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ОглавлениеActualidad de la Reforma
Jacques Ellul
Si la Reforma conserva alguna significación actual para nuestra sociedad, seguramente no es gracias a una fidelidad formal externa a los principios que la inspiraron. Sería la negación de la Reforma misma querer mantenerla en la forma en que estos la establecieron, así como la comprensión de la Escritura, la formulación de tal dogma, la institución eclesiástica o la inserción en la sociedad. No podemos considerar a los doctores de la Reforma como intérpretes infalibles de la voluntad de Dios y, por ello, enclavados en la inmortalidad. Sería rechazar precisamente la parte más alta de su enseñanza, el cuestionamiento de todo lo adquirido en lo religioso y en lo eclesiástico por la Palabra de Dios misma, y, en lo que concierne a la presencia en el mundo, el hecho de que justamente estuvieron muy atentos a la realidad concreta de este mundo, directamente mezclados con sus tendencias y sus tentaciones; y nuestra sociedad no es la suya. Lo que seguramente permanece característico es, primero, esta presencia misma. El suceso político en Francia, en Inglaterra, en el Imperio los encontró implicados en todas las querellas, pero, más aún, en la búsqueda de una forma nueva de la experiencia del poder. Y el movimiento intelectual, las reivindicaciones sociales, fueron a cada instante inspiradas o combatidas por este esfuerzo. Los reformadores nos enseñan, en todo caso, que la Iglesia no puede estar separada del mundo y replegada en ella misma, no más que siendo directora y regente en un mundo sometido a ella.
Pero la doble dificultad de la comprensión de su acción sobre la sociedad comienza con el hecho de que esta acción nunca fue para ellos más que la consecuencia de su fidelidad a la Revelación, a la Palabra del Señor. Si ejercieron tal o cual influencia, no fue en virtud de sus ideas políticas, de sus doctrinas metafísicas o de su ideología social, y no más en función de pertenencias a medios específicos, ni de sus intereses de clase o su inserción en algún grupo sociológicamente determinado. Fueron hombres de la Palabra y, consciente y voluntariamente, intentaron actuar sobre la sociedad en función de esta única pertenencia, de esa única voluntaria determinación. Se trata, entonces, de intentar entender cómo cualquier decisión política o, de manera más general, cualquier actitud a la vista de la civilización de su tiempo, se deriva de esta comprensión. Y no podemos limitarnos a reproducir esto, pues los dos elementos de la relación han cambiado. Por un lado, su interpretación de la Escritura no se impone necesariamente como tal por vía de la autoridad a nosotros; por otro lado, todos los elementos del mundo se han modificado. Ya no nos es posible hablar del Estado como hablaba Calvino, cuando todo príncipe se proclamaba cristiano. Ya no nos es posible hablar de la obra científica o técnica, como hablaba Erasmo, cuando todo investigador y sabio se reconocían primero como criaturas del Soberano Señor. Otras perspectivas se han abierto ante nosotros.
El segundo elemento de dificultad procede del carácter inconsciente e involuntario de la mayor parte de las consecuencias de sus obras. Es todo un conjunto de efectos más o menos indirectos de la Reforma que no fueron deseados, expresamente previstos, delimitados o enunciados. Tal vez no sean los menores. Parecen haberse sumergido mucho más a profundidad en la estructura de la sociedad, haber actuado mucho más lentamente y más directamente en lo que casi podría llamarse el inconsciente del grupo.
Hay ahí algunas sucesiones quizás imprevistas y sin embargo contenidas en el enunciado de tal verdad teológica, con semejante voluntad consciente de la obediencia. Y la salida fue diversa: algunas nos parecen adquisiciones destacables, que no se deberían abandonar en nuestra sociedad: laicidad del Estado, desacralización del mundo, toma de conciencia de la persona… Otras parecen el fruto dudoso de una misma raíz: espíritu burgués, capitalismo, desencadenamiento de la voluntad de poder… Así que nos hace falta saber que, intentando a nuestra vez obediencia y fidelidad a la Palabra revelada, todo un conjunto de consecuencias se nos escapará, sin que podamos prevenirlo; y que también habrá, cualquiera que sea nuestro deseo y nuestras oraciones, frutos dudosos salidos del hecho mismo de que pertenecemos a este mundo y que no podemos pretender escapar de sus contaminaciones presentes en el mismo. Pero la cosa que importa, la única, es la más exacta obediencia en las condiciones mismas de esta presencia. Las dos únicas vías que nos están prohibidas son la preocupación por una fidelidad tan pura y una teología tan trascendente que lleva a aceptar toda conducta del hombre, definida por las fuerzas sociológicas —es, por lo opuesto, la búsqueda de cierta interpretación de la Biblia, de cierta teología, como para legitimar una doctrina social, una toma de posiciones políticas, un impulso sentimental y las dos son, en definitiva, una misma traición.
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Seguramente, una de las más importantes consecuencias de la Reforma bajo la óptica del mundo, fue la desacralización en sus diversas formas. Los reformadores recordaron con vigor que Dios está en el cielo y el ser humano en la tierra; que el mundo es el lugar del Príncipe de este mundo; que el hombre es por naturaleza —y de manera definitiva— pecador y sin ninguna posibilidad de hacer el bien: el mundo es el mundo. Y por ello está habitado por potencias sagradas, y nada en el mundo excede a la grandeza del hombre; no hay misterio en el mundo, no hay barreras naturales que signifiquen algo en sí mismas.
La presencia de lo sagrado al interior de este mundo asegura, en efecto, de manera intrínseca, una significación de los sucesos en la historia: los hombres saben por ellos mismos lo que hacen y a dónde van; esto les es dicho y asegurado por la existencia de algo sagrado en la historia; igualmente lo sagrado pone además límites a la acción del hombre: hay tabúes, existe lo que se puede y lo que no se puede hacer. Hay lo que es lícito y lo que es ilícito, no por causa de un edicto del hombre, ni por causa de prohibiciones expresas, sino por la naturaleza misma de las cosas, por el orden natural, por una verdad infusa en el mundo. Y de un lado como del otro, surge una escala de valores; lo sagrado provee al hombre, de manera irrecusable, el discernimiento del bien y del mal, lo deseable y lo sublime, frente a los cuales no hay dudas ni críticas. Y, pacientemente, la escolástica medieval, asumiendo un mundo habitado por lo sagrado, había bordado punto por punto una teología cristiana sobre este mundo social, había elaborado lo sagrado salido del cristianismo, englobando y modelando lo sagrado de la naturaleza. Lentamente, la Iglesia había sacralizado lo que podía pretender de la autonomía, el poder del Estado como los ritos paganos de las cofradías o de la caballería. Se trataba, entonces, de hacer adoptar las leyes de la moral cristiana como prohibición sagrada de toda la sociedad y de la perspectiva del Juicio como lo sagrado de la significación. Se trataba de encontrar en cada cosa, el punto de unión entre la naturaleza y la gracia, entre la realidad del mundo y la verdad de Dios, entre la posibilidad del hombre y la exigencia del Espíritu. Y se instituye desde entonces, como la expresión de lo sagrado, todo el mundo intermediario, el de los santos y de las brujas; ese, que es el mismo, del derecho natural y de la razón Imago Dei; el de los Méritos y de la fe implícita, el del poder temporal de la Iglesia junto a la sacralización del Estado. Todo el problema consistía en saber dónde y cómo, en ese mundo intermediario, lo Sagrado de Dios se infundía en lo sagrado del Mundo.
Y he aquí que brutalmente, los reformadores intervienen en esta sutil y delicada construcción; he ahí que ellos “rechazan de golpe mil años de teología casi unívoca” y rompen la tela fácilmente tejida. No hay nada sagrado en el mundo y, además, la Iglesia y el Estado no son más sagrados uno que otro. Las cosas son cosas: no hay espíritus en ellas, la materia es materia, incluso si es del hombre. No hay nada de venerable en la naturaleza —la historia no tiene significación por ella misma; nada está, por sí mismo, prohibido; el hombre dejado a sí mismo es un ciego, incapaz de ningún bien y destinado a la muerte. Si la historia tiene un sentido, es por la atribución de una significación extrínseca, que viene de Dios. Si el hombre hace el bien, es por la acción extrínseca de Dios que actúa sobre él por la gracia y no existe ninguna continuidad posible de la naturaleza y de la gracia… El mundo, desacralizado, vuelve a ser plenamente el mundo. No un mundo sin ley, sino un mundo que no tiene las mismas leyes que la Iglesia, un mundo que no puede ser cristianizado desde el exterior, bajo la óptica de que no se puede actuar con la hipocresía de hacer como si se fuera cristiano sin serlo, como si lo sagrado que se desea no fuera otra cosa que idolatría, ilusión, mentira y rechazo de Dios.
Esta desacralización ha traído innumerables consecuencias. Y a partir de ahí, ya no se podía vivir solamente en la ilusión. Nos hemos despertado brutalmente en un mundo desencadenado —el hombre puso sus manos sobre todas las cosas, pues ya nada era sagrado para él. Es entonces que comenzó la gran aventura técnica. De ahí en adelante todo estaba permitido en el mundo. Ya no se tenía que temer la venganza de los espíritus que ya habían huido de las cosas. Y por ese mismo golpe comenzó a ponerse todo en cuestión. Y todo podía estar sometido a la duda, todo podía ponerse en juego: el poder del Estado, así como el de los padres y la jerarquía social; todo ello era natural y, en consecuencia, también era sometido a la crítica de la razón —así debería comportarse el hombre natural, asumiendo él mismo su condición en un mundo y una sociedad que les habían sido puestos entre sus manos. Desde entonces, la situación fue honesta y clara. La Iglesia ya no podía ejercer poder ni sobre el mundo ni sobre el hombre, ni tampoco imponerle leyes. Todo lo que sí podía era anunciar la Palabra de Dios a ese mundo y a ese hombre, testimoniar por sus obras y por la vida de los cristianos, y por sus palabras, la obra cumplida por Dios en ese mundo y para ese hombre.
Así, en primer lugar, se establecía no una conciliación —una síntesis entre la Revelación y el orden natural—, sino una situación nueva, una tensión entre las dos fuerzas, con una calidad radicalmente diferente, con un origen y un fin igualmente opuestos. Esto quedó profundamente marcado a nivel del Estado. En lugar de pretender una subordinación del Estado cristiano a la Iglesia, pretendía una canalización en la jerarquía de ambas potencias; la Reforma inaugura la liberación del Estado con respecto de la Iglesia —el Estado ya no es cristiano. Es él mismo. Ya tiene una función, por lo demás inscrita en el plan de Dios. Y la Iglesia solo puede dirigirse a él estableciendo un diálogo en el que se anuncia al Estado la voluntad del otro, la palabra que debe, por ella misma y sin un sistema de coacción exterior jurídica y política, inducir al Estado hacia una política justa y hacia una aceptación voluntaria del servicio a Dios. Las cartas de Calvino al rey de Inglaterra son, a ese respecto, muy significativas.
Pero, esta consideración de la dualidad de la Iglesia y del mundo, conducía a una segunda consecuencia: desde el momento en que ya no existía lo sagrado incluido en el mundo, la decisión de la conducta en la vida depende del hombre. Este hombre ha sido puesto frente a la Palabra de Dios, que le ha afectado y debe opinar personalmente. Es responsable de sus respuestas. Ya no está incluido en un orden que lo lleva naturalmente, espontáneamente hacia una conducta cristiana, incluso si casi ya no tiene convicción. La conmoción traída por la Reforma es que no se puede ser cristiano sin estar consciente de ello, obedeciendo a la naturaleza, siguiendo una ley de inercia; la fe supone ya una conciencia, la aprehensión voluntaria y el desarrollo de cierta cultura. Hacerse cristiano es un acto contra natura, y ese cristiano está entonces llamado, dentro de su sociedad, a afirmar la exigencia de Dios, pues cuando decíamos más arriba que la Iglesia se sitúa en un estado de tensión en relación al mundo, se trata menos de autoridades eclesiásticas (que la Reforma despoja de su prestigio y de su exclusividad) que de los fieles mismos, cada uno donde se encuentre. Desde luego, casi no se puede tener la esperanza de que todos acepten la Palabra de Dios y se hagan cristianos. Probablemente la mayoría de los hombres pertenecerá al mundo laico (aunque esto no fuera muy evidente para los reformadores, en vista de que vivían en una sociedad fuertemente cristianizada, lo que podía ser la causa de que no se percataran de este hecho). Pero al menos que esos hombres supieran lo que hacían, que fueran puestos frente a sus responsabilidades, entonces los equívocos se habrían disipado, que lo cristiano se comporte como un no cristiano, y que sus motivos sean revelados (¡a eso corresponde la famosa reputación de honesto y de rigor de los protestantes!). El individuo es así llamado a la toma de conciencia y eso fue, sin duda, ¡la segunda gran obra de la Reforma! Toma de conciencia de sí mismo, de sus motivos, de su autonomía y de su responsabilidad. Toma de conciencia del mundo en el que se sitúa, de sus disputas y de sus conflictos. Toma de conciencia de la Palabra de Dios, de su verdad personal y de su objetividad: a todos los niveles el individuo es así suscitado. Pero si esto conduce al cristiano a más autenticidad dentro de la fe, esto conduce a aquél que rehúsa la afirmación de sí mismo a la exaltación del individuo, al orgullo de aquél que pretende definir su destino por sí mismo. Esto conlleva, de un solo golpe, a una disputa a la vez religiosa, política, intelectual y económica. Ahora, el individuo no ve ya límites a sus posibilidades y a sus empresas. Puede llevar a todas partes su poder constructor. Todo está puesto a su decisión propia. Ya no hay más reglas, ya no hay más orden impuesto, incluso si refutara la voluntad de Dios, pues el dilema sería rígido: o bien reconoce esa voluntad y entonces entra en la obediencia, en un orden, en la obra de Dios en la que participa, no únicamente espiritualmente, sino también en el plano de la política, del trabajo y de la inteligencia; o rechaza la revelación y entonces se encontraría sin freno, sin otra autoridad que él mismo, pues en ese momento el Estado y el derecho y la moral, etcétera, que no tienen valor en sí, serán su obra: de todo ello él es el amo, la decisión tomada por el individuo toma una extraordinaria gravedad. Él apela a sí mismo en todo, ya no puede evitar ser él mismo. Sin duda, los reformadores no vieron claramente que su teología conforme a la Escritura, conducía a ese punto. Lutero lo mencionó a veces. Pero esta consecuencia ya estaba bien incluida. Y el hombre, a lo largo de su historia, ha sabido mantenerla.
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Ahora bien, mientras nacía la Reforma, nacía al mismo tiempo un mundo nuevo. Transformación en todos los planos de la sociedad: en lo político con la formación de naciones, en lo económico con el triunfo de la economía burguesa sobre la economía feudal, en lo intelectual con el Renacimiento. Y he aquí que nos parece muy remarcable el hecho de que la Reforma no fue ni un sostén del pasado cristiano, ni un apoyo sin reserva a esta nueva sociedad. Se acepta cómodamente el primer término, se hace resaltar todo lo que la Reforma rechazó de la herencia medieval, se insiste sobre su carácter progresista; sin embargo, la situación fue mucho más compleja, pues en su fidelidad a la Revelación, los reformadores fueron sin cesar llevados a pronunciar un sí, pero también un no frente a la nueva verdad de las iniciativas del hombre; como si pronunciaran un no pero también un sí con respecto de la sociedad tradicional en vías de desaparición. Intentaron a veces voluntariamente, a veces involuntariamente, preservar una gran parte de la tradición y de la herencia. Asimismo, pasaron por el “cernidor” de la crítica todo tipo de innovación del siglo XVI. Evidentemente, es difícil demostrarlo en unas cuantas páginas. Es arriesgado, dentro del hervor del siglo XVI, querer trazar fronteras entre lo que era tradicional y lo que era novedad. No había tradición que, en ese momento, intentara tomar un rostro nuevo. No había creación que no tuviera raíces que llegaran hasta la Edad Media, en general. Ahora bien, en cuanto a esta difícil repartición, intentar injertar la repartición que los reformadores mismos efectuaron, otorgando su apoyo, desarrollando su crítica hacia tal o cual movimiento intelectual o social, puede parecer imposible. Y sin embargo, si no refinamos hasta el extremo (lo que efectivamente borra la posibilidad de toda reflexión) se puede llegar a trazar algunas grandes líneas no muy inexactas.
Sin ninguna duda, los reformadores rechazaron del mundo antiguo la escolástica y la pedagogía. Igualmente recusaron la reglamentación económica. También denunciaron la explotación de los pobres por los ricos y la opresión de los débiles por los poderosos. Intentaron destruir la pretensión de la Iglesia de reglamentar la sociedad civil (y sin conseguirlo… ¡Calvino en Ginebra!). Pero por encima de todo, ellos rehusaron la integración total del individuo en el grupo social. Lo que ellos rechazaron fue la “totalidad”, la concepción de una sociedad global, el hecho de que el grupo sea considerado como una unidad. Primero se tenía en cuenta a los feudos, a los señoríos, las comunidades. Luego, en el siglo XVI, eran ya países, Estados, universidades; el hombre ya no existía por sí mismo: ya existía por su grupo. El grupo no estaba hecho de individuos, pues estos eran fragmentos de la unidad primaria. Eso era lo que los reformadores rechazaron, así fuera la familia, la corporación, la nación. Pero inversamente a esta sociedad tradicional, pretendían conservar la moral (la ética de los reformadores difiere muy poco de la ética medieval), la estructura jerarquizada de la sociedad, el valor de la autoridad para cada cosa en la familia, en el Estado, en la Iglesia; la forma monárquica del poder, el respeto a la creación y a la naturaleza humana en todas sus dimensiones. Pero que no se pretenda que se trataba de residuos aberrantes y que a los reformadores les faltó audacia cuando no preconizaron el liberalismo o la democracia: conocían muy bien esas ideas, tanto como la liquidación de la moral tradicional, y si lo rechazaron, fue con perfecto conocimiento de causa y porque estimaban que los elementos conservados de la sociedad medieval eran una expresión más justa del pensamiento cristiano. No fue pereza o incoherencia, sino esfuerzo de discernimiento y fidelidad. Por supuesto, a veces subsiste tanto apego que todo puede parecernos asombroso. Calvino conserva a menudo un modo de pensar escolástico y se refiere a autores como Pedro Lombardo, quien nos parece prodigiosamente contrario a la Reforma. Pero eso mismo debe hacernos llegar a la reflexión sobre nuestra propia comprensión de la Reforma y sobre su preocupación por conservar del antiguo orden todo lo que seguramente puede serlo. Se sabe bien que no fue con mucha alegría de corazón que Lutero rompió no solamente el “tren de la Iglesia”, sino también el de la sociedad en la que se encontraba. No lo hizo considerando que no valía nada, sino en el respeto de lo que existía, no por ligereza ni por ignorancia (lo que con frecuencia es el caso) ni por preocupación de estar en la punta del progreso, sino porque se puede actuar de otra manera cuando se trata de fidelidad al Señor.
Por el gusto de estar en la punta del progreso…, claro, los reformadores no tuvieron ese gusto, tan frecuente entre nuestras Iglesias protestantes de hoy. Tuvieron hacia los nuevos movimientos el mismo espíritu de discernimiento que hacia la sociedad antigua. Sin duda alguna, trabajaron para la ruptura del corpus Christianum y en la formación de las unidades nacionales. Todo ello corresponde, exactamente, a la tendencia a la desacralización del mundo, a una nueva visión de las colectividades humanas, a la legitimación de las formas políticas no cristianas. Desde este mismo hecho, avanzaron en la vía temible de la autonomía nacional, anduvieron en el sentido de los Estados y de la demografía, incluso justificaron el hecho. Es legítimo constatar, a veces, que este hecho concuerda con tal aprehensión de la verdad, cuando estamos preocupados de no conformar nuestra visión de la revelación al hecho de que existe, simplemente porque reconocemos una autoridad, en definitiva, superior a la Revelación. No parece que los reformadores hayan cedido en ello. Incluso admitieron en el mundo nuevo la dignidad del trabajo y su libertad. Frente a la concepción medieval que insistía, sobre todo, en la condenación, en la necesidad de la restricción del trabajo y en su ausencia de significación, los reformadores caminaron en la nueva era con la convicción de que quien trabaja, responde a una vocación que le es enviada por Dios y que, ahí también, participa en la obra divina; (la convicción de) que la tierra y todo lo que en ella se encierra fueron dados al hombre para que ponga valor a esa riqueza secreta, que actualice ese potencial. Desde entonces favorecieron el desarrollo de lo “mecánico”, sostuvieron que toda empresa técnica era legítima y, al mismo tiempo, que el trabajador manual tenía dignidad delante de Dios porque obedecía la voluntad de Dios y era útil a todos. En suma, es evidente que los reformadores avanzaron en el sentido de la nueva sociedad por su participación en el Renacimiento. El Libro, la lectura, la búsqueda de la autenticidad del texto, el conocimiento de los autores antiguos fuera de todo prejuicio, de todo límite dogmático; como los hombres del Libro, los hombres del regreso a los orígenes ¿no hubieran podido aportar su apoyo a todo esfuerzo intelectual? Y asimismo la voluntad de conocer los hechos en su exactitud, observar lo que existe en su realidad (que a la vez conduce a rechazar las fábulas, las brujas y a analizar sin ningún espíritu preconcebido, y a viajar para aprender lo que está más allá de nuestro horizonte reducido), todo eso encontró el pleno acuerdo de los reformadores considerando que el mundo es creación de Dios y que tenemos que conocer bien esta creación para discernir la sabiduría y el amor del Creador, lo que no puede hacerse desde la ilusión y la mentira. Pero a ello le hará falta que los reformadores dieran su apoyo sin límites y su aprobación sin reservas a la eclosión del Renacimiento. Y se sabe hasta qué punto, en el plano intelectual, se opondrán Erasmo y Lutero. Esto es significativo en relación con todo lo demás —el hombre glorioso de su joven inteligencia conquistada de nuevo, proclama “yo, nada más que yo” y afirma su autonomía, así como su libertad metafísica y su libertad civil—, a eso Lutero responde con un “No” firme, riguroso. Toda la empresa del Renacimiento es para él consagrada al demonio si ella conduce al hombre a esa grandeza, y el orgullo solitario de un Estilita no parece muy diferente a los reformadores en relación con otro orgullo solitario del humanista creador encarnado por Da Vinci; es decir, el hombre rebelado y que no conoce a su Creador ni a su Salvador, los reformadores lo disciernen perfectamente en el hombre del Renacimiento, igualmente cuando se trata de la revuelta de los campesinos que cuando se trata de la revuelta intelectual de Castellion, pues lo que esperaban no era, en definitiva, un orden humano sino al Señor mismo. Encontramos la misma firmeza en un campo diferente de expansión del Renacimiento, el de la riqueza, del lujo, del arte por el arte, de la facilidad de la vida. Si el trabajo es legítimo, si el hombre es llamado a cumplir con todo lo que su mano encuentra para hacer, no es ni para explotar la creación ni para su felicidad, sino únicamente para obedecer a esa vocación y dar gloria a Dios por esa misma vía. No será cuestión de consagrar las fuerzas del hombre a mejorar su nivel de vida ni a desarrollar el confort y la comodidad (la disciplina moral de los reformadores era muy hostil a la facilidad de la vida). La riqueza y la acumulación de capitales también son tratados con dureza tanto por Calvino como por los teólogos de la Edad Media y en ninguna parte los reformadores aceptaron que el préstamo con intereses pudiera ser ilimitado y fuente de riqueza legítima. Solo lo toleraron en algunos casos. En el dominio del arte, nunca hicieron del valor estético una especie de valor justificativo de la obra: ¡a sus ojos no todo estaba permitido a partir del momento en que se trataba de arte! La belleza también está llamada a ser sierva del Señor y cuando no lo es, es demoniaca y no se podía esperar ningún tipo de indulgencia de parte del Creador. Así que, si los reformadores supieron decir no al nuevo mundo que se constituía, y en el que participaban; es por la misma razón que podían, a ese respecto, formular un sí. Los reformadores no se rehusaron por tradicionalismo ni por mantenerse en la línea del pasado o por falta de audacia, sino únicamente por fidelidad a la Revelación. No hay que dejarse llevar por ninguno de los dos juicios que, humanamente, estaríamos tentados a validar, es decir: si los reformadores dijeron sí es por conformarse al progresismo de su época; y dijeron no por tradicionalismo o, aún más, si decían sí, eran muy fieles; si decían no, eran muy infieles. Según los gustos, cada quien podría multiplicar sus juicios al respecto. Pero el único esfuerzo de los reformadores fue el de expresar su fidelidad a la Palabra de Dios. Y no tendríamos por qué preguntarnos si lo lograron.
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Pero hoy en día, seguramente se nos demandaría adoptar la misma actitud, a saber, estando presentes en el mundo moderno, deberíamos buscar cuál es, en relación al mundo actual y en su realidad, la fidelidad a la voluntad del Señor. Voluntad que es a la vez permanente, eterna, objetiva, idéntica a ella misma y a la vez actual, innovadora, subjetiva y que se expresa hic et nunc. Esa fidelidad no puede expresarse en un rechazo puro y simple del mundo como está, y no más que en una adhesión a las formas propuestas en un “pasadismo” de conservación de los valores muertos, ni en un progresismo de exaltación de los valores existentes. Todo viene del orden de la fidelidad a la historia que es la misma cuando se trata de fidelidad a la historia pasada de nuestros grandes antepasados, de los que debemos mostrarnos dignos, o de la fidelidad en el sentido de la historia enseñado por Marx y que nos traza nuestro deber: todo regresa a lo mismo. Se necesita desde el principio un no riguroso y total a esa fidelidad cualquiera que sea el sentido en el que se formule. La historia no es el Señor, a pesar de los muy numerosos escritos de cristianos actuales ¡que intentan hacer que lo creamos! Y nosotros no tenemos ninguna otra fidelidad que hacia la Palabra revelada; incluso si fuera contradictoria con el curso de la historia, ella misma debe comprometernos a negar los grandes ejemplos del pasado o a recusar la evolución necesaria hacia el socialismo… Ahora bien, hoy, a la mitad del siglo XX, nuestra situación es a la vez parecida y diferente a la de los reformadores. Es parecida, porque vivimos en mundo de convulsiones equivalentes a las del siglo XVI. Se podría decir que antes hubo otras como 1789, por ejemplo. Y bien, por paradójico que pudiera parecer, yo me atrevería a decir que no: efectivamente, hubo disturbios espectaculares y de fachada como en 1789 o en 1914; pero en el siglo XVI la situación era otra; no era la forma de gobierno la que se trataba de cambiar, sino el pivote de la sociedad misma: se pasó de una sociedad teocéntrica a una sociedad “antropocéntrica”. Y eso se expresó desde el principio en la pintura, en la literatura y en las estructuras sociales. En ese sentido, la Revolución de 1789, así como el Estado absoluto de Luis XIV no son más que consecuencias de la mutación del centro de la sociedad, consecuencias normales, previsibles, pero solo consecuencias, ninguna innovación. Esto es muy conocido, además de ser repasado por miles de autores. Ahora bien, nosotros asistimos a la misma revolución; la sociedad cambia de nuevo de centro, de pivote, nuevamente se produce una revolución copernicana. De la sociedad antropocéntrica, que duró del siglo XVI al siglo XX, pasamos a la sociedad tecnocéntrica. El valor supremo es la técnica, y alrededor de ella se organizan la sociedad, el Estado; la vida concreta como la vida intelectual, es el primado técnico. Y la pintura y la literatura también son testigos. Emmanuel Mounier, quien no era sospechoso de inflamar el fenómeno técnico ni de temerlo, decía que, desde la era prehistórica, el hombre no había experimentado tan grande mutación como en esta era técnica. Es así que este cambio del centro de la sociedad nos coloca hoy en la misma situación que en la de los reformadores. ¿Hoy? ¡En efecto! Pues es desde hace 20 años que el hombre tomó conciencia del hecho. En 1900 nadie se daba cuenta de lo que pasaba. Y los primeros balbuceos del hombre frente a lo técnico, por otro lado, representado solamente por la máquina, fueron lamentos poéticos sin profundidad.
Pero, por otra parte, nuestra situación es completamente diferente a la de los hombres de la Reforma desde dos puntos de vista. En primer lugar, sabemos ahora que en el plano político, el económico, el social, la empresa de los reformadores tuvo como saldo el fracaso. En su liberación del mundo y su compromiso de tensión con él, desataron al monstruo (creo que tuvieron razón desde el punto de vista bíblico, lo reitero) y el monstruo fue demasiado fuerte para ellos. No pudieron —dentro del diálogo con el Estado— impedir que se convirtiera en totalitario, autoritario, nacionalista. No pudieron, en la elaboración de una ética cristiana, impedir a los cristianos que formaran una economía capitalista y, con ello, dejar libre curso al poder del dinero. No pudieron, en la predicación de la gracia, llevar al hombre a reconocerse como criatura, y entonces el hombre se afirmó como medida de todas las cosas, sin amo y sin deber. Seguramente es el riesgo de cualquier verdadera toma de posición cristiana. Fue el mismo riesgo que en los tres primeros siglos de la Iglesia. Y la reacción de prudencia fue evitar ese riesgo montando la enorme máquina de las leyes, de las reglas, de la moral, de las organizaciones, todo en lo que devino la Iglesia romana. Y fue eficaz. Pero la verdad revelada estaba muerta. No se trata de actuar con prudencia frente a esa prudencia. Los reformadores conocieron el riesgo de la fe. Colocaron a la sociedad en la misma situación de riesgo. La verdad fue reanimada, pero el pecado del hombre volvió amargos los frutos. Ahora todos los sabemos: ya no estamos en la situación de inocencia que fue posible en el siglo XVI. Conocemos el peligro. Somos hijos de esa flama. Ya no podemos comprometernos con la creencia de que las cosas se pondrán bien porque la verdad será proclamada, porque la sociedad será feliz, porque el Estado será justo y fiel. Tal vez tendríamos fácilmente la convicción contraria y de hecho estaríamos inclinados a no mezclarnos en esa aventura, permaneciendo entre nosotros o más aún, adhiriendo al cristianismo a alguna doctrina social que fuera garantía para la sociedad, al mismo tiempo que nuestra fidelidad a Jesucristo fuera garantía para la vida. Esa doctrina podría ser el socialismo o el liberalismo, aunque esa actitud es también inadecuada y conduce a la misma herejía que el constantinismo. La experiencia y el fracaso de los reformadores nos conducen también a mirar dos veces antes de hacer lo que sea, y con frecuencia hemos sido conducidos a no hacer nada.
Nuestra situación es diferente a la del siglo XVI desde un segundo punto de vista. El siglo XVI todavía fue un siglo cristiano; las reglas tenían un punto dominante desde la perspectiva social, económica, intelectual; el cristianismo era un punto de referencia para todo el mundo, prácticamente era el único sistema intelectual global, la única forma de pensamiento posible y aún las tendencias agnósticas se situaban al interior del cuadro cristiano, como lo demostró Febvre. Desde entonces, lo que pasaba dentro de la Iglesia tenía una gran importancia. Todo el mundo tomaba en serio los conflictos eclesiásticos. Todo el mundo tenía una opinión respecto de la conducta (¡no de los dogmas!) de los monjes o de la formación de la Iglesia. Las discusiones teológicas, incluso si no se entendía nada de ello, parecían importantes y tenían repercusiones efectivas en la sociedad y, cuando se producía un cisma o una reforma, la muchedumbre se involucraba, pues ya se había modificado la creencia de los hombres y porque la estructura de una parte esencial de sus vidas también había cambiado. Lo que los Reformadores pudieron entonces decir y hacer teológicamente, tenía repercusiones reales sobre el comportamiento de los hombres.
Pero hoy, el cristianismo es un residuo del pasado, o mejor dicho, los hombres lo consideran como un sistema de creencias y de pensamiento un poco antiguo, con sus cartas de nobleza y situado en una cartografía compleja de millares de sistemas filosóficos, económicos y políticos, y todos tienen su valor y un valor legítimo. Desde un punto de vista muy concreto, la Iglesia —incluso la romana— no tiene gran influencia. Para los no cristianos, aparece como una fuerza que busca mezclarse en lo que no le concierne cuando interviene en lo político y en lo social. Se le quiere dar su lugar, que es en lo espiritual, pero sobre todo que no salga de su ghetto, que no sea para poner un poco de su influencia, al servicio de tal o cual orden de Estado. Es decir: es bueno que la Iglesia ortodoxa apoye la guerra del Estado soviético y el movimiento por la paz. Es bueno que las Iglesias bautistas o presbiterianas apoyen el anticomunismo del Estado norteamericano. Es bueno que la Iglesia protestante alemana no apoye la revolución hitleriana. Pero nada más, nada más allá. Una Iglesia anexa a la corriente político-social dominante, eso es lo que se tolera. En esas condiciones, se comprende mejor por qué las discusiones teológicas no tenían para el hombre del mundo ninguna importancia, y se les veía con una sonrisa de conmiseración: “¡Ah, esos intelectuales!”. Sabemos todo eso muy bien y es justo lo que hace que no tomemos en serio una reflexión como la que aquí planteo. Aun si supiéramos claramente lo que nos hace falta ser, lo que nos hace falta hacer para permanecer fieles a la Revelación, nuestras decisiones, nuestras actitudes, nuestras declaraciones no tendrían un gran valor ni hacia las autoridades, ni desde el punto de vista económico, ni hacia las masas. Eso es lo que es totalmente diferente al siglo XVI. Lo sabemos bien y es lo que nos conduce a un cierto desánimo: “Para qué tanto esfuerzo por pensar con exactitud, para qué buscar la actitud justa de la fidelidad, ya que nada de eso tendrá efecto, ya que nadie nos escuchará, y no podremos comprometernos al diálogo con nadie, y en el plano de la eficacia hemos sido reducidos a nada”. Simplemente quisiera decir que no es en principio falta de eficacia, sino primeramente falta de fidelidad. Lo que importa es la obediencia —hacia la que hemos intentado poco y para nada. Conviene aquí recordar los siglos de silencio del pueblo de Israel: el gran silencio de Dios que fueron como 200 años durante la esclavitud en Egipto entre el periodo de José y el de Moisés, y el gran periodo de silencio de Dios, de casi 400 años, entre Esdras y los últimos profetas, hasta la aparición de Juan el Bautista. La cuestión para Israel era, durante esos siglos de ausencia, mantener a pesar de todo y contra todo, la esperanza y la fidelidad. Esa es ya nuestra cuestión también.
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Me parece que hemos sido llamados a situarnos en relación con este mundo nuevo, pero también en relación con el mundo antiguo que se desvanece. Nuestra situación es una mezcla inextricable de una cosa y de la otra y, sin embargo, se puede llegar a discernir lo que pertenece a una y a la otra, lo que va en declive y lo que se anuncia en el horizonte, y no podemos enterrar una sin ver venir la otra, así como recibir de oficio lo que ya viene. Lo que nos queda, pese a tal vez ser inútil o una tentativa vana, puede no importar si no está la vía de la verdad. Respecto del mundo antiguo, quizá estaríamos de acuerdo en no extrañar aspectos en vías de desaparición. El capitalismo tradicional con la apropiación privada de los medios de producción, con la explotación del hombre por el hombre, con la edificación de una sociedad entera alrededor del dinero y, como consecuencia, el desencadenamiento de productos inútiles; todo ello no puede dejarnos lamentos; no nos podemos ligar a esta forma en la que la injusticia y la falta de humanidad han rebasado en volumen y en densidad todo lo que existía antes, desviando lo que pudo ser una fuente de bien para todos. Así también el colonialismo, ligado al capitalismo, la conquista supuestamente legítima de los “países salvajes”, la explotación desenfrenada de las riquezas naturales, el desprecio por el hombre inferior que está vencido bajo apariencias de civilización, de elevación del nivel de vida y de introducción del cristianismo. La palabra “apariencia” nos introduce sin duda a una de las características más importantes de esta sociedad: su hipocresía. La colonización imperialista que se justifica con móviles idealistas (y que son presentados en apariencia) como el capitalismo, se justifica con la libertad individual y económica, con la vocación del hombre al trabajo, etcétera… Hipocresía que encuentra su más alta expresión en la afirmación de la libertad cuando se introduce al hombre en la peor esclavitud. Así que, pongamos mucha atención a esta hipocresía característica de este mundo decadente, la vivimos y lo hacemos en medio de ella (es en nombre del Espíritu que los tecnólogos más virulentos como Alfred Sauvy, Jean Fourastié, etcétera, han desarrollado la tecnología en su nombre y es en nombre de la libertad que se reglamenta, se planifica, se organiza, se condiciona material y psicológicamente al individuo) y la hipocresía fue lo propio de los regímenes hitlerianos y los estalinianos, como de la misma manera del régimen soviético. Probablemente estamos en presencia del legado trágico del antiguo mundo al nuevo. Tal vez habría otras cosas del mundo pasado que podríamos enterrar sin lamentos, como el individualismo desencarnado del siglo XIX, la democracia formal, el cientificismo idealista, etcétera… y ya no podemos tardar en hacerlo. El problema de los nefastos legados que deja el antiguo al nuevo mundo, nos parece grave. Acabamos de citar la hipocresía colectiva, pero el otro legado a considerar es el nacionalismo. Es esta forma de estructura sociopolítica, convertida en religiosa por la adoración del hombre hacia su nación, que parecía bien ligada a la sociedad occidental del siglo XIX y que condujo a su ruina en medio de desastres y de sangre. He aquí que el abominable expande su poder en el mundo entero: los árabes se hacen nacionalistas, los africanos se hacen nacionalistas y los asiáticos también se hacen nacionalistas, y los comunistas también son nacionalistas, incluso ellos, cuya doctrina contiene, sin embargo, ¡el fermento del anti-nacionalismo! Así que esos nacionalismos diversos presentan exactamente los mismos caracteres que los de Europa occidental, a pesar de algunos análisis superficiales que parecerían oponerse a ellos. Parece cierto que la Iglesia debe luchar en todos los países contra todos los aspectos de esos dos vicios del mundo antiguo, la hipocresía sociopolítica y el nacionalismo, así como esforzarse para aprovechar el cambio de estructuras sociales para comprometerlas y meter a las otras en la vía de la desaparición.
Por el contrario, debemos intentar salvar de nuestro tiempo, algunas adquisiciones que ellas también están amenazadas, pues precisamente por su debilidad y su humildad, son verídicas y justas. Como cristianos y, además, cristianos reformados, nos hace falta estar ligados a la democracia. ¡No porque ella sea un régimen cristiano ni porque sea ideal, ni porque presente más virtudes que cualquier otro gobierno! Es precisamente su debilidad, esa posibilidad de desorden, de incertidumbres, en esa posible ineficacia que aparece el más humano de los regímenes, el más susceptible de respeto por el hombre, el más abierto y, ahora, el más humilde. La democracia no es buena en sí misma pero no tiene la pretensión del orgullo y no cree ser la verdad y la justicia en sí misma. ¡Dios nos guarde de cualquier régimen que pretenda ser la Verdad, la Justicia y el Bien! La democracia es relativa, ella se sabe relativa y es eso mismo lo que debe atarnos a ella seriamente. Ella se ofrece con un inmenso abanico de tendencias expresadas y permite que las posibilidades del hombre, no sean ahogadas desde el principio. Y es por esa misma razón que debemos defender la laicidad frente a los Estados que pretenden encarnar la verdad y discernir lo absoluto; es para nosotros los cristianos (pues la verdad ha sido revelada) un deber dentro de la sociedad civil, sostener la ausencia de una verdad humana y gubernamental o, para tomar un aspecto positivo, sostener la laicidad. Nos hace falta tomar muy en serio todo lo que está contenido en ese término y que enumeraré en cuatro proposiciones: ningún poder en el mundo puede expresar una verdad en sí mismo, porque el hombre no reconoce nada más que verdades, y solo fragmentos, jamás lo absoluto; y dentro de esa opinión del hombre, solo hay parcelas de las verdades humanas; desde ahí, todas las opiniones deben expresarse libremente en la sociedad. No podemos pedir al Estado que asuma cualquier forma de verdad cristiana: es al Estado al que se le encarga la misión sin ayuda externa; el Estado, siendo laico, no tiene el deber de volverse absoluto, pues no puede jamás tomar partido en el debate sobre la verdad y desde ahí, no puede absolutamente jamás contradecir a sus sujetos; un Estado laico es, forzosamente, un Estado limitado, un Estado moderado.
Por último, de las adquisiciones del mundo que se va, yo retendría la Razón. Cosa extraña, pues los cristianos de hoy ¡deberían ser defensores de la Razón! Pero todo ello ya está en la tradición reformada, oponiéndose a la magia, a los misterios, a las credulidades populares, y reclama el ejercicio de una razón recta en la aprehensión misma de la Revelación. Así que, en el tiempo que viene, asistimos al desencadenamiento de delirios, de la negación de la Razón; que en Occidente se trate de la mentalidad gregaria y colectiva, de la obediencia a las corrientes sociológicas, del llamado furioso a las fuerzas oscuras de la inconsciencia, de la propaganda y, en la sociedad comunista, del desarrollo de esquemas, de estereotipos, de prejuicios, de creencias irracionales (sobre las que descansa todo el comunismo) al final por todas partes es una negación del uso simple, firme y modesto, pero riguroso, de la razón. Necesitamos, en medio de ese desencadenamiento pasional, llamar de nuevo al hombre a la razón; y el fracaso del siglo XIX nos demuestra que nos es tan fácil. Así, lo que hace más difícil la cosa, ¡es que las palabras han perdido su sentido! He dicho Democracia, Laicidad, Razón y ¡quién no estaría de acuerdo con ello! ¡Todo el mundo está por la democracia, la laicidad y la razón: Hitler como Stalin, Kruschev como Dulles, Debré como Mollet! Las palabras ya no tienen sentido. Y quizás aquí tenemos los cristianos, como cristianos de la Reforma, una vocación muy singular. No debemos olvidar que somos los hombres de la Palabra, que para nosotros la humilde palabra humana está revestida de una gravedad única pues es a través de ella que la Revelación se ha hecho escuchar. ¡La Palabra recibió esa dignidad fundamental porque el Hijo mismo fue llamado el Verbo! No podemos aceptar que el lenguaje sea una simple convención. No podemos aceptar la decadencia del lenguaje ni que las palabras ya no tengan sentido y que se le pueda decir a cualquiera cualquier cosa. Es a nivel de la Palabra que se juegan la verdad y la mentira. Y desde ese hecho, debemos ser muy rigurosos en el uso de las palabras. En el diálogo con los hombres, nos hará falta siempre testimoniar lo serio de la palabra, así esta sea simplemente humana, nos hará falta recordarle a esos hombres el valor de las palabras que emplean, el compromiso que adquieren en tano usan lo que para ellos se ha convertido en una cómoda fórmula. Nos haría falta ser bastante valientes para denunciar la mentira fundamental de aquellos para quienes la palabra no es más que un sonido —“evidentemente les es permitido hacer un régimen de adhesión, un régimen de plebiscito al 99%, un régimen en donde la sinceridad no tiene derecho a hablar, donde la divergencia de opinión es un crimen, y el pueblo debe solamente recibir y aprobar. Pero entonces no hablen de democracia. Ahí está la mentira. Les está permitido tener una doctrina exclusiva, tener un Estado que pretende detentar la verdad y explicarla a todas las edades de la vida y por todos los medios, pero entonces no hablen de laicidad. Ahí está la mentira”.
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Este rigor concerniente al valor de las palabras, esta exigencia de que nuestro interlocutor sepa lo que se le dice, esta afirmación siempre renovada de que el hombre público (político, escritor, economista, etcétera) no tiene el derecho de utilizar palabras como fórmulas, es necesario oponerlas a las grandes pretensiones del mundo que viene. Se proclama por todas partes que el mundo debe ser el de la justicia, el de la felicidad para todos (gracias a la tecnología), el de una justa aprehensión de la realidad… Yo creo que el cristiano reformado no puede rehusarse a estos “valores”: justicia, adelante; felicidad, tal vez; realismo, seguramente, pero entonces entendámonos ya. Seamos serios con el uso de esas palabras. No pretendamos que pudiera haber dos justicias diferentes según las clases o las situaciones. No pretendamos que la justicia es siempre lo que hace el gobierno o el partido o el tribunal. No sobreentendamos que esa justicia será alcanzada a través de un máximo de injusticia. No digamos que hay que romper bien los huevos para hacer una tortilla: hagámoslo, pero no hablemos de justicia, en ese momento las cosas estarán en su lugar y sabremos que el mundo en camino, construido por los hombres que a derecha o a izquierda se justifican así, no será y no podrá ser el mundo de la justicia, pues ¿de dónde les vendría, a los que aceptan tan cómodamente la injusticia para el vecino, el más mínimo sentido de lo que puede ser la justicia? Nos hace falta ser más exigentes y más rigurosos en el tema de los valores que el mundo en formación, bajo nuestros ojos, pretende llevar a cabo, ver con cuáles de esos valores pretende fundarse: ¡hay que ser más exigentes, más rigurosos que los hombres que están construyendo el nuevo mundo! “Ustedes hablan así, y que así sea, pero entonces nosotros, cristianos, exigimos que sean serios, ya que después de todo, tenemos aunque sea una pequeña idea de lo que es la justicia, la felicidad y la realidad. No fuimos nosotros quienes les sugerimos esas palabras, fueron ustedes quienes las escogieron. Y fíjense que esas palabras nos conciernen porque pertenecen a la Revelación de Dios. Son palabras que queman cuando se miente con ellas. Son palabras que explotan cuando se quiere meterlas en la fundación de un edificio que está a la inversa. Hay qué ver cómo explotan las palabras de libertad y de amor en tanto el mundo antiguo está muriendo”. El mundo que se construye, se pretende que sea realista, pero es sorprendente que parezca más irreal. Por un lado, se multiplican las doctrinas políticas y económicas, y se pretende aplicar esas doctrinas e informar a la sociedad sobre ellas; ese estilo renovado idealista es hoy en día impresionante e inquietante (¡Ya sea la doctrina de los nacionalistas, de la planificación, de la federación, del comunismo o del american way of life!). Por otro lado, se desborda hacia donde sea un optimismo admirable concerniente al hombre. El hombre capaz de retomar en sus manos el sentido de los tecnológicos, el hombre capaz de utilizar bien —y para el bien— los poderes desmesurados que detenta el Estado, providencia apta para arreglar todos los problemas, la planificación que salva la libertad, en tanto el hombre comunista no tendrá problemas personales, el hombre perfectamente adaptado a la sociedad tecnológica, por ese hecho, se ha convertido en un hombre libre… Todas esas fórmulas que se encuentran por los rincones de todos los países, me parecen de un prodigioso irrealismo. Hay un rechazo sistemático a ver de frente la realidad del hombre, del Estado y de la tecnología. Y de ahí se pretende construir un mundo realista. La Revelación nos dice un buen número de cosas concernientes al hombre y al Estado. Nuestra modesta contribución al mundo que viene, podría ser la de recordar la Revelación a todos, para de ahí poder fundar seriamente los valores que ella misma ha elegido. Y es ahí donde diríamos seriamente el sí a esta sociedad que se forma. Pero al mismo tiempo necesitamos decir no, no sin seriedad, pero tampoco no con menos pasión y agresividad. No a un mundo que quiere ser total. No a un mundo que quiere ser sagrado. Y aquí encontramos el mismo debate del siglo XVI, pues el mundo que se organiza bajo nuestros ojos, tiende a reproducir las características del mundo medieval, como la totalidad de lo sagrado. Nos encontramos frente a una sociedad que quiere verse íntegra, donde no hay ninguna distinción entre lo individual y lo colectivo, donde el dilema persona-sociedad se resuelve con la identificación: la persona no se realiza más que por y a través de la sociedad. Todo ello presuponiendo que la formación de las personas sea a la vista de su propia realidad. La fusión de la conciencia individual en el gran conjunto, el éxito de P. Teilhard de Chardin es precisamente la medida de la adhesión del hombre moderno e intelectual a esa totalidad; la realidad de base es la sociedad, es el grupo, el individuo ya no tiene existencia por él mismo, su única vocación es pertenecer a un grupo y expresarlo; su única virtud es ser útil al grupo, su única felicidad es estar perfectamente adaptado al grupo. Es la misma fórmula del clan prehistórico. Nos hace falta tener cuidado que esa totalidad que se construye frente a nuestros ojos, igual en la Unión Soviética que en Estados Unidos, es la negación misma de todo lo que fue evolución del hombre desde hace, digamos, cuatro mil años. Es ese difícil acceso a una conciencia individual, es ese difícil avance hacia la responsabilidad de un destino personal. Yo creo que los reformadores no se equivocaron cuando proclamaron que no hay fe cristiana sin lo anterior. Y creo, de manera recíproca, que el P. Teilhard exactamente formuló un anti-cristianismo (lo que además no sorprende, pues en su teoría, la encarnación de Jesucristo se volatilizó). Conozco bien los argumentos de nuestros intelectuales para demostrar que el hombre es perfectamente libre y perfectamente responsable de este mundo. Desde luego, yo no tendría la pretensión de criticar en dos líneas tantas autoridades tranquilizadoras, positivas y optimistas. Me parece que la realidad concreta se encarga de criticarlas. La molestia sería cuando percibimos que la crítica a ese tema era exacta pero también ya sería demasiado tarde, pues el mundo será lo que será y ya no podremos hacer nada al respecto. Al mismo tiempo que se hace total, el mundo se vuelve sacramental. Los objetos religiosos se multiplican alrededor de nosotros. Todos nos piden adoración. Para el hombre todo toma un valor tan eminente que ya nada se puede cuestionar. La nación es un valor absoluto. La tecnología es el bien absoluto. El Estado demanda que se le ame y se le adore. La productividad es la gran vía a la salvación. La independencia es una verdad indiscutible y, poco a poco, el american way of life y el comunismo demandan no una razonable estimación, sino la vocación en cuerpo y alma sin reservas y sin límites. Y toda esa gente bella reunida reclama al hombre los sacrificios que solo Dios puede pedir: todo su tiempo, todo su dinero, todo su trabajo, todo su amor y, por supuesto, el sacrificio de la vida es el menor de ellos, pues previamente se le ha pedido el sacrificio de su honor, de su dignidad, de su conciencia y de su libertad. Los primeros cristianos que rehusaban sacrificar bestias a los falsos dioses, así como los reformadores que rechazaban participar de la misa y de encender un cirio delante de estatuas, eran evidentemente hombres faltos de inteligencia, que no habían comprendido todo lo que se debe a la sociedad y a las creencias colectivas. Manifestaron una estrechez y una intransigencia absurdas. Ahora, nosotros tenemos una vista más larga, obediencia hacia la realidad, flexibilidad intelectual que nos hace aptos para participar en el gran sacrificio colectivo. Sobre todo, hemos aprendido que hay que darle al César lo que es del César y cuando el César nos demuestra que todo se encuentra en él… aún conservamos nuestro pequeño fuero interior. He ahí, me parece, el punto del verdadero compromiso, el del “No” radical a la sacralización del mundo que está formándose, a los ídolos sutiles que siempre se presentan con la evidencia de la verdad, la misma evidencia que hizo de aquel fruto, bello para mirar, agradable para comer, útil para tener inteligencia: ¡las tres características de nuestros ídolos! Por eso solo continuamos con la voluntad de fidelidad que los reformadores testificaron: la fidelidad al Único que no es un ídolo.
(Traducción: Francisco Javier Domínguez Solano)