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Esa tribu errante

Hace unos años, mientras traducía una obra de teatro de Luigi Pirandello, Seis personajes en busca de autor, cotejé alguna de las traducciones disponibles. Una de ellas fue publicada por la editorial Sempere, en 1926, apenas cinco años después del estreno de la obra. La firmaba un tal F. Azzati. Lo interesante de esta traducción es que fue supervisada por el mismo Pirandello. Lo curioso es que incluye una primera línea que ha sido eliminada para siempre del original italiano y de todas las lenguas. Se encuentra en el famoso prólogo, donde Pirandello se explaya en el extraño proceso de escritura de su obra. La oración eliminada:

«He escrito esta comedia para librarme de una pesadilla».

No dudo que Pirandello se libró de la pesadilla, tanto así que también se libró de esa oración. A mí, sin embargo, me sigue inquietando, a ratos se me vuelve pesadilla, quizá pueda librarme de ella rondándola.

En aquel prólogo, y en la obra misma, Pirandello apuntaba a la condición de autonomía de los personajes de ficción, a esa rebeldía que los extrapolaba de los escenarios previstos por su creador, y a la concesión final que hacía el autor de mostrarlos en su rebeldía, de mostrarlos rechazados. Que un ente de ficción, que un personaje, se convierta en pesadilla es lo relevante de la inquietud de Pirandello, porque quizá allí encontremos si no una explicación por lo menos una razón para entender a esa tribu particular que decide errar, sin excluir ninguna opción, entre el cuento y la novela.

Por más conciliador que intente ser alguien en las relaciones entre el cuento y la novela, hay una guerra declarada entre ambos géneros. Declarada y tan declarada que consta por escrito. El cuentista Ambrose Bierce, cuando define a la novela en su Diccionario del diablo dice escuetamente: «novela: un cuento inflado». Luego añade que si hay grandes novelas es porque grandes escritores han desperdiciado su tiempo en escribirlas. Desde Bierce no han parado los ataques. A ese bando antinovela, como ya habrán imaginado, se suman todos aquellos que declaran la muerte de la novela. Pero todavía queda el otro bando, el de los novelistas duros y redondos. Allí el ataque no es menor y hasta cierto punto diría que es más fuerte por ser menos evidente y hasta silencioso. Difícilmente escucharán a quienes son exclusivamente novelistas hablar mal del cuento. Es que no los escucharán hablar del cuento. No dirán absolutamente nada del cuento, de por qué no los escriben o por qué dejaron de escribirlos. Y aquí precisamente es cuando se pone interesante la polaridad entre novelistas y cuentistas, porque entre ellos avanza esa tribu errante que forma la excepción: la de quienes escriben en ambos géneros.

Entre ellos encontramos al novelista que ha publicado algún libro de relatos, o dos como mucho, o que de vez en cuando sorprende en algún periódico o revista con un relato que tiene más de ensayo o crónica que de cuento propiamente dicho. Va de puntillas, como si no quisiera armar revuelo por esos cuentos que, sin embargo, escribe. Por otro lado, no menos curioso, tenemos a otra especie, la de los cuentistas natos, los pura sangre, esos cuentistas que parecen “llaneros solitarios” frente a las listas de ventas de libros, y que van por ahí sin ningún delito en la ficha policial de la escritura masiva porque tienen varios cuentos y se han mantenido imperturbables ante la serie de rechazos de editoriales que esperan, como es de suponer, novelas. Pero observen bien y encontrarán que alguno de estos llaneros solitarios tienen esas canas provocadas por la duda que exigía Chéjov en todo gran escritor, y es que algunos de nuestros cuentistas, si escarbamos un poco, también han publicado alguna novela —por lo general una o dos— que ya es bastante. Sin embargo, no es nada si lo comparamos con los seiscientos cuentos que, por ejemplo, escribió el mismo Chéjov.

Vuelvo a lo atípico y a lo complejo de esos dos modelos orientativos de autor que trasgreden esa frontera y nos dan ciertos libros también de frontera. Son libros por lo general poco conocidos. Es más conocida La cartuja de Parma o Rojo y Negro que las Crónicas italianas de Stendhal; y son menos populares los relatos y fragmentos de Lowry, Musil, Proust, Brodkey o Vargas Llosa que sus propias novelas. Constatamos que la novela opaca al cuento. Pero también ocurre al revés. Grandes cuentistas opacados por sus cuentos; opacadas sus novelas, mejor dicho. La novela descatalogada, o con poca crítica, del prolífico cuentista. Están allí. En zona de nadie. Esperando que lleguemos a ellas para no saber cómo asimilar sus libros, y en muchos casos no porque esos libros irregulares, fuera de serie, sean malos o mediocres, sino porque en el proceso de cognición nuestra mente puede estar sometida a ilusiones ópticas de moda como a la preceptiva de los géneros. Ampliemos la mirada y paciencia. Será en esos casos donde uno se pregunta lo que ya se preguntó el narrador portugués Augusto Abelaira: ¿Cuál es la razón por la que el continuum narrativo que un autor tiene dentro de sí mismo se rompe unas veces al final de quince páginas y otras solamente al final de trescientas?

Esta es la pregunta fundamental. Ese impulso, ese continuum, ese ritmo, ¿por qué se fracciona en capítulos? ¿Por qué se sostiene en un sólo bloque de trescientas páginas o en microcapítulos? Los espacios en blanco entre párrafos, el asterisco que brilla a modo de frontera, de valla de contención, de baranda de seguridad que algún rincón del cerebro emite para nuestra propia salud mental frente al torrente ficcional, o se desquicia excepcionalmente como en Bernhard, D´Arrigo y Foster Wallace. Volvemos, entonces, a la pesadilla de Pirandello. El personaje como pesadilla. Un núcleo narrativo que sostiene, casi en contra de nuestra voluntad, un determinado continuum narrativo. Ese continuum del que habla Abelaira se percibe en esas novelas de cuentistas que no pudieron cerrarse como cuentos, que persistieron rompiendo toda norma de brevedad.

Pero también, por otro lado, está el novelista a quien, repentinamente, en el continuum de escritura de su novela, en ese rigor paciente que sabe que le tomara uno o cinco o diez años en la novela en curso, se le aparecen otras pesadillas entre sus papeles, y que no puede incluir allí, personajes rebeldes en busca de otros papeles, de otro espacio, multitud que el novelista ve surgir repentinamente al doblar la esquina, y que vuelve a desaparecer en la esquina siguiente. Queda, no obstante, un resplandor de todo aquello, un resplandor de lo sumergido, como observaba Frank O´Connor, y lo engastamos en un párrafo o cinco folios y lo llamamos cuento, aunque pertenezca al mundo de la novela, y así tenemos esos cuentos descuajados, esos despieces que, sin embargo, son autónomos, que son completos en sí mismos, y que brotan de novelas. Como el caso del cuento de Onetti, “La casa en el mar”, pesadilla derivada de esa otra pesadilla que es su novela La vida breve, o “Ante la ley” de Kafka, que forma parte de El Proceso.

En la tradición latinoamericana encontramos varios miembros de esta tribu errante entre el cuento y la novela, con novelas no tan novelas y cuentos que se expanden hacia el infinito. Grandes novelas nacieron de un cuento, y muchos cuentos extraños encierran perfumes con amplitud de novela. Quizás porque, a diferencia de sociedades donde los canales comerciales y culturales están rígidamente normalizados, estables y estereotipados, donde el género no sólo debe ser preciso sino poseer subespecies claramente delimitadas, en el mundo de habla hispana todo escritor ha debido inventar su propio público con formatos irregulares.

La teoría literaria contemporánea, los críticos y académicos, siguen fascinados por los procedimientos narrativos que hibridizan los géneros y multiplican las nociones que sostienen lo específico de cada narración. Hemos llegado quizá a una exaltación de lo híbrido y a la banalización de lo híbrido, y a veces se toma por experimentación los grafismos y la sintaxis más evidentes, declaradas y explícitas, frente a una experimentación más profunda y auténtica referida a la percepción, que suele dar resultados menos impactantes y llamativos pero más duraderos. Para vender gato por novela o cuentos por liebre, como prefieran, se habla de ciclos cuentísticos, de colección secuencial de cuentos, de colección novelizada de cuentos, de libros orgánicos o atomizados, de novelas fragmentarias, de cuentos máximos. Se comprime y estira los términos pero la energía base, el aliento narrativo sigue siendo el mismo a pesar de la anonimia o del estado provisional que tiene toda taxonomía frente a la creación. El cuentista que se sabe imposibilitado para escribir una novela, intenta liberarse, como decía Pirandello, de su pesadilla, y así abre su cuento hacia el infinito. Recurre a la novela pero sin la progresión esperada de la novela.

Julio Ramón Ribeyro sabía de esto. Su diario, La tentación del fracaso, es el testimonio de su lucha por alcanzar la “imposible novela”, como él la llama, para un propósito vital: dar cabida a esos personajes que no entraban en sus cuentos. Y la mejor constatación de esto es su novela Los geniecillos dominicales. A veces me ha ocurrido recordar a Ludo, el protagonista de esta novela, como si fuera el protagonista de un cuento largo pero intenso, mientras que a otro personaje, esta vez del cuento “Silvio en El Rosedal”, a Silvio precisamente, lo recuerdo como personaje de una novela corta pero dilatada. Como la Anabel de Cortázar, en el Diario de un Cuento, título maravilloso y paradójico: el género que se expande por acumulación de tiempos distintos, el diario, abarca otro género que selecciona y comprime un momento único, el cuento. O como ese cuento potencial de Rolando Sánchez Mejías, “Viaje a China”, donde el largo viaje al país asiático se hace sosteniendo la respiración con dos comas: “Olmo se abrocha los zapatos, va a China, vuelve de China y se desabrocha los zapatos”. Hay muchas novelas como si fueran grandes colecciones de cuentos. Son todas excepciones las que menciono. Confirman el género además de la regla. Pero en esa condición excepcional deberíamos leer y escribir toda narración: con la ética del cuentista y la flexibilidad integradora, inclusiva, de la novela.

Tenemos esa extraña novela del cuentista que fue Felisberto Hernández, titulada Por los tiempos de Clemente Colling. Todos los narradores que repentinamente perciben un resplandor y se les abren los pulmones por la inspiración sin saber cuánto exhalarán, pueden decir de sus trabajos lo que decía Hernández del entrañable personaje de Clemente Colling: «sentí su presencia como la de un prestigio aún no calificado». Para eso se narra: para vivir, para re-vivir, para con-vivir alrededor de una forma y de unos personajes que siempre escapan a toda calificación. Para afinar una pesadilla, quizá librarnos de ella.

El síndrome de Falcón

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