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ОглавлениеP. ¿Usted es chileno, español o mexicano?
Roberto Bolaño: Soy latinoamericano.
Entrevista con Mónica Maristain
Playboy, julio de 2003
El cosmopolitismo de la literatura latinoamericana en el siglo XIX, desde Juan Montalvo a Martí, y su proyección a comienzos del siglo XX con Rubén Darío y Alfonso Reyes, señaló dos rasgos básicos del perfil creativo latinoamericano: el reencuentro con las fuentes de las que se provenía y la revisión de los antecedentes nacionales de cada escritor. Fue diálogo y fundación. También fue una crítica y una ampliación. La cartografía literaria que delimitaba cada país se desbordaba más allá de sus fronteras y reformulaba la identidad de los estados surgidos del proceso de independencia.
Como herencia de esa época, la migración de los artistas latinoamericanos en los últimos veinte años del siglo XX siguió cumpliendo la búsqueda de un “centro irradiador” para sus respectivos trabajos. Ese centro, por supuesto, ya no existe en los términos en los que lo fueron Francia o España, aunque todavía perdura su capacidad deproyección. Madrid y Barcelona siguen promoviendo a los autores latinoamericanos bajo sus propios requerimientos, aparentando ser el eje desde el que se construye el canon latinoamericano, por lo que no se debe perder de vista ser sumamente crítico con sus productos por la endogamia del sistema editorial y de la mayor parte de revistas y suplementos. Tales requerimientos, por cierto, no han cambiado: las editoriales siguen buscando novelas representativamente latinoamericanas, y catapultan con premios a autores que, por su nacionalidad, cumplen esa condición. Basta revisar cuáles son los orígenes de los últimos premios editoriales y se comprobará que coincide con los países latinoamericanos con mayor proyección de mercado, aunque también con las más sólidas tradiciones narrativas: México, Argentina, Chile, Perú y Colombia. Llamativa es la excepción del premio Biblioteca Breve para En busca de Klingsor (1999), del mexicano Jorge Volpi, con una novela de temática europea, y que señala una fisura del esquema anterior, no ampliamente cumplida en el resto de casos de autores premiados. Pero más llamativo por ser un fenómeno de lectores y no de orientación editorial, es lo que ha ocurrido con un autor como César Aira, del que se puede decir que es el único autor argentino de quien se pueden conseguir en España, además de sus obras editadas en Barcelona, varias obras suyas publicadas sólo en Argentina —Beatriz Viterbo Editora—, rompiendo de esta manera, por su propio peso, y sin premio español de por medio, los corredores en forma de embudo de las editoriales españolas frente a la producción latinoamericana. Por tratar está también el tema de la búsqueda de la “latinidad” por parte del medio editorial norteamericano.
Pero más interesante que el tema de la injerencia editorial, es que el escritor latinoamericano radicado en el extranjero siempre había cumplido el ejercicio de revisar sus tradiciones nacionales con las perspectivas propias del desarraigo. Indiscutible que la noción “latinoamericana” se potenció desde Europa, pero es menos visible que precisamente los escritores errantes, desde el caso emblemático de Alfonso Reyes, se esforzaron por desmentir (y, en los peores casos, tipificar todavía más) las cartografías existentes. Si consideramos esto podemos acercarnos al fenómeno de resistencia a tales cartografías, que se ha manifestado en la renovación de un tipo de literatura que constaba inscrita en su tradición pero que no era su eje más visible. Me refiero a la trasgresión de autores que exploran otros escenarios del mundo. Ya no se trata sólo de repensar los respectivos países de origen, sino de explorar las propias experiencias en el extranjero, los intereses imaginarios, y las condiciones específicas de escritores vinculados por su propia biografía a otras culturas. Este fenómeno también se puede constatar en cierta narrativa española altamente desterritorializada que también da cuenta de su madurez y confianza en las capacidades del idioma. Sintomático fue el caso de Vargas Llosa cuando trasgredió sus habituales escenarios peruanos y se decantó por otras culturas, como ocurre con el Brasil de La guerra del fin del mundo (1981), reforzado por los otros casos desterritorializados, en República Dominicana con La fiesta del Chivo (2000), y Francia y Polinesia con El paraíso en la otra esquina (2003), incluyendo la más móvil de sus novelas: Travesuras de la niña mala (2006). Ya no se trata tan sólo del caso del autor latinoamericano que retrata a sus connacionales en escenarios europeos, de lo cual hay muchísimas muestras desde el siglo XIX hasta novelas como La vida exagerada de Martín Romaña (1981) o Los detectives salvajes (1998), sino del abordamiento de temáticas menos vinculantes a la procedencia nacional. La suspicacia que este tipo de literatura ha producido dentro de Latinoamérica ha sido la causa del consabido debate entre literaturas y “territorios” nacionales y cosmopolitas, debate que está agotado si sólo se remite a defender posturas desde la propia condición de los implicados y no profundiza en las variantes que implica el fenómeno actual. Esta polaridad, tan discutida en décadas pasadas y que siempre termina con la conclusión evidente de que el talento no hace distinciones editoriales o temáticas, repunta de vez en cuando y olvida ciertos rasgos que son de fondo y que explican parte de la riqueza de una tradición que se ha vuelto inasible. No existe ninguna “pureza local” como argumento excluyente por parte de una postura nacionalista, así como tampoco hay ninguna garantía literaria por parte de una escritura que gratuitamente aborda temas internacionales. Estas aristas se deben resolver desde el talento de cada escritura, y esto implica los aspectos de percepción del escritor.
Lo que quiero señalar es que este nuevo rasgo está permitiendo releer otros casos de autores que habían hecho un trabajo de exploración en esa línea errante y que ha llevado a renovar la exaltación del cosmopolitismo de Borges no como una extrañeza, sino como una pauta y, después, la revisión de grandes novelas y autores inscritos en esa tradición aparentemente marginal: casos que parecían rarezas como Bomarzo (1962) de Mujica Láinez, desenvolviéndose en el Renacimiento italiano, o novelas como La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa, o autores como Sergio Pitol, han pasado a considerarse como representativos de esa versatilidad del escritor. Sólo bajo esta perspectiva se puede entender la normalización de esa errancia que, bajo diferentes registros, se reforzó en la década del noventa del siglo XX. Que Jorge Volpi elija una temática alemana en novelas como En busca de Klingsor (1999), Mario Bellatin trate anécdotas japonesas en novelas como El jardín de la señora Murakami (2001) o Shiki Nagaoka (2002), Jesús Díaz se desplace a Rusia en Siberiana (2000) o Europa del Este en Las cuatro fugas de Manuel (2002), o que César Aira baile con gracia no sólo en sitios recónditos de Argentina sino de Europa, Venezuela o Panamá, son una muestra mínima. Lo cierto es que esas líneas de trabajo permiten releer su tradición y revelar la variedad de líneas de trabajo que se han desarrollado. El caso de Los detectives salvajes refleja una gran síntesis de esta explosión de territorios abordados por la literatura, donde se integran distintas voces de latinoamericanos y españoles en varios países –las esquirlas de la explosión del boom están recogidas en esta gran novela y clausuran su expansión epigonal–, por no hablar de 2666, que es donde se verifica el nuevo panorama, en el que el recorrido narrativo por el mundo responde a una problemática de índole indefectiblemente universal donde no se pierden los rasgos de cada una de las identidades transversales que aparecen en estas novelas: se las hace interactuar porque tales identidades son vasos comunicantes. Este procedimiento ha convivido con otras obras que siguen revisando las historias de cada país desde adentro. Los procesos, en cualquier caso, no son unidireccionales. Reflejan más bien una riquísima variedad de caminos, incluido tratar temas o personajes connacionales a los autores, de manera que en estos se puede encontrar incluso una vía distinta: la problematización del retorno. Volpi vuelve a México –previo paseo delirante por Francia– con El fin de la locura (2003), o el caso de Piedras encantadas (2001) de Rey Rosa, donde el protagonista intenta volver a Guatemala. Ni Bolaño ni Aira, y tantos otros autores, han descuidado a sus respectivos países en su novelística. De manera que esa errancia son varias errancias, y se experimenta incluso en cada autor que empezó proyectándose como desarraigado que vuelve, y que con la misma libertad se vuelve a marchar.
No dejemos de observar las implicaciones en la escritura novelística. En el ensayo de Carlos Fuentes de 1970, Casa con dos puertas, el autor mexicano señaló un punto clave en la novela de la época, y que no deja de serlo de cualquier novela arriesgada: “No hay una sola novela importante de los sesentas que no realice ese doble tránsito: primero, aprehender una estructura verbal previa; en seguida, liberarla sólo para crear un nuevo orden del lenguaje”. Bajo esta consideración se puede reconocer cuándo se viene abajo cualquier novela reciente que siga la cartografía tópica latinoamericana tanto como la que aborda la errancia por otros países y culturas. Esa incorporación de una estructura verbal (conocimiento de la tradición) y ese nuevo orden del lenguaje (exploración formal y lingüística), exige unas difíciles condiciones de escritura y legibilidad que muy pocos autores están dispuestos a asumir y a las que difícilmente se enfrenta el lector acostumbrado a dejarse llevar por productos de más fácil consumo y que, por lo tanto, se aparta de la media de la oferta editorial. Es como si, en aras de tal legibilidad, se optara por una resta frente a la multiplicidad latinoamericana que exige, más bien, una suma y una síntesis. En esa resta conviene detenerse.
Para empezar, se produce una pérdida si se entroniza a la novela como el eje de la literatura latinoamericana, deslindándola de sus provechosas relaciones —marcadas por su tradición— con el cuento, la poesía, el ensayo y el teatro. Es reductor olvidar que la gran narrativa de la década del sesenta estuvo atravesada por las relaciones con los poetas, el ensayo y, last but not least, el oficio del cuento. Imposible entender a Fuentes sin la impronta ensayística y poética de Reyes y Paz, a Borges sin el oficio poético, a Vargas Llosa –traductor de Rimbaud– y a García Márquez embebidos de la poesía de Rubén Darío, por no hablar de la rendida admiración del ejercicio crítico de Cortázar con la figura de Keats o a Roberto Bolaño por la poesía, al punto que está tematizada en varias de sus novelas. La estatura intelectual y la versatilidad de la prosa del escritor latinoamericano siempre estuvieron fundadas en este diálogo de géneros –aspecto sutilísimo pero insoslayable, como demostraron Borges y Monterroso—, ajeno a la actual profesionalización de novelistas que apenas aluden o se nutren de esos procesos, y que prescinden por ejemplo de un ejercicio crítico que vaya más allá del simple reseñismo o la tertulia de mesa redonda, y que llegue a una discusión intelectual con verdadera capacidad crítica de disensión: “Entre el brindis y el silencio, las nuevas ficciones no han suscitado ni un intenso arbitraje de valores ni una reflexión sobre el destino de la novela ni un auténtico debate sobre la situación en Hispanoamérica. De ahí la apariencia, por de pronto, un tanto amorfa y bastante superficial del fenómeno”, ha señalado Gustavo Guerrero en La religión del vacío y otros ensayos. Luego tenemos la puesta en un segundo plano de la tradición del cuento latinoamericano, dándole escasa representatividad e incitando, perversamente, a su aparente abandono por parte de escritores que prometen como cuentistas natos y terminan como forzados novelistas. Es aquí, en este cruce de coordenadas, o su difuminamiento editorial, donde una reflexión podría reordenar las perspectivas y aclarar el panorama de un canon menos efectista pero más consistente.
Toda especialización o segmentación en el territorio literario de Latinoamérica significa una resta que termina por llevar al desaliento de lo banal, a la cortedad de miras y, sobre todo, a la pérdida de una estatura intelectual y de escritura. Visto el novelista latinoamericano como un agente de sí mismo, aislado del diálogo y de la revisión de sus tradiciones, facilita la idea de una entidad minusválida, e incluso puede llevar a algunos escritores a una actitud generalista: el rechazo en bloque de sus tradiciones para entregarse en brazos de una internacionalidad puesta al día por centros de irradiación fuertemente asentados en lo que dicta, por ejemplo, la literatura norteamericana, o las imposiciones esporádicas de Frankfurt o Londres. La salida del latinoamericanismo tópico que marca cartografías encasilladoras no puede pasar por el abandono en bloque de su tradición a riesgo de dar saltos en el vacío, precisamente porque, aunque no tan visible, esa discusión está insertada con fuerza en la tradición latinoamericana. El apresuramiento por obviar o negar la tradición latinoamericana, debido a un miedo a constar como epígono en aras de un brillo individual, puede dar rápidos frutos mediáticos en el panorama editorial y literario, pero termina siendo un empobrecedor fuego fatuo.
De manera que podríamos perfilar distintas orillas que conviven actualmente en la narrativa latinoamericana. Por una parte una orilla nacionalista, escrita desde adentro de cada país y con poca salida o difusión intercontinental. Luego está la orilla internacionalizada, en la que curiosamente convergen dos variantes en apariencia contradictorias: la que satura su obra de los tópicos de América Latina y la que, por llevar la contra a esa vertiente, ha quemado las naves con su tradición, negando incluso la existencia de “lo latinoamericano”. Y una más, de menos difusión, que relee la tradición, que la amplía en su relectura, y que suelta las amarras de una nave que no tiene otro puerto que su propia navegación en la aventura de la lengua. Aquí tiene sentido la observación del múltiple desterrado que fue Edmond Jabès: “La lengua es hospitalaria. No toma en cuenta nuestros orígenes. Ya que sólo puede ser lo que logramos sacar de ella”. Como ejercicio crítico de esta superación de las orillas, señalaría el caso de César Aira por su Diccionario de autores latinoamericanos (2001), donde se comprende el alcance enciclopédico con el que hay que tratar esta tradición. Aira es uno de los pocos escritores que cumplen, paralela a su obra creativa, una amplia labor ensayística en la tradición que han llevado a cabo Paz, Vargas Llosa, Fuentes, Cortázar, Monterroso, Pitol, Saer, García Ponce o R.H. Moreno Durán. Entre los escritores nacidos desde la década del cincuenta hay que señalar el trabajo ensayístico de poetas y narradores como Gustavo Guerrero, Alberto Ruy Sánchez, Williams Ospina, Eduardo Chirinos, Jorge Volpi o Fernando Iwasaki.
Como coda y muestrario, para una revisión de este fértil terreno inasible de las literaturas errantes de Latinoamérica –y esta condición inasible de su errancia es precisamente la que sostiene su fuerza imaginativa y las nuevas tensiones a las que se somete al idioma– propongo a continuación una brevísima selección de obras que han incorporado el diálogo con otros escenarios temáticos (Europa, Asia, África, Estados Unidos), y que apuntan la ductilidad del español como lengua para atravesar fronteras. Las listas son inevitablemente incompletas, y muchas otras obras deben añadirse. En este ejercicio de suma, que no de resta, sigue radicando la clave para la comprensión de la literatura latinoamericana: la superación de una línea literaria excluyente por una convivencia plural de caminos simultáneos. Queda ahora la tarea crítica de estipular lo que caracteriza a cada una de estas obras y el sesgo que cumplen dentro de esta otra tradición latinoamericana, tan arborescente como errante.
1950-1980: Los pasos perdidos, Alejo Carpentier; Los monos enloquecidos, José de la Cuadra; Bomarzo, Mujica Laínez; Rayuela, Cortázar; Farabeuf, Salvador Elizondo; Morirás lejos, José Emilio Pacheco; El mundo alucinante, Reinaldo Arenas; El buen salvaje, Eduardo Caballero Calderón; Maitreya, Severo Sarduy; La pérdida del reino, José Bianco; Carta larga sin final, Lupe Rumazo; La sinagoga de los iconoclastas, J.R. Wilcock, Las posibilidades del odio, María Luisa Puga; Terra Nostra, Carlos Fuentes; El jardín de al lado, José Donoso.
1980-1989: Testimonios sobre Mariana y Reencuentro de personajes, Elena Garro; La vida exagerada de Martín Romaña, Alfredo Bryce Echenique; Karpus Minthej, Jordi García Bergua; La guerra del fin del mundo, Vargas Llosa; La tejedora de coronas, Germán Espinosa; No pasó nada, Antonio Skármeta; El entenado, Juan José Saer; El escarabajo, Manuel Mujica Laínez; El portero, Reinaldo Arenas; La internacional argentina, Copi; Los perros del Paraíso, Abel Posse; Los nombres del aire; Alberto Ruy Sánchez; Domar a la divina garza, Sergio Pitol; La diáspora, Horacio Castellanos Moya; Peste blanca, peste negra, Lupe Rumazo.
1990-1999: Novela negra con argentinos, Luisa Valenzuela; Santo oficio de la memoria, Mempo Giardinelli; El origen del mundo, Jorge Edwards; El copista, Teresa Ruiz Rosas; El viajero de Praga, Javier Vásconez; El congreso de literatura, César Aira; Agua, Eduardo Berti; Mambrú, R.H. Moreno-Durán; Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, José Manuel Prieto; Los detectives salvajes, Roberto Bolaño; El río del tiempo, Fernando Vallejo; En busca de Klingsor, Jorge Volpi; El libro de Esther, Juan Carlos Méndez Guédez; La mentira de un fauno, Patricia de Souza; Destino Estambul, Jaime Marchán; La mujer de Wakefield, Eduardo Berti; La orilla africana, Rodrigo Rey Rosa.
2000-2008: Tu nombre en el silencio, J. M. Pérez Gay; La disciplina de la vanidad, Iván Thays; Siberiana y Las cuatro fugas de Manuel, Jesús Díaz; Shiki Nagaoka, Mario Bellatin; Amphytrion, Ignacio Padilla; La familia Fortuna, Tulio Stella; La casa de los náufragos, Guillermo Rosales; Mantra y Jardines de Kensington, Rodrigo Fresán; Hipotermia, Álvaro Enrigue; La materia del deseo, Edmundo Paz Soldán; Los jardines secretos de Mogador, Alberto Ruy Sánchez; Libro de mal amor y Neguijón, Fernando Iwasaki; La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina y Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa; Varamo, Una novela china y El mago, César Aira; Los impostores y El síndrome de Ulises, Santiago Gamboa; Crímenes imperceptibles, Guillermo Martínez; El fin de la locura y No será la Tierra, Jorge Volpi; La sexta lámpara, Pablo de Santis; Wasabi, Alan Pauls; Una tarde con campanas, Juan Carlos Méndez Guédez; Itinerario de trenes, Jaime Marchán; La viajera, Karla Suárez; El futuro, Gonzalo Garcés; Todos los Funes, Eduardo Berti; El corazón de Voltaire, Luis López Nieves; 1767, Pablo Soler Frost; El huésped, Guadalupe Nettel; Electra en la ciudad, Patricia de Souza; La sociedad trasatlántica, Alfredo Taján; 2666, Roberto Bolaño; Cuaderno de Feldafing, Rolando Sánchez Mejías.
2009-201912: El invitado y Memorias de Andrés Chiliquinga, Carlos Arcos Cabrera; Las segundas criaturas, Diego Cornejo Menacho; La maniobra de Heimlich, Miguel Antonio Chávez; La utopía de Madrid, Carlos Carrión; La búsqueda, José Hidalgo Pallares; La ruta de las imprentas, Roberto Ramírez Paredes; Cursos de francés, Ernesto Carrión; Complejo, Santiago Vizcaíno; Humo, Gabriela Alemán; Siberia, Daniela Alcívar Bellolio; Una comunidad abstracta y Te faruru, Jorge Izquierdo; Moscow, Idaho, Esteban Mayorga; La familia del Dr. Lehman, Sandra Araya; Todo ese ayer, Náufrago de tierra y Ahora que cae la niebla, Óscar Vela.
12. La actualización del período 2009-2019 se incorpora en esta segunda edición y se centra exclusivamente en novelas de autores ecuatorianos por lo revelador del desplazamiento temático global de esta década. En el resto de novelas latinoamericanas ese desplazamiento siguió creciendo.