profundiza el estudio introductorio de Wilfrido H. Corral y un dossier de recepción crítica. Viene, por lo tanto, enriquecido por la recepción, por los debates y diálogos de varios años.

Lo que el artículo nuclear y homónimo provocó –“El síndrome de Falcón”, publicado en el año 2000, a veces el único leído de todo el libro, o al menos el más citado, a partir de una conferencia que di en enero de 1998– fue algo que nunca esperé. Fui el primer sorprendido por la reacción que causó y que sigue causando en el medio literario ecuatoriano, aunque debería decir entre ecuatorianistas. Igual de sorpresiva ha sido la evolución de sus lectores en el sentido de que esa apertura imaginativa y temática, esa disposición de extrema libertad creativa –que mis ensayos pedían, a fin de cuentas, para mi propia escritura– ha dado resultados. Los narradores ecuatorianos se lanzan a territorios inexplorados, fuera y dentro de las fronteras, sin la menor preocupación por la construcción o identidad nacional, asumida ésta en una especie de antropofagia tácita que late por dentro.

Lo que en un principio fue una imagen ecuatoriana fijada en mi retina –la de Falcón cargando a Gallegos Lara– no se debilitó con el tiempo. Todo lo contrario. De hecho, es una imagen viajera que pasó de la realidad histórica a la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, luego a la película homónima de Camilo Luzuriaga y de allí saltó a mi ensayo. El pensamiento que planteaba no era una discusión de historiografía literaria, ni tampoco una categoría académica o teórica obsesivamente reincidente en la construcción o afianzamiento nacional, sino un ensayo libre a partir de una imagen plástica –o una imago, como decía José Lezama Lima– que respondía a mi inquietud de escritor en defensa de la imaginación por encima de cualquier uso instrumental, sea explícito o velado. Sobre todo la autocensura, especie de vigilia autoimpuesta que se calla pero grita en el resultado de la obra. Me refiero a ese temor secreto de que, como escritor, no se está cumpliendo con una “responsabilidad” social y nacional, o con la prole a escala de los cien mil activismos políticamente correctos, sobre todo cuando son alérgicos a la libertad estética, en vez de preocuparse por escribir de una forma rebelde frente a la mano feroz del control racional y de la pretensión de dominio del yo sobre la materia del arte. Este síndrome me permite entender que lo encuentre replicado en otras geografías y culturas a su manera, con otros pesos y autocensuras representacionales.

Hay formas del nacionalismo que siempre se abocan a la simplificación de una identidad colectiva, y que me tocó vivir de primera mano, como el proceso independentista catalán de la segunda década del siglo XXI, una experiencia vergonzosa de figuraciones nacionalistas, victimismo y xenofobia. Pensé bastante en el síndrome de Falcón los años que viví en Barcelona, donde escribí varios de sus ensayos y articulé el libro. Me di cuenta que su imago irradia como un fragmento radioactivo para desesperación de quienes instrumentalizan el arte y la literatura. También constaté que la novela y la prosa sufren y seguirán sufriendo agobios y pesos distintos, insistentes o velados, de la religión a otras formas de fe laicas, tan radicales y dogmáticas como las culturas del Libro Único: el judaísmo, el cristianismo y el Islam. La novela es permeable e inclusiva –nace dispuesta a morir para sabotear al Libro Único, y luego renace de mil formas distintas como Libro Múltiple– y por eso mismo tendrá siempre que sobrellevar y convivir con cuerpos extraños y parasitarios. Así avanza su salvaje evolución adaptativa, inasible y heliotrópica, girando hacia la luz.

No menor es el peso del mercado editorial, con su maquinaria incesante y ruidosa en la que muy pocos pájaros cantan, sin percibir que aquel ansiado ruido mediático y de ventas es una jaula circular que se desploma sobre sí misma. Más que peso es una resta que lleva a la levedad de escrituras inconsistentes y al nulo sentido compositivo. Que el escritor quiera quitarse de encima este síndrome, sin autocensurarse por cuestiones nacionales, religiosas o mercantiles, todavía de larga duración –si es que no inherente a su propio origen–, es una ética que la imago de Falcón pone a vibrar para que reaccione el cuerpo y no se someta la escritura a un mandato instrumental sino que responda a necesidades y experiencias más amplias, quizá más oscuras, indomesticables e impredecibles.

De esta escritura inasible ya no se pueden extraer evidencias o simplificaciones, como quien entrega a través de un lenguaje funcional un dogma, una consigna o una mercancía, sin que importe el mensajero. Más bien de ella se escucha aquello que Gadamer percibía como la posibilidad más extrema de la palabra porque “está invocando el conjunto de un lenguaje, y todo lo que puede decir”1. La palabra se refiere a una totalidad que la supera a ella misma, a su tema, a su género literario, a su autor y a su época, incluso a su país, y que, añado, valida la escritura en un rango inasible que pocos se atreven a juzgar porque sabotea esquemas y prejuicios, pero murmura su propio talento con resonancias creativas. Poco se habría entendido de este síndrome si se interpreta que para liberarse de él hay que reivindicar un manierismo estilístico, un solipsismo estético o un intercambiable exotismo global. Lo cierto es que liberarse del síndrome de Falcón es una pasión crítica, cargada de energías y de riesgos, como para quedarse a la intemperie, pero con el deseo de lanzarse hacia el enigma que continúa llamándose, a secas, literatura.

Quito, noviembre de 2019

1. Gadamer, Hans-Georg. Arte y verdad de la palabra. Barcelona: Paidós, 2012. pp. 44.

El síndrome de Falcón

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